La biografía de Juan Luis Cebrián está unida a la fundación y consolidación de esa empresa mediática única en España que es El País; unida, por lo tanto al más exitoso empeño regenerador de la información, la comunicación y, por ende, la vida pública española del último medio siglo. El País ha sido desde sus orígenes símbolo del buen hacer informativo, de la prensa de calidad, independiente y objetiva en la medida de lo posible, verdadero adalid de la europeización de España, de la lucha contra los vicios ancestrales de la vida pública española, el caciquismo, el personalismo, el enchufismo, etc. Y, en la medida en que la biografía de Cebrián se confunde con la del periódico, también él aparece adornado por estos rasgos. Esa foto de cubierta que se sobreimpone a la histórica primera del periódico el día en que éste salió informando de la intentona de Tejero en 1981 es una referencia a lo que probablemente el autor considere que fue el momento decisivo de la historia de ambos, director y diario, en la que los dos comparten el título de luchadores por la modernización, democratización y europeización de España. ¿Es así?
El país es el que es. Cebrián es un hombre poderoso ya que, tras ser director de El País, pasó a ser consejero-delegado de la empresa, quizá la más importante de medios de comunicación en España y, como tal hombre poderoso, está acostumbrado a que su voluntad sea ley y su capricho, norma; acostumbrado a que todos cuantos tiene en torno suyo le bailen el agua y le digan lo que quiere oír. Y lo que Cebrián quiere oír es que, además de exdirector de El País y poderoso hombre de empresa, es un ilustre académico, fino escritor, gran novelista y profundo pensador. Es decir, quiere el reconocimiento de sus contemporáneos en campos en los que no muestra especial merecimiento por un efecto añadido de su condición de poderoso. Y como, efectivamente, el país es el que es, quienes lo rodean le dicen lo que quiere oír y el hombre, probablemente, acaba creyéndoselo.Un ejemplo patente de lo anterior lo tenemos en el prólogo que Sami Naïr escribe para este conjunto de ensayos de nuestro autor (El pianista en el burdel, Barcelona, Círculo de lectores, 2009, 202 págs), ditirámbicamente titulado Del piano a la sinfonía. Naïr es, entre otras cosas, director de la colección en que aparece el libro de Cebrián pero también articulista de El País, es decir, hombre sometido al poder del autor cuyo libro prologa. Por ello rebautiza lo que Cebrián llama "una colección de ensayos" para transformarla en "todo un libro, fundado en una visión del mundo coherente y consciente de sí misma" (p. 8). Y como esto debe de parecerle poco añade que se trata de "una reflexión de primera magnitud sobre las relaciones entre la libertad de expresión, la búsqueda de la libertad y el derecho a la misma que deben presidir el trabajo del periodista..." (p. 10) . Todo lo cual es hipérbole para hablar de eso, de un conjunto de ensayos del autor sobre cuestiones de su oficio sin gran conexión entre sí, bastante variados, de calidad desigual y en el que se conjugan indistintamente reflexiones sociológicas, de actualidad, sobre medios de comunicación con recuerdos personales y trozos autobiográficos generalmente destinados a realzar la figura del autor.
Desde luego, uno de los rasgos más llamativos de la obra en contra de lo que asegura el prologuista, es la falta de coherencia entre el talante del autor y lo que afirma de su profesión. En un primer ensayo que no está mal sobre la fascinación que el caso de Watergate ejerció sobre algunos periodistas españoles, sigularmente Pedro J. Ramírez, a quien Cebrián no cita expresamente pero es quien más se ajusta al perfil, Cebrián afirma que "no pretendo impartir lección alguna sino que trato de ser útil, desde la experiencia, a las nuevas generaciones que hoy se aventuran en una profesión que es frecuente pasto de correcaminos y vanidosos, cuando su fibra la constituyen la humildad y la reflexión" y, más abajo: "la historia del Watergate, la de sus protagonistas, puede servirnos para apreciar la difícil modestia con la que es preciso ejercer nuestra tarea" (p. 31). El lector puede hacer un sondeo de urgencia entre las gentes que conozca, a ver cuántas creen que el señor Cebrián se caracterice por su humildad y su modestia.
Esta incongruencia, esta disonancia, es llamativa y radical aunque el autor, cegado por su hybris ni siquiera la detecte y hasta se jacte de ella. Pongo un ejemplo clamoroso: en un capítulo bastante interesante titulado De la transición al potro de tortura, con recuerdos y relatos de cosas vividas en el que el señor Cebrián reconoce que el éxito de El País durante la transición es culpable "del espíritu arrogante y autosuficiente de muchos de quienes contribuimos a hacerlo" (p. 75), hace un relato del primer Gobierno del señor Aznar y su política de dádivas y favoritismos a los amigos (p. 82), de agresión contra el grupo Prisa y Sogecable (pp. 83/84) y de ataque contra la libertad de mercado (p. 86). Como parte de este relato revela aquí por vez primera, es decir, trece años después, un hecho que es extraordinariamente significativo para entender el sentido de la política de la derecha española: al poco de llegar Aznar al poder, Polanco y el propio Cebrián recibieron una petición directamente de La Moncloa para que Eduardo Haro Tecglen dejara de escribir en El País e Iñaki Gabilondo abandonara la SER (p. 87). Ciertamente, esta indicación retrata al personaje aznaril y lo creo a pies juntilla dado que lo mismo hizo conmigo en Onda Cero, sólo que yo no tuve un valedor tan eficaz como Cebrián. Naïr percibe con olfato la carga de esta revelación y la subraya en su prólogo. Sin embargo, la pregunta inmediata que aquí se plantea es: ¿por qué ha tardado Cebrián trece años en dar una noticia de tal calibre? O, dicho en términos más periodísticos: ¿por qué la ha ocultado durante trece años? Supongo que tendrá sus razones que sería interesante escuchar, pero no hay duda de que su comportamiento es frontalmente contrario a las doctrinas que profesa y que siembra por doquier a lo largo de su libro como cuando, por ejemplo, dice que "...nadie debe publicar una noticia falsa a sabiendas de que lo es, ni debe callar otra de interés público si ha comprobado su veracidad, aunque afecte al interés de alguien, sea al gobierno, un grupo de presión, el propietario del medio o los profesionales que trabajan en el mismo" (p. 112). Muy valiente, muy íntregro, idílico... pero falso de toda falsedad en su caso.
Algunos otros ensayos tienen también contenido autobiográfico y escaso valor teórico, aunque sirven para ilustrar sobre la trayectoria personal del autor. Encuentro interesante que trabajara unos años, precisamente los de su formación como periodista, en el diario Pueblo, a las órdenes de aquel personaje populista y peculiar que fue Emilio Romero. Es significativo.
No obstante son los ensayos de reflexión teórica los que me interesa resaltar aquí. Cebrián lleva años cavilando sobre los medios de comunicación, la era digital y el español en el mundo y esta colección de ensayos ofrece la oportunidad de calibrar en qué momento se encuentran sus reflexiones. Hay un ensayo sobre los orígenes remotos de la prensa en el que se vierte un juicio sobre la "corrección política" con el que no puedo estar más en desacuerdo. Dice Cebrián: "La corrección política equivale en demasiadas ocasiones al sometimiento al poder y ésta es una paradoja de la que no hemos podido prescindir en los últimos doscientos años: los periódicos, que presumen de sus habilidades críticas contra el que manda, nadan demasiadas veces en las babas de la adulación" (p. 38). Es posible, incluso probable; pero esto no tiene nada que ver con la "corrección política" como hoy la entendemos y que es el afán por no reproducir los estereotipos del poder en el lenguaje y que raras veces tiene relaciones con ese mismo poder. La prueba es cuánto la atacan los siervos de aquel.
Estoy de acuerdo con las reflexiones del autor sobre la información como un derecho de los ciudadanos que los medios de comunicación administran, razón por la cual es impropio definirlos como "servicios públicos" (p. 100). Igualmente encuentro muy ilustrativas sus conclusiones acreca de los requisitos de credibilidad e independencia de los medios (p. 106) sobre los que lleva tiempo reflexionando. También considero interesante su capítulo titulado Asesinos y que constituye una indagación de provecho sobre el terrorismo contemporáneo en clara crítica a la simpleza aznarina de que "todos los terrorismos son iguales". Cebrián sostiene que no es así y desarrolla una interesante tipología del fenómeno, distinguiendo: 1) terrorismo de fanatismo religioso; ideológico; 3) reivindicaciones nacionales o nacionalistas; 4) terrorismo de Estado; y 5) terrorismo individual (pp. 124-128).
En La paradoja global reproduce las conclusiones a que llegó hace unos años en un informe para el Club de Roma acerca de la sociedad digital y sostiene que ésta es: global, convergente, interactiva, caótica, cuna de nueva realidad virtual, rauda y paradójica (p. 141) que no está mal pero tampoco era original ni deslumbrante cuando se formuló. Excuso decir ahora, años después cuando lo digital sigue avanzando imparablemente en todos los terrenos, incluido el muy libre de la creación artística.
El campo en que más me interesa reseñar la obra de Cebrián es uno que también le es especialmente querido y en el que él mismo debe de considerarse un denodado luchador en su condición de académico y de periodista "global" en español, esto es, el de la lengua española. Adelanto que esta reflexión (aquí contenida en el capítulo Don de lenguas) es confusa, algo pretenciosa y bastante jingoísta. En definitiva, si toda la defensa del español en la época del ciberespacio es ésta, poco bueno cabe augurar a la lengua y, por ende, a la cultura española.
Comienza Cebrián diciendo que "antes del jacobinismo del siglo XIX, las lenguas definían las naciones o las patrias" (p. 162), cosa que no sé de donde sale, cuenta habida de que el concepto de nación (antes del tal jacobinismo) responde a su etimologia latina estricta y no tiene mucho que ver con las lenguas. Además señala como "suprema paradoja" que se convierta en "bandera o bandería lo que nació como elemento de comunicación, de acercamiento al otro" (ibíd.), conclusión también peregrina, producto de una visión teleológica de la lengua que no se tiene de pie porque, como es obvio, lo que nace para comunicar y acercar a unos lo hace para incomunicar y alejar a otros. Todo eso (valor de comunicación, proximidad, incomunicación, alejamiento) está implícito en la anécdota histórica del término shibolet. Sostiene asimismo Cebrián que el español "está de moda" y es el aspecto más jingoísta de su razonamiento, rebelándose contra la costumbre de llamarlo "castellano", sin parar mientes en que "castellano" se llama al español en la Argentina y que diccionarios históricos como el Covarrubias, entiendan que la lengua es indistintamente española o castellana. Se trata de un asunto irrelevante que no hay que convertir en tema de fricción.
Posee Cebrián una visión cuasiimperial del español o castellano en el mundo, subrayando su fuerza en función de criterios numéricos, con cientos de millones de hablantes o de países que la tienen como lengua oficial sin perder de vista que lleva camino de ser cooficial en el Brasil y aumenta su presencia en los Estados Unidos. Con todo ello, Cebrián pretende asentar el principio de la fuerza y el dinamismo de la cultura española, acarreada por su lengua, sin pararse a calibrar la importancia objetiva, real, de esos países en el mundo artístico, científico, cultural. La verdad es que uno piensa que está en un tris de elaborar una nueva teoría de la Hispanidad (p. 165) movido, sin duda, por su celo patriótico y su dedicación a un negocio cuya base es la difusión de la palabra hablada o escrita.
Sin duda lo cuantitativo es importante en la prosperidad de las lenguas pero no menos lo es lo cualitativo, la vida propia de las lenguas, su fuerza para generar formas nuevas, nombrar lo inédito, designar y comprender las formas de vida. Y en esto el castellano o español deja mucho, muchísimo, que desear. El propio Cebrián tiene que hacerse cargo de ello al mencionar el fenómeno de la infición del castellano por el inglés, tema sobre el que se puede hablar hasta el fin de los tiempos. Le guste o no al autor, la nuestra es una lengua básicamente traducida, que apenas aporta nada a la común tarea humana de inventar términos para designar las nuevas realidades que va creando la humanidad en el curso de la existencia, sino que se limita a apropiarse los que crean los demás y "adaptarlos" a nuestra gramática, lo cual es una triste consolación para lo que no es otra cosa que una colonización lingüística. No veo, por tanto, la base de ese optimismo de Cebrián, del que suele hacer gala en otros foros, acerca de las perspectivas del español en el ciberespacio. Y no sólo no la veo yo sino que no está. Según los datos de Technorati, el sesenta por ciento de la blogosfera está escrito en inglés, el treinta por ciento en japonés y los españoles (con un tres por ciento) nos repartimos el diez restante con franceses, alemanes, italianos, rusos, suecos, etc., etc.
Sirva como ejemplo el penúltimo trabajo del libro, La vida en un blog, especie de retruécano con el título de una vieja película española, La vida en un bloc en el que hace un apunte a vuelapluma sobre la realidad que subyace a este mismo escrito: los blogs. Cebrián tiene algunos datos cuantitativos, probablemente (no cita fuentes) también sacados de Technorati acerca de la marea universal de los blogs, comprueba el (relativo) fracaso de la versión española de "bitácora" (lógicamente, la expresión correcta habría de ser "cuaderno de bitácora"), pero no da la impresión de tener mayor familiaridad con el fenómeno que es, sin embargo, la columna vertebral del nuevo panorama mundial de la comunicación. No tiene clara ni la etimología del término, que es un apócope de los dos ingleses web log.
El último capítulo, Escritores de periódicos, un territorio que Cebrián domina mucho más, tiene gran interés porque demuestra que la literatura contemporánea se hace en los periódicos y la hacen periodistas, ya desde los tiempos de Dickens.
En resumen, la obra en comentario es prueba de lo que venimos diciendo: Cebrián ha tenido una interesante trayectoria personal y sus méritos como director del periódico más importante del país y consejero delegado de la empresa son grandes y lo han convertido en una referencia en el panorama mediático español y en un hombre poderoso. Tal poder se afianzó con justicia cuando supo oponerse a las sucias maniobras del señor Aznar y su gobierno para meterlo en la cárcel junto a Polanco y acabar con su empresa, lo cual lo hace acreedor al agradecimiento de los ciudadanos demócratas de nuestro país. Pero eso no quiere decir que tenga igual valor en otras provincias de la existencia y él mismo tendrá que darse cuenta de que su condición de académico (en hábil operación urdida de consuno con Luis María Anson, entonces director del Abc que supo valerse del clientelismo de las relaciones de los académicos con los dos periódicos) no lo convierte en lingüista ni en escritor y mucho menos en profundo pensador, por más que el coro de pelotas de su empresa y los aledaños de beneficiados se lo repitan. En términos más cultos: si desde Francis Bacon entendemos que "saber es poder", lo contrario, "poder es saber" no tiene por qué ser cierto.