El Museo del Prado ha montado una exposición con los cartones de Goya para la Real Fábrica de Tapices. No con todos, pues tiene más en la exposición permanente. Y no solo de Goya porque también los hay de los hermanos Bayeu y algún otro, así como otros cuadros y obras diferentes, incluso esculturas, también procedentes del Prado y que los comisarios consideran que ilustran esta importante parte de la vida del pintor aragonés. Algunos Bayeus y varias otras piezas tienen procedencia ajena pero, en lo esencial, la exposición se nutre de los fondos permanentes del Prado. Estos se exhiben ordenados cronológicamente mientras que la exposición se organiza por áreas temáticas: la caza, los divertimentos, las clases sociales, la música y el baile, los niños, los sueños, las cuatro estaciones y el aire. Una buena idea. El que había de ser pintor de la corte y retratista de reyes, altezas y nobles, se había forjado tomando los modelos al aire libre. Por eso los impresionistas lo consideran un precedente. Y también los surrealistas, aunque estos más por los caprichos y las pinturas negras.
Entre 1775 y comienzos de los 90 del siglo XVIII, Goya, que había viajado a Madrid precisamente para aceptar el encargo que se le hacía de participar en la producción de estos cartones, concentró toda su actividad en esta obra de forma que la etapa puede considerarse la decisiva en la formación y maduración de este genio. Su perfección técnica, su dominio de los colores, la originalidad de sus composiciones, su audacia de trazo, la fidelidad y el realismo de las escenas deslumbran a lo largo de toda la exposición.
Parece que no hubo programa del encargo salvo un propósito general: por tratarse de la decoración de los aposentos reales en los palacios del Pardo, y el Escorial, lugares de recreo y esparcimiento, los temas habían de ser alegres, hasta jocosos, divertidos, sanamente populares y alusivos a la ocupación a que con mayor ahínco se dedicaban los Borbones: la caza, que estos habían heredado de los últimos Austrias, llamados menores y que el rey Juan Carlos, siguiendo la tradición, cultivó con igual asiduidad y pasión hasta bien entrado el siglo XXI. Casi se diría que para las sucesivas dinastías españolas, España era una finca de caza y recreo. Como tal la gobernaron.
Salvado este factor, en efecto, no había programa, entre otras cosas porque ello era más propio de la pintura religiosa y justamente esa es la que no hay aquí, expresamente excluida. Se trataba de representar la vida social y campestre de los amados súbditos de S.M., la España real, amable, la de los juegos, las diversiones, los bailes y los cambios de las estaciones. ¿Cómo? Eso lo decidió Francisco Bayeu, que era el que marcaba la pauta e influía en su hermano Ramón y su cuñado, Goya. El criterio sería naturalismo, sana alegría de vivir, costumbres populares, el día a día de gente sencilla, ajena a las procesiones, el culto, los autos de fe, pero también a la política, la guerra, la revolución. Cuando uno piensa que esa pintura decoraba los palacios de los reyes en medio de la guerra de independencia de los Estados Unidos, la guerra intermitente con Inglaterra, la revolución francesa, no sabe uno qué admirar más, si la capacidad de crear un mundo ficticio, como aislado en una burbuja, o la estupidez de unos monarcas que vivían en ella mientras se quedaban sin Imperio y sin país.
Pero el arte triunfa sobre las miserias del siglo. Los tapices son piezas geniales que todo el mundo recuerda por el impacto, el dinamismo y la fuerza que tienen y los identifica sin duda. Ahí están el juego de la gallina ciega, los majos y majas, la cometa, los zancos, la pelea de gatos, la merienda campestre, etc. Pero, además de ello, los tapices son un documento histórico, antropológico, sociológico, cultural, de primera magnitud. Goya registra lo que ve, le da vida propia, lo interpreta a su modo, pero es fiel hasta la exactitud en las formas. Los romances de ciegos, los vendedores ambulantes, la riña en la venta nueva, la boda apañada (que es una poderosa requisitoria contra la hipocresía de las clases sociales, magistralmente analizada por Manuela B. Mena Marqués en el catálogo), el cruce de caminantes en una nevada tarde de invierno, todo eso y más es la otra cara de la moneda, el lado feo, miserable de aquellas imágenes edulcoradas. La mirada del artista sobre su propio pueblo, completamente identificado con él.
Lo lamentable de esta historia es que, para sobrevivir, para realizarse, para regalar su obra a las generaciones posteriores, este genio hubiera de estar al servicio de semejante serie de idiotas que solo pensaban en darse la buena vida. Siendo además un hombre que simpatizaba con las ideas de la Ilustración. Algo de esto habrá influido en la posterior evolución anímica del habitante de la Quinta del Sordo.