El otro día, cuando fui al Palau de la Generalitat para la entrevista a Puigdemont, tuve el privilegio de ver algunas partes de este extraordinario edificio medieval embriagador cuya continuidad a lo largo de los siglos se muestra por la sucesión de los estilos, que van desde un gótico civil deslumbrante a esa increíble filigrana renacentista del pati dels tarongers y hasta el comienzo del noucentisme, esto es la irrupción de la modernidad. Esta hazaña fue un encargo que la Diputación de Barcelona, presidida entonces por Prat de la Riba, hizo al pintor Joaquín Torres-García, quien pintó una serie de frescos para el salón de Sant Jordi a partir de 1910 con un programa de abarcaba desde la Arcadia feliz a los últimos avances comerciales e industriales de la Cataluña de la época. Los frescos, que representaban escenas arcádicas idílicas encontraron fuerte oposición de una sociedad pacata y, a la muerte de Prat, el organismo, presidido por Puig i Cadafalch, canceló el encargo y el programa quedó incompleto. Luego, la dictadura de Primo de Rivera hizo cubrir los murales de Torres con otras pinturas. Solo recientemente se han recuperado esos frescos que ahora se exhiben en una sala especial del Palau dedicada al pintor uruguayo-catalán.
Con estos primeros momentos comienza una exposición retrospectiva y muy completa del pintor comisariada por Luis Pérez-Oramas, del MoMA. Vemos algunos bocetos de los murales que no llegaron a realizarse, los de la glorificación de la Cataluña industrial. Y vemos asimismo el conjunto de la obra de Torres y no solo pictórica. La exposición es muy completa.
Torres, hijo de una catalán de Mataró emigrado a Montevideo y educado luego en Barcelona tenía una formidable vocación artística y extraordinariamente polifacética lo que quizá haya ido en detrimento de la valoración del conjunto de su obra. Había en él una curiosidad prácticamente ilimitada que lo llevaba de la creación plástica pura a la teoría y la filosofía del arte. Tiene mucha obra publicada a lo largo de su vida siempre sobre cuestiones estéticas. Utilizaba diversos soportes, lienzo pero también madera. De esta se valió para hacer esculturas cargadas asimismo de doctrinas artísticas, sobre todo en el dilema que le obsesionó toda su vida entre lo concreto y lo abstracto. Y de ahí pasó a la fabricación de juguetes desmontables de madera, deliciosos y de los que hay amplia muestra en la exposición.
Torres fue muy activo en los años de las vanguardias en Barcelona, en París, en Nueva York o en Madrid, por no citar Montevideo, a donde volvió a fines de los años 30 y en donde murió en los cuarenta. Pero su actitud frente a las vanguardias fue siempre de resistencia. En Barcelona trabó amistad con Rafael Barradas, quien le familiarizó con el cubismo y el futurismo. Algo de esto, aunque poco, absorbió Torres a regañadientes hasta que se fijó en un estilo propio, único, un constructivismo de paleta terrosa que condicionó toda su obra posterior. Fue probablemente su fuerte oposición al surrealismo en los años locos de este, la que le llevó al abstracto. Con la fundación del grupo círculo y cuadrado, al que también pertenecieron Theo van Doesburg y Pietr Mondrian, que ejerció una gran influencia sobre él. Es sobre la mezcla de influencias de Mondrian y Braque sobre la que comienza a volar por su cuenta en el constructivismo hasta dar con su horizonte estético favorito que lo acompañará hasta el final, el de estructuras, que son las más significativas de su última época.
En el año 1920, Torres vive en Nueva York ciudad que, como sucedía muchos viajeros de la época (y de todas las épocas) lo impresionó enormemente. En verdad, Nueva York, con su urbanismo, era el contexto adecuado para el constructivismo. Sin embargo, Torres abandonó en seguida y retornó a Europa, a París y luego a Madrid, en donde intentó proseguir con su obra. Esto lo hacía mediante la creación directa y la teoría. Siguió impartiendo doctrina estética y, ya de vuelta a su tierra natal, fundó incluso una escuela de arte en la que exponía y desarrollaba sus concepciones artísticas. Torres oscilaba entre las dos condiciones de pintor y escritor. De hecho, al comienzo de su carrera, trabajó con Gaudí, pero este le aconsejó que se dedicara a la enseñanza lo que, para alguien con vocación creadora, debe de resultar humillante.
Da la impresión de que Nueva York fue la experiencia determinante en su vida. Fue el deseo de captar en pintura el bullicio de una ciudad que no duerme, como sabemos, lo que acabaría llevándolo a ser uno de los padres del arte abstracto. Entre medias, nuestro hombre se interesó por todo y se involucraría en todo tipo de causas. El retorno a la tierra uruguaya, vino acompañado de un nuevo interés por la América precolombina, las manifestaciones de su cultura incaica y su simblogía que acepta en muchas de sus obras que son abstractas pero con elementos concretos y en una situación de abandono que está pidiendo a gritos un alzamiento espiritual indio.
Torres terminaba así su vida como la había comenzado: extrayendo el meollo de la Arcadia feliz del atronador proceso industrial. Desde la Arcadia del noucentisme a la que se manifiesta en la adopción de símbolos precolombinos en su pintura constructivista, ha pasado medio siglo: dos guerras mundiales y los totalitarismos correspondientes.