En Figueres hay un museo del juguete muy digno de visitar. Se alberga en un edificio del siglo XVIII que ha pasado por diversos destinos siendo el último, antes de su función actual, el de hotel. Ahora pertenece a la red de museos de la Generalitat y se ha convertido en un templo a la ilusión lúdica.
Como se ve en la foto, tuvimos ocasión de visitarlo con dos guías de lujo: el director, Josep Maria Joan Rosa y la conservadora, Eva Pascual Miró. El director no es un director cualquiera, sino el fundador del museo, ya que este nace de su colección privada de juguetes y se amplia luego con la intervención de las instituciones hasta alcanzar las 4.000 piezas del inventario que, naturalmente, no pueden exhibirse de una vez en su totalidad.
Pero es imposible olvidar que, cuando se pasea por las salas y se observan los contenidos de las vitrinas escuchando las explicaciones de Eva y Rosa, se está escuchando casi a los propios juguetes. Como si el director, con su aire de señor circunspecto, al hablar de sus piezas, de las que fueron suyas siendo niño y las que se incorporaron después como partes de la colección, les diera vida, algo propio de la palabra, que siempre vivifica. Uno que, como todo el mundo, tiene muchos recuerdos de infancia asociados a juguetes, retrocede mentalmente y los ve de nuevo, casi animados, como si estuviera en un episodio del Cascanueces.
El museo recorre la historia de estos trastos con los que la humanidad ha fabricado un mundo de ilusión y fantasía para los niños de todas las épocas. Hay una vitrina con copias de juguetes de la antigüedad, procedentes de excavaciones y cuyos originales se encuentran en los correspondientes museos arqueológicos, integrados en su funcionalidad más seria de ilustrarnos sobre las costumbres de nuestros antepasados. Una divertida dualidad funcional: aquí la copia del juguete, allí el original; aquí el juego, allí la vida seria. Y así le viene a uno a la memoria el célebre tratado de Johan Huizinga, Homo Ludens, cuyo argumento es que la civilización arranca con los juegos. Es más, que los juegos son anteriores a la propia cultura porque los animales de los que, para bien o para mal, procedemos, juegan.
Los juguetes están clasificados por categorías que cualquiera que haya sido niño reconoce como propia: meccanos (menuda Torre Eiffel hay en la entrada, hecha con miles de diminutas piezas), muñecas de todo tipo, recortables, caleidoscopios, soldaditos de plomo apadrinados por Hans Christian Andersen, recortables, efectos ópticos, zootropos, trucos de magia, disfraces, juegos de mesa, loterías, maquetas, trenes eléctricos, presididos por un fantástico montaje de más de 40 metros cuadrados de ferrocarriles con sus estaciones, sus puentes, túneles y variedad de vagones. Vamos, que pocos serán quienes al visitar el museo no salgan pensando en su Rosebud.
Las ilustraciones de los guías nos hacen ver aspectos curiosos que quizá se nos pasaran sin aquellas. Por ejemplo, Rosa nos hizo observar un juguete de Flechas y Pelayos, aquellas figuras infantiles del fascismo primero en España. El director amplía continuamente la colección con un curioso recurso que, además, sirve para situar los juguetes en la vida cotidiana actual. Pide a algunos visitantes conocidos en la vida pública que le envíen una foto suya de niño con algún juguete y así podemos ver fotos de la infancia de gentes que nos son familiares ya en la edad adulta, incluso provecta, algunos fallecidos. Hay fotos de Luis Alberto de Cuenca, quien parece haber sido un enamorado y benefactor del museo, y también de Ernest Lluch, Puigdemont, Lali Vintró, Mas, Modest Cuixart, Terenci Moix, etc y, sobre todo, de Joan Brossa, quien tuvo una relación muy intensa con el museo al que legó su colección de piezas sobre Leopoldo Frégoli, el célebre transformista que fascinaba al poeta.
La ciudad de Figueres, iluminada con el caleidoscopio daliniano, tiene ese conjunto centrado en la plaza de Sant Pere, organizado con un urbanismo surrealista. Y en un mundo surrealista, nada más apropiado que un museo del juguete.