ara que encara tinc força,
que no tinc l'ànima morta,
i em sento bullir la sang.
(Serrat, 1967)
Me ha parecido espléndida esta peli japonesa dirigida por un franco-vietnamita sobre una novela éxito de ventas (ocho millones de ejemplares sólo en el Japón) de Haruki Murakami y que no he leído. Así me ahorro tener que decir algo sobre eso tan aburrido de si la peli hace honor a la novela. Dado que las dos artes, la literaria y la cinematográfica, tienen lenguajes distintos, la cuestión del ajuste de la una a la otra es bastante vacía.
Es una historia de amor entre chavales en su muy primera juventud, casi en su adolescencia. En dos de ellos en la infancia y la adolescencia. Una historia trágica porque se abre con una muerte y se cierra con dos. El amor y la muerte forman siempre una filigrana fascinante. Si, además, es tratada con la delicadeza, la sensibilidad, la elegancia y el derroche de belleza que hay aquí la filigrana de fondo se engarza en otra de forma visual y acústica hasta lo sublime. Los escenarios son magníficos, las montañas, los bosques, los prados en las distintas estaciones del año, la mar bravía del Japón . En la banda sonora se oye, entre otros, a los Doors, a los Beatles en Norvegian Wood y juro que se dan saltos en la butaca.
La compleja y delicada trama de amores cruzados, llena de dudas, de angustia, de decisiones dramáticas, de arrepentimientos y terquedades en unas vidas que van al galope de las pasiones se encaja en los últimos años sesenta del siglo pasado. En dos o tres pinceladas Tran Anh Hung retrata el ambiente universitario hacia 1967. Los grupos de Zengakuren, con cascos y palos a carreras por los recintos, enfrentándose a la policía, interrumpiendo las clases, coreando consignas maoístas, dan la medida del barullo exterior propio de la época. Luego la historia se concentra en sus protagonistas inmediatos a los que sigue como en una campana de cristal porque viven sus tormentas aislados del conflictivo entorno. El guión sólo los saca con mucho acierto a los lugares de trabajo de alguno de ellos y a las tiendas de venta de vinilos, muy típicas de los sesentas.
El conocido sincretismo de la cultura japonesa se hace patente. Los gustos y hábitos de los jóvenes son occidentales pero atemperados por usos y costumbres autóctonos, fundamentados en el respeto mutuo, la delicadeza, el civismo y la aceptación de la autoridad, por contradictorio que pueda parecer en momentos de agitación revolucionaria. Hay trozos que, por la lentitud del ritmo y el preciosismo de las imágenes en situaciones de incomunicación, recuerdan a Antonioni. Y en algún lugar he leído que la estancia de la muchacha en un establecimiento psiquiátrico en las montañas es una especie de referencia a La montaña mágica, aunque la única coincidencia que le veo es en lo de la magia que, me parece, es propia de todas las montañas.
Pero esas son cuestiones de ambientación que la peli resuelve magistralmente. Los interiores de las casas, el colegio mayor, los apartamentos de los chicos, las viviendas, las clínicas, los edificios públicos, las calles de Tokyo sorprenden siempre por el equilibrio de las composiciones. Pero es eso, ambientación. El meollo es la historia en sí, la trama, lo que hay que contar, que era lo que normalmente faltaba en Antonioni. Un verdadero chorreo de primeros planos, de escenas de sexo muy puras nos va adentrando en el torbellino de las pasiones de gentes entre los diecinueve y los veinte años, cuando bulle la sangre, pero con la desconcertante peculiaridad de que nadie rompe la compostura ni alza la voz (mucho menos la mano) ni se le van los nervios (ni siquiera a quienes están mal de ellos), a pesar de los crueles sufrimientos que se infligen unos a otros, ebrios de felicidad. Movidos por ideales, por lecturas, por amores que los desgarran, por sentido del deber y por propósitos ingenuamente trascendentes, los jóvenes protagonistas se enfrentan por fin a la vida posterior con una experiencia y una memoria que la marcarán para siempre.
La vida, ni más ni menos.