Apocalipsis, esa fue la palabra más usada ayer por los medios sin duda para tranquilizar a la gente que, como era de suponer, está más nerviosa en California que en Tokio. Muchos comentaristas señalaban asombrados que no se vieran escenas de pánico, de histerismo, de pillaje, de muertos recogidos por los vivos y se preguntaban cómo puede la población tener esa serenidad, esa presencia de ánimo. Ya han comenzado a aparecer los expertos explicando las profundidades insondables del espíritu nipón. Un terremoto altísimo en la escala Richter, un tsunami con olas de 10 metros y una catástrofe nuclear con cuatro reactores a punto de reventar y ahí están los japoneses haciendo cola en el supermercado o evacuando disciplinadamente las zonas de peligro.
Los japoneses no tienen religión en el sentido en que se entiende en Occidente como una relación de los mortales con un dios todopoderoso, irascible, celoso, terrible, con guerras santas, infiernos, castigos espantosos, amenazas sin cuento, fines cataclísmicos del mundo, terrores del milenio y el séptimo sello. No hay dios y, por tanto, tampoco hay temor de dios. En la medida en que el sincretismo japonés es un conjunto de creencias se compone por un lado de una liturgia cívica de honra a los antepasados, relaciones armónicas con los coetáneos en sistemas formales de castas en el que se ha generalizado el código del bushido, la vía del guerrero, cuyo principio fundamental es que hay que vivir sin miedo a la muerte. Tiene gracia que esa sea la conclusión a que llega la filosofía occidental cuando por boca de Heidegger dice que el hombre es un ser para la muerte porque, por otro lado, en el aspecto metafísico, la creencia japonesa no es religiosa sino filosófica. Precisamente en la idea de la muerte está la diferencia: en el existencialismo heideggeriano esa lucidez conduce a la desesperación y el absurdo de la existencia mientras que en el mundo mental altamente moralizado del Japón a través del budismo y de su versión Zen lleva a la búsqueda de la sabiduría y el logro de la perfección. O sea, nada que ver.
Los japoneses, como los chinos y otros orientales, son un arcano para los occidentales. Suele decirse a título de consolación que lo peculiar de los occidentales es la ciencia. Pero eso es falso primero porque la ciencia no reconoce divisiones políticas y/o nacionales y segundo porque los orientales han demostrado tener un espíritu científico igual si no superior al occidental. Es decir, que la consolación es breve. Viene luego el aspecto melodramático, nuestras creencias religiosas repletas de supersticiones, desvaríos, terrores y claudicaciones de forma que, como han señalado muchos filósofos de Schelling en adelante: la educación científica de los occidentales no ha ido al paso de la moral. Occidente es un gigante científico y un pigmeo moral, a pesar de que vaya por el mundo impartiendo unas doctrinas que empieza por no aplicar en casa.
Añádase a la deficiencia ética la miseria estética, el amor al melodrama, la hipérbole sentimental, la afición por lo truculento, esa visión teatral y catastrofista de la vida que hace que los occidentales anden temiendo el apocalipsis a cada vuelta del camino. Veníamos del temido apocalipsis del sida y caímos en los terrores del año 2000, cuando toda la red informática del planeta iba a reventar; no pasó nada pero enseguida se suscitaron los terrores colectivos de la gripe aviar y luego la porcina. Ver a la gente por la calle con máscaras de cuando el tatarabuelo combatió en Verdun era como un inútil aviso al retorno al sentido común.
Ahora amenaza el apocalipsis nuclear y los japoneses parecen no enterarse de que, si las cosas van mal, este será el mundo de Mad Max y eso en el mejor de los casos. ¿O sí lo saben pero también saben, como podrían saberlo los occidentales si leyeran más a Epicuro y admitieran que, como este enseña, el miedo a la muerte -lo único real que hay bajo los terrores apocalíptios- es absurdo por aquello tan célebre de que cuando yo estoy, ella no está y cuando ella está, yo no estoy?
Los dioses libren a Palinuro de frivolizar, trivializar o minimizar la gravedad del momento que vive la humanidad. Pero está claro que de nada sirve desesperarse ante las posibles consecuencias de un fenómeno cuyo alcance se ignora y seguirá ignorándose si no se es capaz de refrenar los nervios y mantener el ánimo. Incluso en los términos científicos que los occidentales decimos emplear: es imposible encontrar una solución a un problema que no se comprende. Puede ser que el riesgo nuclear japonés acabe en una catástrofe irreversible; pero vamos a esperar a ver si es así sin perder la cabeza. Cosa muy difícil de conseguir cuando una copiosa vía de negocios de los medios, sobre todo la prensa escrita, es alimentar la fiera de la truculencia a base de hablar del Apocalipsis, de Armaggedon, de Ragnarok. De aquí a las procesiones de flagelantes que, como es sabido jamás sirvieron para nada, no hay gran trecho.
Lo que sí hemos sacado de momento en limpio es que el inaguantable debate sobre la energía nuclear se ha cerrado ya: no, gracias.
(La imagen es una foto de Pinboke_planet, bajo licencia de Creative Commons).