Sospecho que la decisión del juez Garzón de defenderse de la vergonzosa caza de brujas que lleva dos años padeciendo a través del documental que ha rodado Isabel Coixet (Escuchando al juez Garzón) no va a favorecerle procesalmente en ninguna de las tres causas que tiene abiertas. Pero hace muy bien, está en su derecho y demuestra su coraje al hablar en su defensa sin tapujos con el escritor Manuel Rivas. La película va a estrenarse en el festival de Berlín y estoy seguro de que animará una oleada de simpatía internacional hacia un hombre sometido a persecución por realizar su trabajo de un modo ejemplar e innovador.
Hace un año y pico, en un artículo en El País titulado La envidia y el juez Garzón, el autor, Juan Guzmán Tapia, consideraba que los tres rasgos definitorios del juez son una tenaz vocación de juez, espíritu de justicia y valentía. Y, desde luego, lo que define el espíritu de quienes lo persiguen es la envidia. La envidia por una parte y el rencor por otra. Son pasiones o vicios que suelen ir juntas, aunque no siempre pues si bien todos los envidiosos son rencorosos, no todos los rencorosos son envidiosos.
La envidia, sobre todo en su gremio, se la ha ganado Garzón por ser un juez brillante, mediático, que ha abierto caminos y posibilidades insospechadas, muy especialmente en el avance del concepto de la justicia universal, ámbito en el que ya se ha labrado un nombre que pasará a la posteridad. Y eso escuece a todos aquellos, muchos, que no han aportado nada al interés general, que en el mejor de los casos, se han limitado a ejercer sus funciones de modo pedestre y rutinario y no están dispuestos a correr riesgo personal alguno en pro de la causa que dicen representar: que impere la justicia en las relaciones humanas.
Esta envidia es la que alimenta las dos críticas que suelen hacérsele: que tiene mono de publicidad mediática y que es un mediocre juez de instrucción. Ninguna de las dos se tiene de pie. No es el juez quien busca los medios sino que son los medios quienes buscan al juez. Y hacen bien porque su actividad es de interés público. Respecto a su competencia técnica, está fuera de duda que es alta y que el país le debe éxitos rotundos en la lucha contra el narcotráfico, ETA, los GAL (sin contar la mencionada justicia universal) y también se los deberá, aunque no le hayan dejado coronarlos, en el caso Gürtel y en materia de memoria histórica y de justicia para las víctimas del franquismo, decenas de miles de ellas, olvidadas durante setenta años.
Ahí, en ese intento aclarar los crímenes del franquismo y de procesar a los responsables de la mayor trama de corrupción que ha habido en la España democrática, es donde el rencor ha saltado, tratando de acabar con la investigación y hasta con el juez investigador a base de expulsarlo de la carrera judicial. Es el rencor de la derecha que, no pudiendo ya echar mano de los militares, la echa de los jueces, tratando de instrumentalizarlos en favor de sus designios. La derecha antigua, la Falange, heredera del partido que más asesinatos cometió durante la guerra civil y la larga postguerra del franquismo, trata de impedir que se haga justicia allí donde ella sólo hizo atrocidades. La derecha nueva, alguno de cuyos dirigentes, como Aznar, fueron falangistas en su juventud, pretende impedir que se investigue y, en su caso, se castigue como se debe un comportamiento presuntamente corrupto de numerosos políticos y cargos públicos en connivencia con una supuesta trama de delincuentes que ha producido el mayor expolio del erario publico del que se tenga noticia.
Las dos derechas forman un sola, un único frente, y se valen de todo tipo de artimañas de rábulas y leguleyos para torpedear la acción del juez. Cuando éste destapó el caso Gürtel, en lugar de apresurarse a colaborar con la justicia, el PP interpuso media docena de querellas contra el magistrado con los más absurdos pretextos para apartarlo de la causa. A ellas se unió la ofensiva de la Falange en defensa de la tradicional impunidad del fascismo.
Es de imaginar que los jueces que han admitido a trámite las tres causas lo habrán hecho ateniéndose el más escrupuloso respeto a la ley. De no ser así se trataría de procesos políticos aquejados del vicio de la prevaricación. Es de imaginar asimismo que el juez encontrará el amparo de la justicia que él tan generosamente otorgó a quienes lo necesitaban. Es de imaginar. Pero los hechos no acaban de encajar con tanta imaginación. El juez se queja de indefensión porque sus colegas se niegan a practicar las pruebas que propone en su defensa. Y, además, los procedimientos se dilatan extraordinariamente en el tiempo, en contraste con la celeridad con que se adoptaron y aplicaron las medidas disciplinarias que suspendieron a Garzón de sus funciones. ¿Hace falta recordar que una justicia lenta no es justicia?
Si, como pudiera ser el caso, se trata de procesos políticos, parte de una persecución general por razones ideológicas, Garzón hace muy bien exponiendo su caso ante la opinión pública de modo directo ya que no deben de quedarle esperanzas de encontrar un trato justo entre la envidia y el rencor.
Dos de los tres ángulos de este episodio están en donde les corresponde; el tercero falta por definirse con mayor decisión. El primero, el juez Garzón, se defiende de forma limpia, pública, transparente, democrática. El segundo, sus acusadores, continúa con sus campañas mediáticas de infamias y calumnias, mostrando así la diferencia de talla entre ambos. El tercero, la opinión pública, si bien se ha movilizado bastante en favor del juez, tiene que hacerlo de forma más permanente y decidida. Hay que montar una plataforma unitaria de apoyo a Garzón que explique la verdad, combata las difamaciones y defienda al juez. Porque defendiéndolo, defendemos la democracia y el Estado de derecho.
(La imagen es una foto de Gobierno de la República Argentina, bajo licencia de Creative Commons).