Desde el comienzo de la peripecia judicial del juez Garzón hubo gente que la comparó con el caso Dreyfus. Por supuesto no se refería a que hubiera similitud objetiva alguna entre ambos asuntos. El caso Dreyfus fue uno de antisemitismo, militarismo y nacionalismo, mientras que el de Garzón es uno de jurisdicciones, de derechos, de procesos, en definitiva, político. Hay quien dice que no es tal puesto que se trata de un asunto exclusivamente jurídico, de los que entiende y debe entender el Tribunal Supremo. Pero eso no es cierto. Todo lo jurídico es político porque el derecho es siempre materia de interpretación y toda interpretación se hace en función de una jerarquía de valores que son inevitablemente políticos, cuestionables. La prueba es que hay que conceder la decisión última a un órgano en virtud de la propia concesión y no de la razón última de la decisión. Lo cual abre perspectivas tenebrosas.
La referencia al caso Dreyfus se hace a la vista del impacto social que produce una decisión judicial, las reacciones que se dan, el problema moral que plantea, que sacude a la sociedad y reverbera en el exterior de forma preocupante pues proyecta una imagen del país que las naciones civilizadas repudian.
Son los hombres los que hacen la justicia y no son hechos por ella aunque algunos iluminados puedan pensar así. La sentencia del Supremo recuerda a Garzón que no se puede administrar justicia a cualquier precio. Pero ese pudiera ser el caso, precisamente, de la sentencia.
La justicia, además, debe ser inteligible. Un juez cuya acción en general (no toda, claro) ha sido de servicio ejemplar a la justicia, que ha sabido conjugar eficiencia judicial con garantías del proceso debido (aunque haya quien sostenga que tampoco siempre) y que ha abierto caminos para la jurisdicción penal universal, verdadero medio de proteger los derechos humanos en todo el planeta, un juez así, digo, ¿cómo puede ser un prevaricador por partida doble o triple? Eso hay que explicarlo muy bien.
Sin embargo, lo que se tiene no son explicaciones sino un modo de proceder que parece tratar de conseguir un objetivo (la condena de Garzón) sin tener que darlas o, cuando menos, sin tener que dar las verdaderas. Los tiempos procesales (rapidez insólita en el proceso de las escuchas y lentitud de paquidermo en el de los crímenes del franquismo con el tercer proceso por cohecho impropio moviéndose en la ambigüedad) no son inocentes. Lo decía Palinuro hace unos días, que a lo mejor no se condenaba a Garzón en el proceso por los crímenes del franquismo porque, habiendo sido condenado por las escuchas, ya no hacía falta y se evitaba el bochorno mundial de condenar al único juez que ha tenido el valor y la entereza de hacer justicia a las víctimas del franquismo, decenas de miles, muertas y vivas, que la esperan hace setenta años. A ello se añade ahora el archivo de la causa por el supuesto cohecho impropio que parece pensado para castigar más a Garzón pues en lugar de reconocer que no hay causa, como pedía el fiscal, el juez imputa un delito de cohecho pero archiva por prescripción con lo que no da al imputado posibilidad de defenderse. No solo quieren a Garzón enterrado sino con una estaca clavada en el corazón.
El gobierno y los jueces más conservadores piden respeto para las decisiones del Supremo. Pero el respeto no se pide; se gana. Y no es el caso. Por lo demás, hasta el gobierno entenderá que las decisiones judiciales no son en sí mismas límite a la libertad de expresión. El único límite que esta libertad tiene es la comisión de un delito, por ejemplo, en este caso, de desacato. Pero la crítica que no insulta, injuria, calumnia o amenaza gravemente no es desacato.