Esta es una historia imaginaria, situada en un lejano principado de los Cárpatos, gobernado por una banda de ladrones que se había hecho fuerte en un castillo sobre una escarpada roca. Desde su baluarte, la banda saqueaba la comarca, explotaba y oprimía a sus habitantes, les robaba sus posesiones y derechos ancestrales y los ponía a trabajar en sus predios en condiciones de esclavitud.
La banda se valía del clero, al que hacía partícipe en sus latrocinios, para mantener embaucada a la población a la que robaba y de la que se reía, ocultando con invocaciones divinas la falta de principios, de dignidad y de vergüenza de los bandoleros.
Estaba dirigida por un jefe de una cuadrilla provincial que había escalado el mando por su habilidad para el fingimiento sin dejar por ello de reservar para sí gran parte del botín, repartiendo el resto entre sus más directos seguidores. Bajo su mando, la banda arreció en la tarea de esquilmar a los habitantes a los que cobraban por estar sanos, por estar enfermos y ser viejos, inútiles y hasta por morirse.
Cuando, hartos de verse vilipendiados, expoliados con exacciones injustas y vendidos al extranjero como esclavos, los súbditos del principado protestaban en las calles, la banda ordenaba a sus alguaciles, matones à gages que tenía acuartelados por todo el país, que los apalearan, los mutilaran y, si necesario fuera, los mataran. Nadíe debía preocuparse por las consecuencias judiciales dado que la banda había creado un cuerpo de veedores públicos cuya función consistía en ignorar, ocultar o exonerar los delitos cometidos por los suyos, incluidos los del Príncipe.
Para explicar estos hechos la banda mantenía un cuerpo de predicadores y copleros también a sueldo que iban por los pueblos y ciudades aclarando a los robados y apaleados cómo todo era por su bien, para garantizar su seguridad y tranquilidad. Pero, aunque estos pregoneros, algunos muy ilustres, ponían todo su empeño, no conseguían neutralizar el veneno de la rebeldía entre la población, especialmente la más joven que, habiéndolo perdido todo, estaba perdiendo asimismo el miedo.
La banda de ladrones, por tanto, pensó en renovar la legislación del Principado, especialmente la penal para castigar con mayor dureza las protestas de los súbditos. Además lo hizo con la picardía del oficio: visto que los malos tratos físicos, las heridas, las palizas, las mutilaciones, las torturas, los encarcelamientos y las muertes no eran suficientemente disuasorios y suponían además gastos indeseados (hay que arreglar a los estropeados, enterrar a los muertos), decidió imponer penas pecuniarias desmesuradas, multas a todo trapo, hasta por mirar atravesadamente a un corchete. De esta forma, no solo se castigaba a los díscolos sino que se aumentaba el alijo del que robar.
Empezaron por reformar la ley criminal general para impedir que los súbditos tuvieran acceso a la justicia del Príncipe (que, por lo demás, tampoco existía) y despojarlos de todos sus derechos a la defensa. Luego dictaron un pregón para garantizar la impunidad de sus matarifes por el que imponían penas monetarías gigantescas a quienes fueran sorprendidos mirándolos en plena faena represiva y se lo contaran a otro, y aunque no se lo contaran; solo por mirar con ánimo de ver. Lo llamaron el PIM o Pregón de la Impunidad del Matarife.
Aquellos súbditos que tuvieran la osadía de protestar ante las puertas del castillo verían confiscados sus bienes y los de sus descendientes hasta la tercera generación.
La consigna era garantizar la seguridad y la productividad del robo y la ocupación del castillo de los Cárpatos por los siglos de los siglos. En aquel remoto principado la banda había perpetrado un golpe de Estado que llevaba preparando veinte años. Bien es verdad que sin grandes sufrimientos, pues en tal período sus miembros vivieron opíparamente de las coimas, los cohechos, los asaltos camineros. Pero era una vida incómoda e incierta. Por eso, cuando tomaron el castillo, decidieron que ya nunca saldrían de él.
(La imagen es una foto de Martin Odehnal, bajo licencia Creative Commons).