La fundación de la Telefónica, llamada Espacio, tiene una interesante exposición sobre las obras más conocidas de Julio Verne. Comisariada con mucho acierto y abundancia de medios por María Santoyo y Miguel Ángel Delgado trae un gran acopio de piezas del mundo verniano, grabados, libros (sobre todo preciosos ejemplares de las ediciones de los Viajes extraordinarios de Pierre-Jules Hetzel), fotografías, objetos, maquetas, carteles, películas, dcumentos, todo lo que un visitante puede exigir para que lo devuelvan, como si de un relato del novelista francés se tratara, a la infancia y la adolescencia. Me llevé a mis hijos y aproveché la ocasión para seguir haciéndoles apreciar los fantásticos mundos que la imaginación de los genios del pasado ha ido creando. Sin detrimento, claro está, de los juegos de las tablets.
De todos los escritores de aventuras de mis años mozos, Salgari, Verne, Cooper, Scott, Reid, Stevenson, May, etc., los dos primeros ocupan un lugar preferente porque disponía de una abundante provisión de libros de comienzos de siglo procedentes de la biblioteca de mi abuelo y de los que me fascinaban, por supuesto, los contenidos y luego los grabados. Nunca he podido acostumbrarme del todo a que los libros dejaran de venir ilustrados y eso a pesar de que muchas veces sentía la frustración de que el ilustrador tuviera una visión distinta de la mía o ilustrara episodios irrelevantes, pasando por alto los que me parecían decisivos.
Julio Verne fue un típico hijo de su tiempo, un fervoroso creyente en el progreso, los avances de la ciencia, la ruptura de límites, la búsqueda, la exploración incesantes. Fue un positivista, educado en la filosofía, casi religión, de Saint Simon y Comte, alguien convencido de que el hombre conquistaría la naturaleza y el universo entero. Sus obras son conocidas en todo el mundo, están traducidas a todas las lenguas y muchos de sus personajes son familiares en los más alejados puntos del globo, Miguel Strogoff, Phileas Fogg, el capitán Nemo, Robur el conquistador (este no es tan famoso pero es uno de mis preferidos), Matías Sandorf, Godfrey Morgan (otro de mis favoritos, un robinsón), el capitán Hatteras, Claudio Bombarnac, Héctor Servadac etc. Suele decirse que es el padre de la ciencia-ficción, pero otros sostienen que esto es inexacto, por mucho que Isaac Asimov lo sostenga. Y también por mucho que lo emparenten con su contemporáneo H. G. Wells, muy apreciable sin duda y escritor muy avanzado, pero de otro talante. Soy de esa opinión. Julio Verne es un prodigioso literato (sobre la calidad de su obra ya se discutió en su tiempo y seguirá discutiéndose mientras haya a quien emocionen las aventuras, la intrepidez de las gentes, la audacia, la curiosidad) y un autor de libros de viajes maravillosos, todos ellos inventados pero muy realistas. Por eso, el exitazo de sus obras, que lo hicieron rico, viene encarrilado por el hallazgo de estar escritas como una gran serie, una saga de Viajes extraordinarios.
Y no se crea que merecen ese nombre los relatos de viajes, de periplos, de trayectos en sentido estricto por inverosímiles y extravagantes que parezcan y que son los más famosos (a la luna, al centro de la tierra, al fondo del mar, alrededor del mundo, al sistema solar, el centro de Asia) sino que, en realidad, lo son casi todas sus demás obras. Miguel Strogoff es un viaje por Rusia y Siberia; Robur el conquistador, una historia de una máquina voladora por todo el mundo; Los millones de la Begun, a los Estados Unidos; Las tribulaciones de un chino en China, obvio; Cinco semanas en globo, por el África central, etc. Casi todas las obras de Julio Verne son viajes, traslaciones de historias, trayectos, desplazamientos y están vinculados de mil maneras a la historia de la literatura casi desde sus orígenes hasta hoy mismo, cuando casi nadie lo lee. Y es una pena.
Señalan los comisarios con gran acierto que Julio Verne llevó a sus lectores desde el polo norte a la Tierra de Fuego, del centro del planeta a la luna, pero él no se movió de su gabinete de trabajo. Sus narraciones, decíamos, son muy realistas y están perfectamente documentadas porque, como buen positivista, estaba al tanto de los avances de las más diversas ciencias. En verdad quizá sea este su punto literario más débil: sus prolijas explicaciones sobre todo tipo de experimentos y descubrimientos científicos son a veces indigestas. Él viajaba más que nada con la imaginación, como ha pasado con otros autores que nunca han puesto pie en los lugares que describían o lo hiceron después, por ejemplo Karl May. Así, Verne, recluido en su gabinete de trabajo viene a ser como la versión real del prodigio de imaginación que fue el librillo de Xavier de Maistre, el hermano de Joseph, Viaje alrededor de mi cuarto, publicado en 1794.
La exposición documenta algunas de las secuelas de los viajes vernianos. El Viaje al centro de la tierra inspiró al aragonés Segundo de Chomón, del que pueden verse trozos de películas bien interesantes. Innecesario decir que el Nautilus tomó forma real en el submarino de Isaac Peral. En la literatura de nuevo el propio Verne escribió su La esfinge de los hielos en homenaje a Edgard A. Poe, como continuación a su relato sobre Las aventuras de Arturo Gordon Pym. Enorme el impacto de La vuelta al mundo en ochenta días, que no solamente animó a la intrépida periodista Nellie Bly (de la que hay mucha referencia en la exposición) a completarla, aunque acortando el plazo a 72 días; también impulsó al prolífico Vicente Blasco Ibáñez a escribir una Vuelta al mundo de un novelista, un magnífico relato. Y no se hable del calembour cortazariano de La vuelta al día en ochenta mundos.
No sigo por no hacer el post interminable, así que me remito a las dos novelas de Verne de un viaje a la luna (De la tierra a la luna y Alrededor de la luna) porque también son etapas de un largo sueño de la humanidad, llegar a la luna, que siempre me ha fascinado. Según mis noticias, el primer viaje a la luna es de Luciano de Samosata, allá por el siglo II a. d. C., con un barco arrabatado por un tifón que lo deposita en el satélite. Hay quien dice que ese viaje es el que impulsó a Johannes Kepler a escribir su famoso Somnium (1623) en el que un aventurero llega a la luna para hacer mediciones sobre la tierra y, de paso, como quien no quiere la cosa, defiende la doctrina de Copérnico que todavía por entonces no era cosa muy recomendable. Por esas fechas (hacia 1628), un clérigo inglés, Francis Godwin, publica un curioso escrito, El hombre en la luna en el que un español Domingo Gonsales, llega a nuestro satélite tirado por unos poderosos gansos. Era una época en que los españoles eran notados viajeros. Probablemente Cyrano de Bergerac leyó el libro de Godwin cuando él mismo se fue a los Estados e imperios de la Luna y el Sol hacia 1657, en una obra que tradujo Palinuro en su día por no ser menos que quienes ya lo habían hecho con anterioridad sin que ninguno hayamos conseguido hasta la fecha convencer a la gente de que además de un narizotas de ficción, Cyrano fue un gran escritor, fabuloso espadachín, más que mediano dramaturgo y poeta, librepensador, filósofo e intrépido viajero... al estilo de Verne.
Verne, el que enseñó a Méliès la forma de llegar a la luna y, con él, a centenares de miles de lectores y espectadores en todo el planeta.