En la plaza de Felipe II de Madrid, al final de Goya, en el límite de la zona nacional, cabe el megalito de Dalí, la Caixa Forum ha organizado un curiosa exposición en cómodas y luminosas carpas bajo el título de Héroes ocultos. Está dedicada a los objetos cotidianos, los humildes "inventos geniales" que nos facilitan la vida sin que normalmente reparemos en cuánto y sin que rindamos tributo por ellos a quienes los idearon. Y eso cuando los ideó alguien y no son productos del ingenio humano que se pierden en un pasado remoto, como el abanico, por ejemplo, tan típico de la cultura española y que fue traído de oriente por los navegantes portugueses. O el modesto y orondo botijo, que ha refrescado los gaznates resecos de millones de personas, sobre todo en la cuenca del Mediterráno. O el sacacorchos, llave misma de la verdad más profunda en la medida en que esta está en el vino.
Los demás objetos que aquí se exhiben y se comentan con lujo de detalles e informaciones curiosas, tienen todos inventor con nombre y apellidos. Realmente es una idea estupenda y un sitio magnífico para llevar a nuestros hijos con edades comprendidas entre los tres y los ochenta años. Porque todos aprendemos algo. En especial, aprendemos a mirar las cosas de otro modo, a no despreciar atolondradamente los objetos comunes que muchas veces son resultado de largos y pacientes trabajos, tesón, gran fuerza de voluntad y un deseo genuino de ser útiles a los demás. Aprendemos modestia. Ya quisiéramos algunos escribas, que pretendemos causar el pasmo de los contemporáneos con nuestras bobadas haber sido capaces de inventar algo tan necesario, conveniente y empleado por millones de personas como la pinza para tender la ropa. Y si se piensa que exagero, que se intente colgar la colada húmeda en un alambre o cuerda en un día de viento. O atrévase alguien a imaginar cómo era el mundo cuando no había lapiceros o bolígrafos y solo era posible dejar nuestras tonterías por escrito merced a las plumas de ganso.
Casi todos estos inventos tienen el reconocimiento que merecen por acuerdo general. Basta pensar en la bombilla eléctrica, que ha iluminado las noches de la humanidad entera y desterrado los hachones, los candiles, candelabros, velas, palmatorias u otros utensilios de luces titiladoras que alimentaban relatos fantásticos y ensuciaban las paredes y techos. Los clips o los archivadores han permitido que las oficinas y administraciones públicas o privadas no sean ya el reino del desorden caótico sino el del desorden racional. Los legos han prolongado la feliz inocencia de la infancia hasta el umbral de la vejez y, sin exageración alguna, los envasados al vacío han hecho posibles viajes interminables a zonas remotas del planeta en donde era posible arriesgarse gracias a otro invento genial, el mosquetón.
Otras veces, estos objetos han cambiado pautas, usos y costumbres con consecuencias insospechadas. La hispánica fregona ha transferido el nombre común de la mujer que frotaba arrodillada con una bayeta al objeto mismo y hasta ha facilitado que los hombres pierdan el miedo y la repugnancia a limpiar el suelo que ensucian. Las cerillas que, por cierto, ya no tienen cera, fueron elementos esenciales en el establecimiento de relaciones eróticas que asimismo cambiaron mucho con el invento del velcro y, sobre todo, la rápida cremallera. Y ¿qué decir del paraguas, que ha alcanzado categoría de protagonista por derecho propio en varias artes como la pintura o el cine? ¿Y de los "post it" que nos permiten no perdernos en las lecturas de las procelosas novelas contemporáneas?
Conclusión: merece la pena darse una vuelta por el lugar. Sale uno deseando que se le encienda una bombilla interior con una idea que pueda ser tan inmortal como cualquiera de las que se materializan en estas carpas.