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dissabte, 23 de juliol del 2016

Homo Ludens. El museu del joguet de Figueres

En Figueres hay un museo del juguete muy digno de visitar. Se alberga en un edificio del siglo XVIII que ha pasado por diversos destinos siendo el último, antes de su función actual, el de hotel. Ahora pertenece a la red de museos de la Generalitat y se ha convertido en un templo a la ilusión lúdica.

Como se ve en la foto, tuvimos ocasión de visitarlo con dos guías de lujo: el director, Josep Maria Joan Rosa y la conservadora, Eva Pascual Miró. El director no es un director cualquiera, sino el fundador del museo, ya que este nace de su colección privada de juguetes y se amplia luego con la intervención de las instituciones hasta alcanzar las 4.000 piezas del inventario que, naturalmente, no pueden exhibirse de una vez en su totalidad.

Pero es imposible olvidar que, cuando se pasea por las salas y se observan los contenidos de las vitrinas escuchando las explicaciones de Eva y Rosa, se está escuchando casi a los propios juguetes. Como si el director, con su aire de señor circunspecto, al hablar de sus piezas, de las que fueron suyas siendo niño y las que se incorporaron después como partes de la colección, les diera vida, algo propio de la palabra, que siempre vivifica. Uno que, como todo el mundo, tiene muchos recuerdos de infancia asociados a juguetes, retrocede mentalmente y los ve de nuevo, casi animados, como si estuviera en un episodio del Cascanueces.

El museo recorre la historia de estos trastos con los que la humanidad ha fabricado un mundo de ilusión y fantasía para los niños de todas las épocas. Hay una vitrina con copias de juguetes de la antigüedad, procedentes de excavaciones y cuyos originales se encuentran en los correspondientes museos arqueológicos, integrados en su funcionalidad más seria de ilustrarnos sobre las costumbres de nuestros antepasados. Una divertida dualidad funcional: aquí la copia del juguete, allí el original; aquí el juego, allí la vida seria. Y así le viene a uno a la memoria el célebre tratado de Johan Huizinga, Homo Ludens, cuyo argumento es que la civilización arranca con los juegos. Es más, que los juegos son anteriores a la propia cultura porque los animales de los que, para bien o para mal, procedemos, juegan.

Los juguetes están clasificados por categorías que cualquiera que haya sido niño reconoce como propia: meccanos (menuda Torre Eiffel hay en la entrada, hecha con miles de diminutas piezas), muñecas de todo tipo, recortables, caleidoscopios, soldaditos de plomo apadrinados por Hans Christian Andersen, recortables, efectos ópticos, zootropos, trucos de magia, disfraces, juegos de mesa, loterías, maquetas, trenes eléctricos, presididos por un fantástico montaje de más de 40 metros cuadrados de ferrocarriles con sus estaciones, sus puentes, túneles y variedad de vagones. Vamos, que pocos serán quienes al visitar el museo no salgan pensando en su Rosebud.

Las ilustraciones de los guías nos hacen ver aspectos curiosos que quizá se nos pasaran sin aquellas. Por ejemplo, Rosa nos hizo observar un juguete de Flechas y Pelayos, aquellas figuras infantiles del fascismo primero en España. El director amplía continuamente la colección con un curioso recurso que, además, sirve para situar los juguetes en la vida cotidiana actual. Pide a algunos visitantes conocidos en la vida pública que le envíen una foto suya de niño con algún juguete y así podemos ver fotos de la infancia de gentes que nos son familiares ya en la edad adulta, incluso provecta, algunos fallecidos. Hay fotos de Luis Alberto de Cuenca, quien parece haber sido un enamorado y benefactor del museo, y también de Ernest Lluch, Puigdemont, Lali Vintró, Mas, Modest Cuixart, Terenci Moix, etc y, sobre todo, de Joan Brossa, quien tuvo una relación muy intensa con el museo al que legó su colección de piezas sobre Leopoldo Frégoli, el célebre transformista que fascinaba al poeta.

La ciudad de Figueres, iluminada con el caleidoscopio daliniano, tiene ese conjunto centrado en la plaza de Sant Pere, organizado con un urbanismo surrealista. Y en un mundo surrealista, nada más apropiado que un museo del juguete.

diumenge, 22 de maig del 2016

El romanticismo en conserva

El otro día llevé a mis hijos al Museo del Romanticismo, en la muy madrileña calle de San Mateo. No lo había visitado desde que lo reabrieron hace algunos años tras tenerlo cerrado durante algunos más para reformas. Vaya por delante que ha quedado estupendo, con su fachada neoclásica reluciente y un muy arreglado jardín interior puesto al gusto romántico y en el que no pudimos sentarnos porque estaba de bote en bote.

No solo ha quedado muy bien por fuera; también por dentro. Este antiguo palacio de Matallana, de mediados del XVIII, tenía experiencia acumulada en cosas de arte, cultura y exposiciones porque fue la primera sede de una Comisaría Regia (o algo así) de Turismo que autorizó Alfonso XIII por empeño del Marqués de la Vega Inclán, que fue su director y principal impulsor del turismo español. Mi desprecio por la aristocracia cortesana no me ciega al extremo de no ver que De la Vega Inclán hizo un gran trabajo en pro del turismo y del patrimonio artístico y cultural. Gracias a él fue posible la casa del Greco en Toledo, arregló la Alhambra y, en 1924 fundó el Museo Romántico (como se llamó entonces y hasta hace poco) en el mismo lugar que ocupa hoy y, además, donó numerosas piezas de su colección. Un buen y competente administrador. Seguramente por eso lo echaron cuando en 1928 se creó el Patronato Nacional de Turismo.

El museo está magníficamente montado con un doble criterio que hace la visita muy grata y llena de sorpresas. De un lado es un palacio de mediados del XIX, conservado como vivienda con todo lujo de detalle y es mucho porque mucho era el lujo en que nadaba la clase alta. Nada que ver con el país del que vivía, en el que casi el 90% de la población era analfabeta, la gente pasaba hambre, las guerras carlistas mantenían viva la llama del odio cainita y lo que quedaba en pie se lo llevaba el bandolerismo. Los salones suceden a los salones, salas, habitaciones de los más diversos usos. A todas puede asomarse el visitante: comedor, despacho, dormitorios, sala de billar, habitación de los niños, etc. Sobre esta organización, la administración ha dividido la infinidad de piezas que se muestran (pintura, grabados, cerámicas, mobiliario, armas, mapas, juguetes, alfombras, tapices, etc) en bloques temáticos: la época, la vida social, el universo masculino, el femenino, la infancia y la familia, el artista y el genio, amor y muerte, constumbrismo, orientalismo y paisaje y la religión. El resultado de la mezcla es felicísimo, convierte la visita en un paseo didáctico sumamente instructivo y muy bien presentado, con criterio científico.

Se agradece ese espíritu, aunque arramble con alguna telaraña del pasado. El día, anterior, hablando de Mariano José de Larra, dije a mis hijos que los llevaría a ver la pistola con que este se suicidó, que estaba en el Museo Romántico. Así desperté su interés. Pero resulta que el nuevo espíritu del Museo ya no admite rumores ni imprecisiones. En una vitrina se muestran, sí, dos pistolas de duelo, pero nada se dice de que una de ellas fuera con la que se suicidara Larra al más puro estilo romántico a causa de su amor por Dolores Armijo. Hechas las correspondientes pesquisas, un funcionario nos informó de que, en efecto, las dos pistolas eran donación de la familia de Larra, pero no hay constancia fechaciente de que con una de ellas pusiera fin a sus día el bueno de Fígaro, de quien, por cierto, era gran admirador mi bisabuelo, Emilio Cotarelo, quien editó unos artículos inéditos de Larra bajo el título de Postfígaro.La ciencia, de la que Palinuro es firme defensor, ilumina el presente, aunque hace polvo las ilusiones en que se refugia el pasado.


Esto de la lucha de la ciencia contra las brumas de la superstición y las cómodas leyendas del pasado, aparece aquí de refilón de nuevo.  En otro lugar del museo se exhiben dos litografías de José Ribelles que representan al gran actor del primeros del XIX, Isidoro Maíquez, sobre quién ese mismo Emilio Cotarelo escribió una excelente biografía que se ha reeditado hace unos años, así como otra de la espléndida y malograda actriz Maria Ladvenant. Una de las litografías muestra a Maíquez en el papel de Otelo y la otra en el de Óscar de la obra de un francés, traducida por Nicasio Gallego, Óscar, hijo de Osián. La manía del "osianismo" había llegado a España. Hoy nadie se acuerda de él y, sin embargo, está en la base de mucha imaginación popular-nacionalista del XIX y, desde luego, impregna buena parte del espíritu romántico. Goethe, que había traducido los poemas de Macpherson, tragándose íntegra la leyenda medio folklore medio impostura, tiene a Werther leyendo todo el rato el Fingal.

La pintura no es gran cosa, pero están representados todos los pintores románticos, Gutiérrez de la Vega, Esquivel, Casado del Alisal, Federico Madrazo y Kuntz y, por supuesto, los "goyescos" Eugenio Lucas Velázquez y Vicente López. Probablemente el 90% de los cuadros sean retratos: de Isabel II varios, uno de Fernando VII y mucha nobleza y clase burguesa. Un retrato de San Gregorio, de Goya y algunos paisajes urbanos de Jenaro Pérez Villaamil que siempre me ha gustado bastante. Varios lienzos y dibujos de un artista muy seguido en la época, Leonardo Alenza, con una veta caricaturesca aguzadísima. Su obra seria apenas se mira, pero su sátiras antirrománticas se reproducen con frecuencia, casi como obra anónima, cuando no lo es. Dos fotografías de mediados de siglo de Isabel II y su marido, Francisco de Asís, obra del fotógrafo de la corte isabelina, el francés Jean Laurent, son muy curiosas de ver.

Lo extranjero pide capítulo aparte. Una proporción altísima del exquisito mobiliario (casi todo él estilo Imperio) es de fabricación catalana o de otros países europeos. Los instrumentos musicales, pianos, arpas, etc, ni que decir tiene, también extranjeros. Este páramo de habilidad y creatividad que es España ya lo era en el XIX. Solo lo más rústico es español. Y lo extranjero compite con lo propio hasta lo más castizo: los abanicos franceses nada tienen que envidiar a los españoles. 

Merece la pena pasar un par de horas en esta casa-museo. Se siente uno de otra época.

dimecres, 7 d’octubre del 2015

La obra de arte total (y dos).

Pues sí, en la segunda parte del paseo por el Teatro Museo de Dali podemos saltarnos alguna sala. No hay problema. No son secuenciales. La de Mae West es toda una experiencia en sí misma. Una habitación surrealista que es el rostro de la famosa actriz estadounidense en tres dimensiones, a partir de un guache que pintó en una hoja de periódico allá por 1934-35. Ahora, el conjunto, otro ready made produce una fuerte impresión por la luminosidad, el colorido, la audacia misma de la idea, la trenza rubia oro, la nariz con dos fuegos en las fosas, el sofá en forma de labios, todo apabullante. Tanto que se pierde de vista la figura de Mae West. En aquellos años treinta, estaba en el apogeo de su fama, era la persona mejor pagada de los Estados Unidos después de Hearst. Era, además, un potente icono sexual en lucha abierta contra la gazmoñería y la hipocresía, célebre por sus citas, algunas de las cuales son casi cultura popular: "Cuando soy buena, soy muy buena. Cuando soy mala, soy mejor." Dalí y la inmensa, inabarcable Mae West. Riánse de Marilyn Monroe y Andy Warhol. A partir de aquellos años empezaría la persecución de las ligas puritanas a West ya hasta los años cuarenta. La sala está repleta de otras maravillas, entre las cuales llama la atención una especie de holograma que Dalí llamó Paraíso y una curiosísima interpretación de la Virgen formando la vía láctea que los pintores españoles pusieron como ilustración del milagro de San Bernardo, única forma de que los curas les dejaran pintar un desnudo de mujer oprimiéndose un seno del que sale un chorro de leche.

Volviendo al itinerario, en la llamada "Sala del tesoro", efectivamente, hay tesoros incalculables. La Leda atómica, de 1949, otra vez Gala, claro, cuya relación con el cisne es perfectamente platónica y todo en la pintura está como suspendido al margen de la ley de la gravedad. Por ahí aparece también la panera del pan (1945), un trampantojo doble porque además de la mesa y la panera, el pan parece sacado de un cuadro de Sánchez Cotán. El cuadro de Gala de espalda mirando un espejo invisible,(1960), otra vez Gala, es una típica broma daliniana porque si hay un objeto que los pintores amen pintar es el espejo, que aquí estamos obligados a imaginarnos mientras vemos una imagen que no es imagen sino la cosa verdadera.

La sala vecina, peixateries y cripta acumula referencias muy gratas de ver y cargadas de historia. El autorretrato con L'Humanité (1923), mezcla de óleo y collage, habla de los tiempos en que a Dalí, impulsado por la corriente surrealista, le dio por pensarse comunista. Era la época en la que los surrealistas se consideraban a sí mismos "al servicio de la revolución". Las relaciones del surrelismo con el Partido Comunista francés fueron siempre muy problemáticas, dado que el surrealismo, heredero directo del dadaísmo, se llevaba muy mal con la dogmática comunista. No obstante, en los primeros tiempos, comienzo de los años veinte, aquella alianza parecía ser prometadora. Sin embargo,  siempre he pensado que el autorretrato de Dalí en el que el pintor se representa con rostro de máscara y sin boca, tenía que tener algún profundo significado de repulsa al espíritu comunista. De 1928 es el Ocell putrefacte, categoría que los jóvenes rupturistas que Dalí encontró en la Residencia de Estudiantes, Lorca, Buñuel, Pepín Bello, habían acuñado para referirse a todo aquello caduco que rechazaban, porque era "lo putrefacto". En cualquier caso, lo más impresionante de la sala, el fantástico Retrato de Pablo Picasso en el siglo XXI (1947), un disparate absoluto pintado a modo de busto clásico sobre su correspondiente peana como ejemplo de una serie que se anuncia en el propio título para que uno se imagine una galería de hombres ilustres. La representación de Picasso es, de nuevo, la radiografía del genio hecha por otro. Y las relaciones de sentido que quieran hacerse se pierden en el laberinto que dibuja el nummulites que adorna el rostro del artista como el cuerno retorcido de un macho cabrío. Y eso sin irnos al bloque pétreo de la cabeza, impresión directa del peso de la inmortalidad.

Pasada la sala Mae West, la escalera del segundo y tercer piso, que lleva a la exposición del pintor Pitxot, muy importante en la vida de Dalí, que aprendió bastante de su padre, trae las reproducciones de las alucinadas obras de Piranesi, el grabador y dibujante del XVIII, cuyas imágenes, como las cárceles de invención, una vez que se han visto, ya no pueden olvidarse y es una sensación tanto más extraña cuanto que rara vez contemplará uno un grabado de Piranesi que haya conseguido comprenderlo, entenderlo en su complejísima y amenazadora organización que mezcla piezas arquitectónicas, pìedras, con todo tipo de máquinas. Colgados del hueco de la escalera, dos preciosos disfraces venecianos con sus correspondientes máscaras. Y, por supuesto, la Venus de Milo con cajones (1964). He leído docenas de interpretaciones de estos cajones, que ya estaban en la premonición de la guerra civil, de 1938, todas muy acertadas. El hecho es que los cajones están ahí y apenas se notan, con sus tiradores tan anatómicamente situados.

En la sala de obras maestras, los autores que Dalí coleccionó. No me parece muy relevante que sean estos u otros. Fueron los que probablemente le salieron al paso. Imagino que él se buscó el de Bouguereau que le entusiasmaba. Es algo sorprendente salvo que viera en los desnudos del amanerado pintor francés premoniciones de Gala. Dalí, en realidad, veía cualquier cosa en cualquier parte, a veces dos. Recuérdese el desnudo de Gala de espaldas que, cuando te alejas 20 metros, se convierte en Abraham Lincoln.

En el Palau al Vent, el fresco del techo es algo asombroso. El propio Dalí y Gala sosteniendo la bóveda del mundo y el sol que irradia su luz, todo en la perspectiva obligada de sotto in sú, que convive con multitud de figuras colaterales, adyacentes, también cargadas de simbología y significado, incluido un autorretrato de Dalí con Gala, sentados en el bordel universo, viendo el mundo. El resto del espacio, objetos que son obras de arte por sí mismas contribuyendo a otras obras de arte hasta llegar a la exquisitez del objeto surrealista de funcionamiento simbólico (1931). Sobre el lecho, ¡y qué lecho!, con patas de tritones, una reproducción de la persistencia de la memoria (1931), cuyos relojes blandos han llegado a ser tan representativos de Dalí como sus bigotes. Al salir de la sala, una vitrina con el motivo del Ángelus, de Millet y un ejemplar de su libro dedicado a esta obra como exposición del método paranoico-crítico. Vuelve Freud en la interpretación del rezo de los dos campesinos franceses pues, sostiene Dalí, lo que están haciendo es enterrando un niño.

Cuando ya no le quedan a uno fuerzas, atrapado entre tanta maravilla reinventada, trastocada, cambiada de lugar, reconstruida, atraviesa la Torre Galatea, con su princesa cibernética, hecha a base de circuitos y chips y su reproducción del templete de Bramante como un pabellón carmesí. 

Vuelto a la realidad de un mundo anodino, hay que reconocer que jamás agradeceremos suficientemente los tesoros que los genios nos regalan con su obras, pues su contemplación nos cambia la vida. Nos hace otros. 


(La imagen es una foto de Markoh K. Marrero).

diumenge, 27 de gener del 2013

El coleccionista de obsesiones

El museo Lázaro Galdiano acaba de inaugurar una exposición de Bernardí Roig así titulada, El coleccionista de obsesiones. Parece afirmarse esta nueva costumbre de emplear museos tradicionales como salas de exposiciones temporales entreveradas con las piezas en exhibición permanente. Lo que ha hecho también el museo Cerralbo con una exposición de modas.

Elegir el Lázaro Galdiano para este caso es un acierto por la naturaleza del propio museo, una especie de monumento al coleccionismo más desaforado, pues abarca una gran variedad de objetos: pintura, escultura, documentos, libros, mapas, porcelanas, armas, armaduras, muebles, monedas, joyas, fósiles, antigüedades. Es difícil no encontrar algo en el palacio del Parque Florido, en sí mismo un edificio curiosísimo con un jardín poblado de cedros justo en la calle Serrano de Madrid. Probablemente el mejor museo de origen privado de la capital.

José Lázaro Galdiano, un magnate del mundo de la publicación, había comenzado muy joven fundando la revista y editorial La España moderna a fines del XIX. El museo exhibe algunos de los ejemplares de la revista y de los libros primeros. La biblioteca los tiene todos. Ediciones elegantes, cuidadísimas, con abundancia de grabados, de los autores españoles y extranjeros más importantes del tiempo. Una editorial con un proyecto, declarado en el título, de modernizar España. El éxito de su empresa y un matrimonio con una acaudalada dama argentina, cuyo apellido da nombre al parque, le permitió dedicarse plenamente a su pasión por el coleccionismo artístico, numismático y de todo tipo. Su esposa compartía la afición y a eso se debe, probablemente, la atención al retrato femenino en el museo en donde hay una sala dedicada a él. Solo el famosísimo de Gertrudis de Avellaneda, de Federico Madrazo y el de una joven dama, atribuido a Sofonisba Anguissola, justificarían la visita.

Pero el espíritu del museo es el marcado por Lázaro, empezando por su afición a Goya, de quien hay algunas piezas muy interesantes, en especial El aquelarre y Las brujas. Además de otras obras de pintores goyescos, como Vicente López, Lázaro encargó los frescos de varios de los techos de las habitaciones nobles a Eugenio Lucas Villamil, otro que había heredado el espíritu goyesco de su padre, Lucas Velázquez, también muy presente en el museo. Efectivamente, Goya es la España moderna, horrorizada de sí misma. Probablemente por eso, cuando estalló la guerra civil, los Lázaro Florido se instalaron en París y en Nueva York y no regresaron hasta 1945.

El palacio es un lugar fascinante, una sucesión de cámaras de tesoros en salas que fueron vivienda pero de la que únicamente conservan el nombre (sala de música, de tertulia, comedor de ocasiones, de diario, etc) pues todo lo demás se ha sacrficado a la "colección de colecciones". Ya solo la imponente espada, regalo de Inocencio VIII a Íñigo López de Mendoza en 1486 que recibe al visitante en la sala 1, en donde se expone la vida del fundador, es el heraldo de un mundo fantástico, una especie de Locus solus del coleccionista.

Por eso, muy bien traída la obra de Bernardí Roig. Un acierto. Viene precedida de un escrito de José Jiménez, comisario de la exposición de muy grata lectura por la elegancia y sencillez del texto, la claridad y la profundidad de las ideas y el conocimiento de la obra comisariada. Con comisarios así, da gusto ir a las exposiciones. En este caso se trata de dieciséis piezas de Roig de distinto tipo, grabados, esculturas, un collage y un vídeo, distribuidas por diversas salas, el sótano del museo y el parque Florido. Abundan, claro, esas peculiares esculturas de resina de poliéster que se encuentra uno por las escaleras o a la vuelta de una sala. Muchas de ellas en angustiosa relación con fuentes de luz cegadora, fluorescente que, reflejada en el bruñido poliéster, trasmiten impresión de desgarro y obsesión. Algunos de los cuerpos se hacen difíciles de encontrar porque se concibieron precisamente para eso, para ser escondidos, como el intento de ocultación del cadáver que es preciso buscar en el jardín.

El vídeo es un sinfín pues pasa sin interrupción. Muestra al artista portando sobre sus hombros un artilugio fluorescente que va iluminando las piezas del museo a oscuras, según pasea la figura. El hombre lleva los ojos tapados con cinta aislante negra. Es una curiosa experiencia: ver el museo conocido bajo la guía de un artista ciego.
Los rostros de las esculturas de Roig siempre me han recordado los del extraño escultor alemán del XVIII, Franz Xaver Messerschmidt, al que pertenece esa cabeza de la imagen a la derecha, llamada el picudo, un alabastro hacia 1770. Y con razón. El propio Roig lo muestra en la última pieza de la exhibición en la que entre cientos de imágenes de lo más variado, desde fotos de paisajes al rostro de de Guindos, pasando por algún montaje del Papa, aparecen dos bustos de Messerschmidt. El entretenimiento consiste en buscarlos. Es como si el espíritu del germanoaustriaco hubiera reencarnado, en parte, en Roig y se hubiera propuesto terminar la ambiciosa serie de tipos humanos que su desgraciada vida no le permitió hacer.

Interesantísima exposición. Pienso volver a verla.

dijous, 3 de gener del 2013

La moda y el marqués de Cerralbo.

Palinuro se siente a veces como Mesonero Romanos que, además, se llamaba Ramón, y se echa a las calles de ese Madrid, destartalado poblachón manchego, en busca de emociones. Y vaya si las hay. El ministerio de Educacion y Cultura apadrina una exposición titulada La moda es sueño. 25 años de talento español. Ya en el título ruge el león patrio: talento español. En otro lugar se habla de la inevitable marca España. Son las consignas del poder que tienen tanto que ver con la realidad como un cuento de Andersen. La iniciativa debe de venir de las dos comisarias, Isabel Vaquero y Lucía Cordeiro, dos damas a quienes no conozco pero a las que auguro brillante porvenir. La idea es simple: distribuir por todas las salas del fabuloso museo Cerralbo maniquíes ataviados con las creaciones más brillantes de l@s modist@s españoles de postín en los últimos 25 años.
Las gentes de ánimo ortodoxo se escandalizarán al ver cómo se mancilla el solemne espíritu del palacio, la severidad de la mayor parte de su pintura, la gravedad de sus armaduras, la solemnidad del comedor, la suntuosidad de la sala de baile o la seriedad de la biblioteca. Pero, en verdad, es una muy buena idea. Los maniquíes no molestan nada, están muy bien integrados, parecen un grupo de visitantes algo desperdigados, procedentes de la estratosfera y que uno va encontrándose por las salas. Además, atraen a un montón de gente, lo que siempre es bueno para la cosa de la cultura, pues algo se nos pegará. Nunca había visto tan concurrido el Cerralbo. Éramos dos tipos de visitantes claramente diferenciados, quienes íbamos a ver el museo y quienes iban a ver la moda. Debíamos de interesarnos mucho porque no dejábamos de mirarnos mutuamente. Los de la moda parecían más bien figurines y los del museo debíamos de parecerles a ellos aldeanos.
Tampoco es para ponerse exquisito. El museo Cerralbo es muy original porque en él se funden el continente con el contenido. Y no es propiamente un museo porque todo cuanto hay en él le pertenece, forma parte del palacio como lo hizo construir sobre sus propios planos el marqués de Cerralbo en la esquina de Ventura Rodríguez con Juan Álvarez Mendizabal, para dar cobijo a sus colecciones de monedas, de lienzos, de libros, de armaduras, de objetos extranjeros procedentes de sus viajes y algunos exóticos, del extremo oriente, adquiridos en París. La casa no tiene más espíritu que el que pueda tener una casa aunque, claro, construida y equipada con un lujo sin parangón en Madrid, salvo las estancias reales o, supongo, el palacio de Liria. Los maniquíes están ahí tan ricamente y hasta alegran un poco ambientes agresivos, como la sala de armas.
Este marqués de Cerralbo, un carlistón empedernido, actuaba como un representante del pretendiente en la corte. No sé si era de un carlismo más o menos montaraz, pero anduvo conspirando contra don Cándido Nocedal, si bien se mantuvo fiel a la causa hasta la primera guerra mundial. Era hombre muy culto, incluso versificaba, Hizo una edición de sus poemas que tuvo el muy aristocrático detalle de hacer editar póstumamente. Era numismático, criador de reses, entendido en pintura y en artes menores como la cerámica o la armería. Fue asimismo aficionado a la arqueología. Pero sobre todo fue coleccionista, acaparador, voraz coleccionista. Le gustaba vivir en un museo y se hizo construir una casa museo, literalmente abarrotada de jarrones, bargueños, columnas, armaduras, panoplias, sofás, sillones, cornucopias, relojes, vitrinas. El cristal de Murano, la porcelana de Sajonia, la de Sèvres, los salones imperio, la chinoiserie. Todo abigarrado y algo atosigante. Pero, en fin, era su casa.