dimecres, 7 d’octubre del 2015

La obra de arte total (y dos).

Pues sí, en la segunda parte del paseo por el Teatro Museo de Dali podemos saltarnos alguna sala. No hay problema. No son secuenciales. La de Mae West es toda una experiencia en sí misma. Una habitación surrealista que es el rostro de la famosa actriz estadounidense en tres dimensiones, a partir de un guache que pintó en una hoja de periódico allá por 1934-35. Ahora, el conjunto, otro ready made produce una fuerte impresión por la luminosidad, el colorido, la audacia misma de la idea, la trenza rubia oro, la nariz con dos fuegos en las fosas, el sofá en forma de labios, todo apabullante. Tanto que se pierde de vista la figura de Mae West. En aquellos años treinta, estaba en el apogeo de su fama, era la persona mejor pagada de los Estados Unidos después de Hearst. Era, además, un potente icono sexual en lucha abierta contra la gazmoñería y la hipocresía, célebre por sus citas, algunas de las cuales son casi cultura popular: "Cuando soy buena, soy muy buena. Cuando soy mala, soy mejor." Dalí y la inmensa, inabarcable Mae West. Riánse de Marilyn Monroe y Andy Warhol. A partir de aquellos años empezaría la persecución de las ligas puritanas a West ya hasta los años cuarenta. La sala está repleta de otras maravillas, entre las cuales llama la atención una especie de holograma que Dalí llamó Paraíso y una curiosísima interpretación de la Virgen formando la vía láctea que los pintores españoles pusieron como ilustración del milagro de San Bernardo, única forma de que los curas les dejaran pintar un desnudo de mujer oprimiéndose un seno del que sale un chorro de leche.

Volviendo al itinerario, en la llamada "Sala del tesoro", efectivamente, hay tesoros incalculables. La Leda atómica, de 1949, otra vez Gala, claro, cuya relación con el cisne es perfectamente platónica y todo en la pintura está como suspendido al margen de la ley de la gravedad. Por ahí aparece también la panera del pan (1945), un trampantojo doble porque además de la mesa y la panera, el pan parece sacado de un cuadro de Sánchez Cotán. El cuadro de Gala de espalda mirando un espejo invisible,(1960), otra vez Gala, es una típica broma daliniana porque si hay un objeto que los pintores amen pintar es el espejo, que aquí estamos obligados a imaginarnos mientras vemos una imagen que no es imagen sino la cosa verdadera.

La sala vecina, peixateries y cripta acumula referencias muy gratas de ver y cargadas de historia. El autorretrato con L'Humanité (1923), mezcla de óleo y collage, habla de los tiempos en que a Dalí, impulsado por la corriente surrealista, le dio por pensarse comunista. Era la época en la que los surrealistas se consideraban a sí mismos "al servicio de la revolución". Las relaciones del surrelismo con el Partido Comunista francés fueron siempre muy problemáticas, dado que el surrealismo, heredero directo del dadaísmo, se llevaba muy mal con la dogmática comunista. No obstante, en los primeros tiempos, comienzo de los años veinte, aquella alianza parecía ser prometadora. Sin embargo,  siempre he pensado que el autorretrato de Dalí en el que el pintor se representa con rostro de máscara y sin boca, tenía que tener algún profundo significado de repulsa al espíritu comunista. De 1928 es el Ocell putrefacte, categoría que los jóvenes rupturistas que Dalí encontró en la Residencia de Estudiantes, Lorca, Buñuel, Pepín Bello, habían acuñado para referirse a todo aquello caduco que rechazaban, porque era "lo putrefacto". En cualquier caso, lo más impresionante de la sala, el fantástico Retrato de Pablo Picasso en el siglo XXI (1947), un disparate absoluto pintado a modo de busto clásico sobre su correspondiente peana como ejemplo de una serie que se anuncia en el propio título para que uno se imagine una galería de hombres ilustres. La representación de Picasso es, de nuevo, la radiografía del genio hecha por otro. Y las relaciones de sentido que quieran hacerse se pierden en el laberinto que dibuja el nummulites que adorna el rostro del artista como el cuerno retorcido de un macho cabrío. Y eso sin irnos al bloque pétreo de la cabeza, impresión directa del peso de la inmortalidad.

Pasada la sala Mae West, la escalera del segundo y tercer piso, que lleva a la exposición del pintor Pitxot, muy importante en la vida de Dalí, que aprendió bastante de su padre, trae las reproducciones de las alucinadas obras de Piranesi, el grabador y dibujante del XVIII, cuyas imágenes, como las cárceles de invención, una vez que se han visto, ya no pueden olvidarse y es una sensación tanto más extraña cuanto que rara vez contemplará uno un grabado de Piranesi que haya conseguido comprenderlo, entenderlo en su complejísima y amenazadora organización que mezcla piezas arquitectónicas, pìedras, con todo tipo de máquinas. Colgados del hueco de la escalera, dos preciosos disfraces venecianos con sus correspondientes máscaras. Y, por supuesto, la Venus de Milo con cajones (1964). He leído docenas de interpretaciones de estos cajones, que ya estaban en la premonición de la guerra civil, de 1938, todas muy acertadas. El hecho es que los cajones están ahí y apenas se notan, con sus tiradores tan anatómicamente situados.

En la sala de obras maestras, los autores que Dalí coleccionó. No me parece muy relevante que sean estos u otros. Fueron los que probablemente le salieron al paso. Imagino que él se buscó el de Bouguereau que le entusiasmaba. Es algo sorprendente salvo que viera en los desnudos del amanerado pintor francés premoniciones de Gala. Dalí, en realidad, veía cualquier cosa en cualquier parte, a veces dos. Recuérdese el desnudo de Gala de espaldas que, cuando te alejas 20 metros, se convierte en Abraham Lincoln.

En el Palau al Vent, el fresco del techo es algo asombroso. El propio Dalí y Gala sosteniendo la bóveda del mundo y el sol que irradia su luz, todo en la perspectiva obligada de sotto in sú, que convive con multitud de figuras colaterales, adyacentes, también cargadas de simbología y significado, incluido un autorretrato de Dalí con Gala, sentados en el bordel universo, viendo el mundo. El resto del espacio, objetos que son obras de arte por sí mismas contribuyendo a otras obras de arte hasta llegar a la exquisitez del objeto surrealista de funcionamiento simbólico (1931). Sobre el lecho, ¡y qué lecho!, con patas de tritones, una reproducción de la persistencia de la memoria (1931), cuyos relojes blandos han llegado a ser tan representativos de Dalí como sus bigotes. Al salir de la sala, una vitrina con el motivo del Ángelus, de Millet y un ejemplar de su libro dedicado a esta obra como exposición del método paranoico-crítico. Vuelve Freud en la interpretación del rezo de los dos campesinos franceses pues, sostiene Dalí, lo que están haciendo es enterrando un niño.

Cuando ya no le quedan a uno fuerzas, atrapado entre tanta maravilla reinventada, trastocada, cambiada de lugar, reconstruida, atraviesa la Torre Galatea, con su princesa cibernética, hecha a base de circuitos y chips y su reproducción del templete de Bramante como un pabellón carmesí. 

Vuelto a la realidad de un mundo anodino, hay que reconocer que jamás agradeceremos suficientemente los tesoros que los genios nos regalan con su obras, pues su contemplación nos cambia la vida. Nos hace otros. 


(La imagen es una foto de Markoh K. Marrero).