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dimecres, 30 de novembre del 2011

Franco.

La memoria de Franco pesa sobre la conciencia colectiva de los españoles como una losa más abrumadora que la de 1500 kilos que cubre la tumba del dictador. Se haga lo que se haga, ahí sigue, como un fantasma del pasado que no permite el descanso de los muertos ni la paz de los vivos. Su periódico retorno con uno u otro motivo resucita los sentimientos de humillación, terror y persecución de cientos de miles de españoles, vivos de nuevo en el recuerdo de los relatos de la España negra con los que crecieron sus descendientes.

¿De qué otra forma podía ser cuando, contra todo espíritu de magnanimidad, el cuerpo del dictador yace en el centro de un inmenso, ciclópeo mausoleo que se hizo construir en vida para su mayor gloria en la muerte a su vez en el centro mismo de España? Cercana al Escorial, pétreo emblema del imperio español, con voluntad de resurrección imperial, esa gigantesca cruz no simboliza la reconciliación de los españoles, sino la victoria de unos sobre otros y se alza en recuerdo de los casi cuarenta años del régimen más sanguinario que haya padecido el país nunca. Desde Cuelgamuros irradia el espíritu de unos vencedores inmisericordes que crearon un cementerio colectivo en el que enterraron a la fuerza los huesos de los vencidos para que les sirvieran como trofeo por los siglos de los siglos. Quienes afirman que el monumento trata de hermanar a los españoles más allá de la muerte y de honrar por igual a los caídos de ambos bandos sólo añaden la mofa a la afrenta. ¿Desde cuando se entierra a las víctimas con su victimario, a los asesinados con su asesino?

Mientras esa mole esté en donde y como está los españoles no conocerán la paz de espíritu ni podrán entenderse. Los descendientes de los vencedores porque se sentirán obligados a seguir respetándolo y aun rindiéndole honores como única forma de acallar sus remordimientos. Los de los vencidos porque, al no encontrar justicia ni reparación, seguirán siendo presas del recuerdo herido y sintiéndose derrotados, como experimentan quienes diariamente pasan junto al arco de La Moncloa que, para vergüenza de todos, sigue llamándose Arco de la Victoria.

Ahora la comisión de expertos a la que el Gobierno encargó la tarea de recomendar una decisión que hubiera debido tomar el Parlamento en su día propone exhumar los restos del Caudillo y llevarlos a otro lugar, siempre que la iglesia católica otorgue su permiso. Sin duda esta cautela está dictada por muy pertinentes consideraciones jurídicas pero equivale a dejar en manos de una organización privada una medida de enorme trascendencia pública; una organización privada que fue cómplice de la Dictadura a lo largo de su existencia. Y más que complice, fue, junto a ejército y la policía política, uno de sus pilares fundamentales bajo la forma del nacionalcatolicismo, la que tomó el fascismo en España.

Tres de los miembros de la comisión se oponen a lo que ésta recomienda porque contribuiría a dividir y radicalizar a la opinión pública, un argumento que pone de relieve lo que niega. Todo lo que tiene que ver con Franco divide y radicaliza porque él dedicó su vida a dividir y radicalizar España y, mientras no esté enterrado en algún otro lugar, mientras siga expuesto presidendo en cierto modo el centro mismo de la memoria colectiva de la tragedia nacional, así será. Tarde o temprano, aquí, en la Argentina o en donde sea, un tribunal de justicia calificará de genocidio la represión franquista, un delito que no prescribe, y condenará a Franco como genocida. Entonces el peligro de división y radicalización será máximo.

El franquismo es el responsable de que generaciones enteras de españoles experimentaran su condición nacional como una vergüenza cuando, al salir al extrajero, comparaban los Estados de derecho europeos, respetuosos con la dignidad de sus ciudadanos, con la tiranía que ellos padecían y que los trataba como súbditos y carne de presidio. Nada humilla más a una persona que vive bajo una tiranía que compararse con quien lo hace en un régimen de libertad. De ahí viene en buena medida el complejo de inferioridad de los españoles frente a los europeos.

Llega el informe en el momento del relevo en el gobierno y, por más que los socialistas pidan a Rajoy que no lo ignore, lo más probable será el olvido con el argumento de que no es un asunto urgente, pues los hay mucho más. Querrá ocultarlo recurriendo a esa fórmula huera de que España es una gran nación y se ayudará de los gritos de rigor al estilo Bono de ¡viva España! Pero una nación que maltrata a sus hijos, les niega la justicia y la reparación, jamás será grande. Vivirá seguramente pero será en la ignominia. El orgullo del presente hunde sus raíces en el pasado y el pasado español hiede a mortandad.

(La imagen es una foto de hermenpaca, bajo licencia de Creative Commons).

dimecres, 6 d’abril del 2011

Sin concesiones.

Esta película, Pa negre, acaparó no sé cuántos goyas en la última gala. Con toda justicia a mi entender pues me parece una película extraordinaria. E inclasificable. He devorado una docena de críticas sobre ella y he visto que la sitúan entre las de la postguerra española, las de niños en un mundo de adultos, las de ambiente rural de la Cataluña profunda, las de crítica social por las luchas de clases, etc. Hay de todo eso sin duda y hay algo distinto, mucho más importante: es una visión de la naturaleza humana tan lúcida, dura y descarnada que todas las clasificaciones anteriores revelan no ser otra cosa que intentos bienintencionados de aferrarse a lo accidental y contingente, para no referirse a su oscuro fondo.

Para verla así conviene recordar un dato siempre presente y siempre acallado: durante los largos años de la postguerra la vida del ser humano en España, sobre todo la de los rojos, no valía nada. Con los vencidos podía hacerse -y se hizo- lo que se quisiera: asesinarlos, apalearlos, violarlos, robarles sus pertenencias, sus hijos, su buen nombre. Literalmente cualquier cosa. Toda España fue un campo de concentración para los vencidos. Conviene recordarlo porque cuesta imaginarlo y, sin embargo, está clara y sucintamente expuesto en el dictado que hace el maestro sobre vencedores y vencidos con su lucidez de beodo en ciernes.

El relato a veces se hace algo enrevesado por lo que me parecen flaquezas del guión. Éstas pueden nacer de la novela en que la cinta está basada y que debe de ser (pues no la conozco) de estructura narrativa complicada. Pero como el interés del relato es tan absorbente, uno acaba entendiendo hasta lo que cree no haber entendido en punto a quién es quién en esta trama tan intensa como cambiante. La historia, vista por los ojos del niño, consiste en un encadenamiento de tres asesinatos, brutales lo tres, en el que dos de los asesinados son, a su vez, asesinos o complices de asesinato. Los dos antiguos rojos a quienes la miseria y la bestialidad de la represión ha puesto al servicio de los vencedores en lo más siniestro y criminal de su proceder.

Uno de estos rojos trata de inculcar en su hijo la fibra moral para conseguir lo que él no pudo: vivir de acuerdo con sus ideales. El resultado que obtiene al final y que no llega a ver es lo contrario de lo que se propuso. El niño se adhiere al código moral de los depredadores. Habría que estar en el pellejo del padre, de cuyas motivaciones hablan los demás, no él, para poder enjuiciar su conducta. Al no ser posible, es prudente suspender el juicio moral. Desde luego el comportamiento de los vencedores es criminal e inhumano, pero los vencidos no están hechos de mejor pasta. Sólo esto rompe el cliché más habitual de las pelis de la guerra y la posguerra españolas: no hay buenos y malos en un sentido metafísico, sino que la bondad y la maldad depende de cada cual y de la situación en que se encuentre.

Es obvio que la peli no tendrá admiradores entre el público de la derecha porque deja claro que suya fue la responsabilidad por el muladar moral en que quedó convertida España durante largos años. Pero tampoco creo tenga muchos amigos en la izquierda dado que la visión de los vencidos no deja atisbo alguno al que arrimar algún intento de propaganda. Lo dice el maestro: Vae victis! Os arrebatarán hasta la dignidad y la condición humana.

Por descontado, la peli es una maravilla de ambientación, con un retrato social de época que acogota el espíritu por su sordidez, su crueldad, un mojón más en la vena artística española de las historias de drama rural que cuenta con una nutrida tradición. Hasta los contrastes entre la miseria aldeana y la opulencia de la burguesía catalana, meras pinceladas, como el ambiente del colegio de escolapios (en donde se consuma los que no es sino un robo más de niño) revientan los tópicos.

El director ha dejado un documento sobre la opresión, el miedo, la angustia de una vida cotidiana en perpetuo peligro que salta a la vista, atrapa y se impone. Hay momentos en esa casa de pueblo repleta de mujeres que recuerdan a Bernarda Alba, salvando todas las distancias, que son abismales. Y no me privo de señalar mis preferencias. En un mundo más negro que el pan que comen los pobres hay dos luminarias, dos figuras de esperanza, dos seres humanos íntegros, dos mujeres, la madre y la abuela del niño.