Esta película, Pa negre, acaparó no sé cuántos goyas en la última gala. Con toda justicia a mi entender pues me parece una película extraordinaria. E inclasificable. He devorado una docena de críticas sobre ella y he visto que la sitúan entre las de la postguerra española, las de niños en un mundo de adultos, las de ambiente rural de la Cataluña profunda, las de crítica social por las luchas de clases, etc. Hay de todo eso sin duda y hay algo distinto, mucho más importante: es una visión de la naturaleza humana tan lúcida, dura y descarnada que todas las clasificaciones anteriores revelan no ser otra cosa que intentos bienintencionados de aferrarse a lo accidental y contingente, para no referirse a su oscuro fondo.
Para verla así conviene recordar un dato siempre presente y siempre acallado: durante los largos años de la postguerra la vida del ser humano en España, sobre todo la de los rojos, no valía nada. Con los vencidos podía hacerse -y se hizo- lo que se quisiera: asesinarlos, apalearlos, violarlos, robarles sus pertenencias, sus hijos, su buen nombre. Literalmente cualquier cosa. Toda España fue un campo de concentración para los vencidos. Conviene recordarlo porque cuesta imaginarlo y, sin embargo, está clara y sucintamente expuesto en el dictado que hace el maestro sobre vencedores y vencidos con su lucidez de beodo en ciernes.
El relato a veces se hace algo enrevesado por lo que me parecen flaquezas del guión. Éstas pueden nacer de la novela en que la cinta está basada y que debe de ser (pues no la conozco) de estructura narrativa complicada. Pero como el interés del relato es tan absorbente, uno acaba entendiendo hasta lo que cree no haber entendido en punto a quién es quién en esta trama tan intensa como cambiante. La historia, vista por los ojos del niño, consiste en un encadenamiento de tres asesinatos, brutales lo tres, en el que dos de los asesinados son, a su vez, asesinos o complices de asesinato. Los dos antiguos rojos a quienes la miseria y la bestialidad de la represión ha puesto al servicio de los vencedores en lo más siniestro y criminal de su proceder.
Uno de estos rojos trata de inculcar en su hijo la fibra moral para conseguir lo que él no pudo: vivir de acuerdo con sus ideales. El resultado que obtiene al final y que no llega a ver es lo contrario de lo que se propuso. El niño se adhiere al código moral de los depredadores. Habría que estar en el pellejo del padre, de cuyas motivaciones hablan los demás, no él, para poder enjuiciar su conducta. Al no ser posible, es prudente suspender el juicio moral. Desde luego el comportamiento de los vencedores es criminal e inhumano, pero los vencidos no están hechos de mejor pasta. Sólo esto rompe el cliché más habitual de las pelis de la guerra y la posguerra españolas: no hay buenos y malos en un sentido metafísico, sino que la bondad y la maldad depende de cada cual y de la situación en que se encuentre.
Es obvio que la peli no tendrá admiradores entre el público de la derecha porque deja claro que suya fue la responsabilidad por el muladar moral en que quedó convertida España durante largos años. Pero tampoco creo tenga muchos amigos en la izquierda dado que la visión de los vencidos no deja atisbo alguno al que arrimar algún intento de propaganda. Lo dice el maestro: Vae victis! Os arrebatarán hasta la dignidad y la condición humana.
Por descontado, la peli es una maravilla de ambientación, con un retrato social de época que acogota el espíritu por su sordidez, su crueldad, un mojón más en la vena artística española de las historias de drama rural que cuenta con una nutrida tradición. Hasta los contrastes entre la miseria aldeana y la opulencia de la burguesía catalana, meras pinceladas, como el ambiente del colegio de escolapios (en donde se consuma los que no es sino un robo más de niño) revientan los tópicos.
El director ha dejado un documento sobre la opresión, el miedo, la angustia de una vida cotidiana en perpetuo peligro que salta a la vista, atrapa y se impone. Hay momentos en esa casa de pueblo repleta de mujeres que recuerdan a Bernarda Alba, salvando todas las distancias, que son abismales. Y no me privo de señalar mis preferencias. En un mundo más negro que el pan que comen los pobres hay dos luminarias, dos figuras de esperanza, dos seres humanos íntegros, dos mujeres, la madre y la abuela del niño.