dilluns, 28 de maig del 2018
Manifiesto de intelectuales catalanes
divendres, 25 de maig del 2018
Una de abajofirmantes
diumenge, 22 d’abril del 2018
Cosmópolis
Estaría bien que arrancara una "Comisión Chomsky".
dimecres, 26 de juliol del 2017
Llegan los intelectuales
dimecres, 22 de març del 2017
Los nenúfares y los intelectuales progres
dijous, 2 de juny del 2016
Hitler siempre a mano
dissabte, 2 de maig del 2015
Una cuestión de perspectiva.
diumenge, 1 de març del 2015
A las barricadas.
Las barricadas, hoy, son de cristal. Tienen forma de urnas. Su defensa y asalto se hacen en términos estrictamente discursivos, hablando, cosa que suele darse bien a los intelectuales. La campaña electoral de municipales y autonómicas promete alcanzar niveles nunca vistos. Los intelectuales hacen acto de presencia casi en masa, al menos en la izquierda. El PSOE presenta a un catedrático de Metafísica; IU a uno de Literatura; Podemos no parece tenerlo claro de momento aunque, si no entiendo mal, podría ser Luis Alegre, profesor de Filosofía. Y, en todo caso, en esa organización bullen los profesores e investigadores universitarios. O sea, intelectuales. A Luis García Montero, de IU, lo apoyan otros intelectuales expresamente; casi parece un Parnaso.
dimecres, 26 de novembre del 2014
Cataluña y los intelectuales españoles.
diumenge, 4 de novembre del 2012
Quedarse sin país
divendres, 8 d’octubre del 2010
Es un tipo macanudo.
Alharaca nacional y no por nimio motivo. Vargas Llosa empequeñece la reciente hazaña de la Roja. La literatura como suceso mediático. Y ¡qué literatura! Depurada, elegante, apasionada, autobiográfica, costumbrista, histórica, psicológica; con todos los recursos de perspectiva, tiempos, narradores; con un estilo templado, clásico, que encierra todas las formas de expresión desde las descripciones pastorales hasta las turbulencias morales dostoievskianas. Una literatura que comprende todas las literaturas, una literatura que desborda todos los moldes tras haberlos empleado magistralmente y que es ella misma un mundo, el del autor, quien lo ha ido exponiendo a lo largo de su obra ante la atónita mirada de sus lectores con una inigualable profundidad humana y tan sin afectación, engolamiento ni endiosamiento que, sumo misterio del arte, parece fácil de hacer, con esa graciosa facilidad que desprende el siempre sutil toque del genio.
Los llamados "fenómenos mediáticos", excepción hecha de los deportivos que, como las danzas de la lluvia, tienen una función latente más importante que la manifiesta, suelen tomar pie en los estratos más oscuros y elementales de la conciencia colectiva. Por eso es magnífico que el país aclame y aplauda a un intelectual de compleja versatilidad, a un novelista en clave mayor. Conversación en La Catedral, con esa resonancia de Elliot, una novela que recrea un país, el Perú y una época, la dictadura de Odría y, con ellos, al conjunto de Hispanoamérica tiene más de setecientas páginas. Mayor al estilo de Tolstoi o, mejor, de Victor Hugo, sobre cuyos Miserables ha publicado un gran ensayo. Y lo aclama y con el país toda América Latina porque lo conoce, lo ha seguido a lo largo de sus peripecias vitales, cuando no en la realidad real, sí en la realidad poética. Esa obra increíble de La tía Julia y el escribidor narra su vivencia personal que ya era suficientemente atípica; atípica para el común de los mortales pero muy típica en él pues, tras divorciarse de su tía se casó con su prima. Qué no me digan que no hay ahí una ambigüedad remotamente incestuosa o, por lo menos, clánica. Y algo tendrá esto que ver también con las difíciles, kafkianas, relaciones de Vargas hijo con Vargas padre. Estas cosas y otras también muy personales hacen que el tipo sea muy popular en el mundo hispanohablante. Y que sea popular un hombre tan genial, tan creador, tan profundo, es un orgullo.
Porque ¿quién no ha leído algún libro de Vargas Llosa, un flaubertiano de exuberancia dumasiana o balzaquiana? Los que no lo hayan hecho probablemente se cuenten entre quienes nunca leen un libro; que los hay y son muchos. Y aun estos saben quién es el personaje porque lo han leído o lo han visto en la prensa, como autor o como noticia o en la televisión con motivo de sus muchos premios, o en el teatro también como intérprete de su propio personaje, Odiseo, tenía que ser para un culo de tan mal asiento, si no en Mérida que es lugar difícil de alcanzar, sí en la ubicua TV. Vargas Llosa debe de ser uno de los nombres más familiares de la cultura hispánica, alguien sobre el que todos los juntaletras de ambos hemisferios tenemos algo que decir, magnífico pretexto para hablar de nosotros mismos.
Recuerdo haber topado con La ciudad y los perros unos años después de su publicación, en 1968, junto con Cien años de soledad un tiempo después de haber leído Rayuela. Era el famoso boom latinoamericano que luego se convirtió en catarata, en feraz floración como si él mismo fuera un producto del universo mágico que describía. Y, al igual todo el mundo que conocía, quedé tan impresionado que imitaba servilmente el estilo en mi correspondencia, como si estuviera mesmerizado. Realmente, las Américas nos habían sorbido el seso, como las novelas de caballería a Alonso Quijano: la del Norte, primero con la generación perdida y luego con los beat que fue la que nos echó a la carretera y la del Sur con el famoso boom. Pero La ciudad y los perros era más que el boom, pertenecía a la realidad en su forma más cruda, un internado militar que evocaba el duro mundo de los Gymnasien alemanes que muchos teníamos en algún lugar de la memoria colectiva familiar y así estaba en una corriente mucho más amplia, la de los Bildungsromane, como "los años de aprendizaje del Joven Törless", por ejemplo, algo que impresiona mucho cuando se está cercano a la edad de los personajes porque es el amanecer de la vida, allí en donde te formas como persona, algo por lo que todos pasamos y razón por la cual viene bien tener un ejemplo a mano.
Dice al parecer el premiado que espera que le hayan dado el Nobel por su obra antes que por sus opiniones políticas. Lo cual demuestra que el hombre es verdaderamente macanudo porque las opiniones políticas que profesa, el neoliberalismo, normalmente se manifiestan de forma muy arrogante. Que no es su caso, primero porque es un neoliberalismo moderado y matizado con una sensibilidad de artista preocupado por las injusticias sociales de todo tipo; segundo porque, aunque él realmente creyera lo que dice y no lo dijera sólo por modestia, sus opiniones son determinantes de su obra, de toda su obra. ¿Qué diantres es La guerra del fin del mundo sino una profunda reflexión filosófica sobre la irracionalidad del comportamiento humano? Una trova. ¿O La fiesta del chivo, la recreación de una sociedad y unas relaciones humanas durante la dictadura de Trujillo y después de su asesinato con un entrelazamiento literario que implica una reflexión sobre todo, sobre la dictadura y sobre el tiranicidio y sus consecuencias?
Esto de las opiniones políticas de Vargas Llosa tiene varias facetas. La que más escuece a la izquierda radical es la crítica feroz del novelista a Cuba y Venezuela. Me parece, sin embargo, una crítica muy sensata y realista y estos países harían bien en prestarle oídos en lugar de rechazarla de plano por ser reaccionaria, proimperialista, antirrevolucionaria, etc. Las otras ideas políticas de Vargas Llosa, el neoliberalismo moderado, presidido por una concepción moral de la acción política, tienen el valor añadido de que el tipo ha descendido a la arena política, a pelearlas en el orden práctico, en aplicación de la undécima Tesis sobre Feuerbach, de Marx. ¿No había comenzado el joven Mario militando en el Partido Comunista? No es lo mismo exponer la propia doctrina política en tertulias y papeles, que es lo que suelen hacer los intelectuales, que batirse el cobre en unas elecciones y nuestro hombre se presentó candidato a la presidencia del Perú en 1990 por un partido del centro-derecha. El hecho de que lo venciera en la pugna Alberto Fujimori, presentado con el lema populista de un político que iba acabar con la política (como las guerras dicen querer acabar con las guerras), es una especie de alegoría del sentido de la época. Vargas Llosa se convirtió en el principal crítico de Fujimori y, unos años después, se nacionalizó español. Hoy es Nobel de literatura y Fujimori está en la cárcel. Nada más. Si acaso una reflexión sobre los caprichos del destino: hubiera sido elegido y quizá no hubiera conseguido el Nobel.
Los opiniones políticas de Vargas Llosa son una versión conservadora del humanismo clásico revestido de liberalismo. La versión extrema de ese neoliberalismo es la que profesa su hijo, Álvaro Vargas Llosa, coautor de un bodrio llamado Manual del perfecto idiota latinoamericano al que su bondadoso padre puso un prólogo que demuestra cómo hasta los genios faltan al viejo adagio de si se es más amigo de Platón que de la verdad. Porque Mario Vargas no puede ignorar la pobreza intelectual del manualito, especie de sarta de vulgaridades sobre la teoría y la práctica de la izquierda, psicosociología barata a modo de libro de autoayuda. Pero el prologuista es padre, al fin y al cabo y, con la mejor voluntad del mundo, ayuda a su retoño a perderse sólo en una lucha estúpida por los principios incapaz de comprender, como Pantaleón en lo más profundo de la Amazonia, que a veces haya que traicionarlos para ser consecuente con ellos. Eso es lo que lo convierte en macanudo.
Dicho sea sin contar con que, opiniones o no opiniones, se ha metido en los avisperos contemporáneos más agitados, sin cejar en sus ideas, recientemente en Palestina y en el Congo, a donde ha ido en busca del Corazón de las tinieblas, como Coppola en el cine y, según parece, su última novela, a punto de salir, es una consecuencia de esa especie de fascinación por el mal que late en el conjunto de la experiencia. Un hombre que investiga en el mundo que lo rodea, que trata de comprender los grandes conflictos humanos en todas latitudes y culturas con independencia de sus idiosincrasias porque, como buen liberal, cree en el carácter racional y universal de los principios morales del individualismo, un hombre así es macanudo.
Y ¡qué contento se ha puesto con el premio! Lo confiesa con una ingenuidad que desarma. Todos sabemos que el Nobel de Literatura está lleno de historias dramáticas, como el hecho de que nunca se lo dieran a Borges, candidato sempiterno, o emocionantes, como el de que Jean-Paul Sartre lo rechazara, algo que nadie más ha hecho, ni siquiera Harold Pinter quien, sin embargo, pronunció un alegato incendiario contra el orden social del que el Nobel es pieza importante de legitimación. Amenazaba la de que Vargas Llosa seguiría los pasos de Borges; al fin y al cabo ya lo había obtenido su alter ego antagonista, García Márquez. Dárselo ha sido la reparación de una injusticia histórica porque Vargas Llosa y García Márquez no tienen nada que ver, como no tienen nada que ver en sus opiniones políticas. Y aun coincidiendo con ellas, tengo la impresión de que las de García Márquez son menos genuinas que las de Vargas Llosa.
diumenge, 20 de setembre del 2009
Loa a la independencia.
Ha fallecido Irving Kristol, fundador del neoconservadurismo estadounidense, uno de los movimientos intelectuales más interesantes del siglo XX que luego, cual suele suceder con las doctrinas filosóficas cuando encarnan en la realidad práctica, se ha convertido en un credo para una mezcla de imbéciles y asesinos que, en su momento culminante (desde los tres de las Azores hasta el hundimiento de Lehman Brothers) ha estado a punto de destruir el sistema social y económico que dice defender, el capitalismo. (N.B.: el neoconservadurismo suele confundirse con el neoliberalismo. En sentido estricto no son lo mismo pero su uso indistinto en los medios de comunicación tampoco es tan disparatado). Kristol (no confundir con William Kristol, hijo suyo y también seguidor de la doctrina de segunda generación) fue el primero en aceptar la etiqueta de "neoconservador" que había acuñado con ánimo crítico Michael Harrington, un socialista democrático que, sin embargo, como trataré de probar en esta nota necrológica, tenía mucho que ver con su espíritu.
Irving Kristol, un hijo de inmigrantes judíos centroeuropeos nacido en Brooklyn sintetiza en su persona los rasgos característicos de la generación de intelectuales radicales neoyorquinos (bastantes de ellos, trostkistas) que en los años de 1960 y 1970, rompieron con la izquierda y se orientaron hacia posiciones conservadoras, como Norman Podhoretz, David Horowitz o Nathan Glazer entre otros. Sus curricula son parecidos y muestran diversos momentos en coincidieron o trabajaron juntos: se hacen de izquierda en los años treinta, tienen un momento decisivo en la guerra civil española, sufren su primer desengaño fuerte con el pacto germano-soviético de 1938 (al estilo de otros intelectuales comunistas europeos como Arthur Koestler, Franz Borkenau o Ignazio Silone), evolucionan hacia alguna forma de socialdemocracia ("liberalismo" en los EEUU) y, finalmente, se hacen conservadores a raíz de la revolución del 68, la "Gran Sociedad" y la guerra del Vietnam
Hay dos rasgos formales que, a pesar de mis diferencias profundas en asuntos de contenido, me hacen particularmente atractivos y cercanos a estos pensadores: su invocación de la rebeldía personal y su convicción acerca de la importancia de la lucha de la ideas y la comunicación. En cuanto al primero, confieso que mi coincidencia con ellos es absoluta. Breaking Ranks, de Norman Podhoretz, me parece un libro extraordinario. La historia es simple y consiste en darse cuenta de repente de que, cuando uno se hizo de izquierda en busca de una actitud de independencia de criterio y rebeldía frente a las estupideces y los topicazos de la sociedad burguesa, uno acababa por caer en otra forma de ortodoxia, de reglamento intelectual colectivo, de creencias compartidas, de fe y, lo que es peor: ¡voluntariamente! La sumisión colectiva de la izquierda, especialmente la comunista, es la forma que toma en el siglo XX el discurso de la servidumbre voluntaria de La Boètie. Por eso es necesario reunir energías y romper filas con esa nueva forma de obediencia y sumisión de grado a otro credo con otros dioses y milagros, esta vez, merced al marxismo, "científicos"; invocar el derecho irrestricto del individuo a cuestionar todo sin excepción, la independencia de juicio que sólo puede ser personal. Tal cosa es lo que hicieron estos intelectuales en su momento, como se lee en las Reflections of a Neoconservative: Looking Back, Looking Ahead, de Irving Kristol, también un gran libro.
El segundo punto de contacto está en relación con el primero: los neoconservadores dan una extraordinaria importancia al mundo de las ideas y los debates intelectuales, criterio que comparto con ellos (aunque en sentido distinto) y que probablemente todos hemos bebido de nuestras reflexiones sobre los conceptos gramscianos de hegemonía, bloque, príncipe moderno, etc. De hecho, el movimiento neoconservador se articula en un principio en la vieja tradición de las vanguardias, a través de la acción práctica por medio de revistas y antes de que, al ganar peso social, pasara a controlar el mundo más opaco e inquietante de las fundaciones, los think tanks, etc. Irving Kristol empleó mucho tiempo de su vida editando y fundando revistas (Commentary, Encounter, con Stephen Spender, un inglés, poeta, exbrigadista internacional y hombre fascinante, The Reporter, The Public Interest y, por último, la verdaderamente neoconservadora The National Interest).
Coincidiendo con ellos en estos dos puntos y en algún otro (el libro de Irving Kristol Two Cheers for Capitalism quizá sea una de las defensas más inteligentes, brillantes y convincentes del capitalismo que se hayan escrito, junto a las de Ayn Rand y George Gilder), difiero mucho de sus conclusiones. El relato que el propio Kristol hace de las influencias intelectuales que reconoce en su vida en Neoconservatism: the autobiography of an Idea, básicamente Leo Strauss y Lionel Trilling, a quienes cabe añadir a George Orwell o James Burnham, muestra a las claras a qué horizonte lleva su pensamiento: criticismo, postulación de valores, sana desconfianza burkeana frente a las falacias ideológicas de todo tipo, algo que suscribo con igual decisión y optimismo. Lo que no acepto es que esos valores hayan de ser los de la religión, la patria, la familia en el más angosto y mezquino espíritu burgués; el orden establecido, la explotación capitalista, la desigualdad, la negación del Estado del bienestar, la intervención imperial exterior, la conservación del statu quo internacional (nada en el mundo podrá lavar la ignominia de los neoconservadores apoyando y alentando el golpe de Estado del genocida Pinochet en 1973) o la defensa de la cristiandad, que me parece tan legítima como la del Islam, o sea, ilegítima desde el punto de vista intelectual. Es decir, me pasa con los neoconservadores como con los comunistas: que me caen simpáticos hasta que triunfan y, a partir de ahí, enfrentamiento total.
Irving Kristol fue un hombre decente, un intelectual clarividente y complejo, un buen escritor, combativo en defensa de sus ideas, que no llegó a hacer su segunda revisión, como sí la hizo en cambio Nathan Glazer, retornando a una visión más humanista, socialdemócrata.
Porque el problema del neoconservadurismo no es la reflexión inicial que lo enfrentó a la hipocresía de una izquierda instalada y ramplona sino, como se decía al principio, las consecuencias prácticas que de ella obtuvieron los seguidores y discípulos de la segunda generación, los Paul Wolfowitz, Robert Kagan o José María Aznar en España, gentes sin aventura, sin rebeldía, sin valor personal, defensores de nuevo y sin coste alguno del orden constituido, el derecho del más fuerte, la guerra, el autoritarismo de la política de seguridad y, en definitiva, el terrorismo del antiterrorismo.
Que la tierra sea leve al judío radical neoyorquino evolucionado en neoconservador Irving Kristol.
(La imagen es una foto de parl, bajo licencia de Creative Commons).
dilluns, 5 de gener del 2009
Genealogía de los intelectuales.
Este libro de González Seara (La aventura del intelectual antiguo, CIS, Madrid, 2008, 383 págs.) es una original aportación al estudio de esa figura del intelectual que tanto interesa, en especial a los intelectuales. Habitualmente los estudios sobre este tipo humano arrancan del célebre J'accuse! de Zola y se mueven luego por los terrenos de las vanguardias y las relaciones entre los intelectuales y el compromiso político, los intelectuales como legitimadores del poder o críticos de éste, los intelectuales como conciencia moral de la colectividad, etc. O bien consumen páginas y páginas tratando de formular una definición y alguna clsificación de este fenómeno esencialmente proteico e inclasificable. Como si esta función fuera algo exclusivo de los siglos XIX y XX. González Seara rompe con esa costumbre y, en un estudio minucioso y muy bien documentado, un magnífico ejemplo de eso que se llama la "historia de la cultura", ha ido a buscar los orígenes de la figura del intelectual a la noche de los tiempos, pues lo situa en el paleolítico a través de sus testimonios en las pinturas rupestres de Altamira o Lascaux.
Los hombres de las cuevas son cazadores que se convierten en hombres y no hombres que se ponen a cazar. El lenguaje y la caza presiden el proceso de hominización y, echando mano de los trabajos de Herbert Read que sostiene que el arte es un elemento esencial en el desarrollo de la conciencia humana (p. 36), deduce que esas pinturas rupestres son una buena prueba del ingenio humano, la tercera forma del ingenio en la clasificación de Huarte de San Juan, esto es, el "ingenio superior acompañado de demencia" (pp. 30/31). Las cuevas prueban ya la existencia de los primeros profesionales, magos artistas que, junto al mago médico, quizá sean los hombres especializados originarios (p. 43). El arte del neolítico abre el camino a la escritura (p. 45). Los símbolos llevan ya a las formas superiores de religión y las conquistas de la ciencia (p. 46). Luego del cazador y el chamán llegan el forjador y el alfarero como las formas siguientes de especialistas (p. 57). Con la revolución urbana aparecen las clases, los caudillos, los reyes, las bases mismas del escritor, quien controla la palabra escrita (p. 61).
Avanzada algo más la civilización el escriba es el antecedente del intelectual (p. 71). El primer ejemplar de la clase ociosa es el sacerdote, una profesión distinta a la del profeta que es un tipo más ocasional y carismático (p. 74). Los sacerdotes y los escribas son los primeros intelectuales de lo que Marx llamará el "modo de producción asiático" y Seara hace buen uso de la clásica obra de Wittfogel sobre esta materia. En Egipto el faraón es dios; en Mesopotamia no, pero la institución procede del cielo y en Israel es el pueblo el primer responsable de la monarquía cuando pide un Rey y Samuel unge a Saúl (p. 90). En las culturas del Cercano Oriente aparece una clase de sacerdote y escriba que monopoliza la escritura y establece las bases del sistema dominante. Mientras en Mesopotamia no hubo profetas que cumplieran funciones críticas o revolucionarias y en Egipto sí aparecieron algunos sabios que cuestionaron el orden existente, la función profética fue esencial en Israel y también en el mundo griego, desde Delfos a Eleusis (p. 108). Sin embargo son los sacerdotes y los escribas los que tienen verdadera importancia porque son las figuras de una función duradera, permanente, fundamental en Israel, por ejemplo, en la interpretación de la Torah. La clase se divide en dos grandes sectores, el de los conservadores (saduceos) y el de los innovadores (fariseos) (pp. 123/125), quedando en un lugar más indeterminado el de los esenios, de los que habla Filón de Alejandría, quien constituye el enlace entre la filosofía griega y la doctrina revelada judía p. 133).
Me resulta de especial interés el capítulo dedicado al brahmán y el mandarín, las figuras más orientales de los intelectuales que el autor acierta a exponer en el abigarrado contexto cultural y filosófico de la India y la China. Ya en sus orígenes védicos en la India el Rey aparece siempre acompañado de un consejero, el Purohita, un sacerdote, especie de protointelectual. Las Leyes de Manú que imponen los más horribles castigos para quienes osen ofender en lo más mínimo al brahmán ordenan que cada Rey tenga su Purohita (p. 157). Recoge y expone el autor la idea de Karl Jaspers acerca del tiempo-eje, como ese feliz periodo en la historia de la humanidad (entre el 800 y el 200 a.d.C.) en el que florece el más importante plantel de grandes hombres y fundadores de religiones de la humanidad. La figura más importante en China es la de Confucio, padre de la concepción de la administración encomendada a los letrados (p. 161), seguido de su discípulo Mencio, cuya idea antropológica positiva contrasta con la negativa de Hun-tsé, llamado "el Hobbes chino" (p. 167). Otras escuelas se refieren al pacifismo conservador de Mo Tse o Mo Ti y el taoísmo de Lao Tsé (p. 172). En todo caso, la figura del intelectual chino, prevalezca quien prevalezca, queda simbolizada en la del mandarín (p. 175). En el caso de la India, la primitiva supremacía de los brahmines se consagra con las Brahmanas, comentarios sacerdotales a los Vedas que culminan en los Upanishads que constituyen la expresión de la crisis espiritual de los sacerdotes brahmínicos al combinar la magia con la mitología y las interpretaciones rituales con las enseñanzas sobre la unidad entre el alma individual y la realidad espiritual universal que constituye el descubrimiento fundamental del Vedanta anterior a Buda, cuya culminación se daría mucho después en la obra de Samkara, un filósofo del siglo IX d.d.C (p. 179). Por su lado Buda, un iluminado chatriya de formación védica, se opone a los principios brahmánicos, niega la existencia del brahmán, el atmán del Vedanta y la práctica de los sacrificios. Su doctrina es la de las cuatro nobles verdades mediante las que se alcanza el nirvana en el "camino medio" de las ocho vías (p. 184), doctrina de predicación a través de monjes, sea en la forma de pequeño vehículo (hinayana), gran vehículo (mahayana) o la del Zen en el Japón (p. 196). En Samkara cristaliza la restauración brahmánica que une la doctrina samkhya con la idea mística de la identidad con Brahma lo que permite absorber el budismo mahayana en la nueva religiosidad hindú, cosa que ya venía facilitada por la síntesis anterior del Baghavad Gita (p. 214).
Los dos últimos capítulos están dedicados a las formas de los intelectuales en la antigua Grecia que el autor analiza en una proyección de índole cronológica, aplicándole una especie de creencia en el progreso del espíritu humano, cosa que cristalizaría en la sucesiva preeminencia de los poetas, los sofistas, los filósofos y los científicos. En la figura de estos últimos, cuyo ejemplo inmortal es Aristóteles, culmina la genealogia del intelectual antiguo.
La democracia ateniense no llega sin lucha y es muy significativa la que mantienen las fuerzas burguesas ascendentes en la polis con los representantes del viejo espíritu aristocrático, cuyos exponentes más preclaros son poetas como Teognis y Píndaro, ambos cantores de la antigua areté aristocrática (p. 260). Hay una evolución y modulación de la poesía en su manifestación social más característica del mundo griego que es el teatro. El drama de Sófocles y la escultura de Fidias, son la expresión de las virtudes de la nueva polís, la de la "templanza" o sofrosine (p. 265). En el proceso de evolución progresiva que durante muchos años se consideró ajena al mundo conceptual griego, los nuevos intelectuales continuadores de los poetas son los sofistas, al menos la primera sofística (cuya alta valoración por Hegel suscribe el autor) frente a las exageraciones y amaneramientos de la segunda (p. 284). Ese progreso es el reflejo del de la creencia en el de la humanidad que se encuentra en Jenófanes, Demócrito o el Prometeo de Esquilo (p. 293).
Por último con Sócrates, símbolo de la nueva intelectualidad que los conservadores quieren ahogar, se cierra el primer periplo de la intelectualidad sofista para dar paso a la de la Academia y otras escuelas (p. 313). Sócrates, según la obra clásica de Nestlé, es a la vez la superación y la culminación de la sofística. Es el momento de proliferación de las escuelas filosóficas y los filósofos que, como harán siempre los intelectuales, oscilan entre quienes se ponen de moda como especies de bufones de las cortes, al estilo de Aristipo en la corte de Dionisio y quienes se apartan por entero de los ambientes cortesanos, como Antístenes y el cinismo (p. 335). Platón, un hombre para el que la política era el fundamento de la vida espiritual (aunque sus relaciones con ella fueran muy accidentadas), es el representante del nuevo espíritu filosófico, posterior a la sofística (p. 340). Seara aborda en la huella de Popper la idea platónica del Estado perfecto como aquel que excluye toda posibilidad de cambio en el culmen de la "sociedad cerrada" popperiana. Esa condena del cambio culmina en Las leyes en donde éste queda proscrito en aras de los intereses superiores del Estado. No obstante hay en Platón una gradación que viene impuesta por la amarga experiencia de las cosas. Después del mundo ideal de La República, aborda el problema de los gobiernos imperfectos en El político y en Las leyes, vista la naturaleza humana, acaba admitiendo que el Estado se asiente sobre el derecho, que fundamenta el dominio del hilo de oro de la ley (p. 353). Lo cual da paso a Aristóteles, con cuya consideración cierra el autor este gran periplo de la genealogía de los intelectuales. Analiza la contraposición entre Platón y Aristóteles a la luz del fresco rafaelista de las estancias vaticanas, La escuela de Atenas (357) y coincide con una opinión muy generalizada que ve en el estagirita la primera personificación del pensamiento científico como llegará hasta nosotros (p. 371).
La obra de González Seara es un vasto cuadro clarificador de la evolución y distintas manifestaciones históricas de ese fenómeno tan difícil de precisar pero tan importante de la presencia de los intelectuales en la historia humana. Y una lección magistral de historia del espíritu.
diumenge, 14 de setembre del 2008
Otra vez los chaqueteros.
Como no puedo contar nada de la "noche blanca" de Madrid porque estamos todos recuperándonos del jet lag del viaje a México que ha sido especialmente duro esta vez, y aprovechando que el post sobre los chaqueteros suscitó algo de polémica y no sólo en los comentarios sino a través del correo personal de Palinuro, he pensado que podía volver sobre tan interesante asunto no porque tenga mucho nuevo que decir sino por puntualizar algunos extremos. Seguiré sin dar nombres por una precaución elemental ya que al personal le saca de quicio que lo mencionen por do más pecado había pero estoy seguro de que todo lector medianamente informado puede pensar en ellos cuando hablamos de corrosivos filósofos que dinamitaban armados de poderosas dialécticas el orden constituido que hoy apuntalan con igual denuedo, de incisivos periodistas de la izquierda histórica que atacan actualmente desde bien remuneradas columnas de prensa o participaciones en tertulias cuanto antes defendieron heroicamente, de antiguos opositores comunistas al franquismo que disfrutan de agradables canonjías en puestos representativos administrados por una generosa derecha, de viejos intelectuales ultrarradicales que hoy defienden con uñas y dientes no el trono pero sí el altar. E così via.
Por cierto para aquellos lectores que insistían en averiguar el nombre del único caso que Palinuro decía conocer de evolución a la inversa, esto es, de le derecha a la izquierda, pues sí, en efecto, se trata del señor Verstrynge un ejemplo bien singular que parece constituir la excepción que confirma la regla de que el chaqueteo se hace siempre de la izquierda a la derecha pero no a la inversa. Algún lector llamó la atención sobre este hecho sugiriendo que quizá haya alguna razón profunda. No se me ocurre ninguna salvo la respuesta que daba el filósofo Arcesilao a quienes le hacían ver que los seguidores de otras corrientes se convertían al epicureísmo pero nunca al revés. Decía Arcesilao: los hombres pueden convertirse en eunucos pero no a la inversa.
Los intelectuales (concepto cajón de sastre para esta tropa) suelen ser vanidosos, volubles y bastante soberbios. Con frecuencia buscan el éxito, el reconocimiento social y ciertamente los bienes materiales que estos acarrean y, si no los obtienen con un tipo de prédica, la cambian por otra con mejores perspectivas. Me reafirmo en la idea de que el factor material es determinante en el chaqueteo; eso o el despecho por no recibir el reconocimiento, los honores (y retribuciones) que piensan merecer y que viene a ser lo mismo pero a la inversa son los móviles más frecuentes en la mudanza de convicciones. Lo cual plantea desde luego el problema de la sinceridad con que se sostienen éstas, tanto las primeras que en su día se abandonaron como las que ahora se dice profesar. Pero cierta experiencia en el trato con intelectuales me lleva a no dar un adarme por la sinceridad con que abrigan sus ideas o sus creencias, para echar mano al siempre socorrido Ortega. No diré que en sus actuaciones sean farsantes, pero se acercan más a estos que a la gente sencilla de firmes creencias que es semillero de mártires. Casos como el de Tomás Moro, capaz de morir por sus convicciones, son excepcionales y por eso precisamente lo hicieron santo.
Por supuesto no estoy negando a nadie el derecho a evolucionar, a cambiar, a deshacerse de unas convicciones y adoptar otras. Hacerlo sería ridículo cuando yo mismo he cambiado tanto que a veces ni me reconozco, cuando es evidente que en la vida todo es cambio y mutación y defender la fidelidad a machamartillo a unas convicciones a lo largo de toda la existencia es tan estúpido como lo contrario. En modo alguno. Lo que cuestiono no es el hecho de que alguien cambie sino que ese alguien se empeñe en que los demás cambien con él; cuestiono que quienes defendieron unas convicciones de forma fanática, tratando de arrastrar a ellas a otros, defiendan hoy con igual fanatismo las convicciones contrarias y sigan intentando arrastrar a los demás. Eso ya lo decía en el post anterior: lo que me llena de pasmo es que personas que al cambiar de convicciones,reconocían haber estado equivocadas, no reconozcan ahora que bien pudieran estar equivocadas por segunda vez y muestren la misma intransigencia y agresividad que tenían cuando, según ellos, estaban en el error.
Curiosamente esta aparente incongruencia que al modesto entender de Palinuro resta todo crédito a las prédicas de los intelectuales conversos es lo que parece concentrar su valor de uso y de cambio. Una ojeada a los neocons más vociferantes, los Kagan, Wolfowitz, Horowitz, Kristol, Podhoretz, etc revela biografías que comenzaron en la izquierda e incluso en la extrema izquierda, trotskystas y similares. Lo que estos conversos aportan a los intereses de la derecha en lucha por la hegemonía ideológica gramsciana es precisamente el conocimiento y la familiaridad con los conceptos y las categorías de la izquierda, la capacidad para plantear a ésta la batalla en su propio terreno. Estos "neocons" y sus remedos hispánicos son magníficos ejemplos no ya de la traición de los intelectuales de que hablaba Benda, sino de la doble traición de los intelectuales porque si traicionaron su misión poniéndose antes al servicio de un partido, vuelven a traicionarla ahora poniéndose al servicio de otro.
Por último una referencia al transfuguismo que es, por así decirlo, el aspecto cutre del chaqueteo. Porque el chaquetero maneja ideas, grandes ideas, alambicados conceptos: Occidente, la libertad, los derechos humanos, la familia, qué sé yo mientras que el tránsfuga, un chaquetero de gobierno local, es incapaz de hacer la "o" con un canuto, pero tiene muy en consideración la cuenta de resultados. El tránsfuga, normalmente un sinvergüenza que cambia su voto en una corporación local para favorecer a una opción política distinta de la suya a cambio de un buen pellizco, es una maldición del sistema democrático en los niveles local y autonómico que es en donde la política está más directamente relacionada con los negocios.
Unos ciudadanos de Dénia que al parecer están soportando una situación de transfuguismo en su corporación local me pidieron que me hiciera eco de ella y así lo hago. Han creado una asociación que responde al muy pertinente nombre de No nos resignamos (vaya, hombre, como mis amigos de la izquierda plural, quienes también tienen una asociación llamada No nos resignamos que espero amparen a estos hijuelos) con el fin de denunciar la situación y hacer campaña porque se tipifique el transfuguismo como delito. Me parece bien (¿en dónde hay que firmar?) pero no es sencillo. Sucede que en tanto el Tribunal Constitucional no cambie su actual doctrina en materia de mandato representativo esto será imposible ya que dicha doctrina sienta el principio de que el escaño pertenece al diputado/concejal como si fuera su bolígrafo y es imposible despojarlo de él. Se presume aquí que el representante no actúa según directrices de partido, sino según los mandatos de su conciencia, que es en lo que se refugian quienes carecen de ella, por lo cual son inamovibles, hagan lo que hagan y no cabe tipificar como delito una actuación en conciencia. Para cambiar esa doctrina sería necesario renunciar al concepto del mandato representativo en pro del mandato imperativo, cosa que no veo factible ni tampoco muy conveniente por cuanto terminaría por convertir en absoluto el poder de los partidos, que tampoco es buena solución. Realmente lo único que se me ocurre para resolver estos casos es instituir la figura de la revocación: si el representante traiciona la voluntad de los representados estos lo revocan en cualquier momento del mandato. Para ello hay que arbitrar las garantías pertinentes en cuanto a tiempos, motivaciones y mayorías. Pero sería eficaz. Muy eficaz.
divendres, 22 d’agost del 2008
Los intelectuales, el franquismo y la transición, II.
En lo que es estrictamente la transición identifica Pecourt tres discursos: continuidad, reforma y ruptura (p. 120) y se concentra en el de ruptura, en donde distingue cuatro subcampos, cada uno de ellos con sus intelectuales y sus revistas: el socialista, el comunista, el nacionalista y el libertario (p. 132) a los que añadirá luego el feminista (p. 174). En la caracterización del comunismo me asalta una duda pues no sé si lo que se dice de éste es un reflejo de las ideas del régimen o lo piensa el autor: "La fortaleza franquista percibía en el comunismo al enemigo más peligroso de la verdadera tradición hispánica, un adversario que logró monopolizar el poder cultural y político durante el período republicano y que terminó por provocar, inevitablemente, el inicio de la Guerra Civil. Por ello utilizaría todos los medios posibles para erradicarlo y evitar la aparición de amenazas similares en el futuro" (p. 136). El párrafo es ambiguo. Si lo que hace es reflejar la mentalidad de los franquistas estoy de acuerdo con él; si vierte una opinión del autor no puedo estar más en desacuerdo: los comunistas no monopolizaron nada precisamente hasta bien entrada la guerra civil.
A la altura de la transición, el comunismo era ya eurocomunismo y así lo trata Pecourt, reflejando bastante bien esta estrategia del que quería ser comunismo democrático (p. 140) a través, sobre todo, de las ideas de Daniel Lacalle y la revista Argumentos, por él resucitada. Se recordará que Lacalle ya había sido el factótum de la primera Argumentos en la clandestinidad durante la dictadura, de la que llegaron a salir cuatro números. De especial interés he encontrado las referencias de Pecourt a los críticos izquierdistas (incluso comunistas) del eurocomunismo, como Gustavo Bueno (p. 144) quien por entonces dirigía una revista filosófica, El basilisco, Manuel Sacristán desde Materiales y Joaquín Estefanía desde El cárabo (p. 148). Es imposible saber cómo hubiera evolucionado el difunto Sacristán pero las subsiguientes biografías de Bueno y Estefanía dan material abundante para la reflexión.
En el subcampo del socialismo Pecourt arranca del primer proyecto demócrata-cristiano de Cuadernos para el diálogo, al que se sumaron muchos socialistas que luego iniciaron su propia publicación, Sistema (p. 157), desde donde se hicieron las críticas más agudas al proyecto eurocomunista, en concreto a través de la pluma de Ignacio Sotelo (p. 158).
En el subcampo libertario Pecourt atribuye una función iniciática a José Luis López Aranguren, quien se había radicalizado en la segunda mitad de los años sesenta (p. 164), y hace un repaso a las principales revistas de esta corriente, Ajoblanco (cuyo director, José Ribas, publicó el año pasado unas interesantes memorias aquí reseñadas en un post llamado Lo que pudo ser), Ozono, El viejo topo (p. 166). De gran interés su reseña sobre el pensamiento de Agustín García Calvo y del Fernando Savater de la época, el del Panfleto contra el todo (otro motivo para la reflexión y hasta la melancolía) así como su muy ilustrativa polémica con Ignacio Sotelo (p. 172).
Capítulo aparte merecen al autor los intelectuales y revistas catalanistas. El nacionalismo incipiente se articula en torno a dos de éstas, una más "catalanista" y elitista, Serra d'Or, amparada por el Monasterio de Montserrat, y la más popular y "españolista" Destino (p. 181) . A mi modesto entender, es el mejor capítulo del libro, con muy abundante y pertinente información sobre la propuesta y vicisitudes de la concepción de los países catalanes (Ernest Lluch y Joan Fuster) (pp. 192-194), las causas del fracaso político del catalanismo y el enfrentamiento entre nacionalistas y españolistas personificado en la controversia sobre el libro de Federico Jiménez Losantos, Lo que queda de España y el famoso "Manifiesto de los 2.300" (pp. 209 y sigs.). Como se ve, con el nuevo manifiesto "en defensa de la lengua española", el señor Jiménez Losantos sigue en onda. Lo que no acaba de convencerme del relato de Pecourt es que no haga mención alguna al atentado de los terroristas de Terra Lliure contra el hoy locutor de la COPE.
El último capítulo trata de dar cuenta de la aportación de los intelectuales al consenso constitucional que el autor ve, coincidiendo en ello con Jordi Solé, como la "tendencia incipiente hacia el bipartidismo que caracterizaría, cada vez con mayor intensidad, la nueva ciudadela democrática" (p. 222), juicio que me parece acertado y comparto en la evolución posterior del sistema político español, pero no para el momento constituyente que es cuando lo formula Solé. Basta considerar la composición de la comisión constitucional para darse cuenta de ello: AP, UCD, PSOE, PCE y Minoría catalana. Realmente todos los partidos a falta de los nacionalistas vascos, cuyo espiritu foralista estaba representado no obstante por el señor Herrero de Miñón. Por cierto nadie ha mencionado que yo sepa (tampoco Pecourt) el hecho de que esta comisión tuviera una evidente sobrerrepresentación del nacionalismo catalán puesto que tanto el señor Roca (nacionalista) como el señor Solé (comunista) lo eran, aunque no en igual medida.
Pecourt señala como determinantes del consenso y su resultado final lo que llama los dos "compromisos apócrifos" de los artículos 1º (Estado social y democrático de derecho, p. 233) y 2º (organización territorial, p. 237) de la Constitución. No me parece, sin embargo, que su tratamiento de ambos temas sea satisfactorio; le falta perspectiva y profundidad, tanto en el aspecto doctrinal (sobre todo en lo referente al Estado de derecho y sus variantes) como en el de la peripecia histórica concreta (especialmente en el caso del artículo 2º) que fue determinante.
En resumen, el autor ha sabido acotar magníficamente un tema de mucho interés (la aportación de los intelectuales al proceso de la transición) y lo ha hecho de forma original y muy ilustrativa, tomando base en las revistas políticas cosa que, a mi conocimiento, no había hecho nadie antes y resulta muy útil.
Corona su obra con un par de consideraciones pertinentes: entre los años 1977 y 1982 desaparecerán casi todas las revistas políticas. Quedan la Revista de Estudios Políticos (REP), la Revista de Occidente, Cambio 16, El ciervo, Nuestra Bandera, Sistema, Serra d'Or, Mientras tanto, Leviatán y El viejo topo (resucitada en 1993). Las razones de este hundimiento general es la reaparición de la prensa libre (p. 244) y la mejor calidad de la televisión con programas de debates de los que el autor menciona en especial La clave, de José Luis Balbín (p. 249). En cuanto a los intelectuales, es interesante señalar cómo la gran mayoría hizo un "giro hacia la derecha" en los años ochenta (p. 257) y una exigua minoría (prácticamente Sacristán y sus allegados) otro hacia la izquierda heterodoxa (p. 260).
Hay en el libro algunas inexactitudes que conviene repasar y corregir en sucesivas ediciones. Las más frecuentes conciernen a la REP: no se me alcanza por qué dice el autor que estaba financiada por el Ministerio de Información y Turismo (p. 129) cuando, que yo sepa, estuvo siempre en el Instituto de Estudios Políticos que dependía del Consejo Nacional del Movimiento y, a partir de 1977, como Centro de Estudios Constitucionales, de Presidencia del Gobierno. Entre los años 1963 y 1965 su director no fue Carlos Ollero (p. 151), sino Jesús Fueyo Álvarez. Carlos Ollero fue director en los comienzos de su "Nueva Época", en 1978 y no Pedro de Vega, como dice el libro (p. 229), quien sí lo fue más tarde. Lo sé de primera mano porque yo era el Vicesecretario técnico de la publicación en aquellos años de 1978. Llamar "pensador madrileño" al profesor López Aranguren (p. 164) sólo puede entenderse como una licencia, porque era de Ávila. Por último, el Congreso de Suresnes del PSOE no fue en 1979 (p. 157) sino en 1974; da la impresión de que se confunde ese congreso (el XXVI) con el XXVIII en Madrid, en 1979, en el que se plantea el problema de la definición marxista del partido.
dijous, 21 d’agost del 2008
Los intelectuales, el franquismo y la transición, I.
He aquí un interesante trabajo sobre la función de los intelectuales españoles durante la transición política (Los intelectuales y la transición política. Un estudio de campo de las revistas políticas en España, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2008, 298 págs.), aunque no esté seguro de que el subtítulo haga entera justicia al contenido. El trabajo es metódico y sistemático, pero no sé si puede llamarse propiamente "de campo" ya que apenas se manejan datos empíricos, a excepción de algunas cantidades de tirada de ediciones. Más bien es un enfoque historiográfico que da cuenta y lo hace con brillantez del tema del título.
Pecourt muestra audacia al adentrarse en un territorio lleno de dificultades y asechanzas y sobre el que hay mucho escrito. Ante todo tiene el acierto de exponer la definición del tipo de intelectual que le interesa: "el actor social que utiliza el prestigio y la respetabilidad adquirida en el mundo de la cultura para participar en el debate político desde una cierta posición de autonomía." (pp. XIII/XIV) Igualmente acota el tiempo de su investigación decidiendo que, a sus efectos, la transición va desde la muerte del general Franco en 1975 hasta el fracaso de la intentona de 1981. En un terreno en el que no hay acuerdo general es una propuesta tan buena como otra y que tiene significados valedores.
A continuación aborda un primer capítulo sobre el estado de la cuestión de los intelectuales partiendo de la dicotomía generalmente aceptada de intelectuales como "guardianes del conocimiento objetivo y defensores del compromiso político" (p. 2), de donde se sigue que su definición anterior de intelectual hace referencia al segundo tipo. Es la división que acuñó en su día de forma feliz y poéticamente condensada Siegfried Lenz al hablar de la disyuntiva de los intelectuales entre "torre de marfil o barricada". Entre los defensores del primer concepto, Pecourt analiza los casos de Karl Mannheim con su idea del "intelectual relativamente desclasado", esto es, el que flota por encima de las clases (con lo que el sociólogo trataba de librarlos del estigma de la ideología) y Raymond Aron y su uso del "poder espiritual" comteano.
Entre los defensores del segundo concepto echa mano con mucho acierto de Gramsci (el "intelectual orgánico") y Alvin Gouldner ("la nueva clase") para traer luego el problema a nuestro tiempo de posmodernidad refiriéndose al inevitable Foucault y a Zygmunt Bauman, el de la "realidad líquida", con su idea del intelectual como "intérprete". No obstante el autor en el que Pecourt toma pie y cuyas propuestas sigue es Pierre Bourdieu tanto en su idea de las cuatro clases de capital (económico, político, cultural y simbólico) como en su concepto de "campo" (p. 26) que el autor aplica aquí al de las revistas políticas. Cierra su exposición del tema general recordando la propuesta de Quentin Skinner del intelectual como "ideólogo innovador" (p. 36) y elabora una cierta crítica a Bourdieu arrancando de la distinción weberiana entre intelectuales como "sacerdotes" y como "profetas" (p. 34) que es una especie de reformulación de la propuesta de Coleridge de los intelectuales como clerisy, que tanto interesó a Stuart Mill y que recogería luego Julien Benda en su Traición de los clérigos.
El resto del libro tiene una estructura claramente cronológica como corresponde a la formación de historiador del autor. Aborda en primer lugar el problema de la caracterización del franquismo. En la célebre polémica sobre la propuesta de Juan J. Linz de caracterizarlo como un régimen autoritario que no ha tenido general aceptación parece inclinarse por la crítica que le hicieran Giner y Sevilla (p. 41) entre otros. Igualmente menciona la concepción de Tusell de "dictadura arbitral" (p. 57) que siempre me ha parecido más sacada del modelo primorriverista, y acaba proponiendo su categoría de "fortaleza franquista" (p. 51) aunque sin extenderse mucho en su caracterización. Sí señala que en Franco se concentraban muchos poderes pues era "además de Jefe del Estado, jefe del Gobierno, jefe nacional de Falange y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire" (p. 53). A todo lo cual hay que añadir -y ello es decisivo para entender la naturaleza de su régimen- que ostentaba el poder legislativo o, como decía la legislación de la época, "la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general"; es decir la dictadura en estado puro.
El régimen de Franco puso punto final al florecimiento de publicaciones de la República, no sólo las revistas de liberales o de izquierda como Revista de Occidente, Cruz y Raya, Leviatán, La revista blanca, Germinal o Mirador, sino también las conservadoras como Debate. El clima atosigante de censura venía justificado por la elaboración teórica del que sería ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, bajo el nombre de Teología de la información y en él menciona el autor la Revista de Estudios Políticos, (que no estoy muy seguro de que Pecourt aquilate debidamente por las razones que expondré en la segunda parte de esta reseña) así como las falangistas Jerarquía y Escorial, o las nacionalcatólicas Ecclesia, Razón y Fe, de la Compañía de Jesús o Ateneo, del Opus Dei (p. 84). Otras publicaciones de las "familias" (A. de Miguel) del régimen, fueron Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el que el Opus se había hecho fuerte, Ciervo, una respuesta católica a los avances del Opus o Destino, una revista catalana. El panorama es desolador como corresponde a la actitud de cerrada enemistad de la dictadura de Franco hacia los intelectuales. Recuerda Pecourt la famosa frase del dictador a su Director General de Propaganda, Pedro Rocamora, cuando le propuso que recibiera a Ortega y Gasset para volver a éste más favorable a la Dictadura: "Rocamora, Rocamora, no se fíe Vd. de los intelectuales", que puede ser una invención del propio Rocamora pero está muy bien traída.
El frente monolítico del franquismo comienza a romperse con los acontecimientos del 56 y el origen de la disidencia intelectual que asoma tímidamente en las revistas universitarias, en la catalana Laye y en la madrileña Alcalá (pp. 96/98). También aparece por entonces el Boletín Informativo del Departamento de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, que impulsaba Tierno Galván, quien importó en España el funcionalismo (aplicado sobre todo al modo de proceder en la futura accesión de España a la Comunidad Europea, un punto claro de la oposición al franquismo) y el positivismo lógico, en un plano más metodológico, aunque igualmente heterodoxo por lo que hacía al apelmazado mundo intelectual de la dictadura. (p. 100). Algo más tarde, con lo que llama "el desarrollo del mercado cultural", aparecerían Cuadernos para el diálogo y Triunfo. La primera fue resultado del encuentro entre las corrientes más progresistas de los ámbitos religioso y académico (p. 104) , la segunda más claramente de izquierdas y ambas respondiendo a la lógica de las instituciones heterogéneas a medio camino entre el mercado económico y el cultural (p. 107) pero ambas decisivas para entender la evolución posterior de la oposición a la dictadura.
(Continúa en el post de mañana).