Este libro de González Seara (La aventura del intelectual antiguo, CIS, Madrid, 2008, 383 págs.) es una original aportación al estudio de esa figura del intelectual que tanto interesa, en especial a los intelectuales. Habitualmente los estudios sobre este tipo humano arrancan del célebre J'accuse! de Zola y se mueven luego por los terrenos de las vanguardias y las relaciones entre los intelectuales y el compromiso político, los intelectuales como legitimadores del poder o críticos de éste, los intelectuales como conciencia moral de la colectividad, etc. O bien consumen páginas y páginas tratando de formular una definición y alguna clsificación de este fenómeno esencialmente proteico e inclasificable. Como si esta función fuera algo exclusivo de los siglos XIX y XX. González Seara rompe con esa costumbre y, en un estudio minucioso y muy bien documentado, un magnífico ejemplo de eso que se llama la "historia de la cultura", ha ido a buscar los orígenes de la figura del intelectual a la noche de los tiempos, pues lo situa en el paleolítico a través de sus testimonios en las pinturas rupestres de Altamira o Lascaux.
Los hombres de las cuevas son cazadores que se convierten en hombres y no hombres que se ponen a cazar. El lenguaje y la caza presiden el proceso de hominización y, echando mano de los trabajos de Herbert Read que sostiene que el arte es un elemento esencial en el desarrollo de la conciencia humana (p. 36), deduce que esas pinturas rupestres son una buena prueba del ingenio humano, la tercera forma del ingenio en la clasificación de Huarte de San Juan, esto es, el "ingenio superior acompañado de demencia" (pp. 30/31). Las cuevas prueban ya la existencia de los primeros profesionales, magos artistas que, junto al mago médico, quizá sean los hombres especializados originarios (p. 43). El arte del neolítico abre el camino a la escritura (p. 45). Los símbolos llevan ya a las formas superiores de religión y las conquistas de la ciencia (p. 46). Luego del cazador y el chamán llegan el forjador y el alfarero como las formas siguientes de especialistas (p. 57). Con la revolución urbana aparecen las clases, los caudillos, los reyes, las bases mismas del escritor, quien controla la palabra escrita (p. 61).
Avanzada algo más la civilización el escriba es el antecedente del intelectual (p. 71). El primer ejemplar de la clase ociosa es el sacerdote, una profesión distinta a la del profeta que es un tipo más ocasional y carismático (p. 74). Los sacerdotes y los escribas son los primeros intelectuales de lo que Marx llamará el "modo de producción asiático" y Seara hace buen uso de la clásica obra de Wittfogel sobre esta materia. En Egipto el faraón es dios; en Mesopotamia no, pero la institución procede del cielo y en Israel es el pueblo el primer responsable de la monarquía cuando pide un Rey y Samuel unge a Saúl (p. 90). En las culturas del Cercano Oriente aparece una clase de sacerdote y escriba que monopoliza la escritura y establece las bases del sistema dominante. Mientras en Mesopotamia no hubo profetas que cumplieran funciones críticas o revolucionarias y en Egipto sí aparecieron algunos sabios que cuestionaron el orden existente, la función profética fue esencial en Israel y también en el mundo griego, desde Delfos a Eleusis (p. 108). Sin embargo son los sacerdotes y los escribas los que tienen verdadera importancia porque son las figuras de una función duradera, permanente, fundamental en Israel, por ejemplo, en la interpretación de la Torah. La clase se divide en dos grandes sectores, el de los conservadores (saduceos) y el de los innovadores (fariseos) (pp. 123/125), quedando en un lugar más indeterminado el de los esenios, de los que habla Filón de Alejandría, quien constituye el enlace entre la filosofía griega y la doctrina revelada judía p. 133).
Me resulta de especial interés el capítulo dedicado al brahmán y el mandarín, las figuras más orientales de los intelectuales que el autor acierta a exponer en el abigarrado contexto cultural y filosófico de la India y la China. Ya en sus orígenes védicos en la India el Rey aparece siempre acompañado de un consejero, el Purohita, un sacerdote, especie de protointelectual. Las Leyes de Manú que imponen los más horribles castigos para quienes osen ofender en lo más mínimo al brahmán ordenan que cada Rey tenga su Purohita (p. 157). Recoge y expone el autor la idea de Karl Jaspers acerca del tiempo-eje, como ese feliz periodo en la historia de la humanidad (entre el 800 y el 200 a.d.C.) en el que florece el más importante plantel de grandes hombres y fundadores de religiones de la humanidad. La figura más importante en China es la de Confucio, padre de la concepción de la administración encomendada a los letrados (p. 161), seguido de su discípulo Mencio, cuya idea antropológica positiva contrasta con la negativa de Hun-tsé, llamado "el Hobbes chino" (p. 167). Otras escuelas se refieren al pacifismo conservador de Mo Tse o Mo Ti y el taoísmo de Lao Tsé (p. 172). En todo caso, la figura del intelectual chino, prevalezca quien prevalezca, queda simbolizada en la del mandarín (p. 175). En el caso de la India, la primitiva supremacía de los brahmines se consagra con las Brahmanas, comentarios sacerdotales a los Vedas que culminan en los Upanishads que constituyen la expresión de la crisis espiritual de los sacerdotes brahmínicos al combinar la magia con la mitología y las interpretaciones rituales con las enseñanzas sobre la unidad entre el alma individual y la realidad espiritual universal que constituye el descubrimiento fundamental del Vedanta anterior a Buda, cuya culminación se daría mucho después en la obra de Samkara, un filósofo del siglo IX d.d.C (p. 179). Por su lado Buda, un iluminado chatriya de formación védica, se opone a los principios brahmánicos, niega la existencia del brahmán, el atmán del Vedanta y la práctica de los sacrificios. Su doctrina es la de las cuatro nobles verdades mediante las que se alcanza el nirvana en el "camino medio" de las ocho vías (p. 184), doctrina de predicación a través de monjes, sea en la forma de pequeño vehículo (hinayana), gran vehículo (mahayana) o la del Zen en el Japón (p. 196). En Samkara cristaliza la restauración brahmánica que une la doctrina samkhya con la idea mística de la identidad con Brahma lo que permite absorber el budismo mahayana en la nueva religiosidad hindú, cosa que ya venía facilitada por la síntesis anterior del Baghavad Gita (p. 214).
Los dos últimos capítulos están dedicados a las formas de los intelectuales en la antigua Grecia que el autor analiza en una proyección de índole cronológica, aplicándole una especie de creencia en el progreso del espíritu humano, cosa que cristalizaría en la sucesiva preeminencia de los poetas, los sofistas, los filósofos y los científicos. En la figura de estos últimos, cuyo ejemplo inmortal es Aristóteles, culmina la genealogia del intelectual antiguo.
La democracia ateniense no llega sin lucha y es muy significativa la que mantienen las fuerzas burguesas ascendentes en la polis con los representantes del viejo espíritu aristocrático, cuyos exponentes más preclaros son poetas como Teognis y Píndaro, ambos cantores de la antigua areté aristocrática (p. 260). Hay una evolución y modulación de la poesía en su manifestación social más característica del mundo griego que es el teatro. El drama de Sófocles y la escultura de Fidias, son la expresión de las virtudes de la nueva polís, la de la "templanza" o sofrosine (p. 265). En el proceso de evolución progresiva que durante muchos años se consideró ajena al mundo conceptual griego, los nuevos intelectuales continuadores de los poetas son los sofistas, al menos la primera sofística (cuya alta valoración por Hegel suscribe el autor) frente a las exageraciones y amaneramientos de la segunda (p. 284). Ese progreso es el reflejo del de la creencia en el de la humanidad que se encuentra en Jenófanes, Demócrito o el Prometeo de Esquilo (p. 293).
Por último con Sócrates, símbolo de la nueva intelectualidad que los conservadores quieren ahogar, se cierra el primer periplo de la intelectualidad sofista para dar paso a la de la Academia y otras escuelas (p. 313). Sócrates, según la obra clásica de Nestlé, es a la vez la superación y la culminación de la sofística. Es el momento de proliferación de las escuelas filosóficas y los filósofos que, como harán siempre los intelectuales, oscilan entre quienes se ponen de moda como especies de bufones de las cortes, al estilo de Aristipo en la corte de Dionisio y quienes se apartan por entero de los ambientes cortesanos, como Antístenes y el cinismo (p. 335). Platón, un hombre para el que la política era el fundamento de la vida espiritual (aunque sus relaciones con ella fueran muy accidentadas), es el representante del nuevo espíritu filosófico, posterior a la sofística (p. 340). Seara aborda en la huella de Popper la idea platónica del Estado perfecto como aquel que excluye toda posibilidad de cambio en el culmen de la "sociedad cerrada" popperiana. Esa condena del cambio culmina en Las leyes en donde éste queda proscrito en aras de los intereses superiores del Estado. No obstante hay en Platón una gradación que viene impuesta por la amarga experiencia de las cosas. Después del mundo ideal de La República, aborda el problema de los gobiernos imperfectos en El político y en Las leyes, vista la naturaleza humana, acaba admitiendo que el Estado se asiente sobre el derecho, que fundamenta el dominio del hilo de oro de la ley (p. 353). Lo cual da paso a Aristóteles, con cuya consideración cierra el autor este gran periplo de la genealogía de los intelectuales. Analiza la contraposición entre Platón y Aristóteles a la luz del fresco rafaelista de las estancias vaticanas, La escuela de Atenas (357) y coincide con una opinión muy generalizada que ve en el estagirita la primera personificación del pensamiento científico como llegará hasta nosotros (p. 371).
La obra de González Seara es un vasto cuadro clarificador de la evolución y distintas manifestaciones históricas de ese fenómeno tan difícil de precisar pero tan importante de la presencia de los intelectuales en la historia humana. Y una lección magistral de historia del espíritu.