Alharaca nacional y no por nimio motivo. Vargas Llosa empequeñece la reciente hazaña de la Roja. La literatura como suceso mediático. Y ¡qué literatura! Depurada, elegante, apasionada, autobiográfica, costumbrista, histórica, psicológica; con todos los recursos de perspectiva, tiempos, narradores; con un estilo templado, clásico, que encierra todas las formas de expresión desde las descripciones pastorales hasta las turbulencias morales dostoievskianas. Una literatura que comprende todas las literaturas, una literatura que desborda todos los moldes tras haberlos empleado magistralmente y que es ella misma un mundo, el del autor, quien lo ha ido exponiendo a lo largo de su obra ante la atónita mirada de sus lectores con una inigualable profundidad humana y tan sin afectación, engolamiento ni endiosamiento que, sumo misterio del arte, parece fácil de hacer, con esa graciosa facilidad que desprende el siempre sutil toque del genio.
Los llamados "fenómenos mediáticos", excepción hecha de los deportivos que, como las danzas de la lluvia, tienen una función latente más importante que la manifiesta, suelen tomar pie en los estratos más oscuros y elementales de la conciencia colectiva. Por eso es magnífico que el país aclame y aplauda a un intelectual de compleja versatilidad, a un novelista en clave mayor. Conversación en La Catedral, con esa resonancia de Elliot, una novela que recrea un país, el Perú y una época, la dictadura de Odría y, con ellos, al conjunto de Hispanoamérica tiene más de setecientas páginas. Mayor al estilo de Tolstoi o, mejor, de Victor Hugo, sobre cuyos Miserables ha publicado un gran ensayo. Y lo aclama y con el país toda América Latina porque lo conoce, lo ha seguido a lo largo de sus peripecias vitales, cuando no en la realidad real, sí en la realidad poética. Esa obra increíble de La tía Julia y el escribidor narra su vivencia personal que ya era suficientemente atípica; atípica para el común de los mortales pero muy típica en él pues, tras divorciarse de su tía se casó con su prima. Qué no me digan que no hay ahí una ambigüedad remotamente incestuosa o, por lo menos, clánica. Y algo tendrá esto que ver también con las difíciles, kafkianas, relaciones de Vargas hijo con Vargas padre. Estas cosas y otras también muy personales hacen que el tipo sea muy popular en el mundo hispanohablante. Y que sea popular un hombre tan genial, tan creador, tan profundo, es un orgullo.
Porque ¿quién no ha leído algún libro de Vargas Llosa, un flaubertiano de exuberancia dumasiana o balzaquiana? Los que no lo hayan hecho probablemente se cuenten entre quienes nunca leen un libro; que los hay y son muchos. Y aun estos saben quién es el personaje porque lo han leído o lo han visto en la prensa, como autor o como noticia o en la televisión con motivo de sus muchos premios, o en el teatro también como intérprete de su propio personaje, Odiseo, tenía que ser para un culo de tan mal asiento, si no en Mérida que es lugar difícil de alcanzar, sí en la ubicua TV. Vargas Llosa debe de ser uno de los nombres más familiares de la cultura hispánica, alguien sobre el que todos los juntaletras de ambos hemisferios tenemos algo que decir, magnífico pretexto para hablar de nosotros mismos.
Recuerdo haber topado con La ciudad y los perros unos años después de su publicación, en 1968, junto con Cien años de soledad un tiempo después de haber leído Rayuela. Era el famoso boom latinoamericano que luego se convirtió en catarata, en feraz floración como si él mismo fuera un producto del universo mágico que describía. Y, al igual todo el mundo que conocía, quedé tan impresionado que imitaba servilmente el estilo en mi correspondencia, como si estuviera mesmerizado. Realmente, las Américas nos habían sorbido el seso, como las novelas de caballería a Alonso Quijano: la del Norte, primero con la generación perdida y luego con los beat que fue la que nos echó a la carretera y la del Sur con el famoso boom. Pero La ciudad y los perros era más que el boom, pertenecía a la realidad en su forma más cruda, un internado militar que evocaba el duro mundo de los Gymnasien alemanes que muchos teníamos en algún lugar de la memoria colectiva familiar y así estaba en una corriente mucho más amplia, la de los Bildungsromane, como "los años de aprendizaje del Joven Törless", por ejemplo, algo que impresiona mucho cuando se está cercano a la edad de los personajes porque es el amanecer de la vida, allí en donde te formas como persona, algo por lo que todos pasamos y razón por la cual viene bien tener un ejemplo a mano.
Dice al parecer el premiado que espera que le hayan dado el Nobel por su obra antes que por sus opiniones políticas. Lo cual demuestra que el hombre es verdaderamente macanudo porque las opiniones políticas que profesa, el neoliberalismo, normalmente se manifiestan de forma muy arrogante. Que no es su caso, primero porque es un neoliberalismo moderado y matizado con una sensibilidad de artista preocupado por las injusticias sociales de todo tipo; segundo porque, aunque él realmente creyera lo que dice y no lo dijera sólo por modestia, sus opiniones son determinantes de su obra, de toda su obra. ¿Qué diantres es La guerra del fin del mundo sino una profunda reflexión filosófica sobre la irracionalidad del comportamiento humano? Una trova. ¿O La fiesta del chivo, la recreación de una sociedad y unas relaciones humanas durante la dictadura de Trujillo y después de su asesinato con un entrelazamiento literario que implica una reflexión sobre todo, sobre la dictadura y sobre el tiranicidio y sus consecuencias?
Esto de las opiniones políticas de Vargas Llosa tiene varias facetas. La que más escuece a la izquierda radical es la crítica feroz del novelista a Cuba y Venezuela. Me parece, sin embargo, una crítica muy sensata y realista y estos países harían bien en prestarle oídos en lugar de rechazarla de plano por ser reaccionaria, proimperialista, antirrevolucionaria, etc. Las otras ideas políticas de Vargas Llosa, el neoliberalismo moderado, presidido por una concepción moral de la acción política, tienen el valor añadido de que el tipo ha descendido a la arena política, a pelearlas en el orden práctico, en aplicación de la undécima Tesis sobre Feuerbach, de Marx. ¿No había comenzado el joven Mario militando en el Partido Comunista? No es lo mismo exponer la propia doctrina política en tertulias y papeles, que es lo que suelen hacer los intelectuales, que batirse el cobre en unas elecciones y nuestro hombre se presentó candidato a la presidencia del Perú en 1990 por un partido del centro-derecha. El hecho de que lo venciera en la pugna Alberto Fujimori, presentado con el lema populista de un político que iba acabar con la política (como las guerras dicen querer acabar con las guerras), es una especie de alegoría del sentido de la época. Vargas Llosa se convirtió en el principal crítico de Fujimori y, unos años después, se nacionalizó español. Hoy es Nobel de literatura y Fujimori está en la cárcel. Nada más. Si acaso una reflexión sobre los caprichos del destino: hubiera sido elegido y quizá no hubiera conseguido el Nobel.
Los opiniones políticas de Vargas Llosa son una versión conservadora del humanismo clásico revestido de liberalismo. La versión extrema de ese neoliberalismo es la que profesa su hijo, Álvaro Vargas Llosa, coautor de un bodrio llamado Manual del perfecto idiota latinoamericano al que su bondadoso padre puso un prólogo que demuestra cómo hasta los genios faltan al viejo adagio de si se es más amigo de Platón que de la verdad. Porque Mario Vargas no puede ignorar la pobreza intelectual del manualito, especie de sarta de vulgaridades sobre la teoría y la práctica de la izquierda, psicosociología barata a modo de libro de autoayuda. Pero el prologuista es padre, al fin y al cabo y, con la mejor voluntad del mundo, ayuda a su retoño a perderse sólo en una lucha estúpida por los principios incapaz de comprender, como Pantaleón en lo más profundo de la Amazonia, que a veces haya que traicionarlos para ser consecuente con ellos. Eso es lo que lo convierte en macanudo.
Dicho sea sin contar con que, opiniones o no opiniones, se ha metido en los avisperos contemporáneos más agitados, sin cejar en sus ideas, recientemente en Palestina y en el Congo, a donde ha ido en busca del Corazón de las tinieblas, como Coppola en el cine y, según parece, su última novela, a punto de salir, es una consecuencia de esa especie de fascinación por el mal que late en el conjunto de la experiencia. Un hombre que investiga en el mundo que lo rodea, que trata de comprender los grandes conflictos humanos en todas latitudes y culturas con independencia de sus idiosincrasias porque, como buen liberal, cree en el carácter racional y universal de los principios morales del individualismo, un hombre así es macanudo.
Y ¡qué contento se ha puesto con el premio! Lo confiesa con una ingenuidad que desarma. Todos sabemos que el Nobel de Literatura está lleno de historias dramáticas, como el hecho de que nunca se lo dieran a Borges, candidato sempiterno, o emocionantes, como el de que Jean-Paul Sartre lo rechazara, algo que nadie más ha hecho, ni siquiera Harold Pinter quien, sin embargo, pronunció un alegato incendiario contra el orden social del que el Nobel es pieza importante de legitimación. Amenazaba la de que Vargas Llosa seguiría los pasos de Borges; al fin y al cabo ya lo había obtenido su alter ego antagonista, García Márquez. Dárselo ha sido la reparación de una injusticia histórica porque Vargas Llosa y García Márquez no tienen nada que ver, como no tienen nada que ver en sus opiniones políticas. Y aun coincidiendo con ellas, tengo la impresión de que las de García Márquez son menos genuinas que las de Vargas Llosa.