El museo Lázaro Galdiano acaba de inaugurar una exposición de Bernardí Roig así titulada, El coleccionista de obsesiones. Parece afirmarse esta nueva costumbre de emplear museos tradicionales como salas de exposiciones temporales entreveradas con las piezas en exhibición permanente. Lo que ha hecho también el museo Cerralbo con una exposición de modas.
Elegir el Lázaro Galdiano para este caso es un acierto por la naturaleza del propio museo, una especie de monumento al coleccionismo más desaforado, pues abarca una gran variedad de objetos: pintura, escultura, documentos, libros, mapas, porcelanas, armas, armaduras, muebles, monedas, joyas, fósiles, antigüedades. Es difícil no encontrar algo en el palacio del Parque Florido, en sí mismo un edificio curiosísimo con un jardín poblado de cedros justo en la calle Serrano de Madrid. Probablemente el mejor museo de origen privado de la capital.
José Lázaro Galdiano, un magnate del mundo de la publicación, había comenzado muy joven fundando la revista y editorial La España moderna a fines del XIX. El museo exhibe algunos de los ejemplares de la revista y de los libros primeros. La biblioteca los tiene todos. Ediciones elegantes, cuidadísimas, con abundancia de grabados, de los autores españoles y extranjeros más importantes del tiempo. Una editorial con un proyecto, declarado en el título, de modernizar España. El éxito de su empresa y un matrimonio con una acaudalada dama argentina, cuyo apellido da nombre al parque, le permitió dedicarse plenamente a su pasión por el coleccionismo artístico, numismático y de todo tipo. Su esposa compartía la afición y a eso se debe, probablemente, la atención al retrato femenino en el museo en donde hay una sala dedicada a él. Solo el famosísimo de Gertrudis de Avellaneda, de Federico Madrazo y el de una joven dama, atribuido a Sofonisba Anguissola, justificarían la visita.
Pero el espíritu del museo es el marcado por Lázaro, empezando por su afición a Goya, de quien hay algunas piezas muy interesantes, en especial El aquelarre y Las brujas. Además de otras obras de pintores goyescos, como Vicente López, Lázaro encargó los frescos de varios de los techos de las habitaciones nobles a Eugenio Lucas Villamil, otro que había heredado el espíritu goyesco de su padre, Lucas Velázquez, también muy presente en el museo. Efectivamente, Goya es la España moderna, horrorizada de sí misma. Probablemente por eso, cuando estalló la guerra civil, los Lázaro Florido se instalaron en París y en Nueva York y no regresaron hasta 1945.
El palacio es un lugar fascinante, una sucesión de cámaras de tesoros en salas que fueron vivienda pero de la que únicamente conservan el nombre (sala de música, de tertulia, comedor de ocasiones, de diario, etc) pues todo lo demás se ha sacrficado a la "colección de colecciones". Ya solo la imponente espada, regalo de Inocencio VIII a Íñigo López de Mendoza en 1486 que recibe al visitante en la sala 1, en donde se expone la vida del fundador, es el heraldo de un mundo fantástico, una especie de Locus solus del coleccionista.
Por eso, muy bien traída la obra de Bernardí Roig. Un acierto. Viene precedida de un escrito de José Jiménez, comisario de la exposición de muy grata lectura por la elegancia y sencillez del texto, la claridad y la profundidad de las ideas y el conocimiento de la obra comisariada. Con comisarios así, da gusto ir a las exposiciones. En este caso se trata de dieciséis piezas de Roig de distinto tipo, grabados, esculturas, un collage y un vídeo, distribuidas por diversas salas, el sótano del museo y el parque Florido. Abundan, claro, esas peculiares esculturas de resina de poliéster que se encuentra uno por las escaleras o a la vuelta de una sala. Muchas de ellas en angustiosa relación con fuentes de luz cegadora, fluorescente que, reflejada en el bruñido poliéster, trasmiten impresión de desgarro y obsesión. Algunos de los cuerpos se hacen difíciles de encontrar porque se concibieron precisamente para eso, para ser escondidos, como el intento de ocultación del cadáver que es preciso buscar en el jardín.
El vídeo es un sinfín pues pasa sin interrupción. Muestra al artista portando sobre sus hombros un artilugio fluorescente que va iluminando las piezas del museo a oscuras, según pasea la figura. El hombre lleva los ojos tapados con cinta aislante negra. Es una curiosa experiencia: ver el museo conocido bajo la guía de un artista ciego.
Los rostros de las esculturas de Roig siempre me han recordado los del extraño escultor alemán del XVIII, Franz Xaver Messerschmidt, al que pertenece esa cabeza de la imagen a la derecha, llamada el picudo, un alabastro hacia 1770. Y con razón. El propio Roig lo muestra en la última pieza de la exhibición en la que entre cientos de imágenes de lo más variado, desde fotos de paisajes al rostro de de Guindos, pasando por algún montaje del Papa, aparecen dos bustos de Messerschmidt. El entretenimiento consiste en buscarlos. Es como si el espíritu del germanoaustriaco hubiera reencarnado, en parte, en Roig y se hubiera propuesto terminar la ambiciosa serie de tipos humanos que su desgraciada vida no le permitió hacer.
Interesantísima exposición. Pienso volver a verla.