Hace unos días, Sánchez Ferlosio publicaba un magnífico artículo en El País en contra de las corridas de toros, titulado Patrimonio de la Humanidad, tanto más grato para Palinuro cuanto que este creía, equivocadamente por lo que se ve, que el autor de El Jarama era partidario de este espectáculo absurdo y cruel.
Hoy es el gran Vargas Llosa quien responde con otro en el mismo medio, titulado La "barbarie" taurina en el, además de sobrar las comillas del término barbarie, se critica el de Ferlosio del que se dice que es una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra este espectáculo. Está en su derecho de errar en esto como en lo que quiera. No me parece que haya destemplanza ni ferocidad en el muy certero artículo de Ferlosio. En cambio sostengo que la pieza del propio Vargas Llosa es uno de los escritos más sofistas, falsos, convencionales y vulgares que he leido sobre la materia.
Sobre los argumentos de fondo está todo dicho y el artículo del Nóbel peruano no aporta nada aunque se empeñe en repetir por enésima vez la manoseada falacia de que, si las corridas desaparecieran, se extinguirían los toros bravos que él dice amar profundamente confundiendo, como muchos aficionados a las corridas, el animal con su muerte, pues no ama el animal sino el placer que encuentra en la tortura y agonía de un ser vivo lo cual solo muestra un espíritu sádico o con la sensibilidad de un guijarro.
Lo interesante del artículo de Vargas Llosa, por lo natural y espontáneo, ya que es respuesta improvisada al de Ferlosio, es el empleo de la retórica embaucadora con que los partidarios de este espectáculo tratan de dignificarlo. Buena parte de la pieza está redactada con ese estilo propio de los aficionados a cualquier tipo de actividad, relatando menudencias técnicas que insinúan esquivamente una especie de estadio superior del conocimiento que excluiría a los no entendidos, pasando de matute de lo técnico a lo moral, y daría una mayor autoridad a quienes carecen de ella en el lenguaje ordinario, como si quisiera aplicar la teoría del cierre categorial de Bueno a la actividad de asesinar reses en público.
No pareciéndole suficiente al escritor este recurso porque, al fin y al cabo, él es eso, un escritor de verdad y no un charlatán del toreo, añade un recurso a la poética de la muerte, vulgarizando al nivel del blablabla la cuestión metafísica esencial del hombre, su ser heideggeriano para la muerte, confundida con la sed de sangre que tiene siempre la parte más baja del ser humano y que llega a la más alta cuando se expresa en muchedumbres.
No falta el sofisma de pedigrí liberal, empleado de forma tan torticera que más parece desprecio a la capacidad analítica de los lectores. Entiende Vargas que no sea admisible obligar a nadie a contemplar un espectáculo que abomina, con lo que pretende señalar que los aficionados a las corridas no obligan a nadie a verlas. Con ese mismo derecho, falsea Vargas el argumento, no se puede prohibir a los aficionados el espectáculo. Aparte de que sí se podría si la sociedad decidiera reconocer -como han hecho muchas- determinados derechos a los animales, está el dato que un liberal de verdad no puede ignorar de que las corridas solo son posibles porque están artificialmente sostenidas y subvencionadas con dineros públicos, incluidos los procedentes de los impuestos que pago yo que considero las corridas de toros un ejemplo acabado de crueldad y barbarie pero estoy obligado a sufragar porque, si no, claro, los Vargas y sus compañeros de tendido, tendrían que pagar el precio íntegro del espectáculo del que gozan que dejaría de producirse en dos o o tres temporadas. A no ser que, por el hecho de que Vargas sostenga la continuidad entre los cultos cretenses y la corridas de hoy queda justificado un intervecionismo estatal que el novelista repudia en todo lo demás.
Los aficionados a las corridas, estilo Vargas, jamás hablan de "corridas" sino que, hábiles prestidigitadores de las palabras, las llaman "fiesta" y ya, embarcados en esa pendiente de la manipulación y, la pura mentira sostienen que los aficionados amamos profundamente a los toros bravos. Es curioso, ninguno de esos líricos amantes de la bravura taurina ha pisado jamás una dehesa para contemplar esos hermosos animales en libertad. Solo se mueven para ir en manada a ver cómo los torturan y asesinan en un medio artificial preparado para la muerte y completamente ajeno al natural y vital del toro. Es decir, a sumergirse en una catarsis colectiva previo pago de unos euros por el espectáculo en el que se los tortura y asesina para regodeo de la chusma, de la que estos escritores son los lamentables adelantados.
(La imagen es una foto de Christian González Verón, bajolicencia Creative Commons).