Andrés de Blas es uno de los más importantes estudiosos españoles de la cuestión nacional. Si digo que es el más importante se notará de inmediato que, además de estudioso del nacionalismo, Andrés es amigo mío y, aunque soy más amigo de la verdad que de Platón, por no parecer lo contrario, dejaré estar el que De Blas sea uno de los más importantes estudiosos españoles de esta interesante y sempiterna cuestión.
El propio autor, en una especie de prólogo a este libro (Escritos sobre nacionalismo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008, 216 págs) avisa de que se trata de una recopilación de trabajos publicados a lo largo de los años y que, en cierto modo, constituyen una especie de antología de una trayectoria, de una vida dedicada al estudio del nacionalismo. Y nos ahorra la habitual advertencia en estos centones de que hay un "hilo conductor" en todos los trabajos porque es obvio que lo hay en la vida del propio autor, el estudio del nacionalismo en todas sus facetas, como ideología, como movimiento, hecho histórico, mito, reflejo literario y en muy variados soportes, desde monografías hasta artículos de prensa, pasando por artículos en revistas especializadas y capítulos de libros.
El libro en comentario aparece dividido en dos partes: la primera y más amplia, artículos y capítulos de libros sobre el nacionalismo y la cuestión nacional (en España y en general) y sobre autores específicos en relación al nacionalismo (Azaña, Pío Baroja y Senador Gómez) y una segunda parte con artículos publicados en El País entre 1990 y 2007 sobre el tema nacional.
En síntesis, la posición de De Blas es que la distinción que estableció Meinecke entre "nación política" (la que lleva detrás un Estado) y "nación cultural" (la que no lo lleva) es de plena aplicación hoy día en todos los casos en que se manifiesta el nacionalismo y singularmente en España. Entiende el autor que esta división (en la que también ve un eco de la celebérrima distinción de F. Tönnies entre "sociedad" y "comunidad") no sólo es, sino que está bien que sea así. Dicho de otro modo: no tiene sentido que las "naciones culturales" pretendan ser "naciones políticas". El Estado es el que es, abarca a las naciones que abarca y algunas de éstas que pretendan la secesión carecen de argumentos siempre que el Estado del que quieran separarse sea democrático y cumpla con el requisito del respeto a los derechos de las minorías nacionales. O sea, el derecho de autodeterminación como derecho de secesión no tiene cabida aquí.
Aplicado esto a la realidad española quiere decir que los nacionalismos periféricos, catalán, vasco y gallego, deben conformarse con su condición de "naciones culturales", en cuyo caso todo funcionará a la perfección por cuanto habrá doble jurisdicción y asimismo "doble lealtad" nacional. Incluso triple si se recuerda que los procesos contemporáneos (al menos en Europa) implican descentralización hacia abajo y transferencia de poderes del Estado "hacia arriba" en proyectos de integración regional como la Unión Europea. O sea que un ciudadano vasco puede ser y sentirse al tiempo vasco, español y europeo.
Esta es mi discrepancia con el autor, una discrepancia que no afecta a los aspectos específicos o concretos de sus valiosas investigaciones sino al modo de plantearlas, el punto de partida, por decirlo así, lo que dan por supuesto y que, a mi entender, se basa en una petición de principio: que las "naciones culturales" deben aceptar esa especie de distribución de funciones que las deja en una situación de subalternidad política. Si no es así, si las "naciones culturales" se obstinan en ser "naciones políticas" (a través de las peticiones de autodeterminación de sus partidos nacionalistas, por ejemplo), el asunto cambia, el Estado recobra su fuerza y recuerda que no reconoce a nadie el derecho a separarse de él. Y punto. La idea de De Blas, como yo la entiendo, es que este cerrojazo es correcto en tanto se trate de Estados democráticos que han sido muy funcionales para el desarrollo de colectividades liberales avanzadas, esto es, de naciones: "Los Estados nacionales son los artefactos que han organizado la vida política europea a lo largo de los últimos siglos y los impulsores básicos de una predominante idea de nación política, especialmente desde los inicios del siglo XIX" (pp. 53/54).
La condición que hace que el Estado como tal sea respetable y su negativa a reconocer secesión alguna por los motivos que sea aceptable es su historicidad, según reitera De Blas en varios de sus trabajos. Esto es, el Estado es un precipitado histórico y, si esto quiere decir algo, es por eso mismo contingente. El Estado no es una "necesidad" en ninguno de los sentidos imaginables del término necesidad, sino una realidad contingente. Debo reconocer que este extremo no escapa a la perspicacia de De Blas, pero la remite a un largo plazo parecido a unas calendas graecas (y siempre como "superación") que, en consecuencia, no puede ni debe condicionar nuestras posiciones en su defensa en este momento: "Todo tipo de nación es un artefacto, construido mejor que inventado, en el curso de la historia moderna y contemporánea de Europa. Tener conciencia de esta historicidad equivale a estar prevenidos de su posible superación en un horizonte a largo plazo." (p. 88). A mi entender cualquier realidad contingente, histórica, no puede reclamar más respeto a su integridad y permanencia que el que los estudiosos y analistas quieran darle que a veces es ninguna y a veces mucha, como ya señalaba quejándose Julien Benda en su sorprendente La trahison des clercs.
Este es un punto muy complicado de las ciencias sociales y de la actitud de los científicos en este campo. ¿Debe ser su norte entender que es recomendable la preservación de la realidad tal cual es siempre que cumpla ciertos requisitos? ¿O bien debe ser el admitir que la realidad puede cambiar en función de factores internos a ella misma y que la cuestionan, nos guste o no? Obviamente, si la actitud es de respeto a la realidad como es, la realidad no cambiaría nunca y no habría mucho de qué hablar; si, por el contrario, la actitud es admitir la posibilidad de cambio endógeno, se abre la posibilidad de trastornos, revoluciones, guerras y otros fenómenos no deseables. La cuestión reside en escoger uno de los dos campos respetando, entiendo, la elección que no coincida con la nuestra. Habrá quien diga que hay un derecho de autodeterminación de los pueblos y quien, como en el caso de Quebec, llegue a implementarlo con unos u otros resultados. Lo que no parece muy operativo es negar el ejercicio de un derecho cuya reclamación y eventual ejercicio es una cuestión política y tan contingente como la forma Estado en la que quiera ejercerse.
En la transferencia de estos criterios y conclusiones al caso español, De Blas se concentra en la defensa de una nación española de corte liberal que ha sido tradicionalmente preterida y cuya fuerza, obviamente, se ha visto debilitada frente al poderoso resurgir de los nacionalismos periféricos que, aprovechando el desmejoramiento de la nación española, pretenden deconstruir España en una especie de arriesgada aventura confederal. Al margen de que esté uno más o menos de acuerdo con este punto de vista (y sin olvidar la petición de principio de la "historicidad" del Estado), es muy de apreciar el gran trabajo que ha realizado De Blas a lo largo de los años para identificar las razones por las que esa nación española liberal, además de tener una existencia problemática en la historia, ha visto socavada su legitimidad por los sectores intelectuales. Considero un hallazgo su síntesis de los tres frentes de ataque a la nación liberal española como a) los reaccionarios, ultraconservadores que no querían ver la necesidad de substituir la lealtad al trono y al altar por la del Estado y la nación liberal; b) los anarquistas, que jamás se interesaron por nación alguna, liberal o no liberal; c) los marxistas, que tendieron a identificar la nación liberal con la ultrarreaccionaria y a subrayar las "especificidades" españolas (como la falta de revolución burguesa) para justificar la inexistencia de tal nación. Entiendo que, en efecto, la izquierda no ha hecho mucho por legitimar la nación liberal española que pudiera contraponerse a la labor fraccionalista de los nacionalismos periféricos. Poco a poco eso se ha ido corrigiendo y hace ya años que la izquierda, singularmente la socialista, ha pasado de defender el derecho de autodeterminación a no cuestionar la existencia de una nación española con raíces históricas y proyección futura.
Pero el hecho es que, como también señala agudamente De Blas, la mayor amplitud de derechos de autogobierno en las Comunidades Autónomas españolas no ha mermado en nada la solicitud soberanista/independentista de los nacionalismos periféricos sino todo lo contrario y nos encontramos así con que el factor de inestabilidad sigue tan presente como nunca y sin que la petición de principio de "nación política" versus "nación cultural" parezca ser capaz de resolver la cuestión.
Los tres ensayos sobre el nacionalismo en Azaña, Pío Baroja y Senador Gómez son tres buenas muestras tanto de la curiosidad intelectual de De Blas como de su ajustado sentido de la interdiscipinariedad. El dedicado a Senador Gómez tiene algún momento especialmente hilarante en la visión crítica que del arbitrismo tiene De Blas. Le sale aquí una vena jocosa y zumbona que aparece muy de tarde en tarde en su obra. Pero aparece. Véase el artículo de El País de 28 de agosto de 2003 titulado El discurso ya visto de Pasqual Maragall: "La vieja Castilla poblada de semitas y bereberes, sus calles pululantes de militares y funcionarios, de unas clases ociosas en contraste con el ambiente burgués y trabajador de las calles catalanas, queda reducida al enloquecido Madrid y a su arrabal Marbella" .
Por último, los artículos de prensa (veinte en total) son como una síntesis de los puntos de vista del autor aplicados, siempre con rigor y buen estilo académico, a cuestiones candentes a lo largo de casi veinte años. En alguno de ellos encontramos una especie de fórmula condensada del programa intelectual y vital de De Blas que explica mucho de lo que se decía más arriba respecto a cuál haya de ser la actitud del científico social, el politólogo, el historiador, esto es, comprender las realidades conflictivas y complejas refugiado en la neutralidad axiológica weberiana (que alguien podrá acusar siempre de ser una quimera o, más modestamente, un "tipo ideal") o tomar partido por una de las posiciones en conflicto por las razones que sean. Véase la posición nítida de De Blas: "Contra una injustificada confianza en la capacidad reparadora del paso del tiempo y las imaginadas virtudes de la inhibición sistemática ante lo problemático, parece llegada la hora de una ponderada pero firme y explícita defensa de la nación y el Estado españoles frente a ofensivas ideológicas que en el silencio y la pasividad solamente encuentran estímulo para su radicalización" (p. 159). En conjunto, el estilo de De Blas es connotativo. Los calificativos más frecuente (los de las "idea fuerza") son "razonable", "prudente" o "moderado", lo que permite dividir el mundo argumentativo entre la parte que los merece (y por lo tanto es deseable, pues coincide con el reconocimiento de la realidad de hecho de los estados existentes, empezando por el español) y la que no los merece sino los contrarios, "no razonable", "imprudente" o "radical". Me permito observar que en la cita anterior De Blas opta por la defensa de la nación española porque lo otro conduce a la radicalización; no porque haya de ser necesariamente falso, lo que constituye una muestra clara de un procedimiento científico que, defendiendo sus conclusiones, no es intransigente con quienes no coincidan con ellas.
Enhorabuena, Andrés.