Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Historia.. Mostrar tots els missatges
Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Historia.. Mostrar tots els missatges

divendres, 21 de novembre del 2014

De las cosas antiguas.


Henry Sumner Maine (2014) El derecho antiguo. Su conexión con la historia temprana de la sociedad y su relación con las ideas modernas. Traducción, estudio introductorio y notas de Ramón Cotarelo. Valencia: Tirant lo Blanch. (319 págs.)
----------------------------------------------------------------------------

Ya está en la calle el tercer trabajo de los cuatro que motivaron el cese transitorio de Palinuro en marzo de este año. Es una traducción de un clásico del pensamiento jurídico que, cosa rara, es aceptado también como clásico del pensamiento político, del sociológico y hasta del antropológico, al extremo de que el saber convencional convierte al autor en uno de los patricios de la sociología y el fundador de la antropología jurídica. Publicado por primera vez en 1861 en mitad de la era victoriana en Inglaterra, tuvo numerosísimas ediciones y fue muy popular hasta comienzos del siglo XX. Maine llegó a ser tan famoso que, en su sus exequias, Fustel de Coulanges lo llamó "el Montesquieu del siglo XIX". Luego pasó por una época de relativa oscuridad en la parte central de la centuria cuando el reinado incuestionable del funcionalismo en las ciencias sociales no encontraba un lugar adecuado para este impertinente ensayo pero volvió a la vida en el último tercio del siglo, al empezar a abrirse camino perspectivas distintas a aquel paradigma dominante.

El siglo XIX en Inglaterra, la era victoriana, fue fundamentalmente evolucionista. Todo estaba dominado por el pensamiento de Darwin hasta el punto de que, efectivamente, podía escribirse un libro evolucionista como este, dando cuenta de los cambios sociales progresivos sin mencionar una sola vez el evolucionismo. La idea básica de Maine, formulada en términos dicotómicos, la que le ha dado celebridad mundial y que todo el mundo cita muchas veces sin saber a veces a quién se debe es que el paso de la sociedad primitiva, para él patriarcal, se convierte en sociedad moderna en la media en que el status deja de ser dominante en las relaciones sociales y pasa a serlo el contrato. Abreviadamente,  como se encuentra en todas las historias de la sociología, "del status al contrato". La metáfora capta bastante bien el proceso por el que el elemento decisivo en las sociedades deja de ser la posición, la pertenencia al grupo, los vínculos objetivos y comunitarios para pasar a ser el contrato, la libre decisión del individuo, los derechos y obligaciones en que las gentes incurren por su acción social.

Los mayores antropólogos de su época, Lewis Morgan especialmente, quien profesaba una gran admiración por él y McLennan, que lo odiaba, refirieron sus principales doctrinas a la obra de Maine. El punto de choque era que, mientras este último sostenía una concepción patrilineal de la sucesión en las sociedades primitivas, los otros defendían la idea matrilineal, que se ha impuesto más. Pero si del cómputo de sucesión (matrilineal/patrilineal) pasamos al ejercicio del poder, esto es, a postular sociedades basadas en el matriarcado, como hacía Bachofen, o en el patriarcado, como hacía Maine siguiendo la línea de pensamiento más antiguo, es obvio que la tesis del patriarcado se impone sobre la del matriarcado.

En el libro de Maine se encuentran dos polémicas doctrinales de su tiempo, aunque tratadas con distinta atención. De un lado, la concepción del derecho natural y del otro, el enfrentamiento con la jurisprudencia analítica, cuyo principal representante era Austin. Respecto al primero, que le ocupa un par de capítulos, no duda en atribuir el potencial evolutivo, de cambio y transformación del derecho primitivo romano, el de las XII tablas, al reconocimiento y aplicación del ius gentium a través del derecho pretorio. Pero se trata de una concepción filosófica fundamental que fundamentaría la aparición de la equidad frente al derecho positivo y no de una doctrina política, la matriz de la, para Maine, abominable concepción del contrato social como se desarrolló posteriormente a partir de la Ilustración y que tiene en Rousseau su más típico representante, al que nuestro autor odia al extremo de considerarlo el jefe de una secta.
En parte esta crítica lo acercaba a las posiciones de Bentham y su crítica a las falacias iusnaturalistas, pero lo distanciaba de forma decisiva la deriva análitica de Austin, el seguidor de aquél, con quien Maine no podía coincidir en modo alguno porque dicha concepción analítica, al hipostasiar el objeto de estudio y extraerlo del devenir histórico con el fin de formular una jurisprudencia científica, negaba la importancia cognitiva del factor histórico, al que Maine confiaba las potencialidades explicativas de la ciencia. Por eso se declaraba seguidor de la luminosa obra de fundador del historicismo, Savigny, aunque, en realidad, de esta escuela el teórico que más parece haber frecuentado es Ihering.

El derecho antiguo es la primera obra de Maine, publicada a sus 39 años. No es una obra de juventud, pero tampoco lo que habitualmente se considera el trabajo que culmina un vida de estudio. Sin embargo, aunque escribió otros cuatro o cinco volúmenes en su vida, ninguno consiguió superar el prestigio que le dio El derecho antiguo, ni siquiera uno que tuvo muy buena acogida, un tratado político de crítica a la democracia llamado Popular Government y a raíz del cual quedó firmemente asentada la fama de pensador conservador de Maine sin que se haya reparado, como en justicia se debiera, de que se trata de un conservadurismo mucho más progresista que el radicalismo de concepciones posteriores.

Luego de escribir El derecho antiguo, Maine aceptó un puesto en alta burocracia imperial británica en la India, en donde llegó a ocupar puestos decisivos como asesor juridico del gobierno colonial y  hasta rector de la Universidad de Calcuta, cuando todavía sonaban los ecos de la rebelión de los cipayos, en 1857, que acabó transfiriendo lo que quedaba de la estructura iusprivatista del imperio indio al ámbito público y justificó la labor de codificación del país que, comenzada por su antecesor, Thomas Macaulay, trató él de llevar adelante. Su presencia e investigaciones en la India lo han convertido en objetivo crítico preferido de las concepciones antiimperialistas, al sostener que su labor fue sentar las bases para legitimar el Raj  británico. Algo de eso tiene que haber, inevitablemente, pero Maine estaba empeñado en otro objetivo: en comparar las estructuras jurídicas elementales de la comunidad india con las del primitivo derecho romano, así como el derecho brehon irlandés y las formas germánicas a través del método comparativo en el que creía para buscar los elementos similares que permitieran explicar la evolución de las formas jurídicas, en concreto, el patriarcado y la propiedad común, previa a su disgregación en propiedad privada.

Algunos de los textos de esta obra espléndidamente escrita sobre las ficciones legales, la sucesión testamentaria en las sociedades primitivas, el derecho penal y la religión, las primeras formas contractuales o la naturaleza del feudalismo en Europa se cuentan entre las páginas literariamente más bellas que yo haya leído.

Y conste que no estoy tratando de vender el libro, que se vende solo, sino de explicar las razones por las que me resulta tan fascinante y por las que lo he traducido. Que falta hacía, teniendo en cuenta que en España solo se tradujo una vez a fines del siglo XIX y se hizo a partir de una versión francesa.

dilluns, 13 d’octubre del 2014

Una de las dos Españas.

Miguel Candelas Candelas (2014) Cómo gritar viva España desde la izquierda. Estrategia para el combate político. Madrid: Bubok. 217 págs.
________________________________________________

El tema de la temporada es la llamada "cuestion catalana" que, en realidad, es la "cuestión española". El debate inunda las redes, abunda en la prensa, se ha adueñado de las librerías. En los próximos días reseñaré algo de la producción al respecto. Y como la cuestión catalana es la cuestión española, empezaré con este trabajo dedicado a la sempiterna cuestión del ser de España.

Cómo gritar... es obra de una joven promesa que inicia ahora su carrera académica con tanto mérito como compromiso politico. La prueba es que el libro es una autoedición. Adelanto que Palinuro siente gran afinidad con su planteamiento general y el radicalismo de su perspectiva. Su objetivo, explícito en el título, es argumentar en favor de un nacionalismo español de izquierdas. Como nacionalista español de izquierdas, este crítico se siente interpelado y expone sus coincidencias y discrepancias con el autor.

Ante todo, un pequeño mapa del terreno. Hay un nacionalismo español de derechas, hegemónico, cuya forma más acabada es el nacionalcatolicismo, hoy tan vivo como ayer, en tiempos de Franco; tan vivo como anteayer, en los de Menéndez Pelayo; tan vivo como trasanteayer, en los del Empecinado. Coincido con Candelas en que este nacionalismo que, en el fondo, es antinacional, es la rémora principal para el avance y progreso de España. Incluso se queda corto. Es el principal responsable, no un mero freno al desarrollo, de la decadencia de España, de su agónico estado, de su posible ruptura. Luego, hay un nacionalismo español de izquierdas y en su tratamiento discrepo del autor. Para él, este nacionalismo existe, ha sido derrotado varias veces, pero tiene consistencia aunque, últimamente, se ha dejado imponer los símbolos de la nación de la derecha, el himno, la bandera, el nombre de España y la idea de Patria. De lo que se trata es de devolver a la izquierda el orgullo de sus símbolos, tan nacionales como los de la derecha, el himno de Riego, la bandera tricolor, otra idea de España y de Patria, una idea no oligárquica, clasista y autoritaria sino popular, democrática y liberal. Un poco al modo de Gramsci, de lo que este llamaba lo nacional-popular.

Mi punto de discrepancia es que ese supuesto nacionalismo de izquierdas, o liberal o progresista, que muchos autores de estas orientaciones también dan por descontado, aunque algunos reconozcan que no ha conseguido casi nunca ser hegemónico, en el fondo, no es distinto del de derechas, el nacionalcatólico y, llegado el caso, hace causa común con él. El PSOE actual es monárquico, su bandera es la rojigualda y hasta la fecha ha aceptado sin rechistar el punto esencial del nacionalcatolicismo, el que verdaderamente interesa a la Iglesia, esto es, su financiación directa e indirecta con cargo al erario público. Es verdad que estos tres asuntos no están exentos de controversia en el socialismo, que en sus manifestaciones suelen verse banderas republicanas y muchos piden la separación de la Iglesia y el Estado. Pero hay un aspecto decisivo en el que el socialismo y otras fuerzas de la izquierda española se fusionan literalmente con el nacionalismo nacionalcatólico, sin fisuras, y es la cuestión de las naciones no españolas en España y su derecho de autodeterminación. Ahí se hace realidad el famoso dictum de que lo más parecido a un nacionalista español de derechas es un nacionalista español de izquierdas. El derecho de autodeterminación es la prueba del nueve del izquierdismo de un nacionalista.

Así, según Candelas, el nacionalismo español de derechas es hegemónico y "nos ha robado la Patria" (p. 43). Y todo el libro, por cierto, muy bien escrito, en un estilo directo, fresco y culto al tiempo, es un intento de argumentar su recuperación, la recuperación de la Patria española de izquierdas. Frente a esto, detecto tres posibles posiciones: a) quienes dicen que la cuestión es irrelevante porque la izquierda es internaconalista y huye de las patrias; b) quienes dicen que es cuestión de ponernos de acuerdo, de encontrar un terreno común de diálogo y construcción nacional; c) quienes creen que hay materia para articular un nacionalismo español de izquierdas, genuino, progresista, demócrata, etc. El primero me parece una bobada hipócrita, el segundo una muestra de apocamiento. Solo el tercero me interesa. Pero volverá a aparecer la discrepancia. El nacionalismo español es, sobre todo, nacionalcatolicismo y, si la izquierda quiere hacer algo con él, tiene que ajustar cuentas de verdad con el catolicismo y su estúpida pretensión de identificarse con la nación española que es el fondo real del nacionalcatolicismo. Mientras no lo haga, no conseguirá nada. Y mi idea es que no solamente no se ha conseguido tal cosa nunca en la historia de España, salvo los paréntesis de las dos repúblicas, sino que, a día de hoy, la izquierda es solo algo menos nacionalcatólica que la derecha. Gentes como Bono, Jesús Vázquez, Teresa Fernández de la Vega son tan nacionalcatólicos como Escribá de Balaguer. ¡Si hasta el candidato  de izquierdas a secretario general del PSOE en las pasadas primarias, Pérez Tapias, es católico! Cómo pueda hoy un filósofo ser católico me supera, pero allá se las componga. Pero decir que se es de izquierdas y católico en España, simplemente es absurdo. Incluyo todos esos rollos de los "verdaderos" católicos, los del pueblo, el alma evangélica y otras fábulas que son como las de la "verdadera" izquierda, la transformadora y radical.

Además de bien escrito, el libro de Candelas es solvente y está documentado. Analiza el fenómeno nacional, distingue tres ideas de nación, la étnica, la cívica y la que llama nación-plebe, que debe ser la de la izquierda (p. 66) y pasa luego a estudiar cómo armar un relato histórico que nos devuelva nuestra querida Patria española no contaminada con la sangre y la bestialidad del nacionalcatolicismo. Es la parte más endeble del libro porque en 85 páginas pretende elaborar un relato nacional español en clave progresista, liberal, izquierdista. Lo hace apelando a la misma mitología que el nacionalismo español más retrógrado. Obviamente no porque coincida con él, sino con la intención de substituirlo en su línea argumental. Eso es un error. No es verdad que haya nación española desde los tiempos del Imperio romano, ni con los godos de Recaredo, ni con la llamada "Reconquista". El resto de la fábula sigue este tenor y hasta singulariza los nombres de supuestos héroes en la lucha por la libertad en la idea de que los de izquierdas simpatizaremos con ellos como los de derechas con Guzmán el Bueno o Moscardó. Otro error. En la izquierda miramos la historia de otra forma. La intención es buena, no obstante, y un repasito aleccionador y edificante de la del país no hace mal a nadie. Pero tampoco sirve de mucho. La historia de España no existe. Existe la historia de las dos Españas: la dominante y la dominada. La de la izquierda es la dominada y, a fuerza de derrotas, ha acabado creyendo que su posibilidad de supervivencia consiste en sumarse a la dominadora a cambio de uno afeites y maquillajes. Lo que se hizo en la Transición. Lo que se está haciendo ahora mismo. Sánchez es un nacionalista español que rivaliza con Rajoy en su amor a una España unida de grado o por fuerza. Lo demás son aditamentos. Una persona de izquierdas, sin embargo, en mi modesta opinión, no puede aceptar una nación que obliga a otras a formar parte de ella a la fuerza. Si no lucha por la libertad de esas otras naciones y su derecho a decidir aun en contra de los intereses de la propia nación, no es de izquierdas. Y ese es el problema en España. No hay una cuestión catalana, no; hay una cuestión española.

La última parte del libro es un prontuario de recomendaciones que suscribo en su mayoría, aunque no estén muy bien organizadas en criterio clasificatorio. Frente al nacionalcatolicismo reaccionario, monárquico, vendepatrias y autoritario, Candelas propone varias ofensivas: 1ª) republicana; 2ª) federalista; 3ª) laica; 4ª) soberana; 5ª) anticolonial -Gibraltar-; 6ª) bandera tricolor. La 6ª y la 1ª son la misma y la 5ª y la 4ª, también. Al grano: el sector mayoritario de la izquierda, el PSOE, se ha hecho dinástico. El federalismo de Candelas es más audaz que el del PSOE (que lo esgrime sin convicción) pero, aunque él lo argumenta con más audacia, llegando a reconocer el derecho de autodeterminación, cosa que lo sitúa en la misma exigua minoría en que se encuentra Palinuro, lo matiza con un llamamiento al "término medio" (doctrina por la que Palinuro no siente simpatía alguna) entre el "centralismo social liberal de Bono" y una extrema izquierda postmodernista "que niega la idea de España" (p. 177). Y este es el centro, el meollo mismo de mi discrepancia con este excelente libro: no hay más idea de España que la nacionalcatólica, compartida en el fondo por derechas e izquierdas españolas. Negarla es lo único sensato que cabe hacer. ¿Creemos que puede haber otra idea -y realidad- de España? Demostrémoslo: reconozcamos el derecho ajeno a separarse de ella. A partir de aquí podremos empezar a forjar otra idea y realidad de España que está por hacer y, como está por hacer, no existe aún y no será fácil conseguirla. La prueba es que hasta en una obra tan interesante como esta se postula una idea de España como realmente existente aunque subyugada por la hegemónica y que lucha por emerger. Falso. Esa idea de España de izquierdas está por hacer. No cabe recuperarla porque nunca ha sido, excepto en los breves años de la II República.


divendres, 21 de febrer del 2014

La huella del pasado.

Me llamó mi amigo y colega Gustavo Zaragoza, de la Universidad de Valencia, a ver si quería participar en un teaser que está rodando otro amigo suyo, Borja Soler. La idea es producir un documental sobre España por el que, al parecer, ya se han interesado varias televisiones europeas. Le dije que sí, claro. El documental lleva por título España ida y vuelta, lo que hace innecesaria toda ulterior aclaración.

Me llamó luego Borja y me citó para ayer en un conservatorio María de Ávila, sito en la calle Clara de Campoamor, bocacalle a su vez de General Ricardos, pasado el convento de las clarisas y poco antes de Vista Alegre. Llegué allí a la hora convenida de una desapacible mañana de invierno madrileño y me encontré unas curiosas instalaciones, en un extenso terreno ajardinado aunque no muy bien cuidado, con diversas edificaciones de los años cuarenta, unas restauradas con esmero (las que se destinan a conservatorio de música "Moreno Torroba" y una escuela superior de danza) y otras abandonadas, alguna en lamentable estado, como la capilla en la que Borja había decidido rodar mi intervención. Un vistazo a las instalaciones, su disposición, los estilos arquitectónicos, diversos motivos ornamentales (algún templete y una réplica descabezada de una estatua clásica ya en la entrada) decían a las claras que aquellas instalaciones se habían concebido oiginalmente para otros fines.

Tuve mucha suerte. Borja me presentó al administrador del centro (una dependencia municipal), José María Sánchez Molledo, doctor en historia, especie de cronista de Carabanchel que tiene publicados varios libros sobre este peculiarísimo y antiguo pueblo de Madrid, dividido en dos, el alto y el bajo, residencia veraniega de reyes y nobles y domicilio incluso de la que fuera más tarde Emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo. Naturalmente, Sánchez Molledo se sabía a la perfección la historia del conservatorio, de la que habla en un libro de fotos que me regaló con dedicatoria, Carabanchel. Así era y así es. Fascinante, por cierto. Respira orgullo y patriotismo del lugar. Algo parecido al espíritu de Vallecas, pero en otro estilo.

El caso es que, en efecto, el tal conservatorio solo lo es desde los años ochenta. Antes, desde 1947, había sido un orfanato. El Orfanato Nacional de El Pardo. Ahora sí cobraba aquello un sentido distinto. Una obra en la tradición de las casas de misericordia. Las piezas encajaban, las edificaciones, los motivos ornamentales, la capilla. La razón del abandono es que las actuales apreturas económicas han obligado a suspender la restauración. Pero el plan subsiste y también se restaurará la capilla. Porque lo merece. El interior de la cúpula esta adornado con unos preciosos frescos muy deterioriorados pero en los que cabe distinguir todavía a los cuatro evangelistas. Son obra de un artista muy reconocido, cuyo nombre he olvidado quien, según me contó el administrador, había ido a visitarlos hace poco, ya en silla de ruedas.

Al salir, los patios, los campos, bullían de adolescentes de ambos sexos que terminaban sus clases. Una alegre multitud, inquieta, abigarrada, multicultural. Jugaban, se perseguían unos a otros, formaban corros. Pero yo tenía clavada en el ánimo la idea del orfanato. Y, en lugar de ver mozos con sudaderas multicolores, deportivas, mochilas historiadas, veía niños demacrados uniformados con batas o albornoces de áspero tejido y calzando alpargatas. Un orfanato en la postguerra. Busqué en Google y hay mucha información. El blog de la ilustración, de un antiguo residente, contiene gran cantidad de fotos de época que dan una idea de cómo era la vida en el lugar en los años sesenta y setenta. Es una información teñida de nostalgia y buenos recuerdos. A veces, conmovedora. No hay niños demacrados ni miseria. Y hay más. Una página de recuerdos cuyo subtítulo reza: un orfanato en donde los niños pasaban buenos ratos y que es una inmensa fuente de información e imágenes de una época, con valor historiográfico.

¿Y por qué de El Pardo, estando en Carabanchel? Porque el orfanato estaba originalmente en El Pardo. Al llegar la guerra, los niños fueron trasladados a Valencia y el orfanato fue lugar de acuartelamiento de las brigadas internacionales. Después de la contienda quedó todo muy dañado y, como Franco decidió fijar su residencia allí y alojó su guardia personal en las instalaciones, hubo que llevarse los niños a otra parte. Se hubiera hecho de todas formas, al menos con la mitad de los huérfanos, pues la República, régimen depravado, tenía juntos a huérfanos y huérfanas, en contra de los leyes divinas. Actualmente, las antiguas instalaciones son residencia de la Guardia real. Los niños fueron a parar a Carabanchel Bajo y a las niñas se las llevaron a Zaragoza. Es fácil imaginar que separarían hermanos de hermanas, cosa que sí debe de estar en las leyes divinas. Franco inauguró las instalaciones de Carabanchel con pompa y boato. No sé si a la de Zaragoza llegó a ir el alcalde.

Cuánto esconde ese conservatorio. Las piedras hablan; las paredes hablan; todo lo que los seres humanos hacen, habla de ellos. El pasado está en el presente. A veces de modo manifiesto.

La imagen es la portada del blog de Juande, titulado Orfanato Nacional de El Pardo (Nos diste mucho para olvidarte)

dissabte, 26 d’octubre del 2013

La gran nación.


Parece que el primero en emplear esta expresión en la era contemporánea, España es una gran nación, fue Jaime Mayor Oreja, como título de un libro con un contenido fácil de imaginar. La secundó luego Rajoy, cuya capacidad para el pensamiento original es como la de la chicharra, asegurándolo en diversos foros: España es una gran nación. Ayer la repetía como un papagayo -de real alcurnia, ciertamente- el príncipe Felipe en la entrega de los premios que llevan su nombre, el único discurso, según el periodista que cubría el acto en el que verdaderamente habla él. Pues si así es cuando habla por sí mismo, cómo será cuando hable por boca de ganso. España es una gran nación dice S.A.R. con las mismas palabras y el mismo sentido, seguramente, que Rajoy y Mayor Oreja grandes expertos en el tema. Se dirá que Palinuro tiene ganas de fastidiar pues esa manida expresión la han soltado decenas de personajes y personajillos en los últimos tiempos. Vale. Sin problema. La originalidad nunca podrá ser cosa de masas y si uno dice lo que dice el rebaño, por muy alto y a la cabeza de ese rebaño que esté, rebaño será.

Es igual. Mi bronca no es por pequeñeces. Es por la cosa misma. Suponiendo que consiguiéramos ponernos de acuerdo acerca de qué sea una nación, cosa que juzgo imposible pero que, por fortuna, no es imprescindible para nuestros fines, quedaría la pregunta concreta: ¿qué quiere decir ser una gran nación? ¿Qué quiere decir gran o grande? ¿Es cosa de número de nacionales? Habiendo naciones -muchas- de 50, 60, 80, 100, 300, 1.000, 1.500 millones de pertenecientes a ella, España será si acaso una mediana nación. Cierto, pero no se trata de números. ¿De qué, pues? De valores morales, intelectuales, intangibles, aunque pueden -y suelen- traducirse en realidades materiales, palpables. A eso, imagino, se refiere el Príncipe cuando dice que vale la pena luchar por ella, porque es grande espiritualmente. Así un nacionalista que juzgue grande su nación por este motivo, luchará por ella aunque esté compuesta por cuatro pelagatos.

¿Hay posibilidad de mostrar esa grandeza moral, espiritual, intelectual? Más o menos. Basta con analizar serenamente la contribución de España a las artes, las letras, el pensamiento o la ciencia en los últimos trescientos años; incluso a la llamada arte militar ya que el país no ha ganado una sola guerra internacional en serio desde los tercios de Flandes. No es preciso contar premios Nóbel, ni patentes, ni descubrimientos; basta con echar una ojeada al acervo espiritual europeo en los últimos trescientos años y discernir la aportación española.

¿Da para hablar de una gran nación como sin duda se habla de Alemania, Italia, Francia o Inglaterra? ¿A su nivel? Se me hace que no. Y lo peor es que el asunto viene de antiguo. Ya lo planteó en toda su crudeza Masson de Morvilliers en la Enciclopedia metódica en la segunda mitad del XVIII con un articulo afirmando que la contribución cultural de España al mundo en cientos de años era nula. La acusación tenía raíces. A lo largo de las principales obras de Montesquieu se especula con las causas de la decadencia de España, no con el método que empleó para hablar de la decadencia de los romanos, pero sí con su espíritu. Desde el siglo XVII España es sinónimo de decadencia y de decadencia espiritual, cultural. Cierto, a Masson contestó con airado verbo Forner y, tras él, una serie de autores y literatos en defensa de la aportación de España al acervo de la civilización que culminó en la figura señera de Marcelino Menéndez Pelayo.

Pero la cuestión, obstinada, subsiste. Hubo un tímido renacer del espíritu creativo en la IIª República y fue ahogado a sangre y fuego. Se acabó, hasta hoy en que, como siempre en España, se substituye la cosa por el nombre de la cosa. Y todos tan contentos; se substituye la gran nación por la gran nación... y a vivir. Sospecho, además, que estos defensores de la gran nación, en realidad quieren decir "gran Estado" y, seguramente, "poderoso Estado". Pero esto es un tema que nos apartaría. Quedémosnos con la "gran nación".

Una gran nación da trabajo y vida digna a sus hijos. Da amparo y refugio a los perseguidos y exiliados. Trata a todos, hijos y asimilados, por igual, con igual dignidad y respeto. No los considera mercancías y los alquila o vende en el extranjero como mano de obra barata. Garantiza la igualdad de oportunidades de todos y ampara a los más débiles. Hace justicia sin distinciones ni miramientos de caudales, posición, alcurnia o privilegios. Protege a los menores y les allana el camino, defiende a las clases trabajadoras, especialmente necesitadas por su subalternidad en la sociedad y garantiza a los mayores una vejez tranquila. No impone ninguna creencia, dogma o fe, sino que las protege, y garantiza la libertad de ejercicio y culto de todas.

Una gran nación no tiene decenas de miles de hijos asesinados por sus convicciones políticas sepultados en fosas comunes y se niega a hacerles justicia mientras otorga todo género de franquicias, honores y glorias a los otros caídos en el bando de los asesinos. No conserva el espíritu de vencedores y vencidos salido de la guerra civil y resucitado en estos días con ocasión de la sentencia del TEDH. No espera a que sean algunos elementos de la jerarquía quienes empiecen a reconocer públicamente la complicidad de la iglesia con los crímenes franquistas y a insinuar que piensan pedir perdón. Lo que nos faltaba es que apareciera un nacionalcatolicismo bueno.

España podría aspirar a ser, quizá, una gran nación, si condenara unánimemennte los crímenes de la dictadura e hiciera justicia a las víctimas. Y, a tenor de ello, si hiciera una ponderación justa y equilibrada (y no bombástica, chillona y patriotera) de las aportaciones del país al acervo común, reconociera humildemente sus tremendas carencias, identificara las causas y aceptara ser en realidad una nación menos que mediana a estos efectos.

Dados esos pasos, producida una reconciliación de los españoles que no se ha dado de verdad aún, será el momento de elaborar discursos que no se limiten a los lugares comunes y topicazos que suelta el Príncipe en cuanto abre la boca y se pone a hablar de España como proyecto sin que jamás haya explicado ni por asomo en qué consiste el tal proyecto porque no sabe ni de lo que habla.

Y, mientras esos milagros se producen, retornemos a la España real, la del Lazarillo, Frascuelo y el Dioni: en una gran nación, el tele-prompter con el que el Príncipe estaba soltando su discurso no deja de funcionar. ¿O es que aquí alguien no ha cobrado su correspondiente comisión?

dimecres, 16 d’octubre del 2013

¡Viva España con honra!


Así estamos. Con ese vídeo en el que se ve al diputado Alfred Bosch de ERC dar vivas a España, a Cataluña y a Francia. Al parecer algún diputado de la mayoría había exclamado "¡Viva España!" en mitad de los segundos (Bosch, sabedor de dónde estaba, solo pidió segundos) de silencio en memoria de Lluís Companys, asesinado por los franquistas después de la guerra. El diputado catalanista tuvo una reacción digna, afirmando que todas las naciones se entenderán en lo positivo. Muy bien, pero erró en la interpretación del grito. Un ¡viva España! en mitad del silencio en memoria de un fusilado por sus ideas no es un ¡viva España! normal. Equivale a un ¡bien fusilado está! o, para ponernos en los tiempos, ¡que se joda! o ¡se lo merecía! En realidad es un ¡viva Franco! que es lo que les pide el cuerpo a estos jabalíes, desde Rajoy, el mister sobresueldos, hasta el último diputado del gürteliano partido.

Ese es el problema, lo que envenena las relaciones entre Cataluña y España y, dicho sea de paso, de España consigo misma. El hecho de que los ganadores de la guerra, los señores de la victoria, la postguerra y la dictadura -por lo que jamás pidieron perdón, ni ellos ni los curas que los justificaron- y sus herederos al día de hoy quieran imponer como creencia y sentir de todos una idea pequeña, agresiva, excluyente de España que se identifica sin ningún tipo de reparo o arrepentimiento con el asesinato del adversario. ¿Cómo va a vivir España al amparo del asesinato? Ni España ni nadie. Nadie merece respeto que imponga sus creencias mediante el crimen.

Está bien pedir que viva España. Pero, como decían los revolucionarios de 1868, que viva con honra. Porque lo otro no es vivir. Para sobrevivir sin honra hay que recurrir a la violencia. Hay que machacar a los demás, ser injusto con ellos, asesinarlos, si llega el caso. Silenciarlos como sea. Pero al final hasta eso es imposible. España ha hecho cuanto ha podido por ignorar, por olvidar, por ocultar los crímenes del franquismo. Pero lo miles y miles de muertos enterrados por todas partes no dejan de agitarse y su eco social es cada vez mayor. La intervención argentina y la de la ONU ha internacionalizado la cuestión.

No hay otra salida razonable que derogar la Ley de Amnistía, que es ley de punto final, y constituir una comisión de la verdad con plenas garantías y medios, con mandato de esclarecer todas las responsabilidades políticas y penales de la dictadura. Como ha hecho todo el mundo. Y actuar en consecuencia. Solo así se conseguirá la reconciliación entre los españoles. La proclamada en la transición fue una estafa, como puede verse cuando la derecha se niega a hacer justicia a las víctimas del franquismo. 

Ahí empezaría la recuperación de la honra de España. La de ¡Viva España con honra!

Las fotos de la historia y la historia de las fotos.


La Fundación Mapfre, la de la exposición de los machiaioli trae también otra de fotos que quiere ser un recorrido en imágenes por la historia de España. Bueno, de fotos, de algunos cuadros y de un par de docenas de vestidos femeninos. Es un propósito algo desmesurado. Las fotos no son muchas ni todas ellas muy representativas. Pero, con estas limitaciones, siempre es interesante un recorrido por la historia patria a base de imágenes. Sobre todo porque la idea es sana: ver cómo evoluciona un país y cómo evoluciona el ojo mecánico que lo registra. Si bien esta relación casi se agota en el nacimiento. El primer daguerrotipo se tiró en Barcelona, claro, en 1839 y luego se documentan algunas otras imágenes obtenidas con técnicas primitivas. Pero, a partir de ahí, se abandona el empeño y ya no se habla de los subsiguientes avances de la fotografía, la madre de la octava arte, el cine. Ni el paso del blanco y negro a color merece una reflexión. Y eso del color tiene su aquel, con tanta crítica que le hicieron (y le hacen) los puristas. ¿Cabe imaginar la cubierta del LP de los Beatles, Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band en blanco y negro?

Lo dicho, hay fotos muy conocidas, como la de Franco y Millán Astray berreando canciones legionarias, el miliciano de Frank Cappa o la guardia de asalto en Barcelona, de Agustí Centelles. Igualmente alguna conmovedora imagen de las misiones pedagógicas. Aunque la exposición abarca unos 160 años, por razones obvias se concentra en el franquismo y la segunda restauración borbónica. Las épocas anteriores pasan rápidamente pero se descubren imágenes muy poco conocidas. Por ejemplo, algunas fotos de las guarniciones españolas en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas antes del desastre del 98. Procedente del Museo de Antropología hay una serie de estampas de nativos filipinos tomadas en la época muy interesantes de ver.

No menos lo es una serie de fichas de las autoridades argentinas de inmigración a principios de siglo. En ellas se ven rostros de nuestros compatriotas hace cien años, mujeres demacradas, niños, viejos, hombres desaliñados. Y, debajo, escrito a plumín o máquina primitiva, los nombres y las observaciones por las que habían sido devueltos: "sin papeles", "padece tuberculosis", "afectados de tracoma". Es bueno recordar de dónde venimos pues también nosotros fuimos sin papeles. La foto serializada tiene mucho impacto. Hay una colección de imágenes de bandoleros andaluces enriquecida con la presencia de algunas bandoleras, aspecto este de la igualdad de género (aunque se trate de una mínima parte) que no es habitual.

Los escasos cuadros tienen una función de apoyo, pero es decisiva. Hay un óleo de Gutiérrez Solana de un café cantante en 1910 que reproduce fielmente una foto sevillana de fines del XIX. Otro óleo de Sorolla, retrato de su mujer Clotilde, supongo, en una playa del norte, de cuando la corte veraneaba en aquellos lugares. El flamenco, los toros, las diversiones populares son como instantáneas que van fijando la espuma de los días.

Aparece mucho la guerra de Marruecos, la leva, los conflictos sociales relacionados con ella, la corte de Alfonso XIII, Primo de Rivera y el desastre del El Annual y la batalla del monte Arruit, con una de esas fotos en que se ven los cadáveres de los soldados españoles al sol, ennegrecidos, medio devorados por las bestias. Aunque quien quiera ver qué se hacía con esos cadáveres, puede echar una ojeada a este vídeo en You Tube y poner a prueba su estómago.

Si me dijeran que eligiera dos imágenes del franquismo para ilustrat esa pretendida división de la dictadura en una etapa "dura" y otra "blanda",  creo que seleccionaría una cartilla de racionamiento y un seat 600. Con la cartilla, el Estado regulaba lo que los españoles comían; sobre todo, cuánto. Con el 600 España se ponía a nivel europeo. Ni el Pegaso ni el Biscuter pudieron hacerle sombra. El uno por demasiado y el otro por demasiado poco. El 600 era justo el punto medio, el de la medianía, el de la clase media  que emergía al socaire del turismo, las remesas de los emigrantes y las inversiones extranjeras. Un triángulo hecho de playas soleadas, maletas de madera e inversiones extranjeras en polos de desarrollo que es un panorama al cual parecen apuntar los proyectos del gobierno actual: turismo, emigración e inversión extranjera. 

La transición tiene amplio tratamiento. Fotos célebres del destape, la movida, la Constitución, Europa, etc. Hay una composición que no conocía: un escaparate con unos veinte televisores de todo tipo emitiendo en directo la dimisión de Adolfo Suárez. Por algún motivo, la sincronización de las pantallas no es perfecta y vemos el rostro del presidente en dos momentos distintos, con una diferencia de segundos, pero es muy llamativo. Se queda uno pensando varias cosas: ¡qué tiempos en que los presidentes del gobierno dimitían! Y ¿por qué exactamente dimitió Suárez? Ese es uno de los misterios de la transición que probablemente nunca se aclarará.

dijous, 26 de setembre del 2013

La guerra no ha terminado.


Francisco Sánchez Pérez (Coordinador) (2013) Los mitos del 18 de julio. Crítica: Barcelona. 466 págs.


¡Otro libro sobre la guerra civil! Lo avisa el coordinador de esta obra en su excelente prólogo. Pues sí, y muy necesario y conveniente porque la guerra no ha terminado. (Viene a la memoria la peli de Resnais, La guerre est finie con un aroma nostálgico). No, la guerra no ha terminado. Sigue luchándose en otros campos, con otras armas, pero con la misma ferocidad e idéntica virulencia. Este frente, muy determinante para la guerra, que es pasado, algo reservado en gran medida a los historiadores es el historiográfico. La munición es la memoria. ¿Qué memoria? ¿La que fabricamos al dictado de nuestras convicciones y/o intereses o la que sale de los datos históricos, contrastados, irrefutables, y no permite más que una interpretación? Es una guerra sobre la interpretación de la guerra que enfrenta, a juicio de los autores de la obra, una historiografía fraudulenta, propagandística con otra seria, rigurosa, académica, basada en datos empíricos. 

Sin duda todos nos refugiamos en la segunda opción pues a nadie le gusta que le cuenten trolas o lo tomen por un pánfilo al que se pueden colocar unos rollos propagandísticos como si estuvieran científicamente probados. A nadie. Ni siquiera a quienes se dedican a la propaganda, razón por la cual sostienen siempre que sus interpretaciones están avaladas por rigurosas investigaciones históricas y que son los demás quienes se inventan los hechos. Es el problema que plantea toda propaganda: que dice no serlo. Ahora. Antaño se llevaba con un punto de orgullo, sin ir más lejos en el conflicto español: frente al Ministerio de Propaganda de la República, la Junta franquista de Defensa contó pronto con una Oficina de Prensa y Propaganda. La guerra civil también se libró en terrenos muy simbólicos. Y sigue haciéndose. 

Por eso es oportunísimo este libro. No solamente por la bulla que meten los escritores al uso del llamado "revisionismo" y el amigo Stanley Payne (que parece un brigada internacional de la derecha), todos los cuales son savia nueva para el tronco reseco de la historiografía franquista, al estilo de Joaquín Arrarás o del falangista García Venero. También ha sentado cátedra para la Historia la Real Academia correspondiente publicando un diccionario de biografías patrias, algunas de las cuales mueven un poco a risa. La más notable, la de Franco, encargada a un notable medievalista (muy oportuna la especialización, por cierto), fervoroso partidario del general biografiado. De tal modo, su texto corresponde más a las convicciones franquistas del autor que a los datos de la historia e incluso del sentido común. Que un historiador sostenga que Franco no era totalitario cuando hay documentos escritos y orales de circulación general que demuestran lo contrario porque el propio interesado confiesa serlo,  no precisa mayor comentario. Luis Suárez Fernández es el nombre de quien ha perpetrado este dislate con dineros públicos, un presidente, por lo demás de la Hermandad del Valle de los Caídos, el absurdo mausoleo en que está enterrado el dictador y miles de sus seguidores y de sus víctimas. 

El coordinador de la obra, Sánchez Pérez, hace una gran exposición de su sentido y aclara muy bien los términos de la controversia, poniendo a cada cual en su lugar, incluida la Real Academia de la Historia, que ya es universalmente célebre por incurrir en un ridículo mundial. Resume además el sentido del libro, consistente en responder a la pregunta central: ¿quién es el responsable de la guerra civil? ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién la empezó? Con respuestas claras, basadas en investigaciones en fuentes originales, inéditas, con datos irrefutables, fácilmente contrastables. 

La tesis del libro, que está, además, organizado para apuntalarla en todas sus vertientes (militar, religiosa, política, etc.) es que la guerra la iniciaron, y es responsabilidad exclusiva suya, los militares sediciosos en connivencia con sectores civiles, partidos y políticos. Fue una "contrarrevolución preventiva", término que aparece pronto en las justificaciones frente a una revolución que no existía ni siquiera en grado de proyecto. Los rebeldes querían destruir la República y se inventaron una revolución como pretexto. 

El ataque más contundente, el arma más poderosa que deja definitivamente zanjada la controversia, viene a cargo de Ángel Viñas, cuya autoridad en la historiografía de la República y la guerra es hoy incuestionable. Aporta Viñas los contratos de compra de armamento italiano, firmados por Pedro Sáinz Rodríguez en nombre de la derecha española en su proyecto de golpe de Estado contra la República, financiado por Juan March. Los llamados "Contratos romanos", firmados el 1º de julio de 1936, antes del asesinato de Calvo Sotelo, hecho del que suele colgarse el llamado "Alzamiento Nacional" que, en realidad, bien se ve, venía siendo preparado desde mucho antes. Y no eran contratos por material para un golpe de Estado más o menos rápido, sino para una verdadera guerra.  

Dicho lo anterior, podríamos prescindir del resto del libro ya que el capítulo de Viñas da la respuesta definitiva a la pregunta planteada. Y no se crea que se trata de un oscuro asunto de eruditos, no. Hace pocas fechas, un dirigente del PP atribuía en público a la República la responsabilidad de haber causado "un millón de muertos". Ni fueron tantos como los de Gironella, a los que se referirá este buen hombre, ni son achacables a la República sino a los fascistas que se sublevaron contra ella con los que probablemente simpatice este político, pues los exonera de su responsabilidad. Pero el abandono no sería buena opción y, además, imposible porque, aunque parezca mentira en una obra de árida historiografía académica, el texto agarra como si fuera una narración literaria. Muchos de los demás capítulos son tan interesantes como el del Viñas, aunque no tengan su poder explicativo.

Si hubiera que buscar un antecesor a esta empeño, sería Herbert Routledge Southworth, al que varios de los autores del libro se refieren expresamente. Sin duda. La temprana obra del americano, El mito de la cruzada de Franco, publicada en Ruedo Ibérico en París, ya dejaba claro el edificio de patrañas y fábulas que había tejido la propaganda franquista. Sobrevive al escritor otra que creo es póstuma, en la que da cuenta de hasta dónde ha llegado en su tarea de desmitificar el franquismo, tarea en la que estos historiadores siguen empeñados con notable éxito. 

Como uno de los puntos cruciales que se tratan en el libro es el enfrentamiento en Barcelona de las izquierdas  en mayo de 1937, también se mencionan varias veces los nombres de Bolloten y Borkenau. Bolloten hacía pivotar aquí la "gran conspiración" comunista, tesis que parece convencer a Payne. Borkenau tiene otra perspectiva y su libro es más de reportaje. Lo que llama la atención en él es su agudeza de juicio. Así que, como propaganda, no vale. No lo es. De este asunto se ocupa el texto del fallecido Julio Aróstegui quien dictamina tras su notable trabajo que la pretendida revolución de las izquierdas que se invocó para justificar la sublevación militar de las derechas fue "más mitológica que real" (p. 188).

Dicha sublevación militar venía siendo en cambio preparada con mayor o menor fortuna (y con muchos elementos de típica chapuza hispana) desde años atrás a través de los agravios de una casta militar privilegiada, sobredimensionada, embriagada de su fuerza y convencida de que la República estaba tratando de convertirla en un chivo expiatorio de sus desmanes. Fernando Puell de la Villa, militar él mismo, analiza en un capítulo sobre "la trama militar de la conspiración" los elementos que alimentaban este espíritu insurreccional castrense que, a su juicio, se compone de una "mentalidad intervencionista" (p. 56), un "victimismo paranoide" (p. 58), con el añadido de algunos factores contingentes que siempre apuntaron en el mismo sentido, como la cuestión catalana (p. 61) o el supuesto "peligro bolchevique" (p. 64).

Muy informativo y sistemático resulta el capítulo de  Eduardo González Calleja, "la radicalización de las derechas", en el que distingue las corrientes de estas y da cumplida cuenta de las pintorescas relaciones que entre ellas mantenían: legitimismo carlista, catolicismo de la CEDA, alfonsismo y fascismo (p. 222). Cuatro banderías que reconocieron de inmediato que el punto de fusión de sus intereses comunes (dijeran lo que dijeran en sus proclamas) consistía en echarse en brazos de ejército.

El clérigo catalán Hilari Raguer, de la mítica abadía de Montserrat, tiene a su cargo presentar las relaciones de la iglesia católica con el "alzamiento". Un asunto crucial porque el clero funcionó desde el primer momento como el principal aliado y legitimador del golpe militar de los generales felones. Parece prudente encomendárselo a alguien que conoce la cofradía por dentro porque, en efecto, echa mano y expone información, de interés, como esa referencia al texto del canónigo magistral de Salamanca , Aniceto Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía (p. 248) que, aunque conocido, no está lo suficientemente valorado en su importancia en cuanto entronque del golpismo del generalato con la tradición filosófico-política del derecho de resistencia.

Novedad para este crítico es la mención a la curiosa conspiración de aquel majadero que fue Eugenio Vegas Latapie, alma de todas las conspiraciones monárquicas y de Acción Española, quien pretendía organizar un atentado terrorista que provocara la guerra civil (p. 250). En el fondo, esta provocación criminal resume como una metáfora, el sentido todo de esta guerra que aún no ha terminado: quienes ansiaban acabar con la República en defensa de sus intereses de clase, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para ello, a cometer todo tipo de crímenes y felonías... y a achacárselos después a quienes, al apoyar al gobierno legítimo, se opusieron a sus designios. En realidad, si los psicólogos quieren una muestra empírica incuestionable de esa patología que llaman proyección, inherente a la derecha española y consistente en acusar a los demás de hacer lo que ella hace, que consideren cómo los delincuentes rebeldes acabaron encarcelando, "juzgando" y asesinando a sus enemigos acusándolos de "rebelión". Tática de proyección que la derecha sigue aplicando hoy día de igual modo aunque, de momento, con efectos menos cruentos.

El capítulo de Raguer tenía que tratar el asunto de la cruzada en cuanto concepto legitimatorio esencial del franquismo emanado de la iglesia. El autor recuerda que el término no aparece en la famosa carta colectiva de los obispos españoles del 1º de julio de 1937 (p. 255) pero lo que es evidente, obispos o no obispos, es que el término echó raíces, fue esencial para la justificación de la guerra civil y la barbarie fascista desencadenada en España y, desde luego, salió de la iglesia. No de la propaganda del 5º Regimiento. Y que el Vaticano no la empleara expressis verbis tampoco quiere decir gran cosa para quien, como Raguer, seguramente conoce las muchas lenguas con que habla la Santa Sede.

El capítulo de Fernando Hernández Sánchez, "con el cuchillo entre los dientes: el mito del 'peligro comunista' en España en julio de 1936" tiene asimismo especial relevancia a los efectos específicos del libro. Remacha Hernández la idea de que la sublevación militar, producto de la previa (y única) conspiración antirrepublicana, fue una "contrarrevolución preventiva" (p. 275) y, muy convincentemente, concluye que el Frente Popular y su columna vertebral, el PCE, lucharon siempre en defensa de la legalidad republicana (p. 287). De revolución en ciernes, nada. Son incontables los testimonios que prueban cómo los comunistas se opusieron primero y yugularon después todas las ensoñaciones revolucionarias de la CNT/FAI o el POUM. Nos adentramos aquí en este episodio -ya tratado en otras partes del libro- que podríamos llamar la "guerra civil dentro de la guerra civil" que concluyó con el triunfo de los comunistas (o los estalinistas, como los llamaban los trostkistas) y la aceptación del principio de primero la guerra y luego la revolución.

En este asunto, como suele suceder en los hechos históricos, hay matices y matices. Si uno restringe el ámbito exclusivamente al escenario español, el punto de vista de Hernández es incuestionable: los comunistas pegan un giro a raíz del VII Congreso del Komintern en 1935 y pasan a propugnar la política de "frentes populares" como forma de lucha contra el fascismo. Un giro de 180º que tiene tanta justificación y elementos propagandísticos como sus posiciones anteriores. España fue una pieza más, sin duda importante, pero una más, en la formidable política de agit-prop de la Internacional Comunista, organizada en gran parte por aquel genio de la propaganda que se llamó Willi Münzenberg, posteriormente asesinado quizá por agentes estalinistas. Los comunistas en España obedecían consignas (entre otras, acabar con los "traidores" trostkistas) y las hubieran seguido aunque hubieran sido las contrarias. Reconozco que esto no cambia gran cosa en cuanto al fondo de la discusión de si había o no un "peligro comunista" en España en julio de 1936, pero hay que ir muy al fondo de las cosas y matizar bastante para los años posteriores. Bolloten, seguramente, se vendió por un plato de lentejas; pero, es de insistir, Borkenau fue mucho más perspicaz.

El capítulo de José Luis Ledesma, "La 'primavera trágica' de 1936 y la pendiente hacia la guerra civil", que es un buen complemento al de Francisco Pérez Sánchez, "Las reformas de la primavera del 36", muy concentrado en el análisis  de las distintas medidas de reforma de la República, supone un buen colofón a este recomendable libro. Ledesma no duda en calificar de "leyenda negra" lo de la amenaza revolucionaria pretextada por las derechas conspiradoras, sublevadas y golpistas (p. 311), pero matiza algo que es de justicia. No hubo una violencia especialmente significativa de las izquierdas antes de la sublevación militar (quizá fuera mayor la sistemática provocación de los pistoleros falangistas y católicos), pero sí se encendió en cierto grado a raíz de dicha sublevación. Pero eso, obviamente, requiere otro juicio. No se puede amalgamar con la anterior, como ha hecho sistemáticamente la historiografía franquista muchos de cuyos seguidores siguen produciendo esa bazofia seudohistórica y legitimatoria en defensa del que quizá haya sido el régimen más bestial, cruento, asesino y vergonzoso de la historia de este sufrido país.

Añádase a todo lo anterior con su poderosa armazón historiográfica la reproducción de los originales de las abrumadoras pruebas de cargo que aportan los autores: los contratos de Roma y en anexos los documentos elaborados por el general Mola en preparación del golpe de Estado de julio de 1936 que demuestran una clara voluntad de recurrir a la máxima violencia de la guerra para derribar la República y continuar luego con una política de represión y terror en contra de la población civil en términos que la conciencia posterior de la humanidad ha calificado de genocidio. Estos torturadores españoles que reclama hoy la justicia argentina son en realidad los servidores y perpetuadores de un régimen ilegal, delictivo, terrorista y genocida, preparado con mucha antelación a julio de 1936. Los contratos de Roma, por lo demás, ya se ha dicho, no apuntaban a un mero "golpe de Estado". Basta con ver el material bélico comprado que tan profusamente se describe. Además, lo que estas cuentas prueban asimismo es la directa implicación de Mussolini en la preparación del asalto armado contra la República española. Fueron los alemanes y los italianos quienes ayudaron decisivamente a Franco a ganar la guerra. Los rusos llegaron mucho más tarde y, por razones evidentes, pudieron hacer bastante menos.

Efectivamente, bienvenido este último libro sobre la guerra civil. Una guerra que aún no ha terminado. 

dijous, 5 de setembre del 2013

Estado de corrupción.


Dice Die Welt que la corrupción en España es comparable a una dictadura del Tercer Mundo. ¡Qué ingenuos son estos alemanes! Y trasnochados. Ya no se estilan las dictaduras en el Tercer Mundo, al menos en América Latina. Ahora hay gobiernos de izquierdas más o menos autóctonas y repúblicas del Consenso de Washington. Pero, comparados con la corrupción de España, no tienen ni color. O quizá color, colorido, sea lo único que tengan. En todo lo demás nos dan sopa con honda.

La primera corrupción española (y en la que Die Welt probablemente no esté pensando) es la desmemoria histórica. Dice Gerardo Iglesias que España es el único país del mundo que, habiendo padecido el fascismo, aún no lo ha condenado. Y no solo no lo ha condenado sino que lo ensalza siempre que puede por activa a través de los franquistas jóvenes y no tan jóvenes y ancianos del PP o cercanos a él, o por pasiva a través de la inacción de la izquierda, incapaz hasta la fecha de acabar con la simbología franquista en todos los órdenes de la vida civil. Que sea la justicia argentina quien tenga que pronunciarse sobre la actitud pública española frente al franquismo es una vergüenza mundial. Que España sea el segundo país del mundo, después de Camboya, en cantidad de asesinados políticos enterrados en las cunetas es más que vergüenza. Es un oprobio por encima de toda medida. Que haya una Fundación Nacional Francisco Franco legal y subvencionada por el Estado democrático es algo de todo punto injustificable. España es el único país europeo que aún no ha condenado la parte alícuota que le correspondió en los totalitarismos (nazi, fascista, franquista, comunista) europeos.

La otra corrupción, la que preocupa a Die Welt y con harta razón es la económica. La económico-social, diremos nosotros, más acostumbrados a esta maldición nacional. Porque los alemanes, extranjeros al fin y al cabo, van a buscar la comparación al Tercer Mundo. Nosotros sabemos que la tenemos en casa. Los cuarenta años de franquismo fueron los de una "dictadura atemperada por la corrupción". Y, antes del franquismo, la dictadura de Primo, otro negocio de corruptos. Y, antes, la primera restauración, un régimen de oligarquías alternantes basadas en la corruptela sistemática. Y la cosa viene ya de los Austrias, expertos en esquilmar las arcas públicas, imponer gabelas ala población, endeudarse e ir a la quiebra del Estado. Está en la tradición patria. Lo irritante de la corrupción actual es, precisamente, que no tiene nada de nuevo ni extraño. Es la reproducción del franquismo en su más clara esencia: un partido único, en este caso dominante, con una mayoría absoluta que le da casi el monopolio del poder político en España y que, en realidad, no es un partido político en el sentido habitual del término, sino una organización instrumental de la patronal y la banca para convertir sus intereses, políticas y negocios en legislación del Estado. Los miembros destacados del partido pueden considerarse -según los papeles de Bárcenas- hombres a sueldo de la patronal. Que luego devuelvan esos sueldos con creces por medio de prácticas corruptas ilegales, es el ingenioso mecanismo por el que esta actividad presuntamente fraudulenta ha estado funcionando veinte años y ha permitido que el partido de la derecha gane elecciones trucadas, mientras sus dirigentes cobraban cuantiosos sobresueldos.

Cualquier escrúpulo moral que puedan algunos sentir quedará disipado por la acción benéfica de la Iglesia ya que esta operación sistemática de expolio de lo público por actividades ilegales o, cuando legales, autoritarias, se hace bajo la cobertura del viejo nacionalcatolicismo, ese que luce en la peineta la dueña Cospedal.
En España, el Estado de excepción permanente de Agamben se convierte en . Y como es estructural, responde a las dos preguntas que más se plantean hoy día:
1ª) ¿Cómo no ha dimitido ya Rajoy? Porque a él le parece que lo que presuntamente ha hecho, de cobrar sobresueldos de procedencia dudosa no es nada distinto de lo que llevan toda la vida haciendo las clases dominantes españolas. ¿Dimitió Franco? ¿Dimitió Primo? ¿Dimitieron Cánovas o Sagasta? ¿Dimitió el espadón de Loja? ¿Por qué él, vamos a ver?
2ª) ¿Cómo es que todavía no ha pasado nada? Nada gordo, se entiende. Porque la gente está resignada, no ve salida alguna y la izquierda es incapaz de ofrecerla en términos electoralmente gananciosos. La resistencia se convierte en la chirigota de las redes sociales.
Las vísperas catalanas se aceleran por momentos. Las posiciones se encrespan. La ruptura del socialismo catalán es prácticamente un hecho como sin duda daba por descontado Chacón. Pero también hay grietas en CiU. Los de Union se desmarcan de la cadena y dejan así como en posición comprometida a los convergentes, también dados a la marrullería. Así que la presión nacionalista española se ejerce ahora sobe Artur Mas. Faltan seis jornadas para la Diada.

divendres, 9 d’agost del 2013

Los males de la Patria.


Javier Benegas y Juan M. Blanco (2013)Catarsis. Se vislumbra el final del régimen. Prólogo de Jesús Cacho. Madrid: Akal. 344 págs.


Este interesante libro, fruto de la colaboración de un politólogo, Benegas, que trabaja como asesor de comunicación, y un economista, Blanco, que lo hace como profesor en la Universidad, tiene una larga tradición a la que acogerse, la de la llamada "literatura del desastre", que empieza ya en el siglo XVII y sigue en crecimiento hasta nuestros días. Cabría hablar de un género por derecho propio, un género ensayístico, especulativo, contrafáctico y hasta literario al que se incorporan muy ilustres arbitristas y brillantes plumas de la tradición española. Al día de hoy en que el género sigue funcionando. El amplio eco que suelen encontrar estas obras prueba que tratan una cuestión que preocupa mucho a los españoles: el origen de su decadencia, los males que aquejan a la nación, sus causas, sus remedios, el complejo frente a Europa, la excepcionalidad negativa española y, por supuesto, la leyenda negra.

Los dos autores se enganchan en este relato pesimista, catastrofista y lo hacen con harta originalidad. Han troceado el libro en once partes y un total de 65 capítulos, necesariamente breves y muy ágiles. Todo es tan trepidante como un periódico y se anima al lector a leerlo como un periódico, esto es, empezando por donde quiera y siguiendo por donde le dé la gana porque cada uno de esos 65 capítulos es una breve historia cerrada en sí misma. Mayor agilidad no cabe. El inconveniente de esta especie de "salpicado" del razonamiento en vez de valerse de un árbol porfiriano es que algunos conceptos y sus explicaciones se reiteran. Además, basta que un autor haga una recomendación de lectura para que el lector avisado no la siga. Y, en efecto, al final, el libro tiene un orden y un desarrollo racionales que va de lo más general a lo más concreto, de lo más antiguo a lo más moderno y hasta especula sobre el futuro.

Lo obvio es cómo se engancha en la citada tradición. Desde el principio se dictamina con carácter general algo sobre lo que pocos discreparán, que "resulta difícil encontrar otro país europeo que haya tenido tan pésimos gobernantes" (p. 33). Pues sí. Y, por si hubiera alguna duda, se hace un paralelismo entre la primera y la segunda restauración borbónicas (p. 41).

Hay, sin embargo, una ruptura con esa tradición cuando los autores subrayan y repiten una idea medular: que las desgracias de España no tienen nada que ver con la supuesta psicología del pueblo, la idiosincrasia de los españoles, nada que nos venga dado por naturaleza (pp. 38, 108, 310). La causa del desastre actual reside en unas instituciones políticas pensadas con los pies. Suena bien, a actual, racionalista y hasta científico. Son las instituciones. Claro. Pero, ¿de dónde vienen las instituciones? En un sentido contingente, inmediato, vienen de la Constitución de 1978 que los autores diputan de absoluto fracaso, especialmente en lo relativo a la cuestión territorial (pp. 63, 172). Una Constitución que vino a consagrar una chapuza, llamada Transición, cosa que se echa de ver en la profunda crisis de legitimidad (p. 170) que afecta al régimen, especialmente visible en la tambaleante situación de la Monarquía (pp. 275, 292).

Pero eso es lo contingente. Luego, cuando los autores desmenuzan las cuestiones, denuncian unos males sempiternos, no exclusivos de la Constitución de 1978, sino anteriores a ella. La partidocracia de hoy reproduce la de la primera Restauración, con especial hincapié en el intento de los partidos de coloniazar la administración (pp. 77, 98, 106) o ideal de la España de los cesantes. De la Restauración es también su denuncia de la prensa comprada (pp. 42, 131, 134), la vergonzante autocensura y la traición de los intelectuales (p. 121). ¿No habrá por ahí un Max Estrella? Pero el enganche con la tradición es incluso anterior a la feliz época del bipartidismo decimonónico. La insistencia de la autores en que España no es un sistema de libre acceso (pp. 58, 187, 209), sino de acceso cerrado, sembrado de caciquismos, favoritismos, e hiperlegalismo para justificar el dispendio de las CCAA (mito, dogma y tabú) (p. 293), reinos legislativos de Taifas (p. 269), enraiza en la crítica a la España de los Austrias en la que todos querían vivir del Estado. Tanta fidelidad al desastre por encima de los siglos quizá se haya hecho costumbre y un poquito de idiosincrasia. Son los hombres quienes hacen las instituciones. No al revés.

El análisis de los problemas actuales es brillante y, a veces, original. La explicación de la corrupción es muy cierta (pp. 221, 225) y la comparación con el caso del ministro alemán de Hacienda, Schäuble, oportuna (p. 227). Pero lo más interesante es la discrepancia con esa teoría general de que la corrupción en España se debe a que la población también lo es. Una teoría justificativa e inaceptable, señalan los autores con razón (p. 233). Esta corrupción deriva del funcionamiento de las "elites extractivas", un concepto de la teoría de la decisión racional que es uno de los sustentos teóricos del libro (p. 183). La función de esas elites extractivas es la que ha conseguido llamar crisis a lo que no es sino una estafa de la banca (p. 201). Palinuro no puede disentir de tan atinados juicios. Si acaso, desconfía algo de lo que el libro llama la "enorme estafa ideológica" (pp. 145, 161, 199) que parecería ser la defensa de una visión keynesiana o neokeynesiana del Estado del bienestar , frente a lo cual se propone, si no he entendido mal, un retorno a los principios neoclásicos de retirada del Estado (pp. 145, 161, 199). No es convincente que la solución de la crisis sea reincidir en una de sus causas. El capitalismo desregulado no es viable.

El libro es muy actual y concluye con análisis muy actualizados y bien argumentados de la crisis y su especificidad española (p. 302) y del movimiento del 15-M (p. 31).

Sí, podía leerse de cualquier forma. Pero tenía un orden interno y, además, bastante sistemático. Para la próxima edición sugiero una duodécima parte sobre la iglesia católica, de la que no se habla cuando España sigue siendo un país nacional-católico por encima de la Constitución de 1978.

divendres, 24 de maig del 2013

Las dos Españas otra vez.


Julián Casanova (2013) España partida en dos. Breve historia de la guerra civil española. Barcelona: Crítica (240 págs.)


Los dioses son juguetones y tienen golpes de humor, aunque sea negro. Les atribuyo la coincidencia de que en el día en que me dispongo a escribir una reseña de este interesante libro de Casanova la prensa anuncie que se han desclasificado en el Reino Unido los documentos que prueban cómo el MI6 había sobornado a los generales de Franco para que España no entrara en la segunda guerra mundial del lado de Alemania como, al parecer, quería el caudillo. Y no solo a los generales; también a armadores y otro personal civil. Al parecer, gestionaba los pagos Juan March. Quienes hayan leído a Preston ya lo sabían. Pero ahora están los papeles a la luz del día. La primera reacción que esto suscita es de vergüenza. Pero tampoco muy profunda. Los españoles estamos acostumbrados a que los gobernantes hagan lo contrario de lo que predican. Hablar de dar todo por la Patria y coger sobornos por trabajar por los intereses de otra es más o menos lo mismo que forrarse a sobresueldos mientras se predica e impone todo tipo de sacrificios sobre el común. Moralmente detestable.

Pero la gracia de la coincidencia no reside en algo tan obvio. Hay un nivel algo más profundo relacionado con un asunto que Casanova trata en su libro con gran acierto, el de la política de No Intervención en la guerra civil española patrocinada por el Reino Unido y Francia. La hipocresía de los británicos y los franceses en esa ocasión bien podría estar motivada, al menos la de los primeros, por su mayor proximidad y conocimiento del generalato franquista al que tenía por más venal que los imponderables del mando del ejército republicano. Y ¿cómo era así? Pues, entre otras cosas, porque aquellos poseían información de primera mano sobre Franco gracias a un agente del MI6 que habían colado en el bando fascista como periodista: Kim Philby. Después, ese mismo Philby sería el alma del MI6, el que sobornaba a los generales franquistas. Lo gracioso era que Kim Philby era, en realidad, un agente soviético, uno de los famosos cinco de Cambridge, los espías soviéticos que tenían infiltrados el MI5 y el MI6. O tal cosa es lo que generalmente se acepta. Me extraña que los británicos se dejaran engañar por unas gentes que habían militado en el partido comunista en sus años de la universidad. A uno siempre le queda la sospecha de si los cinco espías no serían triples más que dobles agentes. Un desmedido amor por la patria inglesa los llevaría a morir en Rusia. Esto de los espías del MI6 es siempre novelesco.

Julián Casanova es un reconocido historiador de contemporánea. Este libro se publicó primero en inglés, por encargo de una editorial que quería una breve historia de la guerra civil española para un amplio público, no para eruditos. Y es lo que ahora aparece en español. Una obra divulgativa, sintética, pero académica, rigurosa y concienzuda. Y no es solamente una mera obra de historia que se limite a un relato cronológico de los hechos sino que, además de esto, realiza una labor interpretativa por temas. De este modo es, si, una historia, pero sincopada, por así decirlo en distintos temas de tratamiento ensayístico (la Iglesia, el extranjero, la polémica guerra/revolución en el lado republicano, etc) en los que el enfoque es siempre muy objetivo, sin ser neutral ni imparcial. Al contrario, hay una confesión de parte reiterada a lo largo de la obra que podría sintetizarse así: la responsabilidad de la guerra recae sin duda sobre los sublevados, cuya acción inicial y posteriores se critican y condenan sin paliativos. Subsiguiente condena merecen los excesos de las milicias al principio y también las arbitrariedades de la hegemonía comunista posteriormente (aunque sobre estas últimas me da la impresión de que el autor no habla tanto) si bien con el atenuante de que se trató de delitos y atrocidades en respuesta a la agresión y, muchas veces, en manos de incontrolados. Por último, la República en sí misma, un régimen sin aliados, abandonado de todos, enfrentado a sus fuerzas armadas, casi sin autoridad efectiva en el interior; un régimen desgraciado que, sin embargo, es el único depositario de la legitimidad, si no he entendido mal al autor. En el fondo es una interpretación similar a la famosa teoría de Madariaga de "los tres Franciscos": Franco, Largo Caballero y Giner de los Ríos.

Casanova, quien ha dedicado mucho tiempo e investigación a la iglesia española en la historia hace especial hincapié en la importancia de la coyunda entre los militares y la iglesia a través de la santificación de la guerra como cruzada. El término tiene una gran fuerza propagandística y sirvió para legitimar el golpe de Estado y la subsiguiente guerra (en principio, no prevista por el mando) a ojos de los católicos del mundo entero, no solo de los españoles. Casos como el de Bernanos serían excepcionales. Surgió así el nacionalcatolicismo. Fue el espíritu de cruzada el que permitió satanizar a los enemigos como hijos de Caín (p. 65). En verdad, ese hallazgo propagandístico presentaba una mancha indeleble y tanto el hecho de que se diera como el de que sus partidarios lo ignorasen dice mucho sobre la integridad moral de la derecha nacionalcatólica. Se trató de una "cruzada" de cristianos y moros contra otros cristianos que, por mucho que los anatematizaran, seguirían siendo más cristianos que los moros de las tropas de Franco.

En las otras cuestiones, el libro sigue el mainstream de la historiografía más solvente sobre la guerra civil, en la que hay una parte importante de estudiosos británicos y trata de explicar de modo generalmente convincente algunas de las cuestiones más señaladas y aun discutidas de este episodio histórico. Y lo hace pensando sobre todo en un público inglés. Eso da a la obra un aliciente añadido. Es bueno vernos con los ojos de los de fuera. Adquirimos más perspectiva.

El capítulo sobre los aspectos internacionales del conflicto explica los meandros de la política de No Intervención y da cuenta de la debilidad estratégica de la República. Con referencia asimismo a la clara conciencia en la época de que la guerra de España era el preludio de la batalla ideológica del fascismo contra la democracia. Esto de la ideología tuvo mucha más importancia en el lado republicano, en donde convivían y hasta se entrepeleaban proyectos políticos muy distintos, que en el franquista en donde pronto se impuso la unidad de mando en lo militar, lo político y lo ideológico. Visto el asunto en retrospectiva era claro que la República estaba perdida en cualquier caso pero parece cierto que la guerra civil dentro de la guerra civil de mayo de 1937 aseguró, si no adelantó, la derrota. Así se resolvió la polémica citada revolución/guerra (p. 106).

La guerra se prolongó en contra de las previsiones iniciales debido a una serie de hechos más o menos fortuitos, desde los errores militares de Franco al predominio del 5º Regimiento o la llegada de las Brigadas Internacionales. A partir de cierto momento, el militar sublevado, pronto reconocido por Alemania e Italia y seguro de su superioridad material, cambia de planes y decide prolongar el conflicto hasta el final, hasta la rendición incondicional de la República, asunto en el que Casanova se detiene con toda razón porque ello serviría para justificar la posterior represión inmisericorde. Pero sin olvidar, como oportunamente señala también el autor, que los planes de escarmiento, de terror generalizado, de lo que hoy llamamos genocidio eran los de los generales desde un principio, el general Queipo de Llano, el teniente coronel Yagüe y, desde luego, el general Mola, quien los dejó por escrito.

Lo que vino después, el horror de dejar una población civil a merced del ejército que la había conquistado a sangre y fuego y no tuvo ninguna, es lo que Casanova denomina una paz incivil.

dissabte, 6 d’abril del 2013

¿Qué veían aquellos ojos?

De siempre me han llamado la atención los ojos de las estatuas sumerias. Dos enormes almendras de esclerótica con una pupila dilatadísima, que ocupa todo el iris. Transmiten una sensación de asombro metafísico, universal, como si aquellos habitantes de Ur, Uruk, Lagash, estuvieran pasmados de lo que veían. La explicación materialista dice que los sumerios hacían así los ojos porque no sabían hacerlos de otra manera; igual que los egipcios representaban la figura humana en un perfil dislocado porque tampoco conocían otra forma de hacerlo. Es posible. Los materiales -piedra caliza, mármol, terracota- obligaban a hacer unas cuencas enormes que luego había que llenar de algún modo. Pero nada los obligaba a que fueran obligadamente negros y con la pupila al máximo. Conocían y aplicaban muchos colores. Pero eso es igual. Algo de estos ojos creo rastrear en los rostros de los etruscos, también aficionados, como los caldeos, a las barbas ensortijadas. Aunque los etruscos añadieron su famosa sonrisa. 

 En todo caso, los ojos de los caldeos son asombrosos. No es para menos. Como si el arte comenzara su andadura allá por el año 3000 a.d.C., cumpliendo ya su función de presentar al ser humano su propia imagen y, de ese modo, crearlo. Así que, si no suena algo hiperbólico, cabe adjudicar a los sumerios la invención del arte. Lo admito, no soy imparcial. Los sumerios (y los acadios) me son tan simpáticos que estoy dispuesto a adjudicarles lo que sea. Pero, en justicia, es lo que son. En Mesopotamia, en algún momento del siglo V a.d.C. se inventó la escritura. Es decir, se pasó de la prehistoria a la historia. En cascada vinieron también el invento del cálculo, el cómputo del tiempo, la astronomía, el ordenpolítico, el derecho (el Código de Hamurabi), la educación, la agricultura por regadío, etc.

En realidad, el origen de nuestra historia, que solemos fijar en Grecia y Roma, está en las marismas en la desembocadura del Tigris y el Éufrates. Eso de la agricultura y el regadío es esencial pues es lo que permitió a los sumerios hacerse sedentarios, fundar las ciudades. Hacia el año 6000 los sumerios entran en el neolítico mientras que los acadios del norte siguen siendo cazadores nómadas y hay entre los dos un estado de permanente guerra, entreverado de alianzas. Es decir, los sumerios hacen la transición de la humanidad del paleolítico al neolítico. ¿Cómo no se les iban a quedar los ojos como se les quedaron? ¿A quién no? De hecho, más o menos contemporáneas de la mesopotamia son las civilizaciones de Egipto y la de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo. Pero ninguna representa a los seres humanos en esa actitud de asombro y veneración al mismo tiempo, perplejos ante lo que están viendo y haciendo

La exposición de la Caixaforum Antes del diluvio, que es magnífica, trae unas 400 piezas de esta civilización, concentrada en el intervalo desde 2600 al 1800, más o menos. Las dificultades de datación al tratarse de materiales como el adobe o las cerámicas hacen que se admitan desfases de hasta cien años arriba o abajo. Pero está muy bien organizada, con muchas explicaciones, vídeos, recursos informáticos. Hay hasta un espacio para que los niños jueguen con imitaciones de cosas sumerias. Los caldeos daban mucha importancia a los niños. Kramer, el de La historia empieza en Sumer comenta emocionado las abundantes tablillas cuneiformes que se conservan de tareas infantiles, como si fueran pizarrines donde los escolares poco aplicados de entonces escribían cien veces el equivalente a cosas como "Haber se escribe con hache". También hay una parte documental interesantísima de diarios, libros, correspondencia de los primeros arqueólogos que a comienzos del siglo XX empezaron a descubrir aquella culturas. Uno de los descubridores de una ciudad (no recuerdo cual) cercana al Éufrates, miembro de la primera expedición angloamericana, comunicó su descubrimiento a su universidad y a su periódico con un telegrama en latín, para evitar filtraciones.

Pero lo interesante de la exposición son las piezas en sí mismas, las maquetas, los bustos, las cerámicas de los distintos periodos, los amuletos, las herramietas, los adornos, la figuras votivas. Llaman la atención la figurillas que se enterraban en los cimientos de las casas para aplacar a las potencias subterráneas, las reproducciones de mujeres sin rostro pero con los órganos sexuales desmesurados, muy al estilo de la Venus de Willendorf y otros lugares centroeuropeos de donde quizá llegaran aquellos caldeos, que no eran semitas.

Toda la exposición consigue hacernos ver el contraste entre la riqueza polícroma de tantos artefactos y el medio natural hoy (hay abundantes y muy buenas fotografías) desértico en lo que hace miles de años quizá fuera un vergel debido a las redes de canales. E insiste mucho en la importancia de las ciudades, aunque se relativiza el que tuvieran carácter de ciudades-Estados. Se entiende el mensaje. Obviamente, la civilización es cosa de ciudades. Hay abundante muestra sobre esas imponentes construcciones, los zigurat, mezclas de templo y fortaleza que representaba la unión del primer poder político: reyes y sacerdotes con una casta de burócratas que formaba la base de lo quelos marxistas llaman "modo asiático e producción". Quizá en el zigurat de Babilonia que los judíos vieron en su segundo cautiverio, quizá tomaran por la torre de Babel.

Hay en la exposición mucho eco de la Biblia (libros de Daniel y Ester). Cosa nada de extrañar porque, el fin y al cabo, Abraham nació en Ur. La histora del diluvio universal y el arca es sumeria y se narra con pelos y señales en la exposición. También es sumeria, por cierto, aunque aquí, me parece, no se menciona, la historia de Moisés abandonado en un cesto que los acadios contaban de Sargón, el que inicia la primera dinastía acadia. Por cierto, los sumerios tenían en alta estima los bueyes y toros y de ahí que consideraran la cornamenta como un distintivo de nobleza. Otra influencia sobre los judíos, cuyos sumos sacerdotes o levitas, empezando por Moisés, lucen dos protuberancias frontales.

En fin, el visitante no perderá el tiempo. Entre zigurat y zigurat se encontrará con Gilgamesh, uno de los primeros poemas, que narra la lucha del hombre contra su condición mortal. Y contemplará esa "ciudad de los muertos", con su complicado nombre caldeo, de la que procede la humanidad.

(La segunda imagen (Un mesopotamio rezando, 2750/2600 a.d.C.) es una foto de Wikimedia Commons, bajo licencia Creative Commons).

dimecres, 19 de desembre del 2012

Los útimos momentos de Pompeya.

Allá por 1834, en pleno romanticismo, el barón Edward Bulwer-Lytton, escritor y político, publicó Los últimos días de Pompeya, una novela muy popular a lo largo del siglo XIX. Todavía se leía, entre los chavales sobre todo, hace cincuenta años. Ahora está casi olvidada. La novela narra el contenido del título, los últimos días de la ciudad que, conjuntamente con Herculano, Estabia y Oplonti, desapareció de la faz de la tierra en el año 79 d.d.C. sepultada bajo veinte metros de ceniza y piedra de la terrible erupción del Vesubio. Y así quedaron, en olvido y silencio, durante 1700 años. El interés por Pompeya en el XIX venía de las excavaciones que los napoleónidas ordenaron hacer en los tiempos del Imperio. A su vez estas proseguían las que comenzó en su día Carlos VII de Borbón, luego Carlos III de España. En realidad, la reaparición de la vieja ciudad que los romanos llamaron Cornelia Veneria Pompeianorum, porque debía de ser, supongo, lugar dado a la caza, es un legado del Borbón ilustrado. Cuando este embarcó para España, las excavaciones languidecieron. El retorno de los Borbones a Nápoles, luego de Napoleón, supuso una nueva paralización de unas obras que todavía hoy prosiguen. Los reyes la utilizaban como un lugar para pasear a los visitantes.
La exposición de la Fundación Canal, en la que se encuentran unas 200 piezas de todo tipo procedentes de los scavi y tiene una faceta pedagógica muy fuerte a base de textos y videos, hace hincapié en la importancia del Borbón, atribuyendo a su decisión de traer a España copias y moldes de las figuras originales, dejando estas en su lugar el nacimiento de la moderna arqueología. Es un punto patriótico pero, en realidad, Pompeya fue un sitio de expolio arqueológico hasta fines del siglo XIX. Una parte importante de las piezas en exhibición proceden del Museo Nacional de Nápoles. El museo propio de Pompeya, en cambio, está cerrado. No tiene mucha importancia pero la costumbre de dejar las cosas en donde se encuentran y no llevárselas a casa es relativamente reciente.
En tiempos de Bulwer-Lytton, la fascinación de Pompeya era grande y la ciudad figuraba en todos los itinerarios de las clases cultas europeas italianizantes. El novelista teje una historia de pasión, entrega, sacrificio, crimen, locura, venganza, con elementos góticos, interpretando Pompeya como un cruce de civilizaciones, religiones, razas: hay griegos (nobles, leales), egipcios (fanáticos, criminales), romanos epicúreos, pragmáticos, cristianos y un toque de fascinación por el ocultismo que, andando el tiempo, llevaría a Bulwer-Lytton a escribir otra novela desconcertante: La raza futura, considerada la primera obra de ciencia ficción.
La exposición no trata nada de esto. Orienta su referente textual a la obra de Plinio el Joven, quien presenció la erupción desde el otro lado de la bahía y dejó de aquella -en la cual, por cierto, murió su tío, Plinio el Viejo, víctima de su afán científico- una descripción estremecedora. Tanto que no fue creído y solo la reciente vulcanología la ha confirmado, dando a este tipo de erupciones, en compensación, el nombre de erupciones plinianas. Con esta historia y algunas fábulas auxiliares sobre los destinos de gentes de diversas extracciones sociales (gladiadores, políticos, comerciantes, esclavos, etc) la exposición teje un vídeo muy entretenido que hace las delicias del público, sobre todo el menudo y es muy instructivo. A diferencia, pues, del novelista romántico, la Fundación Canal se concentra no en los últimos días sino en los últimos instantes de Pompeya, entre la primera explosión de humo y gases que anocheció el día y la última unas horas más tarde de gases, fuego y magma a más de 100 km por hora. No quedó nada vivo ni visible. Aquella gente aprendió demasiado tarde lo que era vivir bajo el volcán.
Y esa es la fascinación de siempre de las ciudades destruidas por el Vesubio, su carácter inesperado, fulminante, aniquilador, que paralizó la vida carbonizándola según la encontró y la preservó intacta durante casi 2000 años. La fascinación de asistir al ajetreo y bullicio cotidiano de una próspera ciudad romana de lejano origen osco, pasear por sus calles empedradas, ver sus tiendas y almacenes, entrar en sus casas privadas y encontrar de vez en cuando los moldes petrificados de hombres, mujeres, animales, sorprendidos por la muerte en las más variadas disposiciones, escapando, protegiéndose, durmiendo. Se apodera de nosotros una sensación como si fuéramos el espíritu del Ángel Exterminador, paseándose después por el lugar de su destrucción. Con una diferencia, rápidamente formulada: los pompeyanos no habían hecho nada para atraer la ira de los dioses.
Pero eso es cuando se pasea por la propia Pompeya. Aquí, en la estupenda exposición del Canal, debe uno conformarse con las piezas de museo y las reproducciones. Se diluye así el sentido del drama de aquella horrible catástrofe y podemos contemplar el día a día de una ciudada romana normal, sus objetos cotidianos, balanzas, ruedas, adornos, fíbulas, cerámica, frescos en las paredes, algunas veces de carácter erótico. Hay una estatua de un patricio cuyo nombre no he retenido, desvergonzadamente igual a la canónica de Augusto, repartida por todo el Imperio, únicamente, claro, con otras facciones. Algún fresco, como el de la escriba o la muchacha con la pluma es especialmente celebrado. Los frescos se conservaron en general muy bien al estar protegidos de la luz y la atmósfera.
La estatuística, no siendo de gran factura, tiene su punto porque, al ser la piedra perdurable en el tiempo, coexistían en Pompeya estilos muy distintos. Junto al helenístico dominante, hay formas arcaizantes, con notable influencia egipcia. Un Apolo esculpido como un Kouros que lo deja a uno pensativo acerca de cómo cambia el espíritu de los dioses.