Francisco Sánchez Pérez (Coordinador) (2013) Los mitos del 18 de julio. Crítica: Barcelona. 466 págs.
¡Otro libro sobre la guerra civil! Lo avisa el coordinador de esta obra en su excelente prólogo. Pues sí, y muy necesario y conveniente porque la guerra no ha terminado. (Viene a la memoria la peli de Resnais, La guerre est finie con un aroma nostálgico). No, la guerra no ha terminado. Sigue luchándose en otros campos, con otras armas, pero con la misma ferocidad e idéntica virulencia. Este frente, muy determinante para la guerra, que es pasado, algo reservado en gran medida a los historiadores es el historiográfico. La munición es la memoria. ¿Qué memoria? ¿La que fabricamos al dictado de nuestras convicciones y/o intereses o la que sale de los datos históricos, contrastados, irrefutables, y no permite más que una interpretación? Es una guerra sobre la interpretación de la guerra que enfrenta, a juicio de los autores de la obra, una historiografía fraudulenta, propagandística con otra seria, rigurosa, académica, basada en datos empíricos.
Sin duda todos nos refugiamos en la segunda opción pues a nadie le gusta que le cuenten trolas o lo tomen por un pánfilo al que se pueden colocar unos rollos propagandísticos como si estuvieran científicamente probados. A nadie. Ni siquiera a quienes se dedican a la propaganda, razón por la cual sostienen siempre que sus interpretaciones están avaladas por rigurosas investigaciones históricas y que son los demás quienes se inventan los hechos. Es el problema que plantea toda propaganda: que dice no serlo. Ahora. Antaño se llevaba con un punto de orgullo, sin ir más lejos en el conflicto español: frente al Ministerio de Propaganda de la República, la Junta franquista de Defensa contó pronto con una Oficina de Prensa y Propaganda. La guerra civil también se libró en terrenos muy simbólicos. Y sigue haciéndose.
Por eso es oportunísimo este libro. No solamente por la bulla que meten los escritores al uso del llamado "revisionismo" y el amigo Stanley Payne (que parece un brigada internacional de la derecha), todos los cuales son savia nueva para el tronco reseco de la historiografía franquista, al estilo de Joaquín Arrarás o del falangista García Venero. También ha sentado cátedra para la Historia la Real Academia correspondiente publicando un diccionario de biografías patrias, algunas de las cuales mueven un poco a risa. La más notable, la de Franco, encargada a un notable medievalista (muy oportuna la especialización, por cierto), fervoroso partidario del general biografiado. De tal modo, su texto corresponde más a las convicciones franquistas del autor que a los datos de la historia e incluso del sentido común. Que un historiador sostenga que Franco no era totalitario cuando hay documentos escritos y orales de circulación general que demuestran lo contrario porque el propio interesado confiesa serlo, no precisa mayor comentario. Luis Suárez Fernández es el nombre de quien ha perpetrado este dislate con dineros públicos, un presidente, por lo demás de la Hermandad del Valle de los Caídos, el absurdo mausoleo en que está enterrado el dictador y miles de sus seguidores y de sus víctimas.
El coordinador de la obra, Sánchez Pérez, hace una gran exposición de su sentido y aclara muy bien los términos de la controversia, poniendo a cada cual en su lugar, incluida la Real Academia de la Historia, que ya es universalmente célebre por incurrir en un ridículo mundial. Resume además el sentido del libro, consistente en responder a la pregunta central: ¿quién es el responsable de la guerra civil? ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién la empezó? Con respuestas claras, basadas en investigaciones en fuentes originales, inéditas, con datos irrefutables, fácilmente contrastables.
La tesis del libro, que está, además, organizado para apuntalarla en todas sus vertientes (militar, religiosa, política, etc.) es que la guerra la iniciaron, y es responsabilidad exclusiva suya, los militares sediciosos en connivencia con sectores civiles, partidos y políticos. Fue una "contrarrevolución preventiva", término que aparece pronto en las justificaciones frente a una revolución que no existía ni siquiera en grado de proyecto. Los rebeldes querían destruir la República y se inventaron una revolución como pretexto.
El ataque más contundente, el arma más poderosa que deja definitivamente zanjada la controversia, viene a cargo de Ángel Viñas, cuya autoridad en la historiografía de la República y la guerra es hoy incuestionable. Aporta Viñas los contratos de compra de armamento italiano, firmados por Pedro Sáinz Rodríguez en nombre de la derecha española en su proyecto de golpe de Estado contra la República, financiado por Juan March. Los llamados "Contratos romanos", firmados el 1º de julio de 1936, antes del asesinato de Calvo Sotelo, hecho del que suele colgarse el llamado "Alzamiento Nacional" que, en realidad, bien se ve, venía siendo preparado desde mucho antes. Y no eran contratos por material para un golpe de Estado más o menos rápido, sino para una verdadera guerra.
Dicho lo anterior, podríamos prescindir del resto del libro ya que el capítulo de Viñas da la respuesta definitiva a la pregunta planteada. Y no se crea que se trata de un oscuro asunto de eruditos, no. Hace pocas fechas, un dirigente del PP atribuía en público a la República la responsabilidad de haber causado "un millón de muertos". Ni fueron tantos como los de Gironella, a los que se referirá este buen hombre, ni son achacables a la República sino a los fascistas que se sublevaron contra ella con los que probablemente simpatice este político, pues los exonera de su responsabilidad. Pero el abandono no sería buena opción y, además, imposible porque, aunque parezca mentira en una obra de árida historiografía académica, el texto agarra como si fuera una narración literaria. Muchos de los demás capítulos son tan interesantes como el del Viñas, aunque no tengan su poder explicativo.
Si hubiera que buscar un antecesor a esta empeño, sería Herbert Routledge Southworth, al que varios de los autores del libro se refieren expresamente. Sin duda. La temprana obra del americano, El mito de la cruzada de Franco, publicada en Ruedo Ibérico en París, ya dejaba claro el edificio de patrañas y fábulas que había tejido la propaganda franquista. Sobrevive al escritor otra que creo es póstuma, en la que da cuenta de hasta dónde ha llegado en su tarea de desmitificar el franquismo, tarea en la que estos historiadores siguen empeñados con notable éxito.
Como uno de los puntos cruciales que se tratan en el libro es el enfrentamiento en Barcelona de las izquierdas en mayo de 1937, también se mencionan varias veces los nombres de Bolloten y Borkenau. Bolloten hacía pivotar aquí la "gran conspiración" comunista, tesis que parece convencer a Payne. Borkenau tiene otra perspectiva y su libro es más de reportaje. Lo que llama la atención en él es su agudeza de juicio. Así que, como propaganda, no vale. No lo es. De este asunto se ocupa el texto del fallecido Julio Aróstegui quien dictamina tras su notable trabajo que la pretendida revolución de las izquierdas que se invocó para justificar la sublevación militar de las derechas fue "más mitológica que real" (p. 188).
Dicha sublevación militar venía siendo en cambio preparada con mayor o menor fortuna (y con muchos elementos de típica chapuza hispana) desde años atrás a través de los agravios de una casta militar privilegiada, sobredimensionada, embriagada de su fuerza y convencida de que la República estaba tratando de convertirla en un chivo expiatorio de sus desmanes. Fernando Puell de la Villa, militar él mismo, analiza en un capítulo sobre "la trama militar de la conspiración" los elementos que alimentaban este espíritu insurreccional castrense que, a su juicio, se compone de una "mentalidad intervencionista" (p. 56), un "victimismo paranoide" (p. 58), con el añadido de algunos factores contingentes que siempre apuntaron en el mismo sentido, como la cuestión catalana (p. 61) o el supuesto "peligro bolchevique" (p. 64).
Muy informativo y sistemático resulta el capítulo de Eduardo González Calleja, "la radicalización de las derechas", en el que distingue las corrientes de estas y da cumplida cuenta de las pintorescas relaciones que entre ellas mantenían: legitimismo carlista, catolicismo de la CEDA, alfonsismo y fascismo (p. 222). Cuatro banderías que reconocieron de inmediato que el punto de fusión de sus intereses comunes (dijeran lo que dijeran en sus proclamas) consistía en echarse en brazos de ejército.
El clérigo catalán Hilari Raguer, de la mítica abadía de Montserrat, tiene a su cargo presentar las relaciones de la iglesia católica con el "alzamiento". Un asunto crucial porque el clero funcionó desde el primer momento como el principal aliado y legitimador del golpe militar de los generales felones. Parece prudente encomendárselo a alguien que conoce la cofradía por dentro porque, en efecto, echa mano y expone información, de interés, como esa referencia al texto del canónigo magistral de Salamanca , Aniceto Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía (p. 248) que, aunque conocido, no está lo suficientemente valorado en su importancia en cuanto entronque del golpismo del generalato con la tradición filosófico-política del derecho de resistencia.
Novedad para este crítico es la mención a la curiosa conspiración de aquel majadero que fue Eugenio Vegas Latapie, alma de todas las conspiraciones monárquicas y de Acción Española, quien pretendía organizar un atentado terrorista que provocara la guerra civil (p. 250). En el fondo, esta provocación criminal resume como una metáfora, el sentido todo de esta guerra que aún no ha terminado: quienes ansiaban acabar con la República en defensa de sus intereses de clase, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para ello, a cometer todo tipo de crímenes y felonías... y a achacárselos después a quienes, al apoyar al gobierno legítimo, se opusieron a sus designios. En realidad, si los psicólogos quieren una muestra empírica incuestionable de esa patología que llaman proyección, inherente a la derecha española y consistente en acusar a los demás de hacer lo que ella hace, que consideren cómo los delincuentes rebeldes acabaron encarcelando, "juzgando" y asesinando a sus enemigos acusándolos de "rebelión". Tática de proyección que la derecha sigue aplicando hoy día de igual modo aunque, de momento, con efectos menos cruentos.
El capítulo de Raguer tenía que tratar el asunto de la cruzada en cuanto concepto legitimatorio esencial del franquismo emanado de la iglesia. El autor recuerda que el término no aparece en la famosa carta colectiva de los obispos españoles del 1º de julio de 1937 (p. 255) pero lo que es evidente, obispos o no obispos, es que el término echó raíces, fue esencial para la justificación de la guerra civil y la barbarie fascista desencadenada en España y, desde luego, salió de la iglesia. No de la propaganda del 5º Regimiento. Y que el Vaticano no la empleara expressis verbis tampoco quiere decir gran cosa para quien, como Raguer, seguramente conoce las muchas lenguas con que habla la Santa Sede.
El capítulo de Fernando Hernández Sánchez, "con el cuchillo entre los dientes: el mito del 'peligro comunista' en España en julio de 1936" tiene asimismo especial relevancia a los efectos específicos del libro. Remacha Hernández la idea de que la sublevación militar, producto de la previa (y única) conspiración antirrepublicana, fue una "contrarrevolución preventiva" (p. 275) y, muy convincentemente, concluye que el Frente Popular y su columna vertebral, el PCE, lucharon siempre en defensa de la legalidad republicana (p. 287). De revolución en ciernes, nada. Son incontables los testimonios que prueban cómo los comunistas se opusieron primero y yugularon después todas las ensoñaciones revolucionarias de la CNT/FAI o el POUM. Nos adentramos aquí en este episodio -ya tratado en otras partes del libro- que podríamos llamar la "guerra civil dentro de la guerra civil" que concluyó con el triunfo de los comunistas (o los estalinistas, como los llamaban los trostkistas) y la aceptación del principio de primero la guerra y luego la revolución.
En este asunto, como suele suceder en los hechos históricos, hay matices y matices. Si uno restringe el ámbito exclusivamente al escenario español, el punto de vista de Hernández es incuestionable: los comunistas pegan un giro a raíz del VII Congreso del Komintern en 1935 y pasan a propugnar la política de "frentes populares" como forma de lucha contra el fascismo. Un giro de 180º que tiene tanta justificación y elementos propagandísticos como sus posiciones anteriores. España fue una pieza más, sin duda importante, pero una más, en la formidable política de agit-prop de la Internacional Comunista, organizada en gran parte por aquel genio de la propaganda que se llamó Willi Münzenberg, posteriormente asesinado quizá por agentes estalinistas. Los comunistas en España obedecían consignas (entre otras, acabar con los "traidores" trostkistas) y las hubieran seguido aunque hubieran sido las contrarias. Reconozco que esto no cambia gran cosa en cuanto al fondo de la discusión de si había o no un "peligro comunista" en España en julio de 1936, pero hay que ir muy al fondo de las cosas y matizar bastante para los años posteriores. Bolloten, seguramente, se vendió por un plato de lentejas; pero, es de insistir, Borkenau fue mucho más perspicaz.
El capítulo de José Luis Ledesma, "La 'primavera trágica' de 1936 y la pendiente hacia la guerra civil", que es un buen complemento al de Francisco Pérez Sánchez, "Las reformas de la primavera del 36", muy concentrado en el análisis de las distintas medidas de reforma de la República, supone un buen colofón a este recomendable libro. Ledesma no duda en calificar de "leyenda negra" lo de la amenaza revolucionaria pretextada por las derechas conspiradoras, sublevadas y golpistas (p. 311), pero matiza algo que es de justicia. No hubo una violencia especialmente significativa de las izquierdas antes de la sublevación militar (quizá fuera mayor la sistemática provocación de los pistoleros falangistas y católicos), pero sí se encendió en cierto grado a raíz de dicha sublevación. Pero eso, obviamente, requiere otro juicio. No se puede amalgamar con la anterior, como ha hecho sistemáticamente la historiografía franquista muchos de cuyos seguidores siguen produciendo esa bazofia seudohistórica y legitimatoria en defensa del que quizá haya sido el régimen más bestial, cruento, asesino y vergonzoso de la historia de este sufrido país.
Añádase a todo lo anterior con su poderosa armazón historiográfica la reproducción de los originales de las abrumadoras pruebas de cargo que aportan los autores: los contratos de Roma y en anexos los documentos elaborados por el general Mola en preparación del golpe de Estado de julio de 1936 que demuestran una clara voluntad de recurrir a la máxima violencia de la guerra para derribar la República y continuar luego con una política de represión y terror en contra de la población civil en términos que la conciencia posterior de la humanidad ha calificado de genocidio. Estos torturadores españoles que reclama hoy la justicia argentina son en realidad los servidores y perpetuadores de un régimen ilegal, delictivo, terrorista y genocida, preparado con mucha antelación a julio de 1936. Los contratos de Roma, por lo demás, ya se ha dicho, no apuntaban a un mero "golpe de Estado". Basta con ver el material bélico comprado que tan profusamente se describe. Además, lo que estas cuentas prueban asimismo es la directa implicación de Mussolini en la preparación del asalto armado contra la República española. Fueron los alemanes y los italianos quienes ayudaron decisivamente a Franco a ganar la guerra. Los rusos llegaron mucho más tarde y, por razones evidentes, pudieron hacer bastante menos.
Efectivamente, bienvenido este último libro sobre la guerra civil. Una guerra que aún no ha terminado.
Dicha sublevación militar venía siendo en cambio preparada con mayor o menor fortuna (y con muchos elementos de típica chapuza hispana) desde años atrás a través de los agravios de una casta militar privilegiada, sobredimensionada, embriagada de su fuerza y convencida de que la República estaba tratando de convertirla en un chivo expiatorio de sus desmanes. Fernando Puell de la Villa, militar él mismo, analiza en un capítulo sobre "la trama militar de la conspiración" los elementos que alimentaban este espíritu insurreccional castrense que, a su juicio, se compone de una "mentalidad intervencionista" (p. 56), un "victimismo paranoide" (p. 58), con el añadido de algunos factores contingentes que siempre apuntaron en el mismo sentido, como la cuestión catalana (p. 61) o el supuesto "peligro bolchevique" (p. 64).
Muy informativo y sistemático resulta el capítulo de Eduardo González Calleja, "la radicalización de las derechas", en el que distingue las corrientes de estas y da cumplida cuenta de las pintorescas relaciones que entre ellas mantenían: legitimismo carlista, catolicismo de la CEDA, alfonsismo y fascismo (p. 222). Cuatro banderías que reconocieron de inmediato que el punto de fusión de sus intereses comunes (dijeran lo que dijeran en sus proclamas) consistía en echarse en brazos de ejército.
El clérigo catalán Hilari Raguer, de la mítica abadía de Montserrat, tiene a su cargo presentar las relaciones de la iglesia católica con el "alzamiento". Un asunto crucial porque el clero funcionó desde el primer momento como el principal aliado y legitimador del golpe militar de los generales felones. Parece prudente encomendárselo a alguien que conoce la cofradía por dentro porque, en efecto, echa mano y expone información, de interés, como esa referencia al texto del canónigo magistral de Salamanca , Aniceto Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía (p. 248) que, aunque conocido, no está lo suficientemente valorado en su importancia en cuanto entronque del golpismo del generalato con la tradición filosófico-política del derecho de resistencia.
Novedad para este crítico es la mención a la curiosa conspiración de aquel majadero que fue Eugenio Vegas Latapie, alma de todas las conspiraciones monárquicas y de Acción Española, quien pretendía organizar un atentado terrorista que provocara la guerra civil (p. 250). En el fondo, esta provocación criminal resume como una metáfora, el sentido todo de esta guerra que aún no ha terminado: quienes ansiaban acabar con la República en defensa de sus intereses de clase, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para ello, a cometer todo tipo de crímenes y felonías... y a achacárselos después a quienes, al apoyar al gobierno legítimo, se opusieron a sus designios. En realidad, si los psicólogos quieren una muestra empírica incuestionable de esa patología que llaman proyección, inherente a la derecha española y consistente en acusar a los demás de hacer lo que ella hace, que consideren cómo los delincuentes rebeldes acabaron encarcelando, "juzgando" y asesinando a sus enemigos acusándolos de "rebelión". Tática de proyección que la derecha sigue aplicando hoy día de igual modo aunque, de momento, con efectos menos cruentos.
El capítulo de Raguer tenía que tratar el asunto de la cruzada en cuanto concepto legitimatorio esencial del franquismo emanado de la iglesia. El autor recuerda que el término no aparece en la famosa carta colectiva de los obispos españoles del 1º de julio de 1937 (p. 255) pero lo que es evidente, obispos o no obispos, es que el término echó raíces, fue esencial para la justificación de la guerra civil y la barbarie fascista desencadenada en España y, desde luego, salió de la iglesia. No de la propaganda del 5º Regimiento. Y que el Vaticano no la empleara expressis verbis tampoco quiere decir gran cosa para quien, como Raguer, seguramente conoce las muchas lenguas con que habla la Santa Sede.
El capítulo de Fernando Hernández Sánchez, "con el cuchillo entre los dientes: el mito del 'peligro comunista' en España en julio de 1936" tiene asimismo especial relevancia a los efectos específicos del libro. Remacha Hernández la idea de que la sublevación militar, producto de la previa (y única) conspiración antirrepublicana, fue una "contrarrevolución preventiva" (p. 275) y, muy convincentemente, concluye que el Frente Popular y su columna vertebral, el PCE, lucharon siempre en defensa de la legalidad republicana (p. 287). De revolución en ciernes, nada. Son incontables los testimonios que prueban cómo los comunistas se opusieron primero y yugularon después todas las ensoñaciones revolucionarias de la CNT/FAI o el POUM. Nos adentramos aquí en este episodio -ya tratado en otras partes del libro- que podríamos llamar la "guerra civil dentro de la guerra civil" que concluyó con el triunfo de los comunistas (o los estalinistas, como los llamaban los trostkistas) y la aceptación del principio de primero la guerra y luego la revolución.
En este asunto, como suele suceder en los hechos históricos, hay matices y matices. Si uno restringe el ámbito exclusivamente al escenario español, el punto de vista de Hernández es incuestionable: los comunistas pegan un giro a raíz del VII Congreso del Komintern en 1935 y pasan a propugnar la política de "frentes populares" como forma de lucha contra el fascismo. Un giro de 180º que tiene tanta justificación y elementos propagandísticos como sus posiciones anteriores. España fue una pieza más, sin duda importante, pero una más, en la formidable política de agit-prop de la Internacional Comunista, organizada en gran parte por aquel genio de la propaganda que se llamó Willi Münzenberg, posteriormente asesinado quizá por agentes estalinistas. Los comunistas en España obedecían consignas (entre otras, acabar con los "traidores" trostkistas) y las hubieran seguido aunque hubieran sido las contrarias. Reconozco que esto no cambia gran cosa en cuanto al fondo de la discusión de si había o no un "peligro comunista" en España en julio de 1936, pero hay que ir muy al fondo de las cosas y matizar bastante para los años posteriores. Bolloten, seguramente, se vendió por un plato de lentejas; pero, es de insistir, Borkenau fue mucho más perspicaz.
El capítulo de José Luis Ledesma, "La 'primavera trágica' de 1936 y la pendiente hacia la guerra civil", que es un buen complemento al de Francisco Pérez Sánchez, "Las reformas de la primavera del 36", muy concentrado en el análisis de las distintas medidas de reforma de la República, supone un buen colofón a este recomendable libro. Ledesma no duda en calificar de "leyenda negra" lo de la amenaza revolucionaria pretextada por las derechas conspiradoras, sublevadas y golpistas (p. 311), pero matiza algo que es de justicia. No hubo una violencia especialmente significativa de las izquierdas antes de la sublevación militar (quizá fuera mayor la sistemática provocación de los pistoleros falangistas y católicos), pero sí se encendió en cierto grado a raíz de dicha sublevación. Pero eso, obviamente, requiere otro juicio. No se puede amalgamar con la anterior, como ha hecho sistemáticamente la historiografía franquista muchos de cuyos seguidores siguen produciendo esa bazofia seudohistórica y legitimatoria en defensa del que quizá haya sido el régimen más bestial, cruento, asesino y vergonzoso de la historia de este sufrido país.
Añádase a todo lo anterior con su poderosa armazón historiográfica la reproducción de los originales de las abrumadoras pruebas de cargo que aportan los autores: los contratos de Roma y en anexos los documentos elaborados por el general Mola en preparación del golpe de Estado de julio de 1936 que demuestran una clara voluntad de recurrir a la máxima violencia de la guerra para derribar la República y continuar luego con una política de represión y terror en contra de la población civil en términos que la conciencia posterior de la humanidad ha calificado de genocidio. Estos torturadores españoles que reclama hoy la justicia argentina son en realidad los servidores y perpetuadores de un régimen ilegal, delictivo, terrorista y genocida, preparado con mucha antelación a julio de 1936. Los contratos de Roma, por lo demás, ya se ha dicho, no apuntaban a un mero "golpe de Estado". Basta con ver el material bélico comprado que tan profusamente se describe. Además, lo que estas cuentas prueban asimismo es la directa implicación de Mussolini en la preparación del asalto armado contra la República española. Fueron los alemanes y los italianos quienes ayudaron decisivamente a Franco a ganar la guerra. Los rusos llegaron mucho más tarde y, por razones evidentes, pudieron hacer bastante menos.
Efectivamente, bienvenido este último libro sobre la guerra civil. Una guerra que aún no ha terminado.