dimecres, 16 d’octubre del 2013
¡Viva España con honra!
Las fotos de la historia y la historia de las fotos.
dijous, 26 de setembre del 2013
La guerra no ha terminado.
Dicha sublevación militar venía siendo en cambio preparada con mayor o menor fortuna (y con muchos elementos de típica chapuza hispana) desde años atrás a través de los agravios de una casta militar privilegiada, sobredimensionada, embriagada de su fuerza y convencida de que la República estaba tratando de convertirla en un chivo expiatorio de sus desmanes. Fernando Puell de la Villa, militar él mismo, analiza en un capítulo sobre "la trama militar de la conspiración" los elementos que alimentaban este espíritu insurreccional castrense que, a su juicio, se compone de una "mentalidad intervencionista" (p. 56), un "victimismo paranoide" (p. 58), con el añadido de algunos factores contingentes que siempre apuntaron en el mismo sentido, como la cuestión catalana (p. 61) o el supuesto "peligro bolchevique" (p. 64).
Muy informativo y sistemático resulta el capítulo de Eduardo González Calleja, "la radicalización de las derechas", en el que distingue las corrientes de estas y da cumplida cuenta de las pintorescas relaciones que entre ellas mantenían: legitimismo carlista, catolicismo de la CEDA, alfonsismo y fascismo (p. 222). Cuatro banderías que reconocieron de inmediato que el punto de fusión de sus intereses comunes (dijeran lo que dijeran en sus proclamas) consistía en echarse en brazos de ejército.
El clérigo catalán Hilari Raguer, de la mítica abadía de Montserrat, tiene a su cargo presentar las relaciones de la iglesia católica con el "alzamiento". Un asunto crucial porque el clero funcionó desde el primer momento como el principal aliado y legitimador del golpe militar de los generales felones. Parece prudente encomendárselo a alguien que conoce la cofradía por dentro porque, en efecto, echa mano y expone información, de interés, como esa referencia al texto del canónigo magistral de Salamanca , Aniceto Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía (p. 248) que, aunque conocido, no está lo suficientemente valorado en su importancia en cuanto entronque del golpismo del generalato con la tradición filosófico-política del derecho de resistencia.
Novedad para este crítico es la mención a la curiosa conspiración de aquel majadero que fue Eugenio Vegas Latapie, alma de todas las conspiraciones monárquicas y de Acción Española, quien pretendía organizar un atentado terrorista que provocara la guerra civil (p. 250). En el fondo, esta provocación criminal resume como una metáfora, el sentido todo de esta guerra que aún no ha terminado: quienes ansiaban acabar con la República en defensa de sus intereses de clase, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para ello, a cometer todo tipo de crímenes y felonías... y a achacárselos después a quienes, al apoyar al gobierno legítimo, se opusieron a sus designios. En realidad, si los psicólogos quieren una muestra empírica incuestionable de esa patología que llaman proyección, inherente a la derecha española y consistente en acusar a los demás de hacer lo que ella hace, que consideren cómo los delincuentes rebeldes acabaron encarcelando, "juzgando" y asesinando a sus enemigos acusándolos de "rebelión". Tática de proyección que la derecha sigue aplicando hoy día de igual modo aunque, de momento, con efectos menos cruentos.
El capítulo de Raguer tenía que tratar el asunto de la cruzada en cuanto concepto legitimatorio esencial del franquismo emanado de la iglesia. El autor recuerda que el término no aparece en la famosa carta colectiva de los obispos españoles del 1º de julio de 1937 (p. 255) pero lo que es evidente, obispos o no obispos, es que el término echó raíces, fue esencial para la justificación de la guerra civil y la barbarie fascista desencadenada en España y, desde luego, salió de la iglesia. No de la propaganda del 5º Regimiento. Y que el Vaticano no la empleara expressis verbis tampoco quiere decir gran cosa para quien, como Raguer, seguramente conoce las muchas lenguas con que habla la Santa Sede.
El capítulo de Fernando Hernández Sánchez, "con el cuchillo entre los dientes: el mito del 'peligro comunista' en España en julio de 1936" tiene asimismo especial relevancia a los efectos específicos del libro. Remacha Hernández la idea de que la sublevación militar, producto de la previa (y única) conspiración antirrepublicana, fue una "contrarrevolución preventiva" (p. 275) y, muy convincentemente, concluye que el Frente Popular y su columna vertebral, el PCE, lucharon siempre en defensa de la legalidad republicana (p. 287). De revolución en ciernes, nada. Son incontables los testimonios que prueban cómo los comunistas se opusieron primero y yugularon después todas las ensoñaciones revolucionarias de la CNT/FAI o el POUM. Nos adentramos aquí en este episodio -ya tratado en otras partes del libro- que podríamos llamar la "guerra civil dentro de la guerra civil" que concluyó con el triunfo de los comunistas (o los estalinistas, como los llamaban los trostkistas) y la aceptación del principio de primero la guerra y luego la revolución.
En este asunto, como suele suceder en los hechos históricos, hay matices y matices. Si uno restringe el ámbito exclusivamente al escenario español, el punto de vista de Hernández es incuestionable: los comunistas pegan un giro a raíz del VII Congreso del Komintern en 1935 y pasan a propugnar la política de "frentes populares" como forma de lucha contra el fascismo. Un giro de 180º que tiene tanta justificación y elementos propagandísticos como sus posiciones anteriores. España fue una pieza más, sin duda importante, pero una más, en la formidable política de agit-prop de la Internacional Comunista, organizada en gran parte por aquel genio de la propaganda que se llamó Willi Münzenberg, posteriormente asesinado quizá por agentes estalinistas. Los comunistas en España obedecían consignas (entre otras, acabar con los "traidores" trostkistas) y las hubieran seguido aunque hubieran sido las contrarias. Reconozco que esto no cambia gran cosa en cuanto al fondo de la discusión de si había o no un "peligro comunista" en España en julio de 1936, pero hay que ir muy al fondo de las cosas y matizar bastante para los años posteriores. Bolloten, seguramente, se vendió por un plato de lentejas; pero, es de insistir, Borkenau fue mucho más perspicaz.
El capítulo de José Luis Ledesma, "La 'primavera trágica' de 1936 y la pendiente hacia la guerra civil", que es un buen complemento al de Francisco Pérez Sánchez, "Las reformas de la primavera del 36", muy concentrado en el análisis de las distintas medidas de reforma de la República, supone un buen colofón a este recomendable libro. Ledesma no duda en calificar de "leyenda negra" lo de la amenaza revolucionaria pretextada por las derechas conspiradoras, sublevadas y golpistas (p. 311), pero matiza algo que es de justicia. No hubo una violencia especialmente significativa de las izquierdas antes de la sublevación militar (quizá fuera mayor la sistemática provocación de los pistoleros falangistas y católicos), pero sí se encendió en cierto grado a raíz de dicha sublevación. Pero eso, obviamente, requiere otro juicio. No se puede amalgamar con la anterior, como ha hecho sistemáticamente la historiografía franquista muchos de cuyos seguidores siguen produciendo esa bazofia seudohistórica y legitimatoria en defensa del que quizá haya sido el régimen más bestial, cruento, asesino y vergonzoso de la historia de este sufrido país.
Añádase a todo lo anterior con su poderosa armazón historiográfica la reproducción de los originales de las abrumadoras pruebas de cargo que aportan los autores: los contratos de Roma y en anexos los documentos elaborados por el general Mola en preparación del golpe de Estado de julio de 1936 que demuestran una clara voluntad de recurrir a la máxima violencia de la guerra para derribar la República y continuar luego con una política de represión y terror en contra de la población civil en términos que la conciencia posterior de la humanidad ha calificado de genocidio. Estos torturadores españoles que reclama hoy la justicia argentina son en realidad los servidores y perpetuadores de un régimen ilegal, delictivo, terrorista y genocida, preparado con mucha antelación a julio de 1936. Los contratos de Roma, por lo demás, ya se ha dicho, no apuntaban a un mero "golpe de Estado". Basta con ver el material bélico comprado que tan profusamente se describe. Además, lo que estas cuentas prueban asimismo es la directa implicación de Mussolini en la preparación del asalto armado contra la República española. Fueron los alemanes y los italianos quienes ayudaron decisivamente a Franco a ganar la guerra. Los rusos llegaron mucho más tarde y, por razones evidentes, pudieron hacer bastante menos.
Efectivamente, bienvenido este último libro sobre la guerra civil. Una guerra que aún no ha terminado.
dijous, 5 de setembre del 2013
Estado de corrupción.
Dice Die Welt que la corrupción en España es comparable a una dictadura del Tercer Mundo. ¡Qué ingenuos son estos alemanes! Y trasnochados. Ya no se estilan las dictaduras en el Tercer Mundo, al menos en América Latina. Ahora hay gobiernos de izquierdas más o menos autóctonas y repúblicas del Consenso de Washington. Pero, comparados con la corrupción de España, no tienen ni color. O quizá color, colorido, sea lo único que tengan. En todo lo demás nos dan sopa con honda.
divendres, 9 d’agost del 2013
Los males de la Patria.
divendres, 24 de maig del 2013
Las dos Españas otra vez.
dissabte, 6 d’abril del 2013
¿Qué veían aquellos ojos?
dimecres, 19 de desembre del 2012
Los útimos momentos de Pompeya.
dilluns, 19 de març del 2012
La teocracia liberal
Se cumplen 200 años de la Constitución de 1812, popularmente conocida como La Pepa, y Cádiz, ciudad en la que esta Constitución se proclamó, anda en fiestas. La Pepa estuvo en vigor en tres breves periodos de la historia patria, en 1812/1814, 1820/1823 y 1836/1837. Pero lo que no alcanzó en términos de norma positiva lo logró en cambio en el orden simbólico. Ha servido siempre -y sigue haciéndolo- como emblema del liberalismo español, como prueba de que la raza no está condenada a sufrir sempiterna tiranía sino que, cuando el pueblo quiere, es capaz de dotarse de instrumentos esclarecidos de gobierno. La Constitución de 1812 influyó mucho en el constitucionalismo europeo del XIX y de hecho estuvo en vigor y más tiempo que en España en el Reino de las dos Sicilias.
¡Loor, pues, al símbolo del liberalismo hispano! El documento que anuncia al mundo la llegada de la nación española. Porque esa es la gran virtud del texto, el ser el acta del nacimiento nacional. ¿Acaso no estaba entonces en ilegítimo vigor la Constitución de Bayona de 1808, la Constitución de José I? En modo alguno, sostenían los patriotas gaditanos: la nación española habla en el texto de 1812, afrancesado por la forma (ya que, al fin y al cabo, es una Constitución) pero reciamente hispánico, castizo, en su contenido.
Resulta así que, efectivamente, por obra de esta interpretación del origen de la nación española, La Pepa es el crisol en el que se se forja y aparece identificada desde el principio con los valores del liberalismo. Será la Constitución de la libertad frente a la tiranía. Así es como surgen también los mitos y las leyendas, sobre todo cuando nadie se preocupa por indagar en la naturaleza exacta del símbolo mismo. Prácticamente ninguno de los que estos días celebran la Constitución de 1812, hablan de ella y la presentan como el ideal al que los liberales y demócratas españoles han dirigido la mirada, la han leído y, por tanto, no saben lo que dice en realidad. El origen de todo suele ser oscuro, pero no sé si tanto que acabe siendo lo que no es.
Personalmente siempre me ha llamado mucho la atención que el liberalismo español sea cosa del clero y que, en el fondo, la Pepa sea una constitución de curas que, en definitiva, establece una teocracia disimulada y no tan disimulada, al extremo de que vincula la condición nacional española con el catolicismo. El artículo 12 retrata el empeño: La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra. Por cierto, gustará más o menos a los patriotas pero la odiada Constitución de Bayona (que conocía muy bien al pueblo español) decía ya en su artículo 1ºLa religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra lo que, entre otras cosas, demuestra la tradicional y anfibia habilidad de la iglesia, que apostaba a las dos barajas, la española y la francesa.
Los curas están presentes en la gobernación del país pues cuatro de ellos (dos necesariamente obispos) forman parte del Consejo de Estado (cuarenta personas, art. 232), del que se asesora el Rey para gobernar. Y no solamente gobierna, sino que se reproduce en el sistema educativo en términos que la jerarquía siempre ha visto con buenos ojos, pues es negocio de almas y de dineros, idénticos para la iglesia. Según el artículo 366: En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles. Es decir, en la Pepa la educación para la ciudadanía competía a los curas. A esto llaman las buenas gentes de hoy liberalismo; y lo será, pero en los términos de Esperanza Aguirre.
También los otros motivos de enternecedora simpatía de la Pepa tienen sus más y sus menos. Es cierto que reputa españoles a todos los hombres libres nacidos en los dominios de la Españas de ambos hemisferios. Pero ello mismo lo dice, hombre libres. Los esclavos no son españoles. El espíritu doceañero acepta la esclavitud. Es también una determinación racista, aunque esta no se explicite: los españoles nacidos en el África no son ciudadanos salvo que se lo ganen "por la virtud y el merecimiento" (art. 22).
Entre los habituales temas hagiográficos que señalan la bendita ingenuidad de los constituyentes suele señalarse que se ordena a los españoles que sean "justos y benéficos" (art. 6) y que se considere que el fin del gobierno sea la felicidad de la nación. Menos se conoce que da como forma de gobierno una fórmula ideológica que también huele a eclesiástica, una Monarquía moderada hereditaria (art.14) en la persona de un Rey que es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad (art. 168), condición que prácticamente reproduce la Constitución vigente de 1978 al decir que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad (art. 56, 3).
Pero lo mejor de todo y lo que definitivamente sitúa a los constituyentes de 1812 no ya solo en la ingenuidad sino directamente en Babia es el hecho de proclamar que el Rey de las Españas es el Señor Don Fernando VII de Borbón, que actualmente reina. Esto es, si el liberalismo de la Pepa tiene un tufo eclesiástico evidente, la capacidad de los constituyentes para entender el momento en que vivían y las gentes que lo hacían era tan inexistente como la de prever el futuro más inmediato.
No está mal celebrar un hecho histórico, pero conviene saber qué se celebra en concreto y no darle más alcance del que tenía en realidad. La Pepa no es otra cosa que el primer hito del nacional-catolicismo e inaugura una idea de nación con la que Palinuro no está ni estará jamás de acuerdo.
Las prisas de esta desenfrenada época de torbellino tecnológico me hicieron olvidarme de la Inquisición, que los doceañistas mantuvieron incólume -prueba de su intenso espíritu liberal- hasta 1821. Me la ha recordado Juan Domingo Sánchez Estop, con quien tengo abundantes afinidades electivas. Gracias, Juan.
(La imagen es una foto de zugaldia, bajo licencia de Creative Commons).
divendres, 9 de març del 2012
Mujeres.
Tremendo el cuadro de Gustave Courbet, el origen del mundo (1866), en el Museo d'Orsay, París, ¿verdad? Hágase un interesante ejercicio: pregúntese cada cual por qué resulta chocante un cuadro tan normal como realista/naturalista. Las respuestas se relacionan de mil modos con el problema que plantea la lucha por la emancipación de las mujeres, probablemente el conflicto social más antiguo y más profundo.
Ayer se celebró el día internacional de la mujer trabajadora. Los 364 restantes son "normales". "Normales" quiere decir ordinarios en nuestras sociedades patriarcales en las que la desigualdad y la discriminación por razón de sexo son permanentes y universales y se agudizan con la plaga de violencia de género por la que mueren decenas de mujeres todos los años en España, miles en el mundo entero. 364 días en que las mujeres tienen que soportar una condición social de subalternidad y eso en las sociedades avanzadas; en las otras, en muchas otras, su condición es de humillación, de esclavitud, inhumana.
Una condición muy difícil de remediar porque, aunque las mujeres plantean la lucha como solidaria entre los dos sexos, la verdad es que el masculino tiende a desentenderse, cuando no a oponerse. Mientras las injusticias de trato golpean directamente a las mujeres, a cada mujer, en su vida cotidiana, en su autoestima como persona, los hombres se enfrentan a ellas como no directamente afectados, por solidaridad y su compromiso es mucho menor. Cuando es. Véase qué sorprendente solidaridad de género hay entre la izquierda y la derecha a la hora de tratar este problema en sus justas dimensiones y no darle la prioridad absoluta que de hecho tiene.
La emancipación de las mujeres no es solamente un problema legal. Si lo fuera, ya estaría resuelto. Es mucho más profundo. Afecta a la autoestima de los hombres igual que a la de las mujeres, pero estos no gustan de reconocerlo. Sin embargo es obvio que todo cuanto atañe a las mujeres plantea problemas morales en los que los hombres, con razón o sin ella, se sienten concernidos y sobre los cuales tienen opiniones tajantes y pretenden imponerlas: el aborto, la prostitución, la violencia de género, el feminicido, la trata. Todo ello levanta una gran polémica y origina legislaciones muchas veces contradictorias, prueba de que no hay un criterio único como sí lo hay, por ejemplo, con la esclavitud. Ningún país la tolera legalmente; otra cosa es la práctica.
Y eso que no se ha mencionado aún el problema más profundo que es el de la imagen, el concepto, la idea de la mujer, que vienen condicionadas por el hecho de que prácticamente todas las civilizaciones son misóginas. Hay varias explicaciones para este fenómeno, también discrepantes y que no hacen aquí al caso. En la civilización occidental la misoginia es abrumadora. La religión católica, puntal civilizatorio, es misógina, como todas las religiones; las instituciones, culturas y tradiciones, también lo son, como los códigos legales, las tradiciones artísticas, la literatura y hasta el lenguaje. Esos académicos que salen al paso de las guías de lenguaje no sexista dan por supuesto que la lengua es una especie de fenómeno natural, sempiterno, inamovible en su estadio actual en el que no es otra cosa que el reflejo lingüístico de la forma de dominación patriarcal. Una imagen de inferioridad que comparten muchos hombres y, lo más grave, han interiorizado muchas mujeres. Esas, por ejemplo, que piensan que la discriminación léxica está en la naturaleza de las cosas y no es la cristalización relaciones sociales de dominación que se pueden cambiar.
Un movimiento que pretende romper estructuras autoritarias tan antiguas no lo tiene fácil. La conciencia de que esto es así ha llevado al feminismo históricamente a aliarse con otras minorías reprimidas. La primera con la que hizo frente común en el siglo XIX fue la de los esclavos hasta el punto de que el movimiento sufragista y el abolicionista llegaron a fusionarse. Posteriormente el feminismo ha hecho causa común con otras minorías discriminadas o perseguidas como las sexuales, en concreto las de homosexuales (gays y lesbianas), las de bisexuales y transexuales. En este terreno nos movemos casi en el inicio de los tiempos. En los países occidentales sigue sin estar admitida la plena igualdad de derechos entre homosexuales y heterosexuales. Pero en otros es peor. Los 56 países de la Organización de la Conferencia Islámica han boicoteado una reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre los homosexuales porque en muchos de ellos la homosexualidad no es un derecho sino un delito que en algunos se paga con la muerte. Ese rechazo no augura nada bueno para el avance del feminismo cuya suerte está vinculada a la de las demás minorías discriminadas.
La emancipación de las mujeres es un proceso duro, difícil, con altibajos, que no se coronará en una generación, ni en dos; que no se sabe cuándo se coronará y si se coronará. Porque no depende de las modas, sino de quienes las imponen; no de las instituciones, sino de quienes las hacen; no de las leyes, sino de los legisladores; de lo que estos tienen en la cabeza y en el corazón, de lo que piensan, sienten y hablan. Todo eso que se resume en el cuadro de Courbet y que les hace ocultar o prohibir aquello que más les importa y, en muchos casos, lo único que les importa.
dimarts, 6 de març del 2012
La incompetencia nacional.
Estupendo libro este de José Manuel Lechado (El mal español. Historia crítica de la derecha española, Hondarribia, Hiru, 2011, 480 págs). Ya el título encierra una ambigüedad, ignoro si querida o no, que coincide con su espíritu, porque no significa lo mismo según se tome "mal" como sustantivo y "español" como adjetivo o "mal" como adjetivo y "español" como sustantivo. Son dos significados en órdenes completamente distintos pero ambos claros en los valores que presuponen. Ciertamente el título anuncia y el libro trata del mal que es propio de España, específico suyo, lo genuinamente español.
No es una historia en un sentido académico de investigación historiográfica sino un relato que podríamos llamar militante, interpretativo del devenir de España según un enfoque de izquierda y de carácter divulgativo. La lectura trae al ánimo el eco de la tradición arbitrista, al menos la de la segunda hornada, la regeneracionista. Recuerda El problema nacional de Macías Picavea y se inserta en la tradición de Los males de la patria, de Lucas Mallada. ¿En qué se parecen? En que todos buscan una explicación para la decadencia de España porque todos coinciden en que está en decadencia. Lechado la da ya prácticamente por liquidada y augura su implosión a lo largo del siglo XXI en las unidades previsibles de Cataluña, País Vasco, Galicia y quizá otras menos previsibles.
Es decir, el libro está en la tradición arbitrista por el hecho de buscar y haber encontrado la causa de la postración de España que reside en la fabulosa incompetencia de sus clases dominantes, su falta de patriotismo, de sentido nacional, su egoísmo, su cortoplacismo, su ignorancia, su grosería y, en definitiva, su estupidez. Todos epitetos que se encuentran en el texto y no son los únicos. El autor dice estar indignado y escribe con verdadera pasión, pero muy bien, con un estilo elegante, culto, conversacional, que atrapa al lector desde el principio y le hace leer la obra de corrido, como si fuera una novela. Cosa que en buena parte es, una especie de gran novela dickensiana cuya protagonista, una infeliz España, vive una vida de humillación, miseria y explotación que dura quinientos años a manos de quienes tradicionalmente no han sabido sino desgobernarla a causa de su egoísmo y su estulticia.
Mi alto juicio sobre el libro no procede solamente de su estilo sino, sobre todo, de su contenido con el que estoy de acuerdo. España no ha conseguido cuajar como nación ni como verdadero Estado por la inutilidad, el carácter antinacional de su clase dominante tradicional y la cobardía y cortos vuelos de las políticas burguesas liberales. La vieja tesis marxista (Lechado parece orientarse mucho en la historia a través de la obra de Tuñón de Lara) de la especificidad de España por no haber hecho la revolución burguesa emerge de nuevo aquí y, si no la principal, sí es una de las causas de la ruina nacional que, después del 98, culmina con el franquismo del que la IIª restauración no es más que una prolongación plana y pobre de espíritu.
Al propio tiempo, también la izquierda española (que no es objeto del libro pero sobre la que se habla mucho) ha probado ser consistentemente inepta, si bien es cierto que se le reconocen condiciones más difíciles y, en función de la ideología del autor, se le atribuyen intenciones nobles. Todo lo cual no impide que el resultado de su acción haya sido siempre desastroso, como también lo es el de la derecha si bien no para ella misma que suele prosperar en el desastre que sistemáticamente provoca. La izquierda en cambio queda afectada por el desastre de su acción y se hunde con él.
En definitiva, la tesis del libro es que España es un fracaso como Estado prácticamente desde su fundación que sitúa en 1492, no sin dejar de recordar que ese hecho portentoso del nacimiento de España como Estado, dependió de una pura contingencia. Si Fernando el Católico, viudo de Isabel y casado en segundas nupcias con Germana de Foix, veintitantos años más joven que él, hubiera tenido con ella descendencia masculina, no habría habido unión de Castilla y Aragón ni, por lo tanto, España. El caso es que el Estado ya nace con mal pie, empieza por expulsar a los judíos y adopta luego a lo largo de los siglos y como si fuera una maldición todas las decisiones equivocadas que se puedan adoptar en el orden interno y en el internacional porque no se adoptan en interés del Estado sino de la clase de señoritos cortijeros, nobles estirados. inútiles y empobrecidos, burgueses ennoblecidos que lleva siglos administrándolo como si fuera su cortijo; en interés de la sempiterna derecha, cruz con la que parece tener que cargar España a lo largo de su triste historia igual que los suizos con la de ser un país montañoso o Finlandia la de ser frío.
Lechado resume su tesis de la incompetencia general del país en una observación absolutamente cierta que se repite a lo largo de la obra: el ejército español no sirve para nada porque jamás ha ganado una guerra (pp. 150, 308) como no sea contra su propio pueblo. Pero para eso sí sirve. Y por ello mismo, ha sido un molesto protagonista de la vida política española en todo el siglo XIX y buena parte del XX con dos dictaduras, una de ellas de cuarenta años. A esta continua injerencia militar en la política, característica española que heredarán las "naciones hermanas", dedica el autor bastante atención, centrándola luego en el "africanismo" del ejército. Resulta curioso que otros países hayan conocido épocas de llamado "militarismo" (por ejemplo, el Japón) , pero el término no se haya aplicado nunca a España a pesar de la continua presencia de militares en la política. Quizá se deba ello a que, en el espíritu del libro, los militares españoles no sirvan ni para establecer su propio régimen.
Todo esto forma parte la historia que se cuenta y que lleva su ironía al extremo de detectar que es el triunfo máximo y omnímodo de la clase dirigente en el franquismo precisamente el que causa "la desaparición de España como nación y como Estado soberano en sentido político, económico, social y cultural." (p. 291). No se anda luego el autor con circunloquios a la hora de enjuiciar los acontecimientos posteriores: la transición fue un "bonito remate de la victoria de 1939" (p. 348), el "felipismo" que es "corrupción más sometimiento al capitalismo internacional más conservadurismo político socialdemócrata de 1982 a 1996 y terrorismo de estado." (pp 397/398) ha "acabado con la izquierda" (p. 399). Aznar significa "patrioterismo castellano, catolicismo a ultranza, sueños imperiales, chulería, derroche y culto al líder" (p. 409). Finalmente, la situación es calamitosa pues el PP y el PSOE son inindistinguibles, dos agencias de colocación (...) encargadas por turnos de la gestión del protectorado español" (p. 431). Lo del "protectorado español" tiene su miga.
Discrepo de la igualación entre el PP y el PSOE (aunque es evidente que ese riesgo -para el autor una realidad patente- existe) y de la evaluación final del "felipismo" así como de la valoración negativa que hace de los matrimonios de homosexuales pero, en todo lo demás, suscribo por entero un libro de lectura muy recomendable.
divendres, 3 de febrer del 2012
La revolución es cosa de mujeres.
Juan Sisinio Pérez Garzón (2011) Historia del feminismo. Madrid: libros de la catarata, 255 págs.
Juan Sisinio ha escrito un libro ameno, de agradable lectura, sobre uno de los temas de nuestro tiempo. No es una obra académica, carece de aparato crítico, está concebida más en ánimo divulgativo pero con bastante rigor y trae una orientación bibliográfica final muy útil.
Inicia el autor el estudio en los tiempos más remotos y no de la realidad histórica sino del mito, con mención a los de Eva y Pandora para fijar la idea de que desde el origen de los tiempos en la humanidad ha predominado la misoginia. Este proceder caracteriza todo el libro que es una historia intelectual del feminismo y sólo en el último siglo esa historia intelectual se convierte en real en la medida en que los debates teóricos prenden en la sociedad con instituciones y políticas concretas.
Misógino es el cristianismo y, desde luego, la iglesia católica en mayor medida que el cristianismo reformado. En todo ese tiempo no hay feminismo y la excepciones (Christine de Pisan, Poulain de la Barre) son eso, excepciones. El feminismo arranca en realidad con la Ilustración, la revolución francesa y el liberalismo posterior. El liberalismo, que postulaba la libertad del individuo será la puerta por la que entre el feminismo de igual forma que entra el abolicionismo. Juan Sisinio recuerda con mucha razón que ya a mediados del siglo XIX, luego de la revolución de 1848, el feminismo toma la forma de sufragismo en cuanto emancipación política de las mujeres que estas vinculan expresamente a la abolición de la esclavitud (p. 93) .
Sin duda en el liberalismo se encuentra el núcleo del feminismo y del abolicionismo pero no lo parece en un primer momento. Jefferson, que firmó la declaración de independencia de los EEUU, en la que se proclamaba verdad evidente en sí misma que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, Jefferson, digo, era propietario de cientos de esclavos. Una disonancia cognitiva típica. La misma que lleva a los revolucionarios franceses a guillotinar a Olympia de Gouges que postulaba una Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana.
Productos de la Ilustración, aunque en diferente medida y con distinta repercusión son la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft y el caso de Flora Tristán. La obra de la primera responde a Burke pero es, en realidad, una especie de Antiemilio que rompe el dominio absoluto de la pedagogía de Rousseau al afirmar el derecho y la necesidad de la educación de las mujeres. La segunda dejó fórmulas que harían luego fortuna, como la de "proletarios del mundo, uníos" o la concepción de la mujer como "proletaria del proletario" (p. 80); más o menos lo que hoy se considera como "feminización de la pobreza".
Como buen historiador, el autor estudia el contexto en que se da esta historia intelectual y subraya tres aspectos decisivos: la importancia del paulatino acceso femenino a los estudios; el impacto de las dos guerras mundiales, que obligaron a incorporar a las mujeres al trabajo en la retaguardia, lo que asimismo forzó que se les reconociera el derecho de voto; y, por último, el desarrollo del capitalismo, con la expansión de los electrodomáticos, que posibilitó una mayor libertad de aquellas.
El libro pasa demasiado deprisa pòr el episodio del feminismo y la revolución soviética. Hace buena valoración de la obra de Alejandra Kollontai durante el bolchevismo y de Clara Zetkin (quien aun siendo alemana, actuó sobre todo al final en el ámbito soviético y en el de la IIIª Internacional (p. 127). Pero estaría bien prestar algo más de atención a la involución estalinista en materia de emancipación femenina.
Hay un buen tratamiento del llamado "feminismo de la segunda ola" en las figuras de Simone de Beauvoir ("no se nace mujer; se llega a serlo") (p. 192) y de Betty Friedan, cuya Mística de la feminidad fue el aldabonazo que necesitaba el feminismo para echar a andar de nuevo en los años sesenta del siglo XX (p. 197). También son interesantes los análisis de las relaciones del feminismo con las concepciones revolucionarias de los sesenta y el nacimiento de un feminismo "radical" en cuyo campo se tratan las obras de Kate Millet (Política sexual) y Sulamith Firestone (Dialéctica de la sexualidad), que son asimismo las que más influencia ejercieron en España. Es curioso que no haya sido en otros casos en que hubo obras tanto o más radicales, como En contra de nuestra voluntad, de Susan Brownmiller y El eunuco femenino, de Germaine Greer.
El feminismo de la segunda ola es, en cierto modo, producto del Estado del bienestar. Se ha conseguido la igualdad jurídica de las mujeres pero no su igualdad real, impedida por la supervivencia del patriarcado. Y en ello es preciso concentrarse. En realidad es un espíritu análogo al que lleva a T. H. Marshall a formular su teoría de los derechos al amparo de ese mismo estado del bienestar, haciendo hincapié en los derechos económicos y sociales.
La tercera ola, la actual, aparece con la reivindicación del feminismo de la diferencia, cuya autora principal es Luce Irigaray (228). Los debates actuales se dan en este último ámbito, la acción positiva, la discriminación positiva, el ecofeminismo o el ciberfeminismo (p. 232). estaría uno tentado a considerar que se trata de un feminismo postmoderno.
En resumen, una obra de síntesis, clara y relevante. Da una idea completa del nacimiento y desarrollo de una revolución de extraordinaria importancia en la historia de la humanidad y que se diferencia de las anteriores (la estadounidense, la francesa, la bolchevique) en que no es de raíz nacional alguna y no se manifiesta como un hecho histórico único y concreto sino como un proceso paulatino y prolongado cuyas consecuencias, sin embargo, son tan importantes como las de las dos primeras y mucho más que la tercera, la bolchevique, de la que no queda gran cosa.
Una última consideración meramente terminológica. Acepta el autor la versión latinoamericana de empowerment como "empoderamiento" (p. 247). Probablemente será inevitable pero no hay que rendirse demasiado pronto. El término es espantoso y, si no quiere usarse "apoderamiento", intentémoslo con el castizo "habilitación", aunque suene un poco burocrático.
dilluns, 25 de juliol del 2011
Nuestra ley es la libertad
Estoy especializándome en dar cuenta de los eventos culturales cuando ya se han clausurado, lo que es algo así como componer figura a toro pasado si es que con la prohibición de la lidia no renunciamos a su presencia en la lengua. En el teatro Español han estado representando Los persas, de Esquilo, con adaptación y dirección de Francisco Suárez y versión de Jaime Siles; una obra muy meritoria, que trae hasta nosotros la voz vibrante y el espíritu profundo de aquel genio griego, el del autor y el de su público que está presente en la medida en que el que hay ahora se siente tan interpelado por lo que se dice en el escenario como se sentía el de hace 2.500 años y por los mismos motivos, que son eternos: el amor a la libertad, la importancia del individuo y el respeto a los dioses.
Es aquí en donde encuentro un punto de discrepancia con la escenificación que no cuestiona el valor de la que hay, que es muy grande. Se trata de pensar en la solución que ha dado Suárez al aparente problema de cómo acercarnos, cómo hacernos próximos a un conflicto tan lejano en el tiempo y bastante en el espacio. El director lo ha resuelto interpretando la obra como una crítica a la hybris, la desmesura humana en su trato con la naturaleza y ligándolo a las catástrofes ecológicas. El puente de barcazas que Jerjes mandó construir para cruzar el Helesponto, destruido en un par de primeros intentos, es una afrenta a los dioses. Asimismo incluye en su interpretación los recientes acontecimientos en los países del norte del África, de cuyos conflictos se proyecta mucho vídeo a lo largo de la obra.
Entiendo que los clásicos son clásicos precisamente porque hablan directamente a las generaciones posteriores en sus estrictos términos, sin necesidad de actualizarlos. Este dato debe de ser al que se refiere el traductor cuando dice que han huido de hacer una dramaturgia arqueológica lo cual a lo mejor obligaba a respetar el estilo en las prendas de vestir de la época, el empaque de los parlamentos y ya no hablo de coturnos y máscaras. No hay que ser tiquismiquis: la obra tendría el mismo impacto aunque los intérpretes estuvieran todos desnudos o fueran vestidos de tiroleses. Así que esas guerreras de hoy y esos trajes sastre son tan admisibles como las túnicas y las clámides.
La importancia está no en lo que se ve sino en lo que se escucha y lo que se interpreta. Y ahí sí que las imágenes de los vídeos norteafricanos están de más. No guardan relación con la línea principal de interpretación del orgullo tecnológico que destruye la biosfera ni tampoco con el espíritu de la obra.
Escrito después de la batalla de Salamina y, creo, antes de la de Platea, el drama muestra a los griegos las razones de su victoria sobre los persas. Al respecto, lo decisivo aquí no es la derrota de estos frente a los elementos sino su derrota a manos de aquellos. La obra es la única que se conserva de una trilogía y es asimismo la más antigua del teatro clásico. Por eso emociona escuchar ya formulado el discurso de los griegos en las guerras médicas y luego de los atenienses en las del Peloponeso: vencen porque son ciudadanos libres sólo sometidos a las leyes y no como los bárbaros al capricho de un tirano. Lo que celebra el poeta es la victoria de la civilización y la moralidad sobre la barbarie y la inmoralidad. Es un discurso perfectamente inteligible hoy día, el de la superioridad militar de las democracias fundamentada en su ventaja civilizatoria y moral. Incluye lo ecológico, cierto, pero el mensaje es sobre todo humano.
Pero Esquilo no sería Esquilo ni Grecia Grecia si la obra se limitara a ser un cántico de victoria y de autocomplacencia griega, un peán satisfecho. Se ajusta rígidamente a las tres unidades aristotélicas pero tiene una extraordinaria peculiaridad: sucede en Susa, capital de Media, y todos los personajes (Jerjes, su madre, el heraldo, el espectro de Darío, el coro y el pueblo) son persas. La narración que se escenifica es el modo en que los griegos han aniquilado la flota persa en Salamina. Es verdad que se trata de reflejar la amargura del vencido al tratar de explicarse su derrota, pero también lo es que requiere un gran esfuerzo de parte de los helenos el ponerse en el lugar de los medas y cierta altura de miras del autor al no representarlos como rudos bárbaros. El propio Darío el Grande a quien la estancia en el más allá parece haber hecho más comprensivo se horroriza por la soberbia de su hijo sin acordarse de que él mandaba expediciones de castigo a Atenas y había conquistado Tracia y Macedonia.
Los griegos eran libres porque luchaban por su libertad y luchaban por su libertad porque eran libres. Un mensaje que la humanidad entenderá siempre por los siglos de los siglos se diga como se diga.