Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Fotografía.. Mostrar tots els missatges
Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Fotografía.. Mostrar tots els missatges

divendres, 11 d’octubre del 2013

La herencia fantástica.


Curiosa exposición la de la Fundación Juan March buscando las raíces del surrealismo. Organizada en colaboración con el Germanisches Nationalmuseum de Nurenberg y comisariada por Yasmin Doosry, tiene una gran preponderancia de arte alemán. El lapso va desde el siglo XVI hasta el XX y reúne doscientas piezas, sobre todo grabados, dibujos, fotografías y reproducciones. Viene siendo la continuación de una mítica, organizada hace 75 años en el MoMA, titulada Arte fantástico, Dada y Surrealismo y que, al parecer, señalaba las influencias del Bosco, Piranesi, Arcimboldo, Goya, etc en el surrealismo. Pues aquí, más o menos, lo mismo. Faltan algunos de aquellos precedentes, como el Bosco, Arcimboldo o Hogarth pero, en cambio, se suman nuevas y muy atractivas sugerencias. La exposición está metódicamente organizada en once apartados temáticos, así que el visitante tiene en donde elegir para considerar las relaciones entre obras antiguas y el espíritu del surrealismo.

No será por falta de precedentes. Los propios surrealistas eran muy dados a resaltarlos, a buscarse influencias pasadas, como si quisieran establecer una especie de pedigrí subterráneo en la historia de las artes y las letras. En su primer Manifiesto del surrealismo, Breton señala los atavismos en  la Divina Comedia y en Shakespeare "en sus mejores momentos"; y luego repartía patentes surrealistas con generosidad a lo largo de la literatura, principalmente, pero no solo, francesa: Swift, Sade, Chateaubriand, Constant, Hugo, Poe, Baudelaire, Rimbaud, Jarry, Saint-John Perse, Roussel, etc, eran surrealistas cada uno a su modo. Y, cómo no, los omnipresentes Cantos de Maldoror. Lo que no está mal para un movimiento que declaraba enfáticamente por boca de Antonin Artaud en 1925, un año después del Manifiesto, que no tenemos nada que ver con la literatura. Más o menos lo que también decían Breton y sus amigos. Pero el caso es que acabaron expulsando al bueno de Artaud del movimiento. Por cierto, la declaración de este como director del Centro de Investigaciones Surrealistas está en la exposición y en ella se lee que el surrealismo es un medio de liberación total del espíritu y de todo lo que se le parezca y que los surrealistas están dispuestos a hacer una revolución. Surrealismo y revolución han estado siempre muy unidos, tempestuosamente unidos. Así que el motivo de la exclusión de Artaud fue otro.

Pero en la exposición hay poco de este surrealismo, exceptuada una sala que muestra las primeras de revistas, libros y anuncios de las exposiciones internacionales de surrealismo organizadas por Breton. Ahí se encuentra esta portada de uno de sus libros con una célebre imagen de Magritte. ¿Resulto muy surrealista si digo que, a la vista de ese rostro, los surrealistas también pueden reclamar como precedente la Mona Lisa?

Las otras secciones traen sobre todo esos precedentes. La primera, dedicada al "ojo interior", aparece dominada por los extraños ojos de Odilon Redon. En la segunda, consagrada a los "espacios mágicos" se encuentra el fabuloso mozo de cuadras embrujado, de Baldung, un escorzo extremo insólito que recuerda bastante una figura de un guerrero caído en el episodio de Niccolo da Tolentino en la Batalla de San Romano (h. 1425), de Paolo Uccello, tanto mas extraño cuanto que el cuadro no tiene perspectiva. También en estos espacios vemos una de esas ruinas de Piranesi que parecen auténticas pesadillas de las que no es posible despegar la mirada. Es como una especie de vértigo de locura y está muy bien traído el vínculo con el surrealismo.

Hay en la exposición un montón de gente conocida, Man Ray, Ernst, Ensor, Klinger, Goya, con algunos caprichos. Y también imitadores. Una especie de copista del Bosco reproduce cinco de sus pecados capitales, esas ruedas que están en el Museo del Prado, me parece. Se pueden ver las figuras con embudos en la cabeza y los extraños artilugios con que las gentes de la baja Edad Media convivían, como ready mades con quinientos años. Hay un Cornelis van Haarlem que reproduce las caídas míticas de Ícaro, Faetón, Tántalo e Ixión, de Goltzius. La conexión con la foto de Pierre Boucher está bien pero las imágenes de los otros son impresionantes. 

El sueño de la razón de Goya, las formas de volar y otros caprichos se encuentran muy en su elemento, como algunas obras de Picasso, Miró, bocetos de Dalí o unos dibujos de Lorca. Realmente, el surrealismo ha vivido de infinitas fuentes. Como todos los "ismos". 

dissabte, 28 de setembre del 2013

Deep South


Al entrar ayer en la exposición de Mapfre en Azca, lo único que sabía de William Christenberry era que es un clásico de la foto en color, el que rompió la soberanía del blanco y negro y dio paso al pastel. Claro, en realidad, él es pintor. Ni siquiera sabía bien el apellido. Me sonaba más Christenfield o Christenbury. Pues, nada, es un tipo estupendo. Casi todas las fotos expuestas son irritantemente pequeñas (obtenidas con una Kodak Brownie que le regalaron cuando era niño), con un color desvaído y como vacilante de las primeras técnicas, hasta que ya en los años 70 se pasa a una cámara más potable que da mayor detalle. Pero tanto la primera como la segunda serie reflejan el sur profundo, Alabama, que el hombre retrataba una vez al año en un viaje que hacía sin faltar desde el Norte, en donde trabajaba, a los lugares de su infancia. Las mismas casas, los galpones, las iglesias, los almacenes, los graneros, los pajares, los coches abandonados, Chryslers, Buicks, de los años 50 pintados de rosa o de azul celeste (¿cómo no iba a ser necesario el color?), paisajes, cultivos, caminos de tierra roja, anuncios, publicidad, fotografiados año tras año y ni una persona. Como si el mundo de su niñez estuviera despoblado. Desde los sesenta a los noventa. La exposición trae las series completas, agrupadas por temas. Cómo van decayendo los graneros, las casas, su misma casa, la de su abuela en veinte, treinta años.


La historia de este prodigio nace cuando, en los sesenta, Christenberry encuentra un libro de la época de la gran depresión, hacia 1931, contando el impacto de esta entre los colonos y los aparceros de los campos de Alabama y del condado de Hale, del que era oriundo. Estaba escrito por James Agee con fotos de Walker Evans. Evans, el rey, junto a Dorothea Lange, había fotografiado gente que él había conocido treinta años atrás. ¿Por qué no fotografiarlas de nuevo? De hecho la única imagen humana (o casi la única) que aparece en la obra de reconstrucción de la memoria, es un retrato de Elisabeth Tingle en su casa en 1962, exactamente como la había fotografiado Evans 31 años antes. Pero le dio más por las casas y el resto del paisaje de su infancia sin personas y eso es lo que se expone y eso lo que cuenta el propio Christenberry en largos extractos de una especie de diario en los que nos informa de sus intenciones, sus pensamientos, sus interpretaciones de lo que iba fotografiando en sus vacaciones anuales. En algún momento se pregunta si está fotografiando el paso del tiempo. De ningún modo, responde modestamente, solo la degradación de las cosas, de las casas desvencijadas año tras años, los vivos letreros de Coca-Cola decolorándose, y concluye que la belleza es eso. Eso y muchas otras cosas. Pero eso también y él lo hace de perlas.

Tanto que allá por 1973, según parece, Evans lo acompañó en su viaje anual al Deep South, al que no había vuelto desde los años treinta, y le dijo que se tomara en serio lo de la fotografía que era lo suyo. Lo suyo siguió siendo muy variado. En algún momento decidió pasar las imágenes a las tres dimensiones y fue creando esculturas de los edificios que fotografiaba. No son maquetas sino esculturas con materiales propios de los originales e, incluso en el suelo de los originales. Hay bastantes en la exposición. Son curiosísimas.

Bien. Un mundo muy, muy propio, magníficamente retratado, nostálgico y algo idílico. Hasta que irrumpe en el relato un elemento siniestro que lo acompaña y ya no lo abandona, el Ku-Klux-Klan. Y aquí ya sí hay personas. Estas, precisamente, son las determinantes en la historia de la foto The Klub que cuenta el mismo Christenberry con una prosa muy en la línea de On the road. Y de ahí nace la obsesión por el KKK que lo lleva no solamente a acumular objetos relacionados con él en The Klan Room, sino también a fotografiar sus reuniones de modo clandestino, con evidente peligro para su integridad física. En la foto de la reunión, se observa la imagen clavada en el árbol. Es el símbolo del KKK, el jinete encapuchado a caballo negro con gualdrapa blanca y la cruz del Sur, portando una antorcha en la derecha sin duda para iluminar el camino quemando vivos a los negros e incendiando sus casas.

Es la misma imagen, se recordará, que sirvió para publicitar la peli de David W. Griffith El nacimiento de una nación, una simbología que los del sur profundo llevan clavada en el alma para bien o para mal pero que liga el nacimiento de la nación con el racismo. Con esto cortan mucha tela los críticos del nacionalismo, de cualquier nacionalismo, dicen.

Son los años de la lucha por los derechos civiles pero aquí no hay fotos de las marchas de Washington, ni de las manifestaciones ni los mítines. Aquí está el sur de siempre, decayendo en silencio, como el mundo de la niñez se va desdibujando en la memoria de un artista que quiso ser pintor, pero era y es, porque vive, un fotógrafo con ojo de poeta o un poeta con alma de fotógrafo.

divendres, 14 de juny del 2013

Territorios prohibidos.

El certamen anual de Photoespaña (Photoespaña 2013) que estos días puede verse en distintas salas y lugares de Madrid (entre ellos, el Jardín Botánico) está dedicado al cuerpo en sus múltiples manifstaciones. Palinuro irá dando cuenta de ella en la medida de sus posibilidades. El Círculo de Bellas Artes alberga cuatro exposiciones temáticas en tres de sus salas, mientras que la cuarta está en la contigua galería de Juana Mordó. Todas comparten un tema, el erotismo, los desnudos, desde diversos puntos de vista. Todas menos una, la que Palinuro ha elegido para encabezar esta entrada, la más dura de ver, la más cruel. Media docena de fotos del mexicano Fernando Brito que también tiene como objeto el cuerpo humano, pero no desnudo y menos erótico: son los cuerpos de hombres, mujeres, niños, asesinados y abandonados en cualquier lugar en el campo mexicano. De ahí el curiosamente poético título de la exposicion "tus pasos se perdieron con el paisaje". De pronto, esas noticias que leemos con frecuencia de crímenes y asesinatos por venganzas, ajustes de cuentas, narcotráfico, amedrentamiento, los caídos en esa lucha de la delincuencia contra la población y el Estado, cobran forma humana, no rostro porque casi todos lo tienen oculto, tienen una figura, una figura desgalichada, descompuesta, a veces inverosímil, como suelen quedar los cadáveres de los muertos violentamente, rígidos ya cuando llevan varias horas, abandonados, medio ocultos por la maleza, por el paisaje. Es una exposición amarga que nos enfrenta con la eterna cuestión de cómo podemos los seres humanos hacernos estas cosas los unos a los otros.

En la contigua galería de Juana Mordó hay una exposición del fotógrafo polaco Zbigniew Dlubak, muy conocido y activo en su país en la segunda mitad del siglo XX. Por su orientación más hacia lo íntimo, personal, privado y aunque tenía su prestigio reconocido y se le permitía una cierta actividad publicística y hasta docente en instituciones oficiales, no gozó de especiales distinciones en el régimen comunista. De hecho, en cuanto comenzó el desmoronamiento, con la implantación del estado de excepción en 1982, se le permitió abandonar el país y marchó al exilio en Francia, en donde murió en 2005. El rasgo distintivo de su obra son las series, sucesiones de planos, que recuerdan las tomas de las cintas de celuloide y remiten a una visión de reproducción mecánica del arte. La muestra que aquí se expone pertenece a la serie de los años setenta llamada gesticulaciones. Está compuesta casi toda ella de desnudos experimentales en los que el fotógrafo, que era también pintor, recrea el cuerpo en primeros planos que permiten apreciar la textura de la piel, el vello, las zonas privadas; o bien ensaya composiciones estudiadas, dislocadas que, jugando con la iluminación, transmiten visiones nuevas del cuerpo, a veces sorprendentes y todas muy originales y personales. La obra desprende una extraña fragancia a ámbito cerrado en donde se percibe una complicidad entre el artista y las modelos a las que no llegamos a identificar porque son cuerpos sin semblante. Esto se puede interpretar de varios modos. El tema de la "mujer sin rostro" es la antesala de todas las críticas a la cosificación femenina, aunque se supone que aquí será al contrario, porque se habla de romper con las "relaciones de poder".

En la sala Goya han traido obra de Edward Weston (1886-1958) y Harry Callahan (1912-1999), dos generaciones muy distintas de la mejor tradición fotográfica estadounidense. Weston es un típico pictorialista mientras que Callahan tiene otra idea. Se había ido a las Montañas Rocosas a hacerse fotógrafo bajo la indicación del patriarca Ansel  Adams, que lo enfocaba por derroteros clásicos, pero regresó con las manos vacías. Cuando lo contrató para enseñar fotografía en su academia Moholy-Nagy, que venía de la Bauhaus y era furiosamente constructivista, Callahan encontró su línea. Pero en la exposición los dos aparecen vinculados por algo: ambos retrataron a sus respectivas mujeres (en el caso de Weston, la segunda, y su albacea) casi de un modo obsesivo, en todo tiempo y lugar, vestidas o desnudas. Aqui se hace hincapié en los desnudos y se atiende a la idea expresada desde el comisariado de la exposición, de que se busca un tratamiento especial del erotismo en el arte pues la imagen es la de la propia esposa. Eso es muy de la tradición pictórica; los artistas suelen retratar a sus mujeres y cada uno acentúa en ellas lo que prefiere, pues todo retrato es una interpretación. Y el dato conyugal ayudará o no pero hay fotos bellísimas. Sin ir más lejos, la de la portada, de erotismo "maternal".

La cuarta exposición, en la sala Picasso es más combativa. Son obras de la Sammlung Verbund de Viena de diversas autoras todas en torno a la rebelión feminista de los años setenta. Es fotografía militante. Abundan también las tomas serializadas pero, más que pura secuencia, lo que pretenden es contar una historia. Se trata, pues, de plástica narrativa, algo que puede parecer imposible pero se viene practicando desde tiempo inmemorial. Las imágenes transmiten impresiones, significados. A veces estos son complejos y requieren el curso del tiempo. Las imágenes, pues, se serializan y así podemos comprender la esencia del problema, viendo cómo nace y cómo termina. Generalmente en una situación de humillación, cosificación, insulto a la mujer. Por supuesto también, abundantes y agresivas alusiones a los estereotipos de mujer que son vistos -y mostrados- como estigmas: su condición reproductiva (como madre), su condición funcional (como esposa y ama de casa) y su condición erótica (como amante y/o puta). Merece mucho la pena la exposición. Da que pensar. Sobre todo a los hombres. Y hay verdaderos hallazgos. Como esa foto de un nido con un par de huevos en el regazo de un desnudo.Y testimonio gráfico de una lucha concreta: la performance de Leslie Labowitz y Suzanne Lacy en Los Ángeles en 1977 para protestar por una serie de violaciones y asesinatos de mujeres, el caso del estrangulador de Hillside. Son impresionantes esas mujeres veladas en negro en una soleada mañana en Los Ángeles. Hay un elemento de tragedia griega.

diumenge, 3 de març del 2013

La vida como es

La Fundación Telefónica ofrece una exposición (la segunda que hace, me parece) de fotografías de Virxilio Viéitez (Soutelo de Montes, Pontevedra, 1930-2008) de un enorme interés.

Viéitez no era un fotógrafo con pretensiones. Carecía de formación. Solo tenía entusiasmo. Pasó toda su vida en en Soutelo de Montes, excepto una breve escapada a Palamós, en donde aprendió fotografía y revelado e hizo un curso por correspondencia y otra más breve aun en A Coruña, a cumplir el servicio militar, cuando los gorros de los sorches llevaban borlas. Era un hombre de origen muy modesto que ejerció con pasión el oficio de fotógrafo de encargo. Durante su larga vida fotografió a sus vecinos y gentes de lugares aledaños delante de una sábana blanca, sus fiestas, sus entierros (hacía fotos publicitarias también de féretros para una empresa de pompas fúnebres), sus primeras comuniones, sus bodas y bautizos. Cuando se implantó el DNI, fue el encargado de acompañar a los policías para hacer las "fotos del carnet" y era tan profesional y meticuloso que igualmente lo contrataban las compañías de seguros para documentar fotográficamente los accidentes de coches. Por supuesto, como buen free lancer estaba siempre dispuesto a prestar sus servicios cuando alguien quería perpetuarse estrenando coche, vestimenta, noviazgo o celebrando cualquier evento. Prefería siempre la fotografía al aire libre pero trabajaba igualmente en interiores.


Nuestro hombre no tenía vocación artística. Mas era tal su amor al oficio que, en muchas ocasiones, sus fotos son obras maestras. La creación que surge del desconocimiento del arte, cual una especie de don divino. Algunos supìeron reconocerlo. Como documenta la exposición, Cartier-Bresson lo consideró uno de los suyos e incluyó una de sus fotos en una antología. Viétez desarrolló un ojo para el realismo, en paralelo con el realismo norteamericano de la época y la nueva objetividad alemana, aunque en feliz desconocimiento de ambos. Lo suyo era una profesión, un medio de ganarse la vida cuando esta era muy dura. Dominaba la técnica, pero no le importaba la estética ni otros refinamientos. Sus fotos a veces no están bien enfocadas, tienen defectos de luz, muchas veces de encuadre, no cuida los planos y no le importa que se vea a quienes sostienen la célebre sábana. Lo que le importa es cumplir un encargo, documentar un hecho. Por eso son fotos reales, como de reportero de la vida misma. Son el crudo testimonio de una época que queda así minuciosamente retratada en una serie de testimonios en los que el mensaje es el de los protagonistas que, casi siempre nos miran directamente a los ojos, sin mediación estética alguna que pueda distraer la atención. Supremo don del artista: presentarnos la realidad que él ve como la que es. Y vaya si lo era.

La exposición se concentra en los años de 1950 a 1980. Durante ese tiempo Viéitez trabajó incansablemente, yendo de un sitio a otro en donde lo llamaran y para lo que lo llamaran, con su cámara a cuestas. Debía de ser un tipo similar al fotógrafo ambulante que aparece en Arroz amargo, en una sociedad muy parecida. Y acopió una ingente cantidad de material, parte del cual todavía está sin positivar y que cabe considerar como un documento antropológico y etnográfico de primera magnitud. Porque las muestras no vienen por unidades, sino por decenas y cientos. Son muchas las familias retratadas ante la sábana blanca, muchos los niños, los y las adolescentes, los viejos, las parejas, los comercios, los coches. Con esa documentación cabe hacer una sociología de la cultura de un pueblo gallego de horizontes limitadísimos (hay una foto deliciosa en la que se ve una excursión a Villagarcía de Arousa, todo un acontecimiento) y ritmo vital pausado. Y, por supuesto, proyectarla universalmente, como sucede siempre que se pinta un rincón concreto del planeta: que este se reconoce en él.

Con todo, las modestas fotografías de Viéitez que pilló las postrimerías de la miseria de la postguerra, muestran luego la aceleración de las transformaciones de los años sesenta y setenta, los cambios de las costumbres, el desarrollo, los tonteos de l@s adolescentes, la moda ye-yé, las minifaldas, los guateques, una paulatina pero repentina riqueza y bienestar que venía a superponerse como una pátina sobre el fondo indeleble de la cultura campesina, con sus pautas tradicionales. Los teóricos empezaban a hablar de sociedad del consumo, sociedad del ocio, a una población acostumbrada a trabajar de sol a sol. Una gente que muestra adoracion por los nuevos trastos, radios, motos, coches de indiano, con los que tiene un trato supersticioso. Los objetos van invadiendo la escena pero, en el fondo de esta, aparece siempre esa mirada incrédula, resignada, socarrona y desconfiada de las generaciones de mujeres campesinas acostumbradas a trabajar la tierra mientras los hombres están a emigrar y los niños crecen bajo el cuidado de las abuelas y los curas. Las generaciones que han visto coexistir la yunta de bueyes tirando del arado con los pantalones campana, muy al estilo del Dúo dinámico, que haría furor en Soutelo de Montes, y los nuevos coches seat, y han tenido que adaptarse a unos tiempos nuevos, más rápidos y más inseguros. Como pasa siempre.

Viéitez no exploró el color, aunque sus trabajos son igualmente espléndidos, porque se había acostumbrado a ver el mundo en gama de grises.  Era aquel un mundo gris y anodino que interrumpía su rutinaria existencia justo para la fotografía. Prácticamente todos los trabajos de nuestro hombre son posados. Posados en sentido estricto o interrupciones de algún evento para hacer un posado colectivo improvisado. Pero en todos los casos, las fotos están cargadas de significado, tienen sentido, nos interpelan; en su simplicidad, nos llevan a ellas, nos hacen preguntarnos qué estarían pensando las personas retratadas, los que velan los entierros, las jóvenes endomingadas, los amigos de parranda. Es la reproducción mecánica de este abigarrado caleidoscopio la que nos transmite el sentido de una época. La vida como fue. Como es.

diumenge, 13 de gener del 2013

La vida.

La belleza está ahí fuera, pero solo la vemos si no miramos.
El silencio nos rodea, pero solo lo oímos cuando nos callamos.
El tiempo pasa, pero solo lo sentimos cuando no lo tenemos.
Nosotros mismos existimos, pero ni nos damos cuenta. 
La vida late, pero solo lo apreciamos cuando nos quedamos quietos.
Firmes como rocas.
Tienen razón los del Tao. ¿A qué tanto barullo?

(La imagen es una foto de Ian Sane, bajo licencia Creative Commons).

dijous, 20 de desembre del 2012

Detenerse a mirar. Imogen Cunningham.



¡Qué señora! ¡Qué gran señora! ¡Qué artista! La Fundación Mapfre tiene una colección de fotografías impresionante. Ahora expone unas doscientas fotos de Imogen Cunningham (1883 - 1976) muy representativas del conjunto de su obra. Para corroborarlo, basta ir a la página de Photo Liaison dedicada a Imogen Cunningham, en la que se encuentran unas mil fotos más. Por cierto, una visita muy recomendable. Hay obras maravillosas. Predomina la gama de grises en un 95%. La artista permaneció fiel al blanco y negro de su formación toda su vida. Escasísimo uso y no muy afortunado del color, salvo alguna poderosa excepción, aquí expuesta, por ejemplo, la foto de unos huevos que invoca de golpe las manzanas de Cézanne.
Imogen Cunningham se agarró a una cámara de niña, alentada por su padre (de quien tiene retratos fantásticos) y solo la soltó para morir nonagenaria. Se formó en el pictorialismo de Alfred Stieglitz, a quien también retrató, pero su estancia en Alemania en los años veinte la convirtió a la Nueva Objetividad, esa Neue Sachlichkeit que los alemanes están tratando ahora de rescatar, y así volvió a su patria, haciendo causa común en el movimiento con Ansel Adams y Edward Weston. Ese espíritu de nueva objetividad es probablemente el responsable de que Cunningham pasara por los tumultuosos años treinta y cuarenta en los Estados Unidos sin que los temas sociales dejaran huella en su obra. Es como si la Gran Depresión no hubiera existido, ni tampoco los años locos del desarrollo. El único espíritu social introducido como de polizón en sus últimos tiempos fue el hippy. Testigo, el famoso autorretrato en que aparece con el símbolo de la paz, esa especie de runa dentro de un círculo.
Cunningham es una exquisita fotógrafa dominada por sus temas. Esta concentrada en tres o cuatro y todos ellos de plano corto. Nada (o muy poco) de marinas, montañas, cielo abierto, paisajes, ni siquiera urbanos, tipos característicos, parques o rascacielos. Todo retratos. De personas y de cosas, eso que llaman "naturalezas muertas", aunque estén vivas. Entre las cosas, especialmente las plantas; y, entre las plantas, las suculentas. Su arte es un golpe de vista, la sorpresa de una composición. Pasó los años veinte y treinta fotografiando agaves, cactus, dracenas, sansevierias, ficus, plantas lustrosas, carnosas, con pinchos, agujas, tiesas, fuertes que encuadraba con arte consumado, consiguiendo imágenes de extraordinaria y explosiva belleza.
El amor por las suculentas se traslada a los retratos de los años treinta y cuarenta, entre los que destacan los desnudos. De mujer y de hombre. Los masculinos, una audacia para el tiempo, parecen más rebuscados, pero los femeninos son estupendos. Hay como una traslación de las formas vegetales de las suculentas a los poderosos senos, las curvas turgentes que con frecuencia no tienen rostro o lo ocultan. Los desnudos de mujeres grávidas con sus senos crecidos son especialmente llamativos.
En los años cincuenta y sesenta, ya mayor y plenamente reconocida, está en alta demanda como retratista. Trabaja para Vanity Fair y retrata a un montón de gente famosa. Esta pintora fotógrafa que se había obstinado en detenerse a contemplar la realidad que la rodeaba, tomándola por partes, por piezas, por plantas, por personas y recomponiéndola con una nueva estética (esos desnudos compuestos como escaleras de caracol) se enfrenta a sus contemporáneos y nos transmite su impresión de ellos. De estos hay bastantes en la exposición, de muy distintas andaduras de la vida, pero todos vistos a través de una  lente muy peculiar. Hay pintoras como Frida Kahlo, actores como Cary Grant, arquitectos como Alvar Aalto, fotografos como Man Ray (por cierto, con una curiosa composición manrayana), bailarinas como Martha Graham, escritores como Gertrude Stein. Fotografió a mucha más gente, compositores como Darius Milhaud, otros escritores, como Stephen Spender o Sherwood Anderson y hasta políticos como Herbert Hoover.
También se autorretrató mucho. Incluso de muy mayor ya. En la exposición hay algunos autorretratos sorprendentes porque no se representa ella misma, sino su sombra o su reflejo o su silueta en penumbra. Parece que tardó en descubrirse.
Una exposición muy notable. Y vacía.

dilluns, 7 de maig del 2012

La suerte de tener amigos.

Como mucha gente, a veces doy un paseo por Facebook, esa red social hecha a base de narcisismo, romanticismo y afán comunicativo y suelo detenerme en los filosofemas con que de vez en cuando jalonan el camino los usuarios. Vienen siendo reflexiones originales, curiosas, sorprendentes, sobre asuntos cotidianos o relaciones personales que todo el mundo entiende, trasladan con frecuencia un mensaje moral, estan acompañadas de imágenes generalmente atractivas (aunque pequen de cursilería en más de una ocasión) y detenerse ellas siempre es beneficioso, más que nada para el espíritu. La mayoría contienen definiciones originales, apotegmas sabios o sorprendentes, sobre la vida, la felicidad, los padres, el amor conyugal, el filial, la amistad, etc. Creo haber encontrado media docena de definiciones de amistad del tipo de: "un amigo es el que te ayuda cuando crees que no te hace falta" o "un amigo no es el que comparte tus victorias sino tus derrotas", o "la amistad es un contrato sin letra pequeña" o "un amigo es el hermano que Dios no te ha dado pero tú te has buscado", etc. 
Podría seguir porque Facebook es un pozo sin fondo. Pero prefiero aportar mi propia propuesta y presumir al tiempo de protagonismo en la definición de la cosa. Por ello, ¿qué tal si digo que "un amigo es quien piensa en ti al crear algo bello y te lo dedica"? Pue eso: tengo un amigo con una exquisita sensibilidad y dotes artísticas, capaz de hacer una foto como la de la imagen, pensar en mí y enviármela, como el que envía una flor, un recado, una nota, un recuerdo.
Eso no tiene precio, ¿verdad?
No digo el nombre real porque no suele usarlo. El imaginario florece en las alturas como la rosa blanca.

diumenge, 25 de març del 2012

El ojo que todo lo vio.

En los salones de Azca, Mapfre tiene una extraordinaria exposición de fotografías del casi desconocido Emil Otto Hoppé (1878-1972) que contribuirá a popularizar de nuevo el nombre de este alemán, educado en Viena y París y radicado finalmente en Inglaterra en donde triunfó siendo considerado el fotógrafo más importante en la primera mitad del siglo XX, al extremo de que no había personalidad de la política, la cultura, la vida social que no quisiera un retrato, o más, de Hoppé. Y, sin embargo, un desconocido.

¿Cómo se pasa de la gloria a la oscuridad de golpe? Por una decisión errónea. Parece que a mediados de los cincuenta Hoppé, que tenía ya 76 años, vendió su enorme colección de fotos a una empresa comercial que las clasificó por temas, no por autor. Y así desapareció su nombre hasta que se recuperó trabajosamente su obra y empezó a exhibirse a partir de 2006, siendo esta la primera vez que llega a España una muestra. En efecto, un desconocido.

Pero un desconocido que ha dejado una obra portentosa en todos los campos de la fotografía y todos los estilos. Un adelantado del pictorialismo al nivel de los grandes gringos como Strand, Stieglitz o Evans quienes, bastante celosos, no le dieron bola cuando intentó instalarse en Nueva York y prácticamente lo echaron. Competencia peligrosa.

Hoppé se hizo famoso como retratista. No me paso de hiperbólico si digo que el pictorialismo vincula sus retratos con la retratística inglesa del XVIII, los Reynolds o Gainsboroughs. Se dan un aire. Pero es que además retrató el who's who del mundo en la primera mitad del siglo XX. El visitante encontrará en la exposición abundancia de retratos de gente que pesa o ha pesado en la vida de cada cual por distintos motivos: retratos de Paul Robeson, Albert Einstein, Ezra Pound, Benito Mussolini, Ruyard Kipling, Bernard-Shaw, Jorge V, la Reina Madre, Aldous Huxley, etc. La serie es interminable. Cada cual mira lo que le interesa: me encantó poner rostro a Vita Sackville-West, a la que no había visto nunca, la amiga y quizá amante de Virginia Wolff que esta retrató en Orlando. Igual que a Somerset Maugham. La figura de Ezra Pound es impresionante y la de Henry James extrañamente familiar. Mussolini, le hizo ir a retratarlo a Italia y lo recibió practicando inglés de esta guisa: "Hello, Mr. Hoppé. How are you? It's a long way to Tipperary". Al menos es lo que dice la nota explicativa y si non è vero è ben trovato. El retrato de Marinetti es todo un hallazgo porque es fotomontaje y composición y le sale algo perfectamente futurista.

Pero no solo retratos en el estudio; Hoppé lo fotografió todo, hizo series, por ejemplo, una de desnudos femeninos que publicó en forma de libro The Book of Fair Women, que está muy bien pues no se resienten del paso del tiempo, cosa que suele pasar en la fotografía de desnudos, ya que son cuerpos de una belleza clásica. Otra serie con tipos de la calle, los comercios, los oficios. Utilizó cámara oculta para obtener instantáneas espontáneas. Fotografió de todas las formas posibles la ciudad de Londres, paisajes. Viajó mucho al extranjero, a París, a Viena, al Asia, a las Américas, de donde trajo cientos de fotos de todo tipo y de todas las culturas. Su obra, de una sobriedad casi ascética, es una visión riquísima de la primera mitad del siglo XX. Es un mundo de jadis extraordinariamente cercano y nuevo.

Una visión que llega a los rincones más oscuros. Hay una foto en la exposición literalmente asombrosa que no puedo poner aquí porque tiene derechos protegidos y que merece la pena. Es un armario con varios esqueletos reales colgados, muy limpios, en una tienda que los vendía en Londres. Al parecer, se compraban en el extranjero (habría que saber cómo y en qué extranjero) y se importaban porque tenían buena venta con fines docentes y, supongo, ornamentales tipo gótico. Imagino que algo así será hoy imposible, dado que nuestra actitud acerca del valor y la dignidad de la persona seguramente no lo permitirán. Hoppé ha retratado algo tan difícil como un cambio en las concepciones morales del hombre frente a sí mismo.

dissabte, 10 de març del 2012

La mirada de un hombre.

Por fin me pasé a ver la exposición de Lewis Hine en la sala de Mapfre en el Paseo de Recoletos. Una recopilación de lo más representativo de su obra a lo largo de su vida. Un testimonio impresionante de un tiempo y unas gentes.

Junto con Steichen y Stieglitz, Hine pertenece a la generación de los padres de la fotografía clásica estadounidense, de Ansel Adams, Paul Strand, Michael Evans o Dorothea Lange. Pero hay algo que lo separa de todos los demás y es que así como casi todos son artistas, autodidactas o con formación, pero artistas, Hine es, sobre todo, un académico. Su mirada no tiene la limpieza e inmediatez intuitiva del artista puro sino que va buscando datos, pruebas, con las que interpretar una realidad de acuerdo con una teoría previa.

Hines se educó en las doctrinas filosófico-pedagógicas de Dewey y su idea de la educación ética. Si no ando errado, tras dar muchas vueltas, se graduó en pedagogía y se doctoró en Sociología (o al revés, no estoy seguro) y trabajó en la escuela deweyana. Luego, alguien le dijo que se hiciera con una cámara, aprendiera fotografía e ilustrara la condición de los desposeídos de la tierra en la pujante sociedad estadounidense del primer tercio del siglo XX. Que hiciera sociología plástica. Y a eso se dedicó nuestro hombre, a dejar testimonio sistemático de aspectos concretos de la sociedad de su tiempo, captando con un realismo demoledor los personajes que los poblaban. En la serie dedicada a Ellis Island, las familias de inmigrantes italianos, judíos, eslavos, rusos y su estancia en esas instalaciones que todavía impresionan. La serie de trabajo infantil en textiles y otras muchas ocupaciones encoge el ánimo.

Hine documentó gráficamente la construcción del Empire State Building y algunas de sus fotos más famosas son las de los obreros jugándose la vida (como en parte se la jugó él para fotografiarlos) a 400 metros del suelo en condiciones de seguridad que ponen los pelos de punta. También fue una especie de cronista gráfico de la ciudad de Nueva York, de Manhattan, los barrios populares, los chamizos en que vivían los inmigrantes, las familias obreras.

Hine era demasiado duro y no tuvo encaje en el mercado. Solo llegó a publicar un libro y sus colaboraciones con revistas no cuajaron. Paradójicamente, tampoco se benefició del New Deal como lo hicieron otros artistas que trabajaron para la administración. Al parecer por el empeño de Hine en no ceder el control de sus negativos. El caso es que murió en la miseria. Un hombre íntegro que se revela en la impresionante obra que ha dejado. Merece la pena pasarse por la exposición. Cada foto es una historia que interpela al visitante y lo obliga a reflexionar sobre la condición humana. La mirada perdida de una judía inmigrante en Ellis Island, un niño mutilado.

Y además es arte, una especie de pictorialismo a la inversa, esto es, no en el sentido de que la fotografía se haga pintura sino en el de que la pintura se hace fotografía. Las imágenes de los hombres luchando con las máquinas se trasladarán luego a todos los murales modernistas del planeta entero.

dilluns, 25 d’abril del 2011

Donde la vida humana no vale nada.

La Casa Encendida alberga dos exposiciones de interés, una de Juliao Sarmento y otra del XIV premio de fotografía humanitaria Luis Valtueña, que otorga Médicos del Mundo. De Sarmento hablaremos otro día. El XIV premio reúne un puñado de fotografías impresionantes. El primer premio ha sido para Fernando Moleres que ha fotografiado la vida de los menores detenidos y presos en cárceles de Sierra Leona. Cada fotografía es como un manifiesto, cuenta una historia, es la puerta de entrada a un mundo inhumano, horroroso, casi incompresible para nosotros. 60 personas en unos metros cuadrados, un retrete para doscientas, jabón cada dos meses. Tiemblan los conceptos europeos de derechos humanos mirando esas miradas de los críos encarcelados.

Los otros galardones premian fotos del sicariato latinoamericano, del terremoto en Haití y de acompañamiento, quien tenga estómago, puede ver alguna imagen de la matanza de Srebrenica o del cementerio de cacharros de alta tecnología occidentales en Accra, Ghana. La serie de fotos de El País puede verse aquí. Es lo que se llama periodismo fotográfico de calidad. Las fotos de los sicarios, un oficio en alza que garantiza trabajo seguro (con miles de muertos por arma de fuego), altos salarios y una baja esperanza de vida en torno a los veintisiete años adquieren su sentido cuando se lee la historia que cuenta Javier Arencillas, el fotógrafo. ¿Cómo se hace uno sicario? Hay que pasar por una prueba inicial matando a alguien con cierto riesgo por poco dinero y asistir luego a los funerales para demostrar que nadie presenció el crimen. Después ya se puede matar por orden y contra pago.

Las fotos de Haití, de Ricardo Venturi, de gran belleza, abordan el mismo tema: la vida humana allí donde la vida humana no vale nada.

diumenge, 10 d’abril del 2011

Las fotografías de Juan Rulfo.

Con motivo del 25º aniversario de la muerte de Rulfo se ha publicado un libro (Juan Rulfo, 100 fotografías de Juan Rulfo. Editorial RM, 2010, al cuidado de Andrew Dempsey y Daniele De Luigi), con una selección de 100 fotos suyas, y la FNAC de Madrid exhibe una selección de 25 de esa selección de 100. Exhibir es un verbo impropio dado que el comercio expone las 25 piezas en una salita habilitada también para lectura de libros, revistas, comics, etc y los abundantes lectores no dejan ver las fotos.

De todas formas es una buena ocasión para dar un repaso a ese extraño genio quedo que fue Rulfo, el breve autor de una sola novela y un solo libro de relatos, traducidos a muchos idiomas y de quien todo el mundo se hace lenguas como uno de los grandes de la literatura mundial. Y con razón.

Rulfo parece haber dedicado la mayor parte de su vida a la fotografía. Dejó un legado de unos 6.500 negativos aún por clasificar. Estudió el arte, la practicó, intento establecerse profesionalmente en relación al mundo del cine y la fotografía. Seguramente se consideraba fotógrafo. Tenía amistad con Cartier Bresson, que anduvo mucho por México, y muestra una gran influencia de los maestros estadounidenses de la generación anterior, Paul Stieglitz, Paul Strand, Charles Sheeler o Edward Steichen. Una fotografía seria, realista y, al mismo tiempo, trascendental, simbólica en la que las imágenes no se quedan en sí mismas sino que hablan, son la congelación de un relato que sigue fuera de ellas mismas. Edificios, retratos, paisajes, costumbres son los temas más repetidos. No hay escenarios. Es la realidad por la que pasamos y de la que retenemos retazos visuales que pertenecen a otras historias.

El resultado de tanto afán no va muy allá. Las fotos de Rulfo son muy buenas pero ni por la calidad técnica ni por su contenido alcanzan los niveles de su obra narrativa. Entonces ¿por qué obstinarse en ser aquello para lo que se vale menos? No es infrecuente que la gente equivoque su vocación. En realidad es una queja habitual. No obstante, tengo la impresión de que, en el fondo, Rulfo siempre se vio como un literato, como un novelista que se valía de la fotografía para ambientar sus relatos. O sea, un novelista fotógrafo antes que un fotógrafo novelista. Porque sus fotos se entienden mirándolas con los ojos de quien ha escrito El llano en llamas o cualquiera de las otras historias, que son igual de buenas, algunas incluso mejores que aquella, pues eso ya es cosa de variantes en los gustos. Mi cuento preferido es ¡Diles que no me maten!.

No las fotos, no, sino su literatura, muestra la mano de un genio. Para los que confían más en el principio de autoridad, recuérdese que Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez, hablan de él con veneración rayana en la idolatría. Con fundado motivo porque su influencia está patente en ellos. Como lo está en todo el llamado realismo mágico. En Cien años de soledad está presente el espíritu de Pedro Páramo o sea, el de Juan Rulfo porque en la literatura de éste la perspectiva es cambiante. Los relatos pueden estar en la de las distintas personas del verbo y dentro de un mismo relato. El cambio más frecuente, de la tercera a la primera, lo que hace que Páramo sea tan Rulfo como Rulfo Páramo. Esa alternancia junto a la habilidad para mezclar pasado, presente y futuro a través de la memoria de los personajes que van y vienen por sus vidas situándose, por ejemplo, en un futuro del que el presente en el que estamos es un remoto pasado, son rasgos distintivos de una forma de escribir que es literatura en estado puro.

Rulfo escribe como el que llueve. Todo lo que toca su palabra, como todo lo que moja la lluvia, cambia de color, de tacto, de aroma, se hace suyo, de Rulfo. Hay un México de Rulfo de raíces agrarias e indias revestidas de mundo moderno. Y en ese México está muy presente la muerte, vista como un avatar de la vida, muchas veces descontada, muerte por encargo, sobrevenida o largo tiempo esperada. Eso es narración de lo indecible. Y ese es el genio de Rulfo. Sólo Bolaño, me parece, otro escueto, ha dado similar sacudida a la literatura. No son nombres de relumbrón, pero su savia nutre el inmenso jacarandá de la literatura de un continente.

(Las imágenes, sacadas del libro son: la 1ª, Plantación de magüeyes y la segunda Barda tirada en un campo verde)

dissabte, 26 de març del 2011

Fibra de mujer.

Magnífica exposición en el Thyssen y Cajamadrid titulada Heroínas. Casi todo cuadros con dos o tres esculturas, alguna impresionante como ese prodigio de bronce alado que es la Iris de Rodin. Predomina la pintura y toda sobre mujeres con un motivo común, según lo expresa el comisario, de presentarlas como seres fuertes, activos, hasta dominantes, autónomos, lejos de la imagen de la mujer sumisa, amante, esposa, madre. Y ciertamente es un punto de vista de interés. Para ello ha llegado a extremos difíciles. Por ejemplo, en el grupo de cariátides, esto es, mujeres como columnas o bases de apoyo, mujeres recias que aguantan duras tareas, incluye una campesina de Bouguereau, que ya tiene mérito con lo cursi que era el autor que ha dejado decenas de mujeres de una afectacion que hace daño a la vista. El hecho de que la campesina esté afilando una guadaña daría que pensar que los estereotipos de Bouguereau lo llevan a identificar a la mujer con la muerte, como si fuera Schopenauer. Pero probablemente es una exageración.

Los grupos en que se ha clasificado la imagen de las mujeres son muy ilustrativos: magas, amazonas, místicas, lectoras, ménades, atletas, etc. y están muy bien. Circe cuenta con varias representaciones: se encuentra la de Dossi, que tiene un equilibrio de colores único y la de Waterhouse, que es una delicia para la vista. Hay una Medea aunque no especialmente terrible. Es casi como si se tratara de pasar por encima del incómodo hecho de que gran parte de estas condiciones activas de las mujeres, sus iniciativas, no son autónomas, sino reflejo de su relación con los hombres. Todas las brujerías de Medea se hacen a causa de Jasón. Y Circe, igual que Calipso, cede ante Odiseo

En otras actividades las mujeres parecen más autónomas. Pero si se escarba un poco, el asunto no está tan claro. Por ejemplo hay un par de versiones de la leyenda de Atalanta e Hipómenes. Es imposible no quedarse alelado mirando la de Guido Reni, en la que se ve a Atalanta volviendo sobre sus pasos para recoger las manzanas de oro mientras Hipómenes pasa raudo. Atalanta representa la total independencia de la mujer que es igual o superior al hombre... y es castigada por ello con una vil engañifa ideada por otra mujer. Y este es el nudo de la cuestión a mi entender en la exposición: hay mucha interpretación de mujeres hecha por hombres lo cual es determinante.

Queda un campo en el que la actividad de las mujeres prescinde por entero de la visión masculina, que es el del autorretrato. Mujeres con mirada de mujeres que hacen ese milagro de todos los autorretratos cuando entramos en su campo de visión de mirarnos con los ojos de la artista a través de los de su imagen. Y ahí es donde se atisba el fondo del alma de la pintora en ese deseo de comprenderse a sí misma que es igual al de los hombres porque, digan lo que digan Schopenauer y sus precedentes y consecuentes, somos iguales siendo distintos.

Nada de esto afecta al célebre autorretrato de Artemisia Gentileschi como alegoría de la Pintura con esa perspectiva en picado y ese gesto de la artista de estar pintando fuera del cuadro, de donde proviene la luz que la baña literalmente, la ilumina, la inspira, la arrebata, la posee casi como a una Dánae, pero no quiero ser inconveniente.

Se encuentran también bastantes piezas modernas. Hay una Santa Teresa de Abramovic que impresiona por tomarse lo de los pucheros a la tremenda y una serie de fotografías de mujeres levitando de Julia Fullerton-Batten que es de lo más extraño que he visto nunca. También hay algo de arte de vídeo que no es de lo mejor, lo cual no es para enfadarse. El arte del vídeo es dificilísimo. He visto mucho y no recuerdo nada que me haya parecido en verdad bueno. Pero eso puede deberse a mi desconocimiento. También hay volúmenes sorprendetes, como un bronce de mujer sobre una pira hecha con leña de verdad, con trozos de encina de esa que arde con la fuerza de siglos.

La exposición está hasta junio y merece la pena acercarse. Ya la merecería sólo el contemplar la Ifigenia de Feuerbach, recostada sobre un parapeto y mirando el mar Egeo por donde supone que algún día le llegará la salvación y el retorno a casa, pero no sabe cómo ni cuándo.

dijous, 24 de setembre del 2009

La afuereña en la Gran Manzana.

La fundación Mapfre tiene una exposición de la fotógrafa austriaca nacionalizada estadounidense Lisette Model en su galería de Azca que merece mucho la pena ver. Es parte de la fabulosa colección de fotos de autor del siglo XX que tiene la aseguradora y que documenta los años más tumultuosos, interesantes e innovadores de este arte en los Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Una colección única con obras de Evans, Strand, Arbus, Steichen, Stiglitz, Weegee, Winograd, Friedlander y otros que son un verdadero fondo para el conocimiento de la historia, la sociología, el arte, la vida misma de este país. Sobre todo concentrada en la ciudad de Nueva York, pero no sólo porque se extiende off limits hasta llegar a la costa Oeste y documenta momentos especialmente interesantes como el New Deal.

Lisette Model, nacida Stein de padre judío vienés que pronto se cambió de apellido y madre católica en familia muy acomodada, se había orientado primero en la vida hacia la música, habiendo sido estudiante de Schönberg pero los avatares de la existencia, la historia centroeuropea, el ascenso del nazismo y otras circunstancias, la obligaron a cambiar sus proyectos y orientarse hacia la fotografía con un éxito que por entonces (años treinta a los cincuenta del siglo XX) no estaba al alcance de muchas mujeres.

Empezó en Niza, en donde se instaló con su madre antes de dar el salto con su marido a Nueva York y allí hizo aquella famosa serie La promenade des anglais, esos retratos de una aristocracia hastiada, que paseaba su spleen por la Riviera y contemplaba el mundo como si no tuviera que ver con ella. La guerra, la posguerra, los enfebrecidos años veinte, la crisis, el ascenso del nazismo, todo realidades palpitantes que acabarían dejándola fuera de la historia, como en una vitrina que es donde Model la fotografió como un documento de sociología de época.

Pero el giro más agudo se daría con el paso a los Estados y el encuentro con Nueva York, seguramente la ciudad más fotografiada del mundo. Como todos los de su profesión, Model tenía una irresistible tendencia a hablar y reflexionar sobre su oficio sin decir gran cosa que merezca la pena recordar. Y eso que hacia los años cuarenta la contrataron como profe de fotografía en la New School for Social
Research que era el lugar que pusieron en pie los exiliados alemanes de la Escuela de Frankfurt y en donde contrataban a todos los rojos germanohablantes. No es que Model lo fuera en demasía (roja, digo), pero sí lo suficiente para que se viera obligada a andarse con cuidado con el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy. De hecho, aunque mantuvo su colaboración con Harper's Bazaar, otras publicaciones, como Life, le hicieron el vacío.

En aquella escuela formuló la única teoría fotográfica que merezca la pena escucharle, al margen de sus otras consideraciones un poco acarameladas sobre el instante fugaz, el ojo de la cámara, el momento inaprensible que es pábulo común de los fotógrafos. Dicha doctrina es muy breve, como todo lo bueno, y se resume en una recomendación que yo extendería a todas las actividades artísticas: "fotografía con las tripas". Si señor: pinta con las tripas, esculpe con las tripas, escribe con las tripas. O sea, sé auténtico, sincero, espontáneo, directo.

Así son las fotos de Model de aquellos años: la serie de bañistas de Coney Island o la muy curiosa de los "pasos a la carrera" principalmente en la calle 42 y en donde se puede intuir la sorpresa que a la vienesa acomadada pasada por Niza causó la llegada a la febril actividad de Manhattan, cuyo espíritu supo también captar con la serie de los reflejos, composiciones complicadas con diversos equilibrios y que tan bien traducen el espíritu neoyorquino porque mezclan los aspectos humanos, cotidianos, existenciales con las líneas, ángulos, perspectivas de la arquitectura neoyorquina, única en el mundo.

Aunque la exposición contiene sólo una ínfima parte de la obra de Model es suficiente para que los amantes de la Gran Manzana pasen una hora deliciosa.

divendres, 7 d’agost del 2009

La realidad es surrealista.

Dentro de su plan de exposiciones de fotografía, la fundación Mapfre alberga una muy interesante de la obra de Graciela Iturbide. Esta fotógrafa mexicana de esclarecido apellido tiene un ojo para captar el significado o simbolismo de la realidad que encandila; sobre todo de la realidad de su país que ha trabajado con espíritu de antropóloga investigadora (si bien su formación es en una escuela de artes cinematográficas) y método de "observación participante".

Discípula de Álvarez Bravo, el fotógrafo de Eisenstein y Luis Buñuel, ha desarrollado un programa iconográfico que trata de revelar el significado profundo de la cultura precolombina y su huella en la cultura posterior sincrética con la tradición colonial española. El resultado de esta orientación es su búsqueda permanente del motivo de la muerte en las más diversas manifestaciones de la vida mexicana, como puede observarse en ese curioso retrato de una novia de la muerte que ilustra la cubierta del cuaderno de la exposición. Obsérvese asimismo que la persona fotografiada es, a todas luces, un hombre, lo cual nos conduce a otro elemento muy característico de la obra de Iturbide, en concreto el disfraz, el carnaval, el travestismo.

Con ese mismo ánimo Iturbide ha hecho fotografías que son hoy elementos simbólicos de universal aceptación. A raíz de la muerte de una hija muy pequeña y gracias al apoyo del Instituto Nacional Indigenista de México, la fotógrafa se sumergió en el estudio y el reflejo de las culturas específicas de ciertos grupos humanos como los indios seris del desierto de Sonora, los zapotecas del istmo de Tehuantepec parte de los cuales singularizó como las "mujeres de Juchitán", en Oaxaca. Una de ellas es esa fabulosa Nuestra señora de las iguanas sobre la cual se ha especulado abundantemente quien para hablar de la fuerza de la imagen femenina, vinculándola a la idea del carácter "ctónico" del que habla Camille Paglia como el elemento determinante de la naturaleza femenina, quien para acordarse de la Medusa mitológica con sus cabellos de reptiles o para enaltecer el elemento sincrético de la imagen.

El surrealismo que, según André Breton, está en la realidad misma de México es un elemento distintivo de la obra de Iturbide y no solamente en trozos o aspectos de ésta que estén, por así decirlo, "oficialmente" conectados con el surrealismo como, por ejemplo, en el trabajo que hizo por encargo de fotografiar el baño de Frida Kahlo, cerrado por orden de su marido Rivera desde el fallecimiento de aquella en 1954 y en el que destacan piezas muy curiosas, imposibles de olvidar, como el retrato de Stalin que Frida tenía siempre delante y sobre el que reposa el par de muletas de que la pintora se servía o la desnuda toma de su arnés clavado en la pared, como si del de una caballería se tratara. Todas las fotos en busca de los elementos folklóricos y culturales de México en las que figura la muerte en forma de distintas variantes de la clásica calavera catrina, de José Posada, pertenecen a este territorio de un modo muy evidente. Pero también lo hacen otras imágenes que Iturbide ha fijado en varias partes del mundo, por ejemplo en una viaje a la India, del que trajo una serie de tomas en las que late siempre el elemento surrealista por muy ejemplar que sea la fotografía original. La que aquí se reproduce es una imagen tomada en el cementerio de Dolores Hidalgo, en Guanajuato, y recuerda de forma inmediata alguna de las escenas de Los pájaros, de Alfred Hichtckok.

La obra de Iturbide cuenta ya con reconocimiento internacional, justa contraprestación a su gran capacidad para sintetizar y trasmitir los elementos más autóctonos de la cultura de su México natal pero vistos con los ojos de una mujer criolla y refinada.

De esta vocación y preocupación vital proceden algunas de las fotografías más famosas de México. A eso mismo obedece la celebérrima imagen del cartel publicitario con la améndola de la virgen guadalupana, emblema tan nacional mexicano como el águila devorando la serpiente sobre un nopal. Falta la imagen de la Virgen propiamente dicha sustituida por esa especie de poste como si fuera una abstracción de Chirico en representación de las divinidades precolombinas, desplazadas por la colonización católica española. Las dos yucas del primer plano dan a la imagen gran fuerza y profundidad permitiendo una especie de confusión magriteana del segundo plano fotografiado con el natural.

Cambiar en estos días de agosto el sol ardiente de Madrid por las soledades agostadas del desierto de Sonora en las imágenes de Iturbide es una curiosa y sedante experiencia. Ciertamente, toda la exposición lo es.

dijous, 6 d’agost del 2009

La mezcla imposible.

La fundación de Telefónica tiene en marcha una exposición de fotografías pintadas de Gerhard Richter muy interesante de ver. Una vez que se ha franqueado la entrada del edificio, con sus grandes puertas doradas que recuerda mucho algunos otros neoyorquinos, como el Chrysler Building se encuentra uno con unas cuatrocientas tomas fotográficas personales del artista sobre las que éste ha pintado en una especie de curioso intento de mezclar dos géneros artísticos, la fotografía y la pintura. En su inmensa mayoría son escenas de la vida cotidiana, fotos de viajes, paisajes, tomas en la calle, edificios, retratos, etc y el efecto de la conjunción es muy variado, desde el de una casi completa aniquilación de la imagen en la foto hasta el punto de que no se reconoce lo que hay en ella, incluso si hay algo, hasta la de un equilibrio armónico en el que la pintura realza o acota la imagen fotográfica. Lo que no se produce nunca, probablemente porque no puede producirse, es una mezcla. Las técnicas son demasiado distantes. La pintura es toda subjetividad mientras que en la foto, sin que ésta desaparezca del todo, prevalece la objetividad del medio mecánico.

Richter es hoy uno de los artistas alemanes más cotizados y reconocidos internacionalmente. Estas fotografías pintadas, muy características suyas, son únicamente una parte de su enorme y diversificada producción. Nacido en 1932 y educado en la antigua República Democrática Alemana, se escapó con su mujer hacia 1961, unos meses antes de que se construyera el muro de Berlín y ya hizo toda su carrera en Occidente en una actitud de clara hostilidad a todo tipo de ideologías, pero sin perder la vinculación política de su obra. La prueba es la tendencia que contribuyó a fundar con otros artistas vinculados al pop, llamada humorísticamente "realismo capitalista", del que saltaría luego al expresionismo abstracto.

Richter mantuvo también la tendencia figurativista con temas sociales o incluso claramente políticos. Entre sus llamadas "pinturas fotográficas", que no son las fotografías pintadas de esta exposición, sino óleos a partir de fotografías, me parece especialmente impresionante la serie llamada Baader-Meinhof, de la que puede verse aquí una muestra, un óleo de un retrato juvenil de Ulrike Meinhof. Mientras la paleta de las fotografías pintadas es polícroma y en ellas utiliza normalmente los restos de los colores de las obras expresionistas, la de la pintura fotográfica suele ser blanco y negro y gama de grises con los contornos difuminados, que dejan una impresión como de ensoñación o irrealidad.

Además de los cuadros y las fotografías, Richter, hombre de creatividad arrolladora, ha hecho también lo que llama "atlas", grandes composiciones a modo de collages con todo tipo de fotografías, de las que ha producido cientos y resultan bien curiosas, mapas pintados y vidrio. Precisamente a este último campo pertenece la vidriera que hizo para la catedral de Dresde ya que la anterior fue destruida durante la segunda Guerra Mundial y no se podía reconstruir. La obra de Richter, que está en el estilo de otra anterior suya, llamada 4096 colores y es muy controvertida, remite al mundo de la informática y recuerda las fotos "pixeladas" . A mí me parece todo un hallazgo, pero hay gente que dice que rompe la armonía de formas con las otras vidrieras del templo.(La imagen de la vidriera de la catedral de Dresde es una foto de Ambidexy, bajo licencia de Creative Commons).