dissabte, 28 de setembre del 2013

Deep South


Al entrar ayer en la exposición de Mapfre en Azca, lo único que sabía de William Christenberry era que es un clásico de la foto en color, el que rompió la soberanía del blanco y negro y dio paso al pastel. Claro, en realidad, él es pintor. Ni siquiera sabía bien el apellido. Me sonaba más Christenfield o Christenbury. Pues, nada, es un tipo estupendo. Casi todas las fotos expuestas son irritantemente pequeñas (obtenidas con una Kodak Brownie que le regalaron cuando era niño), con un color desvaído y como vacilante de las primeras técnicas, hasta que ya en los años 70 se pasa a una cámara más potable que da mayor detalle. Pero tanto la primera como la segunda serie reflejan el sur profundo, Alabama, que el hombre retrataba una vez al año en un viaje que hacía sin faltar desde el Norte, en donde trabajaba, a los lugares de su infancia. Las mismas casas, los galpones, las iglesias, los almacenes, los graneros, los pajares, los coches abandonados, Chryslers, Buicks, de los años 50 pintados de rosa o de azul celeste (¿cómo no iba a ser necesario el color?), paisajes, cultivos, caminos de tierra roja, anuncios, publicidad, fotografiados año tras año y ni una persona. Como si el mundo de su niñez estuviera despoblado. Desde los sesenta a los noventa. La exposición trae las series completas, agrupadas por temas. Cómo van decayendo los graneros, las casas, su misma casa, la de su abuela en veinte, treinta años.


La historia de este prodigio nace cuando, en los sesenta, Christenberry encuentra un libro de la época de la gran depresión, hacia 1931, contando el impacto de esta entre los colonos y los aparceros de los campos de Alabama y del condado de Hale, del que era oriundo. Estaba escrito por James Agee con fotos de Walker Evans. Evans, el rey, junto a Dorothea Lange, había fotografiado gente que él había conocido treinta años atrás. ¿Por qué no fotografiarlas de nuevo? De hecho la única imagen humana (o casi la única) que aparece en la obra de reconstrucción de la memoria, es un retrato de Elisabeth Tingle en su casa en 1962, exactamente como la había fotografiado Evans 31 años antes. Pero le dio más por las casas y el resto del paisaje de su infancia sin personas y eso es lo que se expone y eso lo que cuenta el propio Christenberry en largos extractos de una especie de diario en los que nos informa de sus intenciones, sus pensamientos, sus interpretaciones de lo que iba fotografiando en sus vacaciones anuales. En algún momento se pregunta si está fotografiando el paso del tiempo. De ningún modo, responde modestamente, solo la degradación de las cosas, de las casas desvencijadas año tras años, los vivos letreros de Coca-Cola decolorándose, y concluye que la belleza es eso. Eso y muchas otras cosas. Pero eso también y él lo hace de perlas.

Tanto que allá por 1973, según parece, Evans lo acompañó en su viaje anual al Deep South, al que no había vuelto desde los años treinta, y le dijo que se tomara en serio lo de la fotografía que era lo suyo. Lo suyo siguió siendo muy variado. En algún momento decidió pasar las imágenes a las tres dimensiones y fue creando esculturas de los edificios que fotografiaba. No son maquetas sino esculturas con materiales propios de los originales e, incluso en el suelo de los originales. Hay bastantes en la exposición. Son curiosísimas.

Bien. Un mundo muy, muy propio, magníficamente retratado, nostálgico y algo idílico. Hasta que irrumpe en el relato un elemento siniestro que lo acompaña y ya no lo abandona, el Ku-Klux-Klan. Y aquí ya sí hay personas. Estas, precisamente, son las determinantes en la historia de la foto The Klub que cuenta el mismo Christenberry con una prosa muy en la línea de On the road. Y de ahí nace la obsesión por el KKK que lo lleva no solamente a acumular objetos relacionados con él en The Klan Room, sino también a fotografiar sus reuniones de modo clandestino, con evidente peligro para su integridad física. En la foto de la reunión, se observa la imagen clavada en el árbol. Es el símbolo del KKK, el jinete encapuchado a caballo negro con gualdrapa blanca y la cruz del Sur, portando una antorcha en la derecha sin duda para iluminar el camino quemando vivos a los negros e incendiando sus casas.

Es la misma imagen, se recordará, que sirvió para publicitar la peli de David W. Griffith El nacimiento de una nación, una simbología que los del sur profundo llevan clavada en el alma para bien o para mal pero que liga el nacimiento de la nación con el racismo. Con esto cortan mucha tela los críticos del nacionalismo, de cualquier nacionalismo, dicen.

Son los años de la lucha por los derechos civiles pero aquí no hay fotos de las marchas de Washington, ni de las manifestaciones ni los mítines. Aquí está el sur de siempre, decayendo en silencio, como el mundo de la niñez se va desdibujando en la memoria de un artista que quiso ser pintor, pero era y es, porque vive, un fotógrafo con ojo de poeta o un poeta con alma de fotógrafo.