Ya, ya sé que todo el mundo se ha hecho lenguas de la exposición del Hermitage en el Prado que estará hasta el veinticinco de marzo. En efecto, es una recopilación de piezas magníficas de ese magnífico museo ruso. Hay pintura, escultura, trajes, una variedad de objetos, joyas con deslumbrantes piedras preciosas y bastantes adornos de oro (algunos trabajos de las tribus escitas) que atraen mucho al público porque el oro siempre atrae. También abundan las explicaciones sobre el Hermitage como museo y la propia ciudad de San Petersburgo. Lo único que no queda claro es el motivo de la exposición porque no guarda unidad temática alguna. Los cuadros, que son el grueso de la exhibición, pertenecen a todas las épocas, países y estilos. Al no haber unidad temática se ve que el verdadero tema es el propio Hermitage. De lo que se trata es de traer a España una especie de muestra del contenido inmenso de aquel museo.
Al ser una muestra se pensaría que han venido las piezas más destacadas. Pero no es así. Se exponen obras maestras, sin duda, como esa Mujer con sombrero negro (1908) de Kees van Dongen que sirve de reclamo y algunas otras. Pero también hay bastante pintura mediocre cuya justificación, al parecer, es que detalla aspectos del Hermitage o de San Petersburgo. En algún sitio he leído que el Prado y el Hermitage tienen un acuerdo que los obliga a montar exposiciones periódicas y así resulta que ésta es la contrapartida a otra que hubo hace unos meses en San Pertersburgo llamada El Prado en el Hermitage en la que los rusos pudieron admirar unos sesenta cuadros del Prado, que tiene miles.
Es decir, son exposiciones montadas con criterios burocráticos, en cumplimiento de compromisos y están orientadas a ensalzar la grandeza de los museos y su historia más o menos azarosa. Enterarse de cómo se creó y fue creciendo el Hermitage es interesante y también lo es recordar esa ciudad tan sorprendente, el fruto más oriental del despotismo ilustrado, una traslación del espíritu occidental al borde del Neva, en medio de sus noches blancas. Tanto el uno como la otra tienen mucho que contar pero, al final, su historia es la de la violencia, la rapiña, la explotación y la tiranía. Sin duda es saludable no olvidar que las mejores colecciones de arte se erigen sobre mares de sufrimiento. Pero, como exposición artística, con perdón, es bastante insatisfactoria.
De entrada ¿qué criterio se ha seguido para seleccionar las obras? ¿Por qué está Tiziano pero no Giorgione, por qué Caravaggio y no Leonardo? Obviamente, criterios de conveniencia, burocráticos. El Hermitage es una de las mejores pinacotecas del mundo. Podrían aprovecharse estos compromisos para hacer exposiciones temáticas. Por ejemplo, dada la enorme abundancia de impresionismo que alberga, una que lo trajera todo juntamente con sus influencias en los artistas rusos. Pero esa es otra historia.
Así que, puesto a sacar partido a lo que se le muestra, el espectador, con todo, tiene mucho en donde elegir porque hay obras deslumbrantes y, al no tener contexto, se pueden apreciar mejor en sí mismas. Por ejemplo, un curioso San Sebastián de Ribera de un manierismo exquisito y casi pecaminoso en un pintor español. O el momento culminante en la historia de Esther y Mardoqueo, pintado por Rembrandt, un prodigio de estudio de la culpabilidad en el rostro de un hombre. Los atributos de las artes y sus recompensas, de Chardin es una delicia, como el trampantojo en un cuadro de un almuerzo de Velázquez. Caben también sorpresas: nunca había reparado en que el autorretrato de Soutine que se muestra recuerda mucho a Bacon.
Y algún curioso encuentro: el estupendo retrato del embajador Piotr Ivanovich Potemkim, de Godfrey Kneller. Este Potemkim se hacía retratar por donde pasaba porque el Prado tiene otra imagen del personaje por aquellas fechas, pintado por Carreño de Miranda. El hombre es el mismo, su posado prácticamente idéntico, los lujosos atavíos siendo distintos, son muy similares: la pompa y circunstancia de un plenipotenciario ruso en una corte occidental que debía de verlo con auténtico asombro. Los dos cuadros permiten apreciar diferencias entre los pintores bien marcadas. Los dos subrayan el exotismo del embajador, su aspecto asiático, pero el inglés lo anima, lo hace más cercano, valiéndose de la luz, mientras que el español, en tonos más apagados fía la impresión al imperio de la actitud. Es bueno saber qué rostro tenía aquel ministro de Catalina II, la autócrata discípula de Voltaire, el que le ponía aldeas de cartón piedra al borde de la carretera en sus viajes a Crimea para qué viera qué felices eran sus súbditos. Con tanto éxito que aun hoy, en algunas partes del mundo (por ejemplo, en Inglaterra), cuando alguién quiere montar un incidente falso en un proceso judicial, fabricar unas pruebas, inventarse unos hechos, se dice que está haciendo un Potemkim.
Porque no se le ha ocurrido, pero Camps mejoraría su defensa si, en lugar de afirmar que está siendo objeto de un montaje tremendo, que es una vulgaridad, asombrara a sus jueces diciendo que todo es un tremendo Potemkim.