El general De Gaulle fue siempre enemigo del ingreso del Reino Unido en la Unión Europea, por aquel entonces llamada Comunidad Económica Europea (CEE). Entendía el francés que Inglaterra sería un factor disgregador de la unión dada su relación especial con los Estados Unidos que nunca se han entusiasmado con la unidad de sus aliados por su cuenta. Y tenía razón. Gran Bretaña trató en su día de socavar la CEE poniendo en marcha una especie de zona de libre cambio con los países europeos que no habían firmado el tratado de Roma, Irlanda, Noruega, Dinamarca, Suecia, Suiza, etc., la EFTA o AELC (Asociación Europea de Libre Cambio); una organización condenada al fracaso, cosa que vieron rápidamente los británicos por lo cual, tomando en consideración sus intereses antes que la elegancia, abandonaron su criatura a la intemperie y pidieron el ingreso en la CEE en 1961.
Hubieron de esperar diez años y sólo lo consiguieron al siguiente a la muerte del general francés, en 1971. Desde entonces Gran Bretaña ha sido un constante lastre para el avance de la unidad de Europa. Ha estado sistemáticamente en contra de todos los intentos de fortalecer la unión política del continente y ha favorecido la ampliación indiscriminada de la unión en la esperanza de delibilitarla. Asimismo se ha desmarcado de casi todas las decisiones colectivas que iban en ese camino: en 1984 hubo que renegociar los términos de su entrada, en 1985 quedó fuera del acuerdo de Schengen (aunque participa de algunos de sus aspectos), en 1989 rechazó sumarse a la Carta Social Europea y en 1999 no aceptó formar parte de la zona euro. Ahora se queda fuera del nuevo tratado que establece una mayor unidad fiscal de Europa y avanza en el camino de la unidad, y es el único país que queda fuera. Mucha razón tenía De Gaulle. Sólo que, en este momento, Gran Bretaña corre el peligro de encontrarse demasiado fuera de la Unión, casi en la situación de dos entidades independientes, Gran Bretaña de un lado y el resto de los países apiñados en una mayor unidad política.
Porque ese es el resultado de la Conferencia de Bruselas, un notable avance en la unión continental que se ha conseguido por la muy eficaz vía de la chapuza. Lo que los sucesivos proyectos de Constitución de la UE no han logrado lo ha conseguido el llamado pacto del euro, un acuerdo de carácter económico y fiscal que trata de paliar la crisis y fortalecer la UE para hacer frente a aquella. Una chapuza in extremis, acordada cuando los mandatarios ya auguraban la catástrofe si no se alcanzaba, que es lo que llevan cuarenta años augurando cada vez que hay que adoptar alguna decisión salvífica, normalmente al margen de los procedimientos ordinarios; esto es una feliz chapuza que dará un magnífico juego, como en otras ocasiones.
El asunto es fácil de entender, aunque no enteramente agradable de aceptar; sobre todo si se opera con categorías de soberanía nacional que, siendo obsoletas, siguen muy presentes en el ánimo de quienes dicen haberlas superado. Es una típica disonancia cognitiva de muchos políticos europeos, especialmente los conservadores, que son hostiles a toda merma de sus soberanías nacionales y las usan como banderas electorales, al tiempo que apoyan el fortalecimiento de la unidad supranacional europea. Una disonancia cognitiva de campanario. Como la inglesa.
La crisis actual, agravada por la existencia de un euro al que falta el apoyo de una unidad de decisión política ha puesto de relieve las insuficiencias actuales y obligado a remediarlas un poco a la brava. En efecto, la pretensión de los países más afectados por la deuda (Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia) y de quienes razonan como ellos es que la Unión en su conjunto salga garante y avalista de sus deudas (eso es lo que pretenden quienes postulan los eurobonos) pero sin tener los instrumentos necesarios para controlar ahora y en el futuro el modo en que los países contraen y gestionan sus obligacioness. Ninguna organización del tipo que sea sobrevivirá si da a sus miembros libertad para endeudarse pero sale luego garante de unas deudas que no puede controlar.
Así que, para poner remedio a esta situación en el futuro los países europeos han dado el paso decisivo de aceptar la coordinación de sus políticas fiscales, la supervisión de sus presupuestos por los órganos comunitarios y otras medidas que significan simplemente cesiones de soberanía. Eso que los europeos predicamos continuamente pero no aceptamos sino a regañadientes, como se ve en ese fracasado intento de Rajoy de conseguir para España un poder de veto de las decisiones comunitarias. Es lo de siempre: más unidad, pero mi país por encima. Sin embargo, el pacto es vital para la consolidación de la Unión Europea como una unidad política con una moneda única fuerte que no actúe como una vía de agua en el navío común.
Hay una crítica frecuente al pacto que debe considerarse y es la de que esa unidad política hacia la que se avanza se presenta bajo la hegemonía alemana y, en parte francesa, lo que atenta contra la pretensión de una igualdad de los miembros de la Unión. Ciertamente. No hay una Europa de dos velocidades pero unos países son más importantes que otros. La susodicha igualdad es una quimera, más propia de un organismo internacional (como la Asamblea General de la ONU) que de un único Estado en términos reales. Prácticamente ningún Estado del planeta es igualitario en su composición interna. En todos hay partes más importantes y decisivas que otras; regiones, provincias, estados, comunidades de mayor productividad y renta que otros; entes territoriales a los que afluye la inmigración interna y otros de los que parte la emigración. En todos los Estados hay desigualdades territoriales que se aceptan mejor o peor pero son inevitables y eso mismo pasa con la Unión Europea como unidad política. Resulta absurdo decir que Alemania es la locomotora europea y, al mismo tiempo, sostener que sus derechos y obligaciones son los de los vagones de los que tiene que tirar.
Alemania tiene la responsabilidad de consolidar la Unión Europea con la ayuda de Francia y de otros países sólidos. Su voto no puede valer lo mismo que el de Grecia. Y no lo vale. Otra cosa es que se tenga la elegancia de mantener la ficción jurídica de que todos somos iguales y no se haga patente en ningún instrumento político. Pero esa desigualdad es un hecho y, mediando la conciencia común europea, no tiene que ser necesariamente un desdoro.