En la escala de corrupción percibida que elabora anualmente Transparency International España aparece en el informe de 2011 en el lugar 31 de 183 países en el mundo, en el 17 en Europa occidental y en el 14 de la Unión Europea. Un puesto muy poco satisfactorio. Con una puntuación de 6,2, estamos muy por encima de Italia (3,9) y Grecia (3,4), pero muy por debajo de Dinamarca (9,4), Finlandia (9,4) o Suecia (9,3). Un juste milieu nada honroso.
Es una fortuna que el índice mida la corrupción percibida por la ciudadanía, pues si pudiera medirse la objetiva a lo mejor estábamos más abajo. Porque es un hecho que, en contra de lo que Palinuro siempre quiere creer, la corrupción no pasa factura en las elecciones, algo verdaderamente insólito. Es lógico que, si la ciudadanía no tiene en cuenta la corrupción a la hora de votar, su percepción sea extraordinariamente benévola. Al dar a su país un magro 3,9 probablemente los italianos son más realistas que los españoles.
¿Cómo explicar que el PP obtenga una abrumadora mayoría de votos en la Comunidad Valenciana que está literalmente anegada en (presunta) corrupción que afecta de lleno al PP? Su expresidente Camps responde desde el banquillo en unos días por el inenarrable asunto de los trajes de la Gürtel y hay multitud de cargos políticos implicados en un sinfín de casos penales. Al expresidente de la diputación de Castellón, Fabra, el Tribunal Supremo lo ha puesto de nuevo en manos de los jueces, de quienes estuvo a punto de librarse no por ser declarado inocente sino porque sus supuestos delitos hubieran prescrito. Al parecer Fabra achaca sus golpes de fortuna al hecho de que le toca la lotería casi sistemáticamente, lo cual explica porqué no nos toca a los demás. La suerte está del lado de Fabra. Estaba porque, al fin, van a juzgarlo por delitos contra la Hacienda Pública, que están acompañados de otros no menos vistosos como tráfico de influencias o cohecho continuado. Una joya el, por ahora, último vástago de una dinastía de Fabras casi tan antigua en la Diputación de Castellón como los Borbones en el trono de España. Casualidad tan maravillosa como que le toque la lotería casi siempre.
Lo anterior puede parecer de cine de humor, de película del napolitano Totó que, por cierto, era un príncipe, de verdadero nombre Antonio Focas Flavio Angelo Ducas Comneno De Curtis di Bisanzio Gagliardi. Pero no es nada comparado con la historia del aeropuerto de Castellón, obra emblemática de Fabra que éste inauguró del brazo con Camps, explicando que era un aeropuerto sin aviones. Eso es algo más surrealista que la pipa de Magritte según el cual la pipa no era una pipa; el aeropuerto no es un aeropuerto. Pero resulta que sí es un aeropuerto y cuesta una millonada. Es decir, ¿no es también un delito? ¿No es malversar dineros públicos?
Lo del aeropuerto castellonense queda chiquito junto al saqueo de los caudales públicos que, al parecer, perpetraron cargos del PP al frente de una empresa, Emarsa, muy simbólicamente dedicada al tratamiento de aguas fecales y que sufragaba los más costosos caprichos de los tales cargos, desde viajes de lujo hasta francachelas diversas. Seguramente para expiar esta vida de licencia y molicie, las autoridades valencianas propiciaron y financiaron en 2006 una visita del Santo Padre Benedicto XVI quien vendría cargado de indulgencias. Por el camino se se esfumaron al parecer 3,8 millones de euros de un total de 7,4 millones que costó la visita papal al erario público. Más de la mitad de la pastuqui volatilizada y perdida se presume que en los bolsillos de los caballeros del Santo Gürtel.
En esa atmósfera de densa corrupción, no sería de extrañar que el yerno del Rey, marqués de Palma o algo así, se hubiera contagiado de las costumbres locales. Debió de haber un tiempo en el mundo empresarial levantino y balear en que regía la máxima de ¡tonto el último!. Lo malo de Urdangarín es que esté relacionado con la Casa Real y aparezca también presuntamente implicada la infanta Cristina. Mala cosa para la Monarquía española.
Pero es un asunto que pertenece a otra entrada. En ésta se trata de reseñar que el estado de corrupción es el normal en España (recuérdese, número 14 en la UE, por detrás de Estonia y Chipre). Pero que sea normal no lo hace menos indignante. Por su naturaleza la corrupción afecta a empresarios, funcionarios y cargos políticos. Estos últimos carecen de toda legitimidad a la hora de pedir a la gente que se sacrifique, que pierda sus exiguas rentas, que ceda parte de sus bajos salarios.
Así pues la señalada tolerancia frente a la corrupción presenta rasgos de masoquismo colectivo. Puesto que hemos de hacer sacrificios, preferimos que nos los impongan los que se libran de ellos fradulentamente. La corrupción y los recortes son como las guerras: los que las declaran nunca van a ellas.