Espléndida exposición de Caixaforum en Madrid sobre Delacroix. Trae piezas del Louvre y de colecciones privadas. Están algunas de sus obras cumbre, como su Medea, el autorretrato con el chaleco verde, el secuestro de Rebeca, la novia de Abydos, Hamlet y Horacio, Grecia en Missolonghi y otras menos conocidas, así como bocetos, la colección de grabados del Fausto, muchos paisajes (entre ellos, alguna marina y, entre las marinas, el inevitable acantilado de Etretat), obra de su época marroquí, pintura religiosa, retratos, etc. Lo más completo que haya visto nunca del genio del romanticismo.
Porque de romanticismo, de exaltado romanticismo, va la obra de Delacroix que debía de verse a sí mismo como una encarnación de Lord Byron, aunque mucho mejor parecido, desde luego. Y, si no el propio Byron, un típico héroe byroniano. Toda la pintura de Delacroix está cargada de literatura, es narrativa, tiene argumento, pero los temas byronianos son decisivos. Además de la masacre de Quíos y Grecia sobre las ruinas de Missolonghi, muestras de su simpatía por la independencia de Grecia, en la estela del autor de Lara, el naufragio de Don Juan, la muerte de Lara y, sobre todo, ese tumultuoso prodigio de composición que es la muerte de Sardanápalo, lo atestiguan.
Y no sólo Byron. Muchas de las grandes obras de la literatura están presentes en la pintura de Delacroix, sobre todo las que tienen personajes con destinos trágicos. Pero lo están no como mera ilustración o referencia, sino de forma creativa, en los momentos que el pintor elige y que proporcionan una visión nueva, muy personal, de los temas: de Ivanhoe (Scott), representa el secuestro de Rebeca, de Hamlet, ese impresionante óleo (varias versiones) del príncipe con Horacio ante la calavera de Yorick; de Otelo, Desdémona, de Fausto (Goethe) los grabados de Margarita (entre otros), de Tasso, Angelica y Roger, lo que le da pie para un San Jorge y Andrómeda.
Si se repasan los temas y se añaden Sardanápalo, Baco y Ariadna o, desde luego, la célebre la libertad guiando al pueblo, que no está en la exposición, se detecta enseguida el hilo conductor: la violencia. Nada nuevo, en el fondo. Es patente en la pintura de Delacroix que rebosa fuerza, vitalidad, ataque, defensa, lucha por la existencia. Son bellísimos sus cuadros sobre la caza de los leones, del tigre, las algaradas morunas, las batallas, las luchas de caballos, los cuerpos de los animales retorcidos, tensos, estallando en violencia. Nada nuevo, en efecto. Pero la violencia imprega no solamente las escenas de guerra o caza sino también las literarias; todas ellas. Y en casi todas gira en torno a las mujeres. Violencia contra las mujeres (secuestros, abandonos, engaños, humillaciones, crímenes) que alcanza su paroxismo en La muerte de Sardanápalo, una orgía de muerte y crimen contemplada por un déspota impasible, sin olvidar el de la humillación en ese increible cuadro en que el duque de Orléans muestra los encantos de su amante a un amigo suyo que es el esposo de ésta. El arte de Delacroix toca fibras morales muy sensibles, difíciles de encajar en la pura consideración estética. Una sola excepción es la violencia que ejercen las mujeres en su Medea asesinando a sus hijos en donde la princesa de la Cólquide, una figura que recuerda las de Miguel Ángel, está a punto de cometer su crimen, fuera de sí. No cuenta en cambio la libertad guiando al pueblo porque no es una mujer, sino una alegoría.
Delacroix viajó mucho y estuvo en lugares muy diversos; anduvo por Inglaterra y tomó como modelos a los mejores retratistas, Reynolds y Gainsborough, cuyas elegantes filigranas supo imitar, si bien no era su estilo. Estuvo varias veces en Flandes para sumergirse en Rubens, su gran influencia que es patente en muchas de sus obras, así como lo es el referido Miguel Ángel y, desde luego, Goya. Su estancia en Marruecos lo convierte en uno de los primeros "orientalistas", fascinado con el encanto del exotismo. Su muy hermosa novia judía no tiene nada que envidiar a la de Rembrandt a la que desde luego remite, igual que sus odaliscas vienen de Ingres. Pero de nuevo es el tumulto de los árabes en sus caballos, las correrías por los campos, las procesiones de los derviches lo que le interesa. Y todo ello lo lleva a experimentar con la luz y el color y a presagiar el impresionismo.
El último cuadro de la exposición y, al parecer, el último que pintó Delacroix, representa a Ovidio lamentando su triste suerte en el exilio al borde del Ponto Euxino mientras los pastores escitas le traen leche de burra. Una meditación sobre el destino del genio, algo que no le pasó a él quien, a pesar de su violencia y hasta su ferocidad, siempre fue bienquisto de los salones y los poderes del siglo.