dilluns, 22 de desembre del 2008

Proselitismo y marketing.

Debe de ser la primera vez que alguien ingresa en una organización clandestina anunciándolo en la prensa y mostrando en ella el careto. Son tácticas nuevas con las que ETA se adapta a las cambiantes circunstancias de mayor acoso policial y falta de vocaciones como la que padecen los seminarios, instituciones con las que tiene mucho en común. Estoy seguro de que ha buscado el asesoramiento de psicólogos que la ilustrarán acerca del efecto que la iniciativa pueda tener en sus militantes actuales y en la cantera de los futuros. Al fin y al cabo, el espíritu de la imagen es similar al de los carteles mediante los cuales las Fuerzas Armadas instan a los jóvenes a enrolarse. Claro que en la foto alguno no es tan joven, lo que abre una interesante perspectiva respecto a la clientela potencial de ETA, sobre todo en épocas de crisis.

La publicidad del reclutamiento tiene también sus costes. Se hace parte del trabajo de la policía que ahora sólo tiene que poner un "Se buscan" debajo de las fotos. Suponiendo que sean reales, por supuesto. Porque también pueden ser productos de photoshop, rostros que no pertenecen a nadie concreto. Y ahí andarían los pikoletos buscando a cuatro vascos virtuales tan existentes como Calisto y Melibea.

Así que en el análisis de costes/beneficios es probable que la iniciativa resulte productiva para incitar al ingreso en las filas de los terroristas, considerados gudaris. Porque, por baja que sea la rentabilidad será alta ya que el coste es mínimo puesto que los cuatro de la foto y otros seis que no aparecen pero tienen la misma intención, estaban huidos, en busca y captura. O sea que, de perdidos, al río.

Guillermo en las carreras.

Exactamente ¿qué premia el Planeta? Sin duda novela, pero ¿qué tipo de novela? No la experimental, ni la de alta calidad o de amplios vuelos; no la de depurado estilo, trama original o muy creativa; no la de profundidad psicológica o filosófica ni la de carácter histórico o costumbrista; no la novela poética, la epistolar ni la memoria novelada; no la novela comprometida o de preocupación social. Parece que premia la novela escrita por alguien lo suficientemente conocido para asegurar ventas millonarias; lo importante es la firma, la novela puede estar escrita de cualquier modo. El premio Planeta, es bien sabido, es una operación de marketing editorial.

Todo eso se cumple en el caso del último premio a Fernando Savater. Si además se da la circunstancia de que la obra no está escrita de cualquier modo sino con esmero, miel sobre hojuelas. Pero eso no quiere decir que la novela sea una novela. El señor Savater escribe bien, con gracia, agilidad, riqueza léxica, abundancia de citas, elegancia y claridad. Pero no escribe literatura propiamente hablando sino otra cosa muy difícil de definir si es que se puede, parcialmente ensayo, parcialmente artículo o reportaje. Casi es más fácil entender el escrito por lo que no es; y no es una novela.

Es cierto que el autor ha escogido una fórmula de género (intriga) y un formato clásico, con planteamiento, desarrollo y desenlace en secuencia temporal lineal, que evita los tiempos superpuestos que a veces son enfadosos. El narrador es algo más complejo y rebuscado pues alterna uno omnisciente con dos primeras personas distintas de dos protagonistas. Pero todo esto entra en el terreno del utillaje narrativo ordinario. Algo más en profundidad, la trama es inverosímil y no está bien tratada. Se dirá que siendo literatura no tiene por qué ser verosímil, lo que es cierto pero, cuando menos, debiera ser creíble y no lo es ya que los episodios, los lugares, los percances resultan irreales y, al tiempo, tópicos. Algunos de estos son extravagante (como el atentado al Sultán), no tienen otra finalidad que el lucimiento del autor, desvían la atención de la trama principal si la hubiera y se disuelven en la nada de su misma concepción.

Los personajes carecen de consistencia entre otras cosas porque casi todos son el propio señor Savater, razonan y hablan como él y todos muy parecidamente entre sí aunque en las descripciones del omnisciente el autor se esfuerce en subrayar sus peculiaridades. La ambientación -el mundo de las carreras de caballos- no consigue interesar, en parte porque es algo muy alejado de la experiencia ordinaria del común de los mortales y en parte porque el propio autor no se esfuerza mucho en que interese o, si se esfuerza, no lo consigue. Es de agradecer que no haga una exhibición abusiva de su competencia específica en la materia, con esas interminables parrafadas técnicas que no hay Cristo que soporte al estilo, por ejemplo, de los términos médicos en Palinuro de México, de Fernando del Paso, pero tampoco consigue encuadrar la historia en el ambiente de las carreras de caballos, de forma que ambas instancias, la historia y el ambiente, marchan cada una por su lado.

Y una vez que uno se ha desecho de todo prejuicio e idea preconcebida, que uno admite que la literatura es una mar océana sin reglas ni cánones y que lo literario es una causa sui resulta que el relato tampoco engancha. El autor se esfuerza por sorprender y, sin embargo, el libro se lee muy rápidamente porque todo él es bastante previsible, no porque esté uno deseando llegar al desenlace y enterarse de qué sucede. Cosa, además inútil porque, como si fuera una especie de venganza del autor, el desenlace queda abierto.

Savater profesa una gran admiración por el personaje de Guillermo Brown, de Richmal Crompton, y da la impresión de que su novela tiene mucha influencia "guillermina". Algunos datos remiten directamente a ella, como, por ejemplo, el episodio del león que trae a la memoria el de Guillermo y los del camping y, por supuesto, el equipo de cuatro hombres que está encargado de resolver el misterio del jockey desaparecido es un trasunto de los "proscritos" de los relatos de Guillermo. El Guillermo de Savater (el llamado Príncipe) es pelirrojo, como el Pelirrojo de Guillermo. Y hay más: el propio planteamiento de la historia y su desarrollo tiene mucho de las historias de Crompton. Quizá sea eso el aspecto más literario de la novela. Con el alcance que tiene la literatura de Crompton.

diumenge, 21 de desembre del 2008

¿Cambio en Comisiones Obreras?

Suele hablarse de la evolución conservadora o "derechización" de los partidos de izquierda. El PSOE, se dice, debe prescindir de la "O" de obrero y la "S" de socialista, pues ha mucho que no hace justicia a lo que en un tiempo significaron. Teniendo en cuenta que otros, generalmente nacionalistas españoles, también piden que deje caer la "E" de español ya que lo tienen por un partido vendepatrias, sólo le quedaría la "P" de Partido, lo que resulta determinación escasa. Algo parecido viene diciéndose de Izquierda Unida (IU), especialmente durante el mandato del señor Llamazares. Análoga evolución se detectaba en los dos sindicatos mayoritarios que, muy vinculados a los dos grandes partidos de la izquierda (PSOE y PCE) en los comienzos de la transición, hace ya mucho que rompieron con la imagen de ser "correas de transmisión" de aquellos, se independizaron y consolidaron una posición de autonomía de proyectos que los llevó en primer lugar a una confrontación con los partidos, especialmente visible en la UGT en relación con el PSOE, y de entendimiento y diálogo con la patronal, mediada por los gobiernos de distinto signo.

Esa situación propició una larga etapa de paz social sólo rota en una ocasión, a raíz del llamado "decretazo" del Gobierno del Aznar en 2002. Una política de colaboración alentada probablemente por los años de crecimiento sostenido y prosperidad que se vivieron desde mediados de los noventa hasta muy recientemente, cuando la irrupción de la crisis económica galopante parece estar preparando el terreno para planteamientos más reivindicativos y radicales. Hace unos días IU renovó sus órganos personales y colectivos de mando con Cayo Lara a la cabeza, quien ha anunciado una política de la coalición de mayor distanciamiento con el PSOE. Ahora, la sustitución del señor Fidalgo por el señor Ignacio Fernández Toxo en la Secretaría General de CCOO parece preanunciar movimientos en una dirección similar de mayor combatividad.

La verdad es que el caso del señor Fidalgo que tenía una sorprendente buena sintonía con la derecha y presumía de una intensa amistad con el señor Aznar era bastante extraño habida cuenta, sobre todo, de que este último no cedió un ápice (excepción hecha de la retirada del mencionado "decretazo") en su política neoliberal de ataque sistemático a los derechos económicos, sociales y laborales de los trabajadores. Por supuesto, que haya buenas relaciones personales entre los dirigentes sindicales, políticos y sociales en general es muestra encomiable de que las tradiciones de respeto y entendimiento democráticos han calado en España. Pero lo cierto es que esa civilizada práctica se hizo a costa de los intereses de los trabajadores que vieron disminuir en términos relativamente significativos su participación en la riqueza nacional pues la capacidad adquisitiva de los salarios se estancó durante los años de crecimiento o creció muy por debajo del monto de los beneficios empresariales.

Las dos elecciones de los señores Cayo Lara en IU y Fernández Toxo en CCOO parecen apuntar a un replanteamiento de la táctica política y sindical en un sentido de mayor combatividad. La cuestión es si resulta viable dado que se juntan tres circunstancias que, en principio obstaculizan este propósito.

En primer lugar, la propia personalidad moderada de los electos. Sin duda el señor Fernández Toxo no es tan proclive a la derecha como el señor Fidalgo, pero no deja de haber sido el secretario de acción sindical del último y hombre de talante pausado. Entiendo que la moderación de ambas candidaturas se debe a la fragmentada (en el caso de IU, atomizada) composición interna de ambas organizaciones, a su pluralismo, en definitiva, que obliga a presentar candidaturas de amplio consenso.

En segundo lugar debe tenerse en cuenta que el cambio de táctica ha de hacerse valer frente a un Gobierno de izquierda; socialdemócrata, desde luego y más radical en el terreno social que en el económico, pero de izquierda al fin y al cabo, que se resiste a adoptar medidas de solución de la crisis económica que vayan en detrimento de los intereses de los trabajadores.

En tercer y último lugar, la existencia de esa misma crisis, caracterizada por un aumento vertiginoso del paro. Los altos índices de desempleo han sido siempre desmovilizadores de la acción sindical cuya capacidad de presión es mucho más débil que cuando se dan supuestos de pleno empleo o próximos a él. Y si cuando estos se daban en los años de crecimiento los sindicatos no supieron, pudieron o quisieron articular políticas más exigentes de índole redistributiva, resulta algo iluso pensar que puedan hacerlo en plena crisis cuando la correlación de fuerzas les es muy desfavorable.

(La imagen es una foto de Público, bajo licencia de Creative Commons).

La reforma de la ley del aborto.

La decisión a que parece haber llegado la subcomisión del Congreso de recomendar la adopción de una ley de plazos que permita la libre interrupción del embarazo hasta las catorce semanas de gestación promete ser el principal objeto de polémica político-social en España en el futuro inmediato. El cardenal Rouco Varela, cuyo integrismo católico es incluso superior el del Papa Ratzinger, ya ha empezado a tronar desde las ondas condenado la "cultura de muerte" que nos invade y prepara un acto eucarístico para el próximo día 28 en el que sin duda este asunto del aborto ocupará un lugar destacado en las soflamas que se prodigarán ante fieles venidos de toda España movidos sobre todo por los neocatecúmenos de Kiko Argüello.

Es una polémica inevitable y, al mismo tiempo perfectamente estéril ya que las posiciones de ambas partes (pro y contra) están argumentadas hasta la saciedad, son muy rígidas y no es previsible que se aporten argumentos novedosos. Los partidarios, entre los que se cuenta Palinuro, lo ven como el ejercicio de un derecho subjetivo de las mujeres a decidir sobre algo que es de su exclusiva competencia (si bien aquí aparece el problema de la posible codecisión del varón que no es fácil de encajar) e intangible. Los enemigos lo situan en el terreno general del derecho a la vida y lo ven como una práctica delictiva.

No hay posible acomodo entre las partes y, en tanto no pueda aportarse prueba científica incontrovertible sobre el núcleo del asunto, esto es, el de la personalidad del nasciturus, no se ve que pueda resolverse de otro modo civilizado que a través de la decisión mayoritaria de la sociedad que es lo coherente con los sistemas democráticos. Pero esto tampoco es un argumento que convenza a los contrarios para quienes la decisión mayoritaria no puede amparar la comisión de delitos. No se trata de una posible forma de "tiranía de la mayoría" sino del hecho de que niegan a ésta, a la mayoría, competencia para pronunciarse al respecto.

Por ello la única solución es imponer la decisión de la mayoría en el entendimiento de que ésta puede cambiar y que cambie o no dependerá del modo en que los antiabortistas argumenten su posición. El hecho de que las leyes de plazos imperen en la Europa democrática indica que no están haciéndolo muy bien. El hallazgo de Monseñor Rouco de la "cultura de la muerte" no augura mejoría alguna. De paso cabe objetar al uso de la metáfora cardenalicia. Esa trivialización del término cultura, tan frecuente hoy en expresiones como "cultura del diálogo", "cultura de la violencia", "cultura del consumo", etc es extraordinariamente desafortunada. Y, de empeñarse la Iglesia en ella a pesar de todo, debiera quizá mirar en sus propias entretelas porque no sé si es la más indicada para afear en los demás una supuesta "cultura de la muerte". Esa Iglesia cuyo distintivo es un muerto clavado en una cruz.

(La imagen es una foto de Gaby de Cicco, bajo licencia de Creative Commons).

Caminar sin rumbo (XXVIII).

La llamada del Señor.

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Recuerdos de infancia.

Debió de quedárseme gesto de perplejidad. Nadie me había hablado así hasta entonces y dudo de que tuviera una remota idea de qué pudiera significar la "llamada del Señor" aunque supongo que tenía una vaga intuición de su alcance. En todo caso el padre Martín me lo explicó de forma clara y oscura al mismo tiempo, con aquel estilo dramático y hasta melodramático (según veo hoy las cosas) que le caracterizaba. El Señor lo sabe todo, ve en el interior de nuestros corazones, nada se le escapa y, cuando encuentra un alma que se le entrega, un espíritu fuerte capaz de doblegar las debilidades de la carne, se complace grandemente en ello. Es más, no debemos dudar de que sea Él, Él mismo quien insufla esos ánimos en nuestro espíritu porque nos quiere para Él. Es entonces cuando sentimos su llamada.

Mi fe era grande, como podía corresponder a un chaval de trece o catorce años. Estaba viviendo un período de fuerte inclinación espiritual que me servía como una especie de protección a la par que elemento identificativo y singular frente a la actitud de indiferencia en asuntos de fe que tenía en mi casa. Experimentaba una especie de desdoblamiento entre mis fuertes convicciones religiosas adquiridas en el colegio y la aconfesionalidad de mi familia. Mis padres no eran creyentes, sobre todo mi madre, que era con quien convivía luego del exilio de mi padre, y en casa no había un solo símbolo de religión, como los que veía en las de mis amigos: crucifijos, cuadros del Sagrado Corazón o la última cena, imágenes votivas y, a veces, tallas en madera de la Virgen o de algún santo. Llevaba aquella disociación con mucha dificultad. No podía poner en duda la autoridad de mi madre pero, ¿qué era ésta frente a la autoridad eterna e infinita de Dios? Eso me impelía a una mayor y más profunda creencia, como si sintiera la obligación no sólo de impetrar el perdón de mis pecados, sino también de los de mi familia que, sin embargo, no podía declarar ni siquiera en el secreto de la confesión, cosa que me tenía muy inquieto. Porque, aunque vivía en la zozobra de ver que mi vida pública, por así decirlo, no encajaba con los valores de la privada, al mismo tiempo tenía la clara conciencia de que, salvo por las cosas de la religión, la segunda, la privada, tenía un encanto y una nobleza con las que el ambiente sórdido y brutal de la pública no podía, no podría jamás competir. Seguramente fue tal consideración la que acabaría salvándome a la larga de caer en las redes de Dios. Esa inquietud debió de ser la que no escapó a la aguda mirada de cuervo del padre Martín que estuvo un buen rato explicándome en aquella fría y luminosa galería que la llamada del Señor toma formas muy diversas y que uno no tiene que esperar a ser interpelado directamente porque sus caminos son inescrutables. ¿No sentía anhelo de encontrarme en relación más intensa con Dios? ¿No experimentaba acaso una sensación de infinita felicidad cada vez que comulgaba y dejaba que Cristo entrara en mí? ¿No me sentía llamado a muy altos fines de sacrificio por mi fe? ¿No envidiaba y pretendía emular las vidas de santos como Ignacio de Loyola o Francisco Javier, capaz de ir a los confines del mundo para salvar almas para el Altísimo?

Yo estaba confuso porque si bien no tenía conciencia de haber experimentado ninguna de las necesidades o urgencias que el padre Martín enumeraba, según iba haciéndolo me las representaba de forma viva, y eran como un substrato de necesidad que se me revelaba de pronto. El jesuita, que debía de ser ducho en la tarea de construir vocaciones, sin duda detectaba una fuerte en mí, o eso decía, pero al mismo tiempo observaba inquietud, desorientación, confusión y me pedía que confiara en él, que me abriera para que pudiera guiarme en la realización de aquel glorioso destino de servir al Señor. Sin embargo tengo idea de que en ningún momento, ni cuando más convencido me hallaba de dedicar mi vida a la fe, me sinceré con él sobre el objeto de mis angustias, aquella duplicidad de mi existencia entre la parte santa del colegio y la no santa de la familia. Y eso es algo que luego, más adelante en la vida, me haría reflexionar mucho acerca de la fuerza de convicción de las representaciones mentales. Porque, al fin y al cabo, creer o no creer, al margen de sus posibles consecuencias prácticas no es otra cosa que una decisión sobre representaciones mentales. Pero entonces me encontraba allí, sentado en aquel banco alargado de madera con patas de forjado de hierro, a punto de ser envuelto en las redes proselititas del cura que, sin embargo, me avisaba:

- Porque, cuidado, muchas veces el Señor quiere probarnos. Él pone la semilla en nuestra alma pero nuestra alma, como sabemos por la parábola del sembrador puede ser como el borde de un camino o un terreno pedregoso, las sueltas arenas del desierto en los que no germina nada o puede ser un suelo fértil y feraz en el que la semilla prende y hay una buena cosecha y es poco lo que se pierde. Con la diferencia de que somos nosotros mismos quienes decidimos qué tipo de tierra seremos, somos nosotros quienes, semejantes a los lugares pedregosos, llenos de cardos y espinos, rechazamos la palabra de Dios y nosotros mismos también quienes la acogemos y dejamos que fructifique en nuestro interior. Depende de nosotros. El señor nos llama pero muchas veces nos pone a prueba y somos nosotros, los llamados, quienes hemos de responderle.

No debí de parecerle suficientemente firme en mis propósitos religiosos aunque bien sé que eran intensos y genuinos. Por ello me propuso que lo acompañara a unas actividades de catequesis (así las llamaba con el fin de conseguir el permiso de la superioridad) que realizaba todos los domingos en una zona del extrarradio de la capital, un lugar de chabolismo, de gente de aluvión, mucha de la cual vivía en permanente conflicto con la ley. Sería una prueba que tendría que superar. Mi tarea consistiría en ayudarlo en la suya de llevar consolación y remedio a gente desesperada, de socorrer a los desvalidos, arrostrando muchas veces la incomprensión y quién sabe si la misma burla por su parte, porque nunca está todo garantizado. Era una actividad que él llamaba de "Iglesia social" y que, cuando, más adelante en la vida, tuve noticia de ella, no me resultó difícil identificar como los primeros pasos de una teología de la liberación en los arrabales de Madrid.

Fue así cómo, en alas de mi intensa fe religiosa del momento, me encontré acompañando todos los domingos al padre Martín a una zona de las afueras de entonces (hoy esa parte casi puede considerarse céntrica, comparada con otros extrarradios), relativamente cercana al Arroyo Abroñigal, en donde andando el tiempo y tras la metódica labor de detrucción de los poblados chabolistas se trazaría la autopista de circunvalación de la ciudad llamada M-30. Pedí permiso en casa y mi madre me lo dio un poco sorprendida de que prefiriera aquella especie de actividad misionera en lugar de otras que ella juzgaba más acordes con mi edad y temperamento y confiando, según me dijo después, en que la experiencia directa de la práctica de la religión en un contexto social tan sórdido, me haría recapacitar sobre lo que llamaría, con su innato sentido de la elegancia expresiva, la "correcta perspectiva de las cosas".

La actividad del padre Martín tenía muchas variantes y la mía como auxiliar asimismo, desde decir la misa (en la que yo ayudaba) en una especie de destartalado cobertizo que habían habilitado como especie de parroquia, hasta socorrer a gente en estado de necesidad, ir a sacar a algún chaval de la comisaría del distrito respondiendo por él o mediar en reyertas familiares o de otro tipo, por ejemplo, ajustes de cuentas por drogas o juego, con riesgo evidente de no salir siempre bien parado. La zona era un poblado especie de vertedero con chabolas sin agua corriente en la que se acumulaba población marginal casi se diría de desecho, quinquis, maleantes, algún grupo de gitanos que hacía rancho aparte pero se encontraba siempre hasta los corvejones en donde se cociera algo, inmigrantes del campo a la ciudad que venían con lo puesto en busca de empleo en la urbe que no siempre se conseguía, prostitución cochambrosa y hasta los primeros inmigrantes extranjeros, heraldos de un movimiento que andando el tiempo adquiriría dimensiones mucho más extensas de estadística sociológica. Si había que socorrer y albergar a algún recién llegado que venía con lo puesto, era el padre Martín quien se ocupaba de ello; si había que pagar una multa gubernativa para que algún habitante del lugar saliera del lugar, el Padre Martín echaba mano de sus magros ahorros; si había que buscar un centro médico para ingresar a algún niño o niña desnutridos o quizá con alguna otra afección grave, era él quien se encargaba de gestionarlo así como de hacer compañía a la madre o al resto de la familia en los primeros momentos. Sostenía que en el seno de aquellas familias miserables que vivían en promiscuidad y en la que muchas veces también había violencia, incestos o abandonos, era donde los lazos sentimentales eran verdaderamente intensos y él se desvivía por alentarlos, pues sólo necesitaban entrever un poco luz o de esperanza para que, siempre la parábola del sembrador, germinaran. La verdad era que el cura se transformaba entre aquella gente de trato áspero y difícil, llevaba las situaciones duras con ánimo y alegría y parecía convertirse en otro cuando las cosas se ponían duras, que a veces se ponían. En una ocasión, dos individuos recién salidos de la cárcel a quienes acababa de ayudar nos estaban esperando al término de nuestra faena, lo arrinconaron con amenazas y le arrebataron todo cuanto llevaba, incluida su indumentaria. A mí no me hicieron nada, probablemente porque me vieron muy crío.

Entre tanta miseria, mugre, roña, trapos sucios, quincalla, desechos, droga y violencia, alcancé una idea bastante exacta de la vida marginal de aquel tiempo tumultuoso. Era también el de lo que se llamaba los "curas obreros" pero, por lo que yo colegía, estos eran una especie de aristocracia clerical en comparación con lo que hacía el padre Martín cuya figura había acabado transformada a mis ojos de modo que, en lugar de un cuervo, ahora se me aparecía como un elegante cisne negro, sublimado por su entrega y desinterés y alguien por quien rezaba y a quien pensaba imitar algún día. Ya desde el final de la primera semana en que los ejercicios espirituales habían terminado, alternaba yo los dos ambientes, el de la escuela y sus actividades ordinarias los días laborables y el de los domingos por la mañana (sólo me permitía quedarme hasta el mediodía y luego me despachaba para casa a la hora de comer, acompañándome a la parada del tranvía) o, por decirlo mejor, los tres ambientes, la escuela, el Arroyo y me casa, a cada cual más distinto y de los que el que más intensamente me hacía vivir mi pasión religiosa era el de las chabolas.

Terminamos con dificultad aquella temporada especialmente dura pues, además de un invierno muy frío, la primavera trajo una oleada de nuevos inmigrantes a los que fue preciso ayudar a construir sus chamizos, habiendo echado los cimientos de una especie de frágil congregación de ayudantes que se habían comprometido a mantener ciertos visos de organización y a partir de la cual el padre Martín se proponía edificar una parroquia como Dios mandaba. Se acercaban las vacaciones del verano y, con ellas el tiempo en que yo tendría que poner fin temporal a mi actividad cristiana y misionera. Temporal porque ya esperaba con impaciencia el instante en el que se reanudaría al curso siguiente. Pero de momento era preciso interrumpir porque así lo había había acordado con mi madre y era preciso preparar el veraneo que en casa constituía siempre un rito. El padre Martín pensaba que aquel año había obtenido una doble cosecha: su labor en el Arroyo y el fomento de mi vocación y concluyó que lo oportuno sería tener una entrevista con mi madre para hablar de mi futuro que él ya veía dedicado a la Iglesia, momento que yo, confiado como estaba en la fortaleza de mi fe, sin embargo, veía con muy explicable inquietud. Sin darse cuenta de ello, mi mentor me hizo anunciar en casa su visita un día a la salida del colegio y, sin más preparación, allí se presentó.

(Continuará)

(La imagen es el grabado nº 5 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).

dissabte, 20 de desembre del 2008

El progreso y la reacción.

En el habitual confusionismo lingüístico que la carcunda nacional pretende sembrar no es raro que utilice el término "progre" en sentido despectivo y que trate de usurpar la terminología progresista y de desvirtuarla diciendo que la reacción es el verdadero progresismo y el progreso una añagaza rancia de la izquierda. Es el discurso habitual para cretinos de nuevas generaciones de la señora Aguirre. Se hace necesario así de vez en cuando demostrar claramente en dónde están las líneas y en dónde está cada cual. Veámoslo:

Progresista es el proyecto de resolución del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas presentado por Francia y los Países Bajos y firmado por sesenta y seis países de un total de 190 que, además, es un texto muy moderado. Se limita a pedir al Consejo que, en atención a los artículos 1, 2, 3 y 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Decisión del propio Consejo en el caso Toonen v. Australia de cuatro de abril de 1994 inste a la abolición universal del llamado "delito de homosexualidad" y de todas las "leyes contra la sodomía" y de las leyes contra los llamados "actos contra la naturaleza" en todos los países en los que existan. Nada más. Eso es lo progresista: que cada cual pueda realizar la opción sexual que elija sin que el Estado, la Iglesia o quien diablos sea venga a inmiscuirse en sus decisiones privadas y en con quién se va a la cama. Para que lo entienda la manga de reaccionarios seudoliberales que pasa el día hablando de que el Estado no intervenga: que el Estado ni nadie intervenga en la libre sexualidad.

¿Y qué es lo reaccionario? Simplemente, oponerse a lo anterior. Oponerse como ha hecho Siria que apadrina un escrito firmado por otros sesenta países la mayoría de ellos de la Conferencia Islámica Internacional que rechaza dicha despenalización y que, en el colmo de la demagogia y la corrupción moral equiparaba la homosexualidad con la pedofilia, aunque la versión definitiva del documento suprime esta equiparación. Porque estaría bueno, ¿verdad? ahora que está bien claro que la pedofilia es sobre todo un comportamiento propio de los varones heterosexuales al que se dedica con particular celo parte del clero católico.

¿Más reaccionarios, aparte de los islamistas? Por supuesto, los primos hermanos del Vaticano. L'Osservatore romano de hoy incluye la jesuítica intervención de su representante en la ONU aceptando despenalizar la homosexualidad pero oponiéndose a ella al mismo tiempo, así como una aclaración en la que, entre otras mentiras, dice que el proyecto de Francia y los Países Bajos abre la vía al reconocimiento de los matrimonios homosexuales y a su derecho de adopción. Mentira porque, aunque los patrocinadores, probablemente, son partidarios de los matrimonios homosexuales y de su derecho de adopción, al igual que Palinuro, el proyecto no dice ni una palabra de esto sino que se limita a pedir la despenalización universal de la homosexualidad.

Pero lo verdaderamente divertido y lo que demuestra la mala fe de la carcunda es que el mismo diario vaticano ataque el proyecto de resolución porque dice que va en contra de... ¡la libertad de religión! dado que obstaculizaría el derecho de las religiones a transmitir su enseñanza de que, "aunque el libre comportamiento homosexual de los fieles no sea penalizable no lo consideran moralmente aceptable."

¿Se apuestan Vds. algo a que hoy o mañana sale la carcunda nacional-católica española, con la señora Aguirre, la ultraliberal, a la cabeza haciendo causa común con el Vaticano y la Conferencia Islámica Internacional? Y hasta es posible que el señor Rajoy diga que ese proyecto es un intento del señor Rodríguez Zapatero de desviar la atención de los problemas que verdaderamente interesan a los españoles, que es lo que dice este balbuciente Demóstenes cuando, como suele suceder, no sabe qué decir.

(La imagen es una foto de philippe leroyer, bajo licencia de Creative Commons).

El famoso "borrado masivo".

No entiendo por qué se ha organizado este guirigay a raíz de la afirmación del señor Rodríguez Zapatero (a la izquierda, en la foto de Público trasladando cajas imaginarias como acostumbra en la entrevista con Gabilondo en Cuatro) de que hubo un "borrado masivo informático" en La Moncloa cuando el señor Aznar dejó el cargo. Eso se sabe desde hace más de cuatro años, desde que los socialistas ganaron las elecciones de 2004 y hubo que hacer traspaso de poderes. El señor Aznar entendió, con buen criterio, que una cosa era traspasar los poderes y otra muy distinta traspasar las mentiras, las trolas, los embustes con los que él personalmente y su gente trataron de endosar la responsabilidad de los atentados de Atocha a ETA. Por supuesto no les importó que se pudiera tirar al niño con el agua sucia fundamentalmente porque el niño estaba tan sucio como el agua y así se iban también por el sumidero las mentiras de la guerra del Irak y todas sus demás mentiras.

Caminar sin rumbo (XXVII).

Recuerdos de infancia

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Amor y dolor.

En esta verídica narración de un viaje sin destino fijo ocupará un lugar destacado la historia de la nueva Carlota Corday. De hecho constituye uno de los elementos esenciales sobre los que descansa su verosimilitud por cuanto, habiendo sido acontecimiento tan notorio, seguramente estará aún vivo en la memoria de muchos lectores. En los momentos en que, presa de la consternación, escudriñaba la red en busca de noticias de agencia que dieran razón de la desgracia del pobre Ovidi, apenas pude sacar algo en claro. El confuso relato del primer momento se repetía de agencia en agencia, con escasas variantes y solamente alcancé a saber que la joven estaba siendo interrogada en una comisaría de mossos d'escuadra. Haciendo tiempo hasta la salida de mi avión vi en Skype un recado de Laura al que acompañaba un par de fotos con un breve texto que decía: "Estoy encantada de que quieras verme antes de conocerme. Ahí te van dos fotos en las que no estoy especialmente favorecida. Espero que quieras verme en persona. Yo lo estoy deseando. Espero me digas en dónde podemos encontrarnos". Las fotos mostraban una mujer de treinta y tantos años, alta, agraciada, en plenitud de formas en una vestida con un traje sastre entallado, apoyada en una lujosa mesa de despacho, quizá de alguno de sus negocios, en ademán seguro con un toque de altivez, una de esas fotos con las que se ilustran entrevistas en la prensa de papel couché. En la otra, al aire libre, en una especie de terraza, aparecía de medio cuerpo con un vestido de tirantes muy escotado, sonriente, mirando directamente a la cámara, como si estuviera hablando con el fotógrafo y con una mirada de malicia burlona. Daba la impresión de que hubiera querido decirme que no era una persona unidimensional, sino que tenía varias facetas, para que no me hiciera una idea equivocada. Estuve un rato mirando las imágenes con atención, observando el rostro de Laura y asombrándome de que no se detectaran en él los rasgos que sin duda delatan a quienes dedican la vida al delito y acumulan una biografía repleta de ilícitos penales y que no sabía bien en que consistirían, aunque estaba seguro de que habrían de manifestarse de un modo u otro. Si los sabios científicos que en el siglo XIX sostuvieron que el rostro refleja la estructura moral de la persona habían resultado no ser tan sabios ni tan científicos, era imposible, cuando menos, librarnos de esa opinión generalizada, producida por la experiencia más terrenal de que, siendo la cara el espejo del alma, al final, acabas siendo lo que pareces. Lo que yo veía, sin embargo, era un rostro severo en un caso, de mirada decidida, de quien está acostumbrada a mandar y ser obedecida y, en el otro, uno risueño, de mirada burlona, con el sempiterno deje erótico de la incitación, la invitación y la evasiva, el quite. Y eso era desconcertante pues tenía ante mí casi a dos mujeres: de un lado, la emancipada que se ha integrado en el mundo masculino, adoptando sus valores y escalando la cima del poder social en la muestra del avance contemporáneo en la condición femenina; del otro la mujer del pueblo que se ofrece para el emparejamiento en el ancestral juego que suele expresarse en las danzas tradicionales populares de cortejo, requiebro y seducción.Y la verdad era que en los dos casos Laura resultaba atractiva. Pensé que el asunto estaba poniéndose interesante pero, no sabiendo qué decisión tomar, decidí aplazarla hasta mejor momento. Le di las gracias y le añadí una nota diciendo que me pondría en contacto con ella cuando llegara a Madrid. No se me ocurría nada más porque aún estaba concentrado en averiguar qué había sucedido con Ovidi. Hice un nuevo barrido por la red, buscando últimas noticias pero no encontré nada nuevo, así que cerré la conexión y embarqué en el vuelo de puente aéreo a Madrid.

En los días siguientes, mientras la prensa se ocupaba de la noticia e iban sabiéndose más cosas, la crónica verídica de que se hablaba más arriba fue llenándose de datos interesantes, de hechos incontrovertibles, de los que subyacen a historias increíbles, pues de eso sirve la facticidad que los hombres prácticos están siempre reclamando, de base para las más fantásticas construcciones que suelen ser las vidas de las gentes. En el límite, cual dicen los pensadores, la ciencia pura, el conocimiento cierto de la realidad es el primer paso para la invención de ésta en formas cada vez más estrafalarias y disparatadas. El atentado lo había cometido una joven delgaducha, oscura oficinista de Santa Coloma de Gramenet que tenía una mirada estrábica, como perdida en algún rincón místico. En la imagen que más difundieron los medios aquellos días se la veía mirando al cielo, como si estuviera en comunión con la divinidad, mientras un pie de foto (y hubo varios) decía: "Dios me dijo que estaba en mi mano impedir el sacrilegio, la blasfemia." Y para eso probablemente había puesto en ella el frasco de vitriolo que arrojó al rostro de Ovidi, desgraciándolo para siempre. Un Ovidi en el mejor momento de su carrera, que prometía muchos más éxitos. ¡Qué imprevisible es la fortuna! La joven, por supuesto, no se llamaba Carlota Corday, sino Montserrat Llombart, trabajaba de oficinista en una fábrica de aluminio de Santa Coloma y vivía en una comunidad de una oscura secta dedicada al ascetismo y a combatir con decisión todo lo que pudiera interpretarse como una manifestación del Anticristo. Evidentemente era una fanática. Pero había algo en su apariencia o en las dos o tres manifestaciones que los reportajes le atribuían que me resultaba familiar. Fue entonces cuando empezó a germinar en mí la idea de arreglármelas como pudiera para entrevistarme con ella. Me interesaba saber qué podía tener en la cabeza alguien capaz de desfigurar a otro para toda la vida movido por una fe religiosa. Tardé algún tiempo en entender qué había allí que me resultara familar y por fin caí en la cuenta de que, tanto por su comportamiento como por las cosas que decía, Montse (a fuerza de pensar en ella me consideraba autorizado a tratarla con cierta familiaridad) me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso, dispuesto a salir al mundo a sangre y fuego a garantizar el reino de Dios sobre la tierra. Llevaba una temporada de intensa lucha religiosa interior, dedicado a pensar en la salvación de mi alma, que veía amenazada por la infinidad de acechanzas del mundo cuando caí en uno de aquellos ejercicios espirituales que teníamos que hacer obligatoriamente todos los chicos que nacimos en el pleno franquismo del Imperio recuperado, las cartillas de racionamiento, el cara al sol con la camisa nueva y la pertinaz sequía. Eran tres o cuatro días en los que se interrumpía el discurrrir normal de la vida, los estudios, los juegos, hasta la vida ordinaria de familia para dedicar todo el tiempo a asuntos religiosos, a la meditación, a la oración, a escuchar atentamente el adoctrinamiento que nos traían los curas, complementario del ordinario cotidiano que sufría toda la sociedad y el más concreto de los centros escolares. El colegio quedaba ese tiempo en manos de los jesuitas y en el recuerdo que yo tengo era como si la luz del día se velase y entrásemos en un mundo de tinieblas. Debíamos desplazarnos de un sitio a otro en filas de a dos, sin hablar, sin reír, en actitud de recogimiento, debíamos asistir a todo tipo de oficios religiosos, atender a las charlas de los padres rezar los rosarios enteros y, por las noches, levantarnos a hacer adoración nocturna. En resumen, teníamos que vivir haciéndonos perdonar nuestra existencia, como si estuviéramos arrepentidos no solamente de haber pecado, sino de estar vivos. Cada uno de nosotros tenía un director espiritual que era la única persona con quien nos estaba permitido hablar durante tales días de intensa práctica religiosa. El que me correspondió a mí aquel año fue el padre Martín, un jesuita joven de rostro anguloso, perfil aguileño, pelo cortado a cepillo, ojos negros muy abiertos y brillantes, como los de un cuervo con los que parecía querer horadarte el alma y que era un especialista capaz de convertir sus charlas religiosas en verdaderos montajes teatrales. Cuidándose de que estuviera a oscuras toda la nave de la capilla en cuyos primeros bancos nos concentrábamos, hacía instalar una mesa aislada sobre una peana al lado del altar con un flexo que iluminaba únicamente sus manos, dejándolo a él también en tinieblas mientras discurseaba y gesticulaba con ellas dando la impresión de que fueran las manos las que hablaban, las que se interrogaban como si fueran el alma de cada uno de nosotros que, angustiada por encontrarse en el infierno, a donde había ido a parar por haber muerto en estado de pecado, se preguntaba: "¿cuándo saldré de aquí?" y era también una de ellas la que, oscilando ante nuestros ojos asustados como si fuera un péndulo, respondía con voz lúgubre: "Nunca, jamás; nunca jamás".

En circunstancias ordinarias, cuando no estaba en escena, todo en este padre Martín subraya su naturaleza córvida. Su voz era como un graznido y una enorme e inverosímil nuez parecía querer rebosarle el alzacuellos y arrojarse desde allí al vacío. Se movía con gestos sincopados, como un ave y cuando quería hablar con alguno de nosotros, parecía posarse a su lado, como si hubiera venido volando del cielo. Este padre Martín fue el que un día, llamándome a su lado en la hora de la conversación con el director espiritual, me hizo sentar a su lado en un banco alargado de los que había en la clara galería acristalada que corría paralela a la capilla y, clavándome sus ojos, como si quisiera ver en mi interior, me dijo:

- ¿Sientes la llamada del Señor?

(continuará)

(La imagen es el grabado nº 4 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).

divendres, 19 de desembre del 2008

La entrevista.

Me tragué íntegra la entrevista de Gabilondo al señor Rodríguez Zapatero en la cuatro. El periodista hizo preguntas pertinentes y el Presidente respondió bastante bien, con contundencia, con soltura, marchándose de vez en cuando por la tangente y, desde luego, con la lección bien aprendida de salir a inspirar confianza.

Tuvo gracia una primera inconsecuencia del señor Rodríguez Zapatero, al comienzo mismo de la entrevista. De un lado aseguró que el año pasado era imposible prever qué iba a suceder en la economía mundial y que, aunque los datos en economía sean públicos, es claro que no es posible predecir con certidumbre. De otro lado y acto seguido, se puso a pronosticar cuánto más nos quedaba por padecer y cuándo recuperaría el ritmo la economía.

En materia de lucha contra el terrorismo, estuvo muy convincente; apilando cajas de un lado a otro, como acostumbra y moviendo las manos sin parar, pero convincente. Corroboró las palabras de su ministro del Interior y dejó claro que no hay ni habrá negociaciones con los terroristas. Ante esto no es probable que la señora Aguirre se calle porque no sabe qué sea eso y porque tiene que salir todos los días a robarle la función al señor Rajoy, pero tendrá que atacar por otro sitio.Por lo demás, ya se encargará de hacerlo también el prodigioso señor Arenas, rostro de señorito andaluz del PP que ha descubierto un procedimiento infalible para seguir torpedeando la política antiterrorista del Gobierno: se acusa a éste de estar negociando con terroristas. cuando el Gobierno desmiente, el acusador dice que no tiene credibilidad y vuelve a acusar y, de paso, a cargarse toda posibilidad de pacto antiterrorista. La triste y puñetera verdad es que en el PP están asustados porque ven que ETA se acaba bajo mandato socialista, dejándolos a ellos colgados de la brocha de los GAL.

Al margen de eso estuvo muy bien su explicación sobre los vuelos a Guantánamo porque dejó bien claro la diferencia que hay entre un gobernante celoso de la autonomía de su país y otro, como el señor Aznar, capaz de uncir a ese mismo país al furgón de cola de un tren de aventura imperial que ha quedado en un fiasco monumental.

Como siempre en estos casos -y conste que sucede igual en los demás países de la Unión Europea- ni una palabra para Europa, salvo las que quiso dedicarle en otro contexto el presidente. Gabilondo no hizo una sola pregunta sobre la construcción europea, sobre qué está en vigor, qué no, que se puede esperar del próximo consejo y de las también próximas elecciones europeas. Está claro que cuando ni los mejores periodistas se proecupan por preguntar acerca de Europa, el proceso de construcción europea no está en sus mejores momentos y carece de sentido quejarse de que la gente, los europeos, no nos tomemos en serio lo que tampoco se lo toman los medios.

La Real felicitación.

Esta gente, esta Real gente, no tiene arreglo. El año pasado el Rey y la Reina felicitaron la Navidad a sus amados súbditos con un experimento de photoshop que podía haberlo hecho el gato. Don Juan Carlos, con una chaqueta cruzada, no tenía piernas y la Reina, que llevaba a un nieto o nieta en brazos, tampoco. Este año, como se ve, la cagan con los nacionalistas. Con lo que gusta a estos que SS.MM. digan bona nit, ongi etorri o No te embarques Rianxeira que te vas a marear van los muy estirados y felicitan solo en español (el Rey y la Reina), en español e inglés (los Príncipes de Asturias) o en español, inglés y francés la infanta Elena. Ni rastro de los demás idiomas de España. Sensibilidad, la del caimán. Preocupación por la vida cotidiana de Juan Español, más o menos la misma. En cambio se usan el inglés y el francés, como si fuera el aeropuerto Charles Da Gaulle.

Además han decidido no fotografiar más que a los peques y, en el caso de los Reyes, una adoración para subrayar lo de la separación entre la Iglesia y el Estado. Francamente, Majestades: manden Vds. al Jefe de la Casa Real a la suya y el año que viene compren tarjetas del UNICEF. Quedarán Vds, divinos. De nada.

(La imagen es de reproducción libre con autorización de la Casa Real, siempre que se haga constar, como se hace, que la procedencia es Casa de su Majestad el Rey).



España blanca/España negra

Ya dije el otro día que la Fundación Mapfre (salas del Paseo de Recoletos, 23) alberga otras dos exposiciones, además de la de Degas. Una de ellas ésta, titulada Entre dos siglos, que muestra pintura nacional del último tercio del siglo XIX y lo dos primeros decenios del XX. Es curioso comprobar cómo casi toda la pintura española de la época es catalana (Nonell, Casas, Anglada Camarasa, Rusiñol) o de los països catalans si se incluye a Joaquín Sorolla, o vasca, con Zuloaga, Echevarría, Arteta. Una situación que los comisarios interpretan en el sentido de que las zonas más adelantadas del Estado tenían sus pujos artísticos propios. El panorama se complementa con telas de Romero de Torres, Vázquez Díaz, Darío de Regoyos y Gutiérrez Solana para terminar con un par de obras de Miró, Dalí y Picasso. La idea general es mostrar qué viva está la pintura española de la época y qué buena es (aunque esté oscurecida por el resplandor de la francesa) y cómo acaba apuntando a la forma de las vanguardias europeas con la obra de Picasso y Miró. Una visión que impone cierto "desarrollo" o "progreso" en un arte, cosa más que dudosa. Recuerdo una carta de Unamuno a Darío de Regoyos en la que suelta todo tipo de denuestos sobre Picasso que estaba dándose a conocer por entonces, pregonando que el cubismo picassiano era un adefesio mientras que Regoyos era un verdadero artista. Que no era don Miguel profeta ni buen crítico. Todo porque el bueno de Regoyos imitaba débilmente el puntillismo de allende los Pirineos algo que al lado de la ferocidad creadora de Picasso desmerece un tantico.

En general, la pintura catalana del noucentisme en adelante muestra una clara impronta francesa, lógica si se piensa que los catalanes de la época hacían como los demás artistas de entonces: emigrar a París en busca de formación y de un estilo propio que acababa siendo el imperante, más o menos adaptado a las peculiaridades españolas. Precisamente una de las piezas que se exhibe es la famosa Sibila de Anglada Camarasa, una muestra patente de la influencia del simbolismo y del primer expresionismo que le recuerda a uno a la pintura de Franz von Stuck con su interpretación de la maldad de las mujeres (las varias interpretaciones de La pecadora) en la tradición de la misoginia del arte occidental

La exposición contiene varias telas de Ramón Casas conjuntamente con algunas de su colega y amigo Rusiñol, en especial el famoso desnudo escorzado conocido como Las flores deshojadas, pintado el mismo año, 1894 en que lo fue el llamado Morfina, de Rusiñol y también algunas escenas interiores de ambos que son una verdadera delicia. En fin, debo confesar que de todos ellos Casas y Rusiñol son los que más me gustan porque los encuentro más espontáneos, naturales, menos artificiosos y obsesionados por cuestiones estilísticas y ello sin demérito de la intencionalidad moralizante de ambos en muchas ocasiones, especialmente visible en Las flores deshojadas.

En algún lugar he leído que la exposición trata de buscar el venero de la "España blanca" en una época en la que estaba de moda la "España negra". Ciertamente las dos coexisten, pero la negra resulta siempre dominante probablemente porque su fuerza expresiva es mayor y porque es la que más enraiza con las tradiciones culturales del país. En ese dominio entran algunas telas conocidísimas de Zuloaga y otras menos conocidas de Gutiérrez Solana. Yo metería a Romero de Torres en este capítulo aunque la tradición quiera verlo más en la línea de una inconcreta "pintura andaluza"; su sentido trágico, sus composiciones de drama pasional (el típico, Cante Jondo) lo incluyen en la corriente, a pesar de lo acaramelado de sus retratos de mujeres.

Tanto por el tipo de obra como por la cantidad de ésta me dio la impresión de que Joaquín Sorolla domina la exposición, como se revela por el hecho de que sea una composición suya la que adorna la ficha que anuncia la muestra. El pintor valenciano cuenta con una sala casi dedicada a él con escenas de niños en la playa y jardines a plena luz del sol que es como un estallido de luz y sombras y reflejos típicos suyos. En uno de ellos (con un retrato de grupo de sus dos hijas y su mujer Clotilde) se adivina el de su casa en Martínez Campos, sede hoy del museo Sorolla en Madrid que se puede visitar porque se conserva como en vida del artista. Dejo aquí un conocido oleo suyo que representa a su hija María pintando en El Pardo a raíz de una recuperación de una enfermedad.

Entre siglos es un recorrido muy grato por la pintura española de la época que, no habiendo aportado genios de imperio internacional como haría más tarde con Miró, Picasso o Dalí, tenía un nivel muy apreciable.

dijous, 18 de desembre del 2008

Victoria de momento.

Ya era una vergüenza que el Parlamento europeo estuviera debatiendo una medida como la de la semana de 65 horas, tan contraria a la justicia, a la equidad, a la tradición y al espíritu europeos (que váyase a saber qué son pero me apropio descaradamente por si acaso), a la historia del movimiento obrero, a la evolución del derecho y a las convicciones morales esenciales de la época. Por fortuna la derrota de la propuesta por mayoría absoluta no deja lugar a dudas y aunque se abra un período llamado "de conciliación" entre el Parlamento y el Consejo, lo más probable es que la directiva esté muerta y enterrada y ahora de lo que se trate, según asegura un eurodiputado británico que ha votado en contra de lo que quiere el señor Gordon Brown, sea de averiguar cuánto tiempo van a aguantar excepciones como la británica del opting out que permite sobrepasar el límite de 48 horas por semana cuando lo acuerden patronos y trabajadores.

Han coincidido dos factores para que, finalmente, la izquierda europea haya reaccionado con algo de dignidad después de años de concesiones a las doctrinas neoliberales. El primer factor es la crisis actual que tiene pinta de ser lo que el marxismo, que vuelve a estar de actualidad, llamaría una "crisis del modo de producción". Esta crisis condiciona en este momento todo cuanto se hace y se dice en Europa y en el mundo entero. El análisis concreto de la situación concreta de Lenin es el análisis de la crisis general del capitalismo.

El segundo factor señalado es el hecho de que, en la política de concesiones de los años pasados al ataque neoliberal, los razonamientos que han garantizado su hegemonía, más inteligentes y perspicaces en un primer momento, fueron haciéndose más y más burdos, ajenos a la realidad, casi míticos, llegando al extremo de ser verdaderos disparates. Este último de las 65 horas está basado en un razonamiento tan estúpido y falso que da risa sólo plantearlo, el que que ya habían denunciado los marxistas de la primerísima hornada y que constituía la peana para un ataque al conjunto del capitalismo y de la sociedad burguesa y sus miserias e hipocresías. Y es que, a fuerza de darles la razón a los neoliberales en sus falacias, la calidad de éstas ha ido descendiendo y, por último, la izquierda se ha encontrado de repente ante la siguiente memez: "65 horas por semana cuando el empresario y el trabajador lo acuerden libremente."

Porque oiga Vd., hace falta ser tonto de los cojones para creer que la libertad del patrón y la del obrero sean iguales. Esta ya era demasiado gorda. Aquí la izquierda, por fin, ha despertado y ha visto que en Europa estaban moviéndose las piedras.

Victoria de momento pero la guerra seguirá.

Zapatazo a Bush.

Extraigo este bonito juego de InSurGente. Quien quiera arrojar un zapato a la cabeza al señor Bush, que pinche sobre la imagen. Anímense que hay que mejorar el oprobioso rendimiento de España: ocupamos el lugar vigésimo quinto entre los países que más han zapateado el melón de Mr. Bush. Por cierto, el primero son los Estados Unidos en donde ya deben de tenerle ganas.

Las identidades múltiples de los demócratas.

Amy Gutmann es una importante teórica política, actual rectora de la Universidad de Pennsilvania, que lleva largos años teorizando sobre la democracia con especial hincapié en la democracia deliberativa. También ha tratado ocasionalmente el tema que es objeto de este libro (La identidad en democracia, Buenos Aires, Katz editores y editores, 2008, 308 págs.), el de las identidades colectivas y su relación con la teoría de la democracia.

Sostiene la autora que los grupos identitarios (que algunos quieren declarar peligrosos para la supervivencia de la democracia que sólo reconoce individuos) son productos de la libertad de asociación por lo que siempre los habrá, ya que son imprescindibles para su funcionamiento (p. 41). A su vez tiene una idea fuertemente moral de democracia. Rechaza la de referirla a la mera regla de la mayoría, la idea de lo que llamamos "democracia procedimental" que, para mí, constituye un"minimo común denominador" por así decirlo de democracia. Por supuesto, siempre habrá gente que no esté satisfecha con la idea meramente instrumental y apoye una substantiva de democracia, en la que ésta aparece condicionada a la realización de ciertos valores. Es el caso de Gutmann que dice que emplea "la palabra 'democrático' como un concepto de ética política, para designar el compromiso público de tratar a los individuos como agentes éticos" (p. 49). Para Gutmann los valores son el de la igualdad en un sentido triple: a) igualdad ante la ley; b) iguales libertades; y c) igualdad de oportunidades (p. 17).

Los grupos de identidad no son grupos de interés aunque puedan mantener complejas relaciones con ellos (p. 31). Por lo demás advierte que cuando los pertenecientes a un grupo ponen a éste por encima de la exigencia de justicia democrática están actuando mal (p. 32) y de forma no democrática. No existe una identidad democrática, al decir de la autora, que no resulta muy convincente en la prueba basada en lo esencial en la idea de que no existe una identidad única y que lo que conocemos en la realidad son identidades múltiples (p. 57). Considera Gutmann este asunto de las identidades en una visión cuádruple; no se trata de una especie de taxonomía porque no son propiamente hablando cuatro formas distintas de identidad (ya que algunas comprenderían a otras) sino de cuatro visiones de las identidades en democracia que son: a) los grupos de identidad cultural; b) los grupos voluntarios; c) los grupos de adscripción; d) los grupos de identidad religiosa.

Los grupos culturales son imprescindibles en democracia, en ellos se generan los individuos y todas las democracias son multiculturales (p. 68). El problema que se plantea aquí es el de si la existencia de la identidad cultural justifica o no que se transgredan derechos del individuo. Algunos de los teóricos de la identidad cultural (como Kymlicka y Taylor) creen que los derechos culturales no pueden prevalecer sobre los fundamentales del individuo que deben defenderse, mientras que otros (Halbertal y Margalit) creen que prevalecen los derechos culturales y los individuos tienen la opción de marcharse (p.92). Por supuesto, hay que defender el derecho del individuo a desvincularse de todo grupo cultural (p. 97) pero también a permanecer en él y conseguir que en él se respeten sus derechos fundamentales. A propósito de ello cita y critica la sentencia del Tribunal Supremo de los EEUU en la que no se defendió el derecho de la india pueblo Julia Martínez a casarse con un indio navajo y seguir siendo pueblo, sino que se admitió que prevaleciera la pauta cultural colectiva de excluir a Martínez de la condición de pueblo.

La democracia implica el derecho a oponerse a prácticas culturales que violen derechos básicos de la persona. Considera en este aspecto los casos posibles de costumbres culturales como la clitoridectomia y la infibulación (p. 107) que no son admisibles en el marco de los valores de los derechos fundamentales de la persona. El asunto es complicado y las democracias suelen oscilar entre dos actitudes extremas: prohibir toda manifestación cultural que ofenda a la mayoría (o sea, aplicar la regla de la mayoría) o permitirlas todas en tanto que ella propone una línea intermedia (p. 109) que no es convincente y no lo es porque la disyuntiva (prohibir todo o permitir todo) ha sido reformulada, pasando del campo de la violación de derechos a lo que "agrade a la mayoría" que no tienen por qué coincidir. Si nos quedamos en el campo estricto de los derechos humanos veremos que esa disyuntiva es imposible pues no se da la segunda posibilidad de permitir pautas culturales contrarias a los derechos fundamentales y, por lo tanto, tampoco se necesita una posición intermedia.

Se centra la autora, que tiene una orientación muy pragmática, en la cuestión de la supervivencia cultural como la determinante, lo cual es muy cierto a la hora de averiguar si ha de haber o no intervención pública en favor de una u otra cultura, cosa que parece evidente si está en peligro de extinción. Discrepo, sin embargo, en un aspecto que puede parecer adjetivo pero encuentro determinante, cuando hablando de las amenazas a la supervivencia de las culturas, la autora habla de "el caso de la cultura nazi o estalinista" (p. 113) simplemente porque de acuerdo con la definición de cultura, básicamente antropológica, manejada no creo que el nazismo y el estalinismo sean culturas. Y ello más o menos por las mismas razones por las que Gutman no cree que la democracia sea una identidad o, más concretamente, que la cultura de los derechos sea una cultura en "sentido estricto" (p. 121) dado, sobre todo, que la doctrina de los derechos humanos es multicultural (p. 122), cosa que le permite sortear el conocido escollo del carácter cultural de la doctrina de los derechos humanos.

La segunda visión de Gutmann se refiere a los grupos voluntarios que es una forma de identidad grupal inherente a la democracia. Ésta puede admitir hasta grupos voluntarios en contra de la democracia, pero no, claro es, los que sirvan para cometer injusticias (p. 134). La cuestión esencial de los grupos voluntarios en democracia es la de si es admisible que estos practiquen la exclusión y la respuesta de la autora es que cuando gestionen bienes privados sí, pero si gestionan bienes públicos, no (p. 143). En estos casos, la exclusión se considerará discriminatoria y justificará una intervención del Estado. Son tres las condiciones que han de darse para justificar la intervención pública: a) que la exclusión se base en un estereotipo falso; b) que se dé en el ámbito público; c) que el grupo en que se dé no esté orientado a una práctica de expresión (p. 147). Se entiende, pues, que en los grupos dedicados a la expresión, la exclusión es incuestionable. Carecería de sentido que se obligara a una asociación dedicada a luchar contra el aborto a admitir a abortistas en su seno. Está claro que el Estado debe apoyar y subvencionar las asociaciones voluntarias que no discriminen (p. 163) y castigar a las otras (p. 167).

La tercera visión se refiere a los grupos de adscripción, esto es, aquellos que se fundamentan en la existencia de rasgos que están fuera de control de sus miembros, como grupos por razón de raza o de género (p. 169). Los grupos de adscripción no son grupos de interés (aunque puedan actuar como tales o relacionarse con ellos) (p. 173) y tampoco son incompatibles con la justicia democrática (p. 184). Estos grupos llevan lo que la autora llama "la carga de la representación" puesto que hablan en nombre de gente con determinadas características, pertenezcan o no al grupo (p. 190) y no se les puede hacer objeto de una obligación especial (p. 198) distinta a la obligación general (p. 201). Por ejemplo, los negros acomodados de una organización adscriptiva de color no tienen por ello mismo una obligación superior de denunciar el racismo en la sociedad a la de cualquier otra persona en dicha sociedad, pertenezca o no al grupo. En este terreno delicado en que ya interviene la responsabilidad de la gente, la autora defiende una posición que llama "de identificación" y que se distingue de la de la obligación especial en que "los individuos perciben que sus propios intereses están ligados a vivir en una sociedad más justa y por lo tanto piensan que contribuir sin sacrificio excesivo a formar una sociedad más justa mejorará sus propias vidas" (pp. 205/206), lo cual estaría muy bien, si no fuera por el condenado relativismo de las palabras. No habrá pasado inadvertido que en esa definición todo depende de lo que se entienda por "excesivo".

Por último, la cuestión de los grupos de identidad religiosos que, me da la impresión, interesan especialmente a la autora por su condición de judía. El hecho de que sean objeto de reflexión habla en este sentido. La posición de Gutmann entre estricta separación o confusión de religión y Estado es algo intermedio que ella llama "protección bilateral", consistente en "garantizar a todos los individuos el libre ejercicio de su religión y también a separar a la Iglesia del Estado" (p. 215). La Iglesia y el Estado deben estar separados pero no del todo. Los Estados deben descartar la fe como fundamento de la legitimación pero sin ignorar que la fe es buena para la producción de leyes y políticas buenas (p. 228).

Concentra luego la autora la cuestión en lo atingente a la conciencia en el sentido de las más profundas convicciones éticas de la persona y justifica así un amplio tratamiento de la objeción de conciencia con explícita reclamación a Thoreau (p. 242/243), lo que tampoco parece mal y está muy acertado siempre que se recuerde que el salto de la cuestión religiosa a la de conciencia es ciertamente arbitrario ya que supone una igualación entre confesión religiosa y conciencia (como convicciones éticas profundas) que no está avalada por nada. Volviendo luego de nuevo a la identidad religiosa, la autora defiende su modelo de protección bilateral con la razón de que mantiene una relación recíproca entre identidad ética y política democrática (p. 162)

Concluye el libro Gutmann desgranando las razones por las que, a su juicio, muchos individuos forman grupos de identidad y que son: expresar públicamente su identidad; conservar su cultura; obtener más bienes (materiales o no); luchar a favor o en contra de discriminaciones u otras injusticias; recibir apoyo mutuo de los que comparten identidad; expresar convicciones éticas y actuar según ellas (pp. 290/291).

En resumen, la obra de Gutmann es un interesante ensayo sobre una cuestión crucial como es la identitaria en sociedades democráticas que son crecientemente multiculturales. Tiene un desarrollo desigual y hay aspectos en que resulta más convincente que en otros. Uno de los más dudosos es ese punto moral permanente que tiene que excluir necesariamente el relativismo y por eso dificulta el juicio sobre ciertos aspectos: ¿como enjuiciar las agrupaciones identitarias que defienden discriminaciones (por ejemplo, el Ku Klux Klan) cuando se considera que las discriminaciones son injusticias? Así resulta que éste es uno de los aspectos más confusos de la obra. Confusión que no se esclarece con un estilo premioso y repetitivo (raro es el razonamiento que no se reitera uno o incluso dos veces) al que tampoco ayuda nada una traducción en verdad desafortunada que más que aclarar oscurece y dificulta el texto.

dimecres, 17 de desembre del 2008

La falta de unidad de los demócratas.

Hice bien ayer en dejar mi entrada escrita con anterioridad a que el señor Rajoy mostrara su acuerdo con el Gobierno en materia antiterrorista. La unidad de los demócras duró menos de veinticuatro hras.

La principal responsable de que la Cámara legislativa escenificara su división fue la señora Rosa Díez que presentó una moción a sabiendas de que el PSOE no la votaría. El PP se limitó a negociar con la señora Díez la aceptación a alguna enmienda de su propuesta y votó a favor. Las enmiendas, por lo demás, servían para endurecer la propuesta originaria. Por ejemplo, ésta pedía disolver los ayuntamientos gobernados por Acción Nacionalista Vasca (ANV) en un plazo no superior a tres meses y los del PP querían suprimir esos tres meses y hacer firme la expulsión inmediata.

Por supuesto, los dos partidos sabían que perderían la moción y a los dos les interesó presentarla. UPyD la presentó porque, siendo un partido pequeño y poco conocido, anda a la caza de todo lo que le dé visibilidad. El PP porque es la forma más evidente de delatar una divisoria, un enfrentamiento, una separación que no debiera de existir y que existe gracias en buena medida al propio PP. En realidad, los dos partidos unieron sus votos en la iniciativa perdedora porque, en su opinión, ganaban así votos. Los dos también están interesados en que la opinión pública que invocan para aplicar la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 ignore que dicha ley impone condiciones que hacen inviable su aplicación de una sola vez y para todos los casos de ayuntamientos del País Vasco gobernados por ANV. Lo que apoyan, pues, es una moción que triunfa en la medida en que fracase porque, si se aprueba, los tribunales tendrían que bloquear la acción del Gobierno por ilegal.

Hubiera sido más viable, aunque con una viabilidad altamente dudosa desde el punto de vista moral la propuesta de modificar la ley en cuestión. Digo altamente dudosa porque encuentro inmoral cambiar la ley cuando no nos satisface. Pero tampoco hubo lugar porque UPyD, que había aceptado las enmiendas del PP a su propuesta, rechazó las del PSOE. De este modo se llegó a ese desastre de 143 a favor y 188 votos en contra en una materia en que el Parlamento habría de estar unido como una piña. La facilitadora de esa desunión y quien da alas a la corriente política que dice querer eliminar es la señora Díez, en un acto de oportunismo sin límites.

Porque para UPyD todo este episodio ha sido beneficioso en el único asunto en que se conoce de la existencia del partido como unidad de voluntad. Nadie, en cambio, sabe qué opina OPyD como partido ante los demás asuntos de la agenda legislativa. Su carácter de partido monotemático hace que normalmente no se sepa nada de su existencia, excepto el día en que suena la flauta con una melodía que interpreta él como partido. En el caso del PP el móvil para hacer partidismo con la política antiterrorista es similar pero revela mayor irresponsabilidad ya que se trata de un partido que aspira en serio a serlo de gobierno y lo hace mostrando que es incapaz de anteponer los intereses generales a los de sí mismo como partido.

Además de la indignación que puedan producir comportamientos tan desleales con la democracia, la cosa adquiere todo su cómico patetismo si lo ponemos en términos cuantitativos: ayer pudimos ver cómo el Parlamento decía que no al intento de una minoría de obligar al Gobierno de la mayoría a actuar de acuerdo con sus criterios y, a su vez, dicha minoría estaba compuesta por otras dos, una relativamente numerosa y otra de una sola persona que era quien había presentado la propuesta luego votada. Es decir ayer pudimos ver cómo el Parlamento decía que no al intento de una diputada de obligar al Gobierno del país a actuar según sus criterios.

(La imagen es una foto de jmlage, bajo licencia de Creative Commons).