dissabte, 20 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXVII).

Recuerdos de infancia

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Amor y dolor.

En esta verídica narración de un viaje sin destino fijo ocupará un lugar destacado la historia de la nueva Carlota Corday. De hecho constituye uno de los elementos esenciales sobre los que descansa su verosimilitud por cuanto, habiendo sido acontecimiento tan notorio, seguramente estará aún vivo en la memoria de muchos lectores. En los momentos en que, presa de la consternación, escudriñaba la red en busca de noticias de agencia que dieran razón de la desgracia del pobre Ovidi, apenas pude sacar algo en claro. El confuso relato del primer momento se repetía de agencia en agencia, con escasas variantes y solamente alcancé a saber que la joven estaba siendo interrogada en una comisaría de mossos d'escuadra. Haciendo tiempo hasta la salida de mi avión vi en Skype un recado de Laura al que acompañaba un par de fotos con un breve texto que decía: "Estoy encantada de que quieras verme antes de conocerme. Ahí te van dos fotos en las que no estoy especialmente favorecida. Espero que quieras verme en persona. Yo lo estoy deseando. Espero me digas en dónde podemos encontrarnos". Las fotos mostraban una mujer de treinta y tantos años, alta, agraciada, en plenitud de formas en una vestida con un traje sastre entallado, apoyada en una lujosa mesa de despacho, quizá de alguno de sus negocios, en ademán seguro con un toque de altivez, una de esas fotos con las que se ilustran entrevistas en la prensa de papel couché. En la otra, al aire libre, en una especie de terraza, aparecía de medio cuerpo con un vestido de tirantes muy escotado, sonriente, mirando directamente a la cámara, como si estuviera hablando con el fotógrafo y con una mirada de malicia burlona. Daba la impresión de que hubiera querido decirme que no era una persona unidimensional, sino que tenía varias facetas, para que no me hiciera una idea equivocada. Estuve un rato mirando las imágenes con atención, observando el rostro de Laura y asombrándome de que no se detectaran en él los rasgos que sin duda delatan a quienes dedican la vida al delito y acumulan una biografía repleta de ilícitos penales y que no sabía bien en que consistirían, aunque estaba seguro de que habrían de manifestarse de un modo u otro. Si los sabios científicos que en el siglo XIX sostuvieron que el rostro refleja la estructura moral de la persona habían resultado no ser tan sabios ni tan científicos, era imposible, cuando menos, librarnos de esa opinión generalizada, producida por la experiencia más terrenal de que, siendo la cara el espejo del alma, al final, acabas siendo lo que pareces. Lo que yo veía, sin embargo, era un rostro severo en un caso, de mirada decidida, de quien está acostumbrada a mandar y ser obedecida y, en el otro, uno risueño, de mirada burlona, con el sempiterno deje erótico de la incitación, la invitación y la evasiva, el quite. Y eso era desconcertante pues tenía ante mí casi a dos mujeres: de un lado, la emancipada que se ha integrado en el mundo masculino, adoptando sus valores y escalando la cima del poder social en la muestra del avance contemporáneo en la condición femenina; del otro la mujer del pueblo que se ofrece para el emparejamiento en el ancestral juego que suele expresarse en las danzas tradicionales populares de cortejo, requiebro y seducción.Y la verdad era que en los dos casos Laura resultaba atractiva. Pensé que el asunto estaba poniéndose interesante pero, no sabiendo qué decisión tomar, decidí aplazarla hasta mejor momento. Le di las gracias y le añadí una nota diciendo que me pondría en contacto con ella cuando llegara a Madrid. No se me ocurría nada más porque aún estaba concentrado en averiguar qué había sucedido con Ovidi. Hice un nuevo barrido por la red, buscando últimas noticias pero no encontré nada nuevo, así que cerré la conexión y embarqué en el vuelo de puente aéreo a Madrid.

En los días siguientes, mientras la prensa se ocupaba de la noticia e iban sabiéndose más cosas, la crónica verídica de que se hablaba más arriba fue llenándose de datos interesantes, de hechos incontrovertibles, de los que subyacen a historias increíbles, pues de eso sirve la facticidad que los hombres prácticos están siempre reclamando, de base para las más fantásticas construcciones que suelen ser las vidas de las gentes. En el límite, cual dicen los pensadores, la ciencia pura, el conocimiento cierto de la realidad es el primer paso para la invención de ésta en formas cada vez más estrafalarias y disparatadas. El atentado lo había cometido una joven delgaducha, oscura oficinista de Santa Coloma de Gramenet que tenía una mirada estrábica, como perdida en algún rincón místico. En la imagen que más difundieron los medios aquellos días se la veía mirando al cielo, como si estuviera en comunión con la divinidad, mientras un pie de foto (y hubo varios) decía: "Dios me dijo que estaba en mi mano impedir el sacrilegio, la blasfemia." Y para eso probablemente había puesto en ella el frasco de vitriolo que arrojó al rostro de Ovidi, desgraciándolo para siempre. Un Ovidi en el mejor momento de su carrera, que prometía muchos más éxitos. ¡Qué imprevisible es la fortuna! La joven, por supuesto, no se llamaba Carlota Corday, sino Montserrat Llombart, trabajaba de oficinista en una fábrica de aluminio de Santa Coloma y vivía en una comunidad de una oscura secta dedicada al ascetismo y a combatir con decisión todo lo que pudiera interpretarse como una manifestación del Anticristo. Evidentemente era una fanática. Pero había algo en su apariencia o en las dos o tres manifestaciones que los reportajes le atribuían que me resultaba familiar. Fue entonces cuando empezó a germinar en mí la idea de arreglármelas como pudiera para entrevistarme con ella. Me interesaba saber qué podía tener en la cabeza alguien capaz de desfigurar a otro para toda la vida movido por una fe religiosa. Tardé algún tiempo en entender qué había allí que me resultara familar y por fin caí en la cuenta de que, tanto por su comportamiento como por las cosas que decía, Montse (a fuerza de pensar en ella me consideraba autorizado a tratarla con cierta familiaridad) me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso, dispuesto a salir al mundo a sangre y fuego a garantizar el reino de Dios sobre la tierra. Llevaba una temporada de intensa lucha religiosa interior, dedicado a pensar en la salvación de mi alma, que veía amenazada por la infinidad de acechanzas del mundo cuando caí en uno de aquellos ejercicios espirituales que teníamos que hacer obligatoriamente todos los chicos que nacimos en el pleno franquismo del Imperio recuperado, las cartillas de racionamiento, el cara al sol con la camisa nueva y la pertinaz sequía. Eran tres o cuatro días en los que se interrumpía el discurrrir normal de la vida, los estudios, los juegos, hasta la vida ordinaria de familia para dedicar todo el tiempo a asuntos religiosos, a la meditación, a la oración, a escuchar atentamente el adoctrinamiento que nos traían los curas, complementario del ordinario cotidiano que sufría toda la sociedad y el más concreto de los centros escolares. El colegio quedaba ese tiempo en manos de los jesuitas y en el recuerdo que yo tengo era como si la luz del día se velase y entrásemos en un mundo de tinieblas. Debíamos desplazarnos de un sitio a otro en filas de a dos, sin hablar, sin reír, en actitud de recogimiento, debíamos asistir a todo tipo de oficios religiosos, atender a las charlas de los padres rezar los rosarios enteros y, por las noches, levantarnos a hacer adoración nocturna. En resumen, teníamos que vivir haciéndonos perdonar nuestra existencia, como si estuviéramos arrepentidos no solamente de haber pecado, sino de estar vivos. Cada uno de nosotros tenía un director espiritual que era la única persona con quien nos estaba permitido hablar durante tales días de intensa práctica religiosa. El que me correspondió a mí aquel año fue el padre Martín, un jesuita joven de rostro anguloso, perfil aguileño, pelo cortado a cepillo, ojos negros muy abiertos y brillantes, como los de un cuervo con los que parecía querer horadarte el alma y que era un especialista capaz de convertir sus charlas religiosas en verdaderos montajes teatrales. Cuidándose de que estuviera a oscuras toda la nave de la capilla en cuyos primeros bancos nos concentrábamos, hacía instalar una mesa aislada sobre una peana al lado del altar con un flexo que iluminaba únicamente sus manos, dejándolo a él también en tinieblas mientras discurseaba y gesticulaba con ellas dando la impresión de que fueran las manos las que hablaban, las que se interrogaban como si fueran el alma de cada uno de nosotros que, angustiada por encontrarse en el infierno, a donde había ido a parar por haber muerto en estado de pecado, se preguntaba: "¿cuándo saldré de aquí?" y era también una de ellas la que, oscilando ante nuestros ojos asustados como si fuera un péndulo, respondía con voz lúgubre: "Nunca, jamás; nunca jamás".

En circunstancias ordinarias, cuando no estaba en escena, todo en este padre Martín subraya su naturaleza córvida. Su voz era como un graznido y una enorme e inverosímil nuez parecía querer rebosarle el alzacuellos y arrojarse desde allí al vacío. Se movía con gestos sincopados, como un ave y cuando quería hablar con alguno de nosotros, parecía posarse a su lado, como si hubiera venido volando del cielo. Este padre Martín fue el que un día, llamándome a su lado en la hora de la conversación con el director espiritual, me hizo sentar a su lado en un banco alargado de los que había en la clara galería acristalada que corría paralela a la capilla y, clavándome sus ojos, como si quisiera ver en mi interior, me dijo:

- ¿Sientes la llamada del Señor?

(continuará)

(La imagen es el grabado nº 4 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).