Amy Gutmann es una importante teórica política, actual rectora de la Universidad de Pennsilvania, que lleva largos años teorizando sobre la democracia con especial hincapié en la democracia deliberativa. También ha tratado ocasionalmente el tema que es objeto de este libro (La identidad en democracia, Buenos Aires, Katz editores y editores, 2008, 308 págs.), el de las identidades colectivas y su relación con la teoría de la democracia.
Sostiene la autora que los grupos identitarios (que algunos quieren declarar peligrosos para la supervivencia de la democracia que sólo reconoce individuos) son productos de la libertad de asociación por lo que siempre los habrá, ya que son imprescindibles para su funcionamiento (p. 41). A su vez tiene una idea fuertemente moral de democracia. Rechaza la de referirla a la mera regla de la mayoría, la idea de lo que llamamos "democracia procedimental" que, para mí, constituye un"minimo común denominador" por así decirlo de democracia. Por supuesto, siempre habrá gente que no esté satisfecha con la idea meramente instrumental y apoye una substantiva de democracia, en la que ésta aparece condicionada a la realización de ciertos valores. Es el caso de Gutmann que dice que emplea "la palabra 'democrático' como un concepto de ética política, para designar el compromiso público de tratar a los individuos como agentes éticos" (p. 49). Para Gutmann los valores son el de la igualdad en un sentido triple: a) igualdad ante la ley; b) iguales libertades; y c) igualdad de oportunidades (p. 17).
Los grupos de identidad no son grupos de interés aunque puedan mantener complejas relaciones con ellos (p. 31). Por lo demás advierte que cuando los pertenecientes a un grupo ponen a éste por encima de la exigencia de justicia democrática están actuando mal (p. 32) y de forma no democrática. No existe una identidad democrática, al decir de la autora, que no resulta muy convincente en la prueba basada en lo esencial en la idea de que no existe una identidad única y que lo que conocemos en la realidad son identidades múltiples (p. 57). Considera Gutmann este asunto de las identidades en una visión cuádruple; no se trata de una especie de taxonomía porque no son propiamente hablando cuatro formas distintas de identidad (ya que algunas comprenderían a otras) sino de cuatro visiones de las identidades en democracia que son: a) los grupos de identidad cultural; b) los grupos voluntarios; c) los grupos de adscripción; d) los grupos de identidad religiosa.
Los grupos culturales son imprescindibles en democracia, en ellos se generan los individuos y todas las democracias son multiculturales (p. 68). El problema que se plantea aquí es el de si la existencia de la identidad cultural justifica o no que se transgredan derechos del individuo. Algunos de los teóricos de la identidad cultural (como Kymlicka y Taylor) creen que los derechos culturales no pueden prevalecer sobre los fundamentales del individuo que deben defenderse, mientras que otros (Halbertal y Margalit) creen que prevalecen los derechos culturales y los individuos tienen la opción de marcharse (p.92). Por supuesto, hay que defender el derecho del individuo a desvincularse de todo grupo cultural (p. 97) pero también a permanecer en él y conseguir que en él se respeten sus derechos fundamentales. A propósito de ello cita y critica la sentencia del Tribunal Supremo de los EEUU en la que no se defendió el derecho de la india pueblo Julia Martínez a casarse con un indio navajo y seguir siendo pueblo, sino que se admitió que prevaleciera la pauta cultural colectiva de excluir a Martínez de la condición de pueblo.
La democracia implica el derecho a oponerse a prácticas culturales que violen derechos básicos de la persona. Considera en este aspecto los casos posibles de costumbres culturales como la clitoridectomia y la infibulación (p. 107) que no son admisibles en el marco de los valores de los derechos fundamentales de la persona. El asunto es complicado y las democracias suelen oscilar entre dos actitudes extremas: prohibir toda manifestación cultural que ofenda a la mayoría (o sea, aplicar la regla de la mayoría) o permitirlas todas en tanto que ella propone una línea intermedia (p. 109) que no es convincente y no lo es porque la disyuntiva (prohibir todo o permitir todo) ha sido reformulada, pasando del campo de la violación de derechos a lo que "agrade a la mayoría" que no tienen por qué coincidir. Si nos quedamos en el campo estricto de los derechos humanos veremos que esa disyuntiva es imposible pues no se da la segunda posibilidad de permitir pautas culturales contrarias a los derechos fundamentales y, por lo tanto, tampoco se necesita una posición intermedia.
Se centra la autora, que tiene una orientación muy pragmática, en la cuestión de la supervivencia cultural como la determinante, lo cual es muy cierto a la hora de averiguar si ha de haber o no intervención pública en favor de una u otra cultura, cosa que parece evidente si está en peligro de extinción. Discrepo, sin embargo, en un aspecto que puede parecer adjetivo pero encuentro determinante, cuando hablando de las amenazas a la supervivencia de las culturas, la autora habla de "el caso de la cultura nazi o estalinista" (p. 113) simplemente porque de acuerdo con la definición de cultura, básicamente antropológica, manejada no creo que el nazismo y el estalinismo sean culturas. Y ello más o menos por las mismas razones por las que Gutman no cree que la democracia sea una identidad o, más concretamente, que la cultura de los derechos sea una cultura en "sentido estricto" (p. 121) dado, sobre todo, que la doctrina de los derechos humanos es multicultural (p. 122), cosa que le permite sortear el conocido escollo del carácter cultural de la doctrina de los derechos humanos.
La segunda visión de Gutmann se refiere a los grupos voluntarios que es una forma de identidad grupal inherente a la democracia. Ésta puede admitir hasta grupos voluntarios en contra de la democracia, pero no, claro es, los que sirvan para cometer injusticias (p. 134). La cuestión esencial de los grupos voluntarios en democracia es la de si es admisible que estos practiquen la exclusión y la respuesta de la autora es que cuando gestionen bienes privados sí, pero si gestionan bienes públicos, no (p. 143). En estos casos, la exclusión se considerará discriminatoria y justificará una intervención del Estado. Son tres las condiciones que han de darse para justificar la intervención pública: a) que la exclusión se base en un estereotipo falso; b) que se dé en el ámbito público; c) que el grupo en que se dé no esté orientado a una práctica de expresión (p. 147). Se entiende, pues, que en los grupos dedicados a la expresión, la exclusión es incuestionable. Carecería de sentido que se obligara a una asociación dedicada a luchar contra el aborto a admitir a abortistas en su seno. Está claro que el Estado debe apoyar y subvencionar las asociaciones voluntarias que no discriminen (p. 163) y castigar a las otras (p. 167).
La tercera visión se refiere a los grupos de adscripción, esto es, aquellos que se fundamentan en la existencia de rasgos que están fuera de control de sus miembros, como grupos por razón de raza o de género (p. 169). Los grupos de adscripción no son grupos de interés (aunque puedan actuar como tales o relacionarse con ellos) (p. 173) y tampoco son incompatibles con la justicia democrática (p. 184). Estos grupos llevan lo que la autora llama "la carga de la representación" puesto que hablan en nombre de gente con determinadas características, pertenezcan o no al grupo (p. 190) y no se les puede hacer objeto de una obligación especial (p. 198) distinta a la obligación general (p. 201). Por ejemplo, los negros acomodados de una organización adscriptiva de color no tienen por ello mismo una obligación superior de denunciar el racismo en la sociedad a la de cualquier otra persona en dicha sociedad, pertenezca o no al grupo. En este terreno delicado en que ya interviene la responsabilidad de la gente, la autora defiende una posición que llama "de identificación" y que se distingue de la de la obligación especial en que "los individuos perciben que sus propios intereses están ligados a vivir en una sociedad más justa y por lo tanto piensan que contribuir sin sacrificio excesivo a formar una sociedad más justa mejorará sus propias vidas" (pp. 205/206), lo cual estaría muy bien, si no fuera por el condenado relativismo de las palabras. No habrá pasado inadvertido que en esa definición todo depende de lo que se entienda por "excesivo".
Por último, la cuestión de los grupos de identidad religiosos que, me da la impresión, interesan especialmente a la autora por su condición de judía. El hecho de que sean objeto de reflexión habla en este sentido. La posición de Gutmann entre estricta separación o confusión de religión y Estado es algo intermedio que ella llama "protección bilateral", consistente en "garantizar a todos los individuos el libre ejercicio de su religión y también a separar a la Iglesia del Estado" (p. 215). La Iglesia y el Estado deben estar separados pero no del todo. Los Estados deben descartar la fe como fundamento de la legitimación pero sin ignorar que la fe es buena para la producción de leyes y políticas buenas (p. 228).
Concentra luego la autora la cuestión en lo atingente a la conciencia en el sentido de las más profundas convicciones éticas de la persona y justifica así un amplio tratamiento de la objeción de conciencia con explícita reclamación a Thoreau (p. 242/243), lo que tampoco parece mal y está muy acertado siempre que se recuerde que el salto de la cuestión religiosa a la de conciencia es ciertamente arbitrario ya que supone una igualación entre confesión religiosa y conciencia (como convicciones éticas profundas) que no está avalada por nada. Volviendo luego de nuevo a la identidad religiosa, la autora defiende su modelo de protección bilateral con la razón de que mantiene una relación recíproca entre identidad ética y política democrática (p. 162)
Concluye el libro Gutmann desgranando las razones por las que, a su juicio, muchos individuos forman grupos de identidad y que son: expresar públicamente su identidad; conservar su cultura; obtener más bienes (materiales o no); luchar a favor o en contra de discriminaciones u otras injusticias; recibir apoyo mutuo de los que comparten identidad; expresar convicciones éticas y actuar según ellas (pp. 290/291).
En resumen, la obra de Gutmann es un interesante ensayo sobre una cuestión crucial como es la identitaria en sociedades democráticas que son crecientemente multiculturales. Tiene un desarrollo desigual y hay aspectos en que resulta más convincente que en otros. Uno de los más dudosos es ese punto moral permanente que tiene que excluir necesariamente el relativismo y por eso dificulta el juicio sobre ciertos aspectos: ¿como enjuiciar las agrupaciones identitarias que defienden discriminaciones (por ejemplo, el Ku Klux Klan) cuando se considera que las discriminaciones son injusticias? Así resulta que éste es uno de los aspectos más confusos de la obra. Confusión que no se esclarece con un estilo premioso y repetitivo (raro es el razonamiento que no se reitera uno o incluso dos veces) al que tampoco ayuda nada una traducción en verdad desafortunada que más que aclarar oscurece y dificulta el texto.