diumenge, 21 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXVIII).

La llamada del Señor.

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Recuerdos de infancia.

Debió de quedárseme gesto de perplejidad. Nadie me había hablado así hasta entonces y dudo de que tuviera una remota idea de qué pudiera significar la "llamada del Señor" aunque supongo que tenía una vaga intuición de su alcance. En todo caso el padre Martín me lo explicó de forma clara y oscura al mismo tiempo, con aquel estilo dramático y hasta melodramático (según veo hoy las cosas) que le caracterizaba. El Señor lo sabe todo, ve en el interior de nuestros corazones, nada se le escapa y, cuando encuentra un alma que se le entrega, un espíritu fuerte capaz de doblegar las debilidades de la carne, se complace grandemente en ello. Es más, no debemos dudar de que sea Él, Él mismo quien insufla esos ánimos en nuestro espíritu porque nos quiere para Él. Es entonces cuando sentimos su llamada.

Mi fe era grande, como podía corresponder a un chaval de trece o catorce años. Estaba viviendo un período de fuerte inclinación espiritual que me servía como una especie de protección a la par que elemento identificativo y singular frente a la actitud de indiferencia en asuntos de fe que tenía en mi casa. Experimentaba una especie de desdoblamiento entre mis fuertes convicciones religiosas adquiridas en el colegio y la aconfesionalidad de mi familia. Mis padres no eran creyentes, sobre todo mi madre, que era con quien convivía luego del exilio de mi padre, y en casa no había un solo símbolo de religión, como los que veía en las de mis amigos: crucifijos, cuadros del Sagrado Corazón o la última cena, imágenes votivas y, a veces, tallas en madera de la Virgen o de algún santo. Llevaba aquella disociación con mucha dificultad. No podía poner en duda la autoridad de mi madre pero, ¿qué era ésta frente a la autoridad eterna e infinita de Dios? Eso me impelía a una mayor y más profunda creencia, como si sintiera la obligación no sólo de impetrar el perdón de mis pecados, sino también de los de mi familia que, sin embargo, no podía declarar ni siquiera en el secreto de la confesión, cosa que me tenía muy inquieto. Porque, aunque vivía en la zozobra de ver que mi vida pública, por así decirlo, no encajaba con los valores de la privada, al mismo tiempo tenía la clara conciencia de que, salvo por las cosas de la religión, la segunda, la privada, tenía un encanto y una nobleza con las que el ambiente sórdido y brutal de la pública no podía, no podría jamás competir. Seguramente fue tal consideración la que acabaría salvándome a la larga de caer en las redes de Dios. Esa inquietud debió de ser la que no escapó a la aguda mirada de cuervo del padre Martín que estuvo un buen rato explicándome en aquella fría y luminosa galería que la llamada del Señor toma formas muy diversas y que uno no tiene que esperar a ser interpelado directamente porque sus caminos son inescrutables. ¿No sentía anhelo de encontrarme en relación más intensa con Dios? ¿No experimentaba acaso una sensación de infinita felicidad cada vez que comulgaba y dejaba que Cristo entrara en mí? ¿No me sentía llamado a muy altos fines de sacrificio por mi fe? ¿No envidiaba y pretendía emular las vidas de santos como Ignacio de Loyola o Francisco Javier, capaz de ir a los confines del mundo para salvar almas para el Altísimo?

Yo estaba confuso porque si bien no tenía conciencia de haber experimentado ninguna de las necesidades o urgencias que el padre Martín enumeraba, según iba haciéndolo me las representaba de forma viva, y eran como un substrato de necesidad que se me revelaba de pronto. El jesuita, que debía de ser ducho en la tarea de construir vocaciones, sin duda detectaba una fuerte en mí, o eso decía, pero al mismo tiempo observaba inquietud, desorientación, confusión y me pedía que confiara en él, que me abriera para que pudiera guiarme en la realización de aquel glorioso destino de servir al Señor. Sin embargo tengo idea de que en ningún momento, ni cuando más convencido me hallaba de dedicar mi vida a la fe, me sinceré con él sobre el objeto de mis angustias, aquella duplicidad de mi existencia entre la parte santa del colegio y la no santa de la familia. Y eso es algo que luego, más adelante en la vida, me haría reflexionar mucho acerca de la fuerza de convicción de las representaciones mentales. Porque, al fin y al cabo, creer o no creer, al margen de sus posibles consecuencias prácticas no es otra cosa que una decisión sobre representaciones mentales. Pero entonces me encontraba allí, sentado en aquel banco alargado de madera con patas de forjado de hierro, a punto de ser envuelto en las redes proselititas del cura que, sin embargo, me avisaba:

- Porque, cuidado, muchas veces el Señor quiere probarnos. Él pone la semilla en nuestra alma pero nuestra alma, como sabemos por la parábola del sembrador puede ser como el borde de un camino o un terreno pedregoso, las sueltas arenas del desierto en los que no germina nada o puede ser un suelo fértil y feraz en el que la semilla prende y hay una buena cosecha y es poco lo que se pierde. Con la diferencia de que somos nosotros mismos quienes decidimos qué tipo de tierra seremos, somos nosotros quienes, semejantes a los lugares pedregosos, llenos de cardos y espinos, rechazamos la palabra de Dios y nosotros mismos también quienes la acogemos y dejamos que fructifique en nuestro interior. Depende de nosotros. El señor nos llama pero muchas veces nos pone a prueba y somos nosotros, los llamados, quienes hemos de responderle.

No debí de parecerle suficientemente firme en mis propósitos religiosos aunque bien sé que eran intensos y genuinos. Por ello me propuso que lo acompañara a unas actividades de catequesis (así las llamaba con el fin de conseguir el permiso de la superioridad) que realizaba todos los domingos en una zona del extrarradio de la capital, un lugar de chabolismo, de gente de aluvión, mucha de la cual vivía en permanente conflicto con la ley. Sería una prueba que tendría que superar. Mi tarea consistiría en ayudarlo en la suya de llevar consolación y remedio a gente desesperada, de socorrer a los desvalidos, arrostrando muchas veces la incomprensión y quién sabe si la misma burla por su parte, porque nunca está todo garantizado. Era una actividad que él llamaba de "Iglesia social" y que, cuando, más adelante en la vida, tuve noticia de ella, no me resultó difícil identificar como los primeros pasos de una teología de la liberación en los arrabales de Madrid.

Fue así cómo, en alas de mi intensa fe religiosa del momento, me encontré acompañando todos los domingos al padre Martín a una zona de las afueras de entonces (hoy esa parte casi puede considerarse céntrica, comparada con otros extrarradios), relativamente cercana al Arroyo Abroñigal, en donde andando el tiempo y tras la metódica labor de detrucción de los poblados chabolistas se trazaría la autopista de circunvalación de la ciudad llamada M-30. Pedí permiso en casa y mi madre me lo dio un poco sorprendida de que prefiriera aquella especie de actividad misionera en lugar de otras que ella juzgaba más acordes con mi edad y temperamento y confiando, según me dijo después, en que la experiencia directa de la práctica de la religión en un contexto social tan sórdido, me haría recapacitar sobre lo que llamaría, con su innato sentido de la elegancia expresiva, la "correcta perspectiva de las cosas".

La actividad del padre Martín tenía muchas variantes y la mía como auxiliar asimismo, desde decir la misa (en la que yo ayudaba) en una especie de destartalado cobertizo que habían habilitado como especie de parroquia, hasta socorrer a gente en estado de necesidad, ir a sacar a algún chaval de la comisaría del distrito respondiendo por él o mediar en reyertas familiares o de otro tipo, por ejemplo, ajustes de cuentas por drogas o juego, con riesgo evidente de no salir siempre bien parado. La zona era un poblado especie de vertedero con chabolas sin agua corriente en la que se acumulaba población marginal casi se diría de desecho, quinquis, maleantes, algún grupo de gitanos que hacía rancho aparte pero se encontraba siempre hasta los corvejones en donde se cociera algo, inmigrantes del campo a la ciudad que venían con lo puesto en busca de empleo en la urbe que no siempre se conseguía, prostitución cochambrosa y hasta los primeros inmigrantes extranjeros, heraldos de un movimiento que andando el tiempo adquiriría dimensiones mucho más extensas de estadística sociológica. Si había que socorrer y albergar a algún recién llegado que venía con lo puesto, era el padre Martín quien se ocupaba de ello; si había que pagar una multa gubernativa para que algún habitante del lugar saliera del lugar, el Padre Martín echaba mano de sus magros ahorros; si había que buscar un centro médico para ingresar a algún niño o niña desnutridos o quizá con alguna otra afección grave, era él quien se encargaba de gestionarlo así como de hacer compañía a la madre o al resto de la familia en los primeros momentos. Sostenía que en el seno de aquellas familias miserables que vivían en promiscuidad y en la que muchas veces también había violencia, incestos o abandonos, era donde los lazos sentimentales eran verdaderamente intensos y él se desvivía por alentarlos, pues sólo necesitaban entrever un poco luz o de esperanza para que, siempre la parábola del sembrador, germinaran. La verdad era que el cura se transformaba entre aquella gente de trato áspero y difícil, llevaba las situaciones duras con ánimo y alegría y parecía convertirse en otro cuando las cosas se ponían duras, que a veces se ponían. En una ocasión, dos individuos recién salidos de la cárcel a quienes acababa de ayudar nos estaban esperando al término de nuestra faena, lo arrinconaron con amenazas y le arrebataron todo cuanto llevaba, incluida su indumentaria. A mí no me hicieron nada, probablemente porque me vieron muy crío.

Entre tanta miseria, mugre, roña, trapos sucios, quincalla, desechos, droga y violencia, alcancé una idea bastante exacta de la vida marginal de aquel tiempo tumultuoso. Era también el de lo que se llamaba los "curas obreros" pero, por lo que yo colegía, estos eran una especie de aristocracia clerical en comparación con lo que hacía el padre Martín cuya figura había acabado transformada a mis ojos de modo que, en lugar de un cuervo, ahora se me aparecía como un elegante cisne negro, sublimado por su entrega y desinterés y alguien por quien rezaba y a quien pensaba imitar algún día. Ya desde el final de la primera semana en que los ejercicios espirituales habían terminado, alternaba yo los dos ambientes, el de la escuela y sus actividades ordinarias los días laborables y el de los domingos por la mañana (sólo me permitía quedarme hasta el mediodía y luego me despachaba para casa a la hora de comer, acompañándome a la parada del tranvía) o, por decirlo mejor, los tres ambientes, la escuela, el Arroyo y me casa, a cada cual más distinto y de los que el que más intensamente me hacía vivir mi pasión religiosa era el de las chabolas.

Terminamos con dificultad aquella temporada especialmente dura pues, además de un invierno muy frío, la primavera trajo una oleada de nuevos inmigrantes a los que fue preciso ayudar a construir sus chamizos, habiendo echado los cimientos de una especie de frágil congregación de ayudantes que se habían comprometido a mantener ciertos visos de organización y a partir de la cual el padre Martín se proponía edificar una parroquia como Dios mandaba. Se acercaban las vacaciones del verano y, con ellas el tiempo en que yo tendría que poner fin temporal a mi actividad cristiana y misionera. Temporal porque ya esperaba con impaciencia el instante en el que se reanudaría al curso siguiente. Pero de momento era preciso interrumpir porque así lo había había acordado con mi madre y era preciso preparar el veraneo que en casa constituía siempre un rito. El padre Martín pensaba que aquel año había obtenido una doble cosecha: su labor en el Arroyo y el fomento de mi vocación y concluyó que lo oportuno sería tener una entrevista con mi madre para hablar de mi futuro que él ya veía dedicado a la Iglesia, momento que yo, confiado como estaba en la fortaleza de mi fe, sin embargo, veía con muy explicable inquietud. Sin darse cuenta de ello, mi mentor me hizo anunciar en casa su visita un día a la salida del colegio y, sin más preparación, allí se presentó.

(Continuará)

(La imagen es el grabado nº 5 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).