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dimarts, 17 de novembre del 2015

Zonas mixtas.

En la planta tercera del Reina Sofía hay tres exposiciones de obra de otros tantos artistas contemporáneos, dos vivos y una fallecida. Son una alemana de ascendencia japonesa(Hito Steyerl), un catalán (Ignasi Aballí) y la fallecida, una hindú de cultura musulmana (Nasreen Mohamedi). Las tres muestras por separado son amplias y traen información cumplida sobre las manifestaciones más recientes de las artes plásticas. Las tres también son muy rupturistas, mezclan procedimientos, rompen fronteras y carecen de todo respeto por los límites convencionales del arte. Hasta los títulos de las tres están bien escogidos: Duty-Free Art en el caso de Steyerl en referencia al mundo global de los aeropuertos; sin principio/sin final, que trasmite la sensación que producen sus interminables listas y relaciones; y La espera forma parte de una vida intensa, que hace referencia a la trayectoria vital de Mohamedi.

Hito Steyerl, la que he encontrado más de mi gusto, es una creadora que cultiva sobre todo el arte visual, en especial vídeos y documentales, sin desdeñar otras formas, como las fotografías. Sus contenidos tienen un ritmo vertiginoso con el que se pretende reflejar la inmediatez, la velocidad y hasta el atosigamiento de los intercambios contemporáneos de información e imagen. Suele parecer ella misma en primeros planos o planos medios, lanzando su mensaje, habitualmente crítico con órdenes sociales injustos. Crea espacios ad hoc para que el visitante se acomode como espectador en hermosos y mullidos cojines o sillones a fin de contemplar los mensajes que la artista proyecta: los desastres de la globalización, la tecnología, la utilización de las imágenes. Steyerl es, además, una interesante crítica de arte y tiene una visión contundente sobre los circuitos de mercantilización de las obras artísticas.

Ignasi Aballí expone obra de los últimos diez años a base de explorar las relaciones entre los textos y las imágenes por cuanto aquellos, por estar organizados y ordenados, producen en el visitante una curiosa sensación, en la que mezclan las artes gráficas, los contenidos que, a fuer de repetidos miles de veces aunque con variantes, suscitan una idea de infinitud y su plasmación plástica. Son obras de arte para espacios públicos, muy abiertos que, en cierto modo, recuerdan los memorials con que los Estados pretenden perpetuar los nombres de sus soldados caídos. Son especialmente agradables las superficies de colores sobre las que se ordenan como hormigas los nombres de las diferentes tonalidades de esos mismos colores, una especie de juego malvado para despertar la curiosidad del espectador a ver cuántos tipos de amarillo pueden existir. Otras armonías también de colores, vitrinas en las que lucen variedades de textos, recuadros donde las habituales advertencias dirigidas a los visitantes de los museos y exposiciones ascienden a la consideración de arte. O fotografías igualmente ordenadas por regularidades como esas curiosas cantonades, esquinas y solo esquinas de muy diferentes edificios que parecen crear una estética peculiar.

Nasreen Mohamedi es la menos rupturista de las tres. Nacida en la India y educada en Europa, se concibe a sí misma como pintora, grabadora, dibujante y fotógrafa en una línea más clásica, por más que sus contenidos son en su casi totalidad abstractos. Unos contenidos que muestran clara influencia de Mondrian, Kandinsky, Malevich, los constructivistas rusos y la Bauhaus, a la par que traen recuerdos de plástica japonesa y ornamentalismo hindú al estilo de los mandalas. Pero sin mezclarse. El predominio del abstracto y el dibujo geométrico es abrumador y su orientación fotográfica  también se inclina en la misma línea: pureza de líneas, nada de color, blanco y negro y minimalismo. Mohamedi murió víctima de una enfermedad degenerativa muscular que, en sus últimos años, la obligó a valerse de artilugios mecánicos para la representación y que dan a su obra una consistencia quebradiza, pura, mínima, como si el trazo quisiera descorporeizarse, desmaterializarse.

Buena iniciativa la del Reina Sofía para dar voz a formas de expresión artística que exploran caminos y abren visiones nuevas.

divendres, 6 de novembre del 2015

Kandinsky: la fuerza del espíritu.


En el CentroCentro de la Cibeles en Madrid, una buena exposición retrospectiva de Kandinsky comisariada por Angela Lampe. Unas cien piezas procedentes todas ellas del Centro Pompidou de París, que tiene el mejor fondo de Kandinsky por donación de su viuda.

Está muy bien organizada y dividida en cuatro secciones, correspondientes a los cuatro lugares/ciudades/países en que se produjo la obra de este artista: Munich, Rusia, Alemania y París. Un creador tan errante que llegó a tener tres nacionalidades: la rusa, la alemana y la francesa. De Munich hubo de marcharse al comenzar la primera guerra mundial y ser él ruso. De Rusia, cuando su orientación creadora lo enfrentó con la ortodoxia suprematista y constructivista bolchevique del Narkompros en los primeros años veinte. De Alemania, de nuevo, cuando, al llegar los nazis al poder cerraron la Bauhaus en la que él enseñaba y pintaba. Murió en París.

Además de pintor, inventor de la abstracción, Kandinsky fue un reconocido teórico. Su obra más influyente, De lo espiritual en el arte y en la pintura en particular, se publica en Munich en 1911, cuando estaba preparando también la edición del almanaque El jinete azul, que pretendía ser un lugar de encuentro de todos los estilos pictóricos en todas las latitudes, en colaboración con su amigo Franz Marc. Durante su magisterio en la Bauhaus publicaría Punto y línea sobre el plano, en 1926. Son como explicaciones de su programa pictórico. El punto y línea traduce su producción en la Bauhaus, a donde llega con influencias suprematistas y constructivistas rusas y las ahorma en un estilo geométrico con el espíritu ornamental pero totalizador de la escuela fundada por Gropius.

Pero lo decisivo, como suele suceder, es su primera obra, la que expresa su más profunda convicción y condiciona su evolución posterior, esto es, la idea de que el arte no es nada más que el puro espíritu que habita en su interior. El arte es espíritu, experiencia interior. Kandinsky tenía una clara inclinación mística que uno tiende a atribuir, quizá con prejuicio, a su condición de ruso. Digo con prejuicio porque fue educado en alemán. Pero era aficionado también a la teosofía y la antroposofía. Esta fijación con el espíritu seguramente lo ayudaría aislarse de un mundo exterior que acumulaba catástrofes  que planteaban exigencias vitales aparentemente inexcusables: una guerra mundial, la revolución bolchevique, el nazismo y otra guerra mundial. Esa realidad brutal parece haber pasado por su obra sin romperla ni mancharla porque está hecha con eso, el espíritu interior. Para ello le sobraba toda figuración, toda referencia a la realidad convencional. Y la fue eliminando hasta que, a partir de la época de El jinete azul, su obra se hace abstracta. Así pudo sobrevivir el artista en un mundo dislocado, desarrollando su creación como un río caudaloso pero tranquilo.

El carácter cronológico de la exposición permite ver el decurso. Su primeros trabajos muniqueses, en el espíritu y la forma del Jugendstil , muy influido por von Stuck, con quien trabajó y por el expresionismo. Ello mezclado con el frecuente recurso al arte popular ruso, el espíritu de los cuentos y leyendas populares, estilo Bilibin,  que incorporaba a su trabajo con un magistral empleo de la témpera. Algunas de estas obras con témpera son deliciosas y él siguió usando el método muchos años. Y, de pronto, con El jinete azul, estalla el abstracto. El cuadro Impresión V (Parque), de 1911 es como un manifiesto. Las figuras han desaparecido prácticamente. Esta bella tela trasmite un estado de espíritu.

Durante la estancia en Rusia, sobre todo a partir de la revolución, Kandinsky produce menos y, sin duda, la presión positivista del comisariado popular de arte con el que él colaboró, lo llevó a reintegrarse a un estilo figurativo expresionista, si bien produjo también algo de obra abstracta que no gustaba en el comisariado. Su magnífico En gris (1919) y los sin título abstractos de 1920-1921 debieron de parecer muy desafortunados a los constructivistas,

De vuelta a Alemania, en la Bauhaus, el abstracto se expande en todas direcciones. Algunas de las obras más logradas son de esta época en que se experimenta con todo tipo de composiciones, geometrías, ornamentalismo y colores. El célebre Amarillo-rojo-azul que puede admirarse aquí consagra una constante de empleo de los colores primarios es de 1925. Pero también son fascinantes la Trama negra y los Pequeños mundos, de 1922. Hasta llegar a una pieza tan asombrosa como Frágil (1931), precisamente una témpera.

La última etapa parisina es una culminación gloriosa y las obras expuestas producen verdadera exaltación. Por cierto, a lo largo de su atribulada existencia, Kandinsky colaboró o mantuvo contacto con una enorme cantidad de pintores de diversos países: el mencionado von Stuck, su amigo Marc (que murió en el frente en 1916), Larionov, Rodchenko, Malevitch,  Jawlensky, Werefkin, Kubin, Klee, Goncharova, Vlaminck, Feininger, Duchamp, Arp, Mondrian, Léger, etc. No está claro que tratara a Picasso, pero de quien sí hay mucha huella en su pintura es de Miró, con quien trató en la época surrealista de este en los años veinte en París. Algunas piezas, llenas de biomorfismos y colores primarios, como el Cielo azul (1940) recuerdan mucho al pintor mallorquín. 

Al final de sus días, Kandinsky parecía insuflar en sus obras la vida que a él se le escapaba. Contémplese el Acuerdo recíproco, de 1942. Está vivo.

dimecres, 4 de novembre del 2015

Decache-toi, objet.

Los puristas de la política me perdonarán el atrevimiento con uno de los iconos semánticos más sagrados de mayo del 68. Los de la lengua, el de recurrir a un arcaísmo para encajar el malévolo juego de palabras. Supongo que hoy se dirá "décele-toi" o "révele-toi".

Es el caso que, el otro día, de visita al castillo de Montjuïc con las protervas intenciones que cabe imaginar en un rojeras, nos tropezamos con una espléndida exposición monográfica sobre Miró en el museo que le está consagrado en ese lugar. Una exposición sobre la presencia de los objetos, del objeto elevado a la categoría de universal, en la obra del artista. La primera que se organiza en España, aunque no en Europa, porque reproduce en gran parte otra que se celebró en París allá por los años setenta en el Grand Palais.

El empleo de los objetos, de los más sencillos y ordinarios, juguetes, utensilios de cocina, aperos, desechos de basuras, piedras, botones, arpilleras, es la clave de la obra del polifacético Miró. La medida de su evolución creadora hasta revelársele a él mismo en el último tramo de su existencia. Había comenzado a recoger, a coleccionar en definitiva, este tipo de enseres en su adolescencia, en sus años más mozos, casi de modo que luego él interpretaría como intuitivo, no muy presente en su consciencia. Miró era por entonces, ante todo, un pintor. Y, como buen pintor, a comienzos de los años veinte, se instaló en el París del Dada y se sumergió de lleno en el posterior surrealismo, del que llegó a ser uno de los representantes más celebrados y hasta ungidos por la autoridad de Breton.

El dadaísmo y el surrealismo plantean una nueva relación con los objetos, a los que cargan con significación simbólica, que detraen del freudismo. El psicoanálisis desvela el mundo onírico, rinde  culto al subconsciente y reconsidera la infancia como la "caja negra" de la vida posterior. Los objetos tienen parada y fonda en el surrealismo que, a veces, los toma de la representación cubista pero, generalmente los encuentra por su cuenta. Los objetos se manifiestan como arte descaradamente en los ready mades de Duchamp, pero ya estaban en los caligramas de Apollinaire o en los  collages dadaístas. Los objetos son materia prima para la composición simbólica y, probablemente impregnado de este ambiente, Miró comienza a reinterpretarse a sí mismo y recupera aquellos objetos de sus primeros años, al estilo surrealista/freudiano, como el oscuro oráculo que le va a mostrar el sentido de su vida y su obra. Y reacciona en un estilo rotundo y agresivo que haría, supongo, las delicias de Breton o Éluard: el está llamado a perpetrar el asesinato de la pintura que, en su opinión, estaba en decadencia desde la época de las cavernas. Él sería el adalid de la antipintura. En efecto, tenía que sonar muy bien a los oídos rupturistas de los que estaban empeñados en acabar con otro montón de cosas, desde la literatura a la sociedad burguesa. Y en todos los casos, pero especialmente en Miró, es difícil no aplicar una interpretación freudiana: al asesinar la pintura, el artista está asesinando al padre. O a la madre, si se quiere ir por el filamento de la cuestión de género. Pero de asesinar, de matar, se trata.

Y, en efecto, en la exposición retrospectiva se aprecia muy bien la evolución de la obra mironiana. Los primeros bodegones (objetos, en definitiva) al estilo de Cézanne, muestran un comienzo puramente pictórico. De hecho, Miró identificaba entonces la pintura y la poesía. Pero, poco a poco, los objetos emergen o, mejor dicho, reemergen, van siendo predominantes, desplazan lo pictórico hasta afirmarse como solos protagonistas de la creación y, de pronto, Miró descubre que es escultor, como el insecto descubre que lo es ya perfecto a partir de la crisálida o la pupa. Ha completado su desarrollo. Es, definitivamente, escultor. Y esculturas son las suyas hechas con todo tipo de objetos, naturales y artificiales, con las configuraciones más caprichosas y las denominaciones más subjetivas en las que suelen repetirse algunos términos como "mujer" o "pájaro" con los significados que cada cual quiera fabular. Miró se enfadaba cuando le llamaban "abstracto", pero abstracto es. En muchas de las esculturas de madera, de piedra, de palos o mangos o cucharas, la pintura tiene la función meramente asistencial de dar colorido, generalmente con color primario a la figura tridimensional que goza del favor del artista precisamente por el volumen.

A lo largo de la serie de provocaciones e intrusiones que es la obra de Miró entre los años cuarenta y setenta hay algún elemento de significación que se mantiene: muchas influencias de arte africano y, desde luego, de pintura rupestre (porque llegó a visitar las cuevas de Altamira para corroborar su impresión sobre la decadencia de la pintura) y una simbología infantil; no naïf sino directamente infantil. Esos colores primarios que aparecen en los lugares más insospechados recuerdan los del parchís que, como objeto de juego, estaba muy entre las aficiones de Miró. Primitivismo, infancia, que quizá se mezclaran en su visión.

Es impresionante cerrar la exposición con dos muestras de sus pinturas quemadas. Quemadas con gasolina y a las que, en el colmo del ensañamiento, antes había acuchillado convenientemente. La pintura asesinada, acuchillada y quemada. Hay algo sublime en ese fin trágico de la obra de un artista universalmente celebrado y tenido como un alma feliz, ingenua y tranquila. Con razón Tàpies o Manolo Millares lo tenían como referente. Ellos también atacaban la concepción objetual de la obra de arte y empleaban pintura y volúmenes. Pero el maestro siempre va más lejos y hace una obra de arte de la destrucción de la obra de arte.

divendres, 30 d’octubre del 2015

Estética del artesano.


La exposición de la Fundación Juan March, de Madrid, sobre Max Bill (1908-1994) es la primera que se hace en España sobre este artista, natural de Winterthur (la ciudad en que se fabrican casi todos los relojes suizos) y es, por tanto, una ocasión única para contemplar una muestra muy condensada y completa de su variadísima obra. Una obra que se adentra en la pintura, la escultura (piedra y metal), el grabado, la arquitectura, el dibujo, el interiorismo, el diseño y fabricación de objetos (sobre todo, claro, relojes), muebles, la impresión e ilustración de libros, los carteles, la publicidad. Prácticamente no hay campo de las artes gráficas y plásticas que Bill no haya tocado. En los juicios sobre su persona se repiten expresiones como "hombre universal", "artista del Renacimiento", "personalidad polifacética". Todas ellas, muy ciertas, presentan un creador de gran actividad y capacidad de trabajo, de mucho tesón, digno discípulo de la Bauhaus, en la que se educó artísticamente, bajo la influencia de Walter Gropius y Moholy-Nagy, cuyas concepciones modernistas y decorativas están presentes en su obra.

La exposición, comisariada por su su hijo, Jakob Bill, es muy completa, está muy bien organizada y saca el máximo partido a las 170 obras exhibidas, cosa importante cuando se trata de un arte con una esencia tan fuertemente ornamental. Es un placer pasear por ella, muy bien iluminada y con una sabia repartición de las piezas, generalmente de vivos colores, también combinados con mucho gusto y un notable sentido de la armonía y el equilibrio. Ni una tacha.  No hay duda, Bill es un hombre con gusto refinado que impregna lo que toque o fabrique: relojes, sillas, mesas, taburetes, máquinas de escribir, libros, cuadros, carteles, todo. Tiene una inmensa versatilidad y una casi infinita capacidad para reproducir una gran variedad de estilos.

Lo que no tiene es genio. Su trabajo está muy bien, alcanza un nivel medio alto, pero siempre constante. Es un buen y concienzudo artesano, pero carece de esa chispa, esa lumbre, ese fogonazo que se revela en los cuadros, las esculturas, las obras de los verdaderos creadores. Su grafismo es frío y su ornamentalismo como distanciado. Incluso lo que se presenta como algo rompedor, por ejemplo, unas esculturas de latón brillante muy bonitas especie de cintas de Moebius, parecen sometidas a regularidad y disciplina. Es muy agradable contemplar sus cuadros, composiciones geométricas de colores y en ellas se ve a Kandinsky, a Mondrian, incluso a Matisse en cosa de colores, pero escasa originalidad. De hecho, así se confiesa en el título de uno de sus trabajos más conocidos: Max Bill: obras de arte multiplicadas como originales (1938-1994). Sus esculturas traen ecos de Giacometti y Moore y, por supuesto, los muebles y edificios, de la Bauhaus, su alma mater. La cartelería remite al dadaísmo y el futurismo con tintes modernistas.

El arte no tiene reglas ni fronteras. Y si Morris, Ruskin y otros consiguieron convencer al mundo de que el movimiento de arts and crafts era una corriente artística, con el mismo derecho podían hacerlo la Bauhaus y Max Bill, uno de sus más brillantes alumnos.

dilluns, 12 d’octubre del 2015

Letras, colores y sonidos
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El Centrocentro de Cibeles tiene una exposición titulada Ignacio Zuloaga y Manuel de Falla, historia de una amistad muy interesante. Quizá no puede hablarse propiamente de "historia de una amistad", puesto que esta sugiere una relación constante, mantenida en el tiempo y no parece haber sido el caso, sino que los contactos entre Falla y Zuloaga fueron esporádicos, aunque muy intensos, habiendo llegado a convivir en alguna ocasión. La propia exposición da noticia de que, a partir de la colaboración de ambos en El retablo de Maese Pedro, sus contactos fueron distanciándose hasta cesar. No podía ser de otro modo. Debieron de romper a raíz de la guerra civil. A sus más de 65 año, Zuloaga fue un falangista y franquista extremo de primerísima hornada. Tiene, precisamente, un cuadro hagiográfico de Franco en uniforme falangista, aferrado a una inmensa bandera rojigualda y, pasada la guerra, continuó gozando del reconocimiento público en la España de Franco, mientras que Falla murió en el exilio, en Buenos Aires, que él había escogido voluntariamente porque, no siendo republicano ni de izquierdas (de hecho, colaboró con Pemán en componer una canción del campo franquista en 1937), siempre pudo regresar a España, en donde se le había prometido una pensión que nunca quiso.

La exposición trae noticia de las cuatro ocasiones en que el músico y el pintor colaboraron, con abundancia de documentos, cartas, fotografías, partituras, muy diversas imágenes y objetos. Para mi gusto, lo más interesante es la muestra de cuadros de Zuloaga, un par de desnudos, los retratos de Falla y otra producción muy característica suya, tipos segovianos, paisajes, calles del País Vasco, lo suficiente para admirar la fuerte impronta de Goya en el pintor de Eibar, cuyo culto por el de Fuendetodos lo llevó a comprar y restaurar su casa natal.

La primera vez que coinciden Falla y Zuloaga es en 1913, con motivo del estreno de La vida breve en París, para la que el vasco pintó los decorados. ¡Malhaya el hombre, malhaya, que nace con negro sino! ¡Malhaya quien nace yunque, en vez de nacer martillo!, el leitmotiv de la ópera cuadra con el carácter de los dos artistas y su visión de España que es la que arrastra el drama del 98.

La segunda, un intento fracasado en 1920 de colaborar en algún tipo de escenificación de La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta. Literatura, pintura y música. La combinación hubiera sido muy fecunda, pero se frustró por las desavenencias entre Zuloaga y Larreta. Por lo demás, comprensibles. Larreta era un autor modernista (como modernista era la música de Falla) y, en consecuencia, tenía una actitud elitista y estetizante. Su novela relata una historia de dos Españas en la vida de don Ramiro: la mística, ascética, castellana, propia de Avila y la mundana, relajada, sensual, exótica, propia de los alrededores moros y de su amante Aixa, mientras que Zuloaga estaba hecho de una pieza, para él solo había Ávila, Castilla, España y la unidad de religión y raza. Tenían que chocar. Larreta se hubiera llevado mucho mejor con el Falla del Amor brujo.

Hay una curiosa tercera vez con motivo de un concurso de Cante Jondo que se organizó en Granada en 1922, en el que se empeñó personalmente Falla, pidiendo la colaboración de Zuloaga y en el que participaron muchos artistas e intelectuales de la época, Garcia Lorca, Gómez de la Serna, Edgard Neville, Ramón Pérez de Ayala, Santiago Rusiñol, etc. Zuloaga contribuyó con unas decoraciones y un premio de 1.000 pesetas para una variante del cante y anunciado con un telegramas esrito en parte en caló.

La cuarta y última y más provechosa colaboración se dio en 1928, con el estreno del Retablo de Maese Pedro en París. Zuloaga pintó decorados e hizo las figuras que habían de aparecer como muñecos en el guiñol así como otras, deliciosas, de tamaño gigante que representan a Maese Pedro, el ventero, don Quijote y Sancho. Otra vez la literatura y en concreto el teatro mezclado con la música y la pintura. Y una mezcla muy curiosa por cuanto el Retablo de Maese Pedro es una pieza de teatro de marionetas dentro del propio teatro del Retablo administrado por el tal Maese Pedro que no es otro que el galeote Ginés de Pasamonte, el que le robó el rucio a Sancho, asunto que no solamente alteró al fiel escudero sino también al propio Cervantes.

En España hasta el modernismo se alimenta del Siglo de Oro.

diumenge, 11 d’octubre del 2015

El arte en la torre de marfil.

La fundación Mapfre ha tenido el acierto de montar una interesante exposición retrospectiva sobre Pierre Bonnard, un pintor injustamente minusvalorado. Viene tal cual del Museo d'Orsay en París y es muy completa, con muestras muy importantes de toda la larga y provechosa vida del artista (1867-1947). Sus comienzos fueron livianos, orientados a la decoración y la ornamentación, para las cuales se había preparado, hizo algunas incursiones en el terreno de la ilustración de textos. Embelleció la de los poemas de Verlaine, trabajó para la Revue blanche, iluminó asimismo la figura teatral de Ubú Rey en un libro de 1918 de Ambroise Vuillard sobre Le père Ubu a l'aviation. Su modelo era el kakemono japonés y por eso se ganó el apelativo del nabis más japonés.

Nabis (profeta en hebreo y árabe) era el nombre que adoptó un grupo de pintores a fines del XIX y primeros del XX y que, procedentes del impresionismo, trataron de imponer un nuevo estilo a base de utilizar de forma distinta el elemento esencial de aquella otra corriente: el color. Por eso es muy difícil y, a veces, perfectamente inútil, distinguir entre impresionismo y postimpresionismo. En cualquier caso, en el grupo (Félix Valloton, Maxime Dethomas, Aristide Maillol, Paul Sérusier, Edouard Vouillard, etc) había de todo, incluso simbolistas.

Bonnard desarrolló desde el principio un estilo y temática inconfundibles. Con poca línea y una técnica más dada al sfumato pintó el mundo de la vida cotidiana de la gente normal en sus quehaceres más habituales. Añadió paisajes, bodegones, pintura callejera y retratos. No pintaba del natural, sino que hacía estudios y así construyó una obra sólida y de muy amplia gama. Prácticamente renunció a la perspectiva, pero empleó con frecuencia encuadres poco convencionales. Lo había aprendido de la fotografía, de la que fue entusiasta desde los primeros momentos de la nueva técnica. Una de las vías por las que también podemos detectar en él la que quizá sea la influencia más poderosa, la de Degas y no solamente por la composición sino por la temática. En la pintura de Bonnard abundan los desnudos, casi todos de su novia y más tarde esposa Marie Boursin, quien cambió su nombre al más aristocrático de Marthe de Méligny, pero no solo de ella. En el tratamiento de estas formas la presencia de Degas es permanente.

Bonnard viajó mucho a lo largo de su vida, sobre todo en su etapa más juvenil. Visitó varios países europeos, entre ellos, España, pero es escasa la huella que estos periplos han dejado en su arte. Este se concentra en los aspectos íntimos: desayunos, baños, paseos, reuniones. A veces estas escenas aparecen tratadas con cierta reserva e ironía, como el magnífico grupo tarde burguesa (1900), que se encuentra en la exposición.Pero, en general, la pintura de Bonnard trasmite una impresión de recogimiento, cercanía al mundo cotidiano y distancia respecto a temas más generales. Por ejemplo, es llamativo que, habiendo el artista pasado por dos guerras mundiales, la primera y la segunda, que fueron tan mortíferas y dislocaron en profundidad el mundo europeo, ninguna de ellas haya dejado huella en su obra, si no ando equivocado. Ni rastro. Como tampoco lo hay de ningún otro factor social. Todo son familias, jardines, apacibles paisajes, alguna marina, retratos, calles de París o de otras ciudades francesas. 

Solo en una ocasión hubo un acontecimiento trágico en la anodina existencia de Bonnard y que lo implicaba directamente: en 1925 contrajo por fin matrimonio con la mujer y modelo con la que vivía desde mucho antes, la citada Marthe. La decisión empujó al suicidio a su amante Renée Monchaty. Esta complicada relación con su duro desenlace sí debio de impresionar al artista durante largo tiempo, antes y después del suicidio y, si se miran con atención los cuadros con figuras humanas, se intuye en ellos una tensión, una resignación y un fatalismo vital que no puede olvidarse. Los desnudos de Marthe en la bañera trasmiten una fuerte melancolía y el cuadro hombre y mujer (1900), igualmente en la exposición, esta impregnado de soledad y falta de comunicación y entendimiento antes que de la felicidad de la existencia.

Bonnard se autorretrató muchas veces, sobre todo en la última parte de su vida. La exposición trae tres magníficos ejemplares de este tipo de pintura, el autorretrato como boxeador (1931) y los dos últimos de 1945, el autorretrato en el espejo y el que recoge su imagen con ojos de negro, como cuencas vacías, podría decirse que encarando ya la muerte. Esta actitud algo abrumada y transida de tristeza contrasta con su última producción, llena de alegría y colorido en grandes temas de carácter arcádico que pintaba para amigos y relaciones con mucho dinero.

Buena exposición de un artista que vio pasar su tiempo con sosiego y solo quiso mirar lo que le apetecía ver.

dimecres, 7 d’octubre del 2015

La obra de arte total (y dos).

Pues sí, en la segunda parte del paseo por el Teatro Museo de Dali podemos saltarnos alguna sala. No hay problema. No son secuenciales. La de Mae West es toda una experiencia en sí misma. Una habitación surrealista que es el rostro de la famosa actriz estadounidense en tres dimensiones, a partir de un guache que pintó en una hoja de periódico allá por 1934-35. Ahora, el conjunto, otro ready made produce una fuerte impresión por la luminosidad, el colorido, la audacia misma de la idea, la trenza rubia oro, la nariz con dos fuegos en las fosas, el sofá en forma de labios, todo apabullante. Tanto que se pierde de vista la figura de Mae West. En aquellos años treinta, estaba en el apogeo de su fama, era la persona mejor pagada de los Estados Unidos después de Hearst. Era, además, un potente icono sexual en lucha abierta contra la gazmoñería y la hipocresía, célebre por sus citas, algunas de las cuales son casi cultura popular: "Cuando soy buena, soy muy buena. Cuando soy mala, soy mejor." Dalí y la inmensa, inabarcable Mae West. Riánse de Marilyn Monroe y Andy Warhol. A partir de aquellos años empezaría la persecución de las ligas puritanas a West ya hasta los años cuarenta. La sala está repleta de otras maravillas, entre las cuales llama la atención una especie de holograma que Dalí llamó Paraíso y una curiosísima interpretación de la Virgen formando la vía láctea que los pintores españoles pusieron como ilustración del milagro de San Bernardo, única forma de que los curas les dejaran pintar un desnudo de mujer oprimiéndose un seno del que sale un chorro de leche.

Volviendo al itinerario, en la llamada "Sala del tesoro", efectivamente, hay tesoros incalculables. La Leda atómica, de 1949, otra vez Gala, claro, cuya relación con el cisne es perfectamente platónica y todo en la pintura está como suspendido al margen de la ley de la gravedad. Por ahí aparece también la panera del pan (1945), un trampantojo doble porque además de la mesa y la panera, el pan parece sacado de un cuadro de Sánchez Cotán. El cuadro de Gala de espalda mirando un espejo invisible,(1960), otra vez Gala, es una típica broma daliniana porque si hay un objeto que los pintores amen pintar es el espejo, que aquí estamos obligados a imaginarnos mientras vemos una imagen que no es imagen sino la cosa verdadera.

La sala vecina, peixateries y cripta acumula referencias muy gratas de ver y cargadas de historia. El autorretrato con L'Humanité (1923), mezcla de óleo y collage, habla de los tiempos en que a Dalí, impulsado por la corriente surrealista, le dio por pensarse comunista. Era la época en la que los surrealistas se consideraban a sí mismos "al servicio de la revolución". Las relaciones del surrelismo con el Partido Comunista francés fueron siempre muy problemáticas, dado que el surrealismo, heredero directo del dadaísmo, se llevaba muy mal con la dogmática comunista. No obstante, en los primeros tiempos, comienzo de los años veinte, aquella alianza parecía ser prometadora. Sin embargo,  siempre he pensado que el autorretrato de Dalí en el que el pintor se representa con rostro de máscara y sin boca, tenía que tener algún profundo significado de repulsa al espíritu comunista. De 1928 es el Ocell putrefacte, categoría que los jóvenes rupturistas que Dalí encontró en la Residencia de Estudiantes, Lorca, Buñuel, Pepín Bello, habían acuñado para referirse a todo aquello caduco que rechazaban, porque era "lo putrefacto". En cualquier caso, lo más impresionante de la sala, el fantástico Retrato de Pablo Picasso en el siglo XXI (1947), un disparate absoluto pintado a modo de busto clásico sobre su correspondiente peana como ejemplo de una serie que se anuncia en el propio título para que uno se imagine una galería de hombres ilustres. La representación de Picasso es, de nuevo, la radiografía del genio hecha por otro. Y las relaciones de sentido que quieran hacerse se pierden en el laberinto que dibuja el nummulites que adorna el rostro del artista como el cuerno retorcido de un macho cabrío. Y eso sin irnos al bloque pétreo de la cabeza, impresión directa del peso de la inmortalidad.

Pasada la sala Mae West, la escalera del segundo y tercer piso, que lleva a la exposición del pintor Pitxot, muy importante en la vida de Dalí, que aprendió bastante de su padre, trae las reproducciones de las alucinadas obras de Piranesi, el grabador y dibujante del XVIII, cuyas imágenes, como las cárceles de invención, una vez que se han visto, ya no pueden olvidarse y es una sensación tanto más extraña cuanto que rara vez contemplará uno un grabado de Piranesi que haya conseguido comprenderlo, entenderlo en su complejísima y amenazadora organización que mezcla piezas arquitectónicas, pìedras, con todo tipo de máquinas. Colgados del hueco de la escalera, dos preciosos disfraces venecianos con sus correspondientes máscaras. Y, por supuesto, la Venus de Milo con cajones (1964). He leído docenas de interpretaciones de estos cajones, que ya estaban en la premonición de la guerra civil, de 1938, todas muy acertadas. El hecho es que los cajones están ahí y apenas se notan, con sus tiradores tan anatómicamente situados.

En la sala de obras maestras, los autores que Dalí coleccionó. No me parece muy relevante que sean estos u otros. Fueron los que probablemente le salieron al paso. Imagino que él se buscó el de Bouguereau que le entusiasmaba. Es algo sorprendente salvo que viera en los desnudos del amanerado pintor francés premoniciones de Gala. Dalí, en realidad, veía cualquier cosa en cualquier parte, a veces dos. Recuérdese el desnudo de Gala de espaldas que, cuando te alejas 20 metros, se convierte en Abraham Lincoln.

En el Palau al Vent, el fresco del techo es algo asombroso. El propio Dalí y Gala sosteniendo la bóveda del mundo y el sol que irradia su luz, todo en la perspectiva obligada de sotto in sú, que convive con multitud de figuras colaterales, adyacentes, también cargadas de simbología y significado, incluido un autorretrato de Dalí con Gala, sentados en el bordel universo, viendo el mundo. El resto del espacio, objetos que son obras de arte por sí mismas contribuyendo a otras obras de arte hasta llegar a la exquisitez del objeto surrealista de funcionamiento simbólico (1931). Sobre el lecho, ¡y qué lecho!, con patas de tritones, una reproducción de la persistencia de la memoria (1931), cuyos relojes blandos han llegado a ser tan representativos de Dalí como sus bigotes. Al salir de la sala, una vitrina con el motivo del Ángelus, de Millet y un ejemplar de su libro dedicado a esta obra como exposición del método paranoico-crítico. Vuelve Freud en la interpretación del rezo de los dos campesinos franceses pues, sostiene Dalí, lo que están haciendo es enterrando un niño.

Cuando ya no le quedan a uno fuerzas, atrapado entre tanta maravilla reinventada, trastocada, cambiada de lugar, reconstruida, atraviesa la Torre Galatea, con su princesa cibernética, hecha a base de circuitos y chips y su reproducción del templete de Bramante como un pabellón carmesí. 

Vuelto a la realidad de un mundo anodino, hay que reconocer que jamás agradeceremos suficientemente los tesoros que los genios nos regalan con su obras, pues su contemplación nos cambia la vida. Nos hace otros. 


(La imagen es una foto de Markoh K. Marrero).

dimarts, 6 d’octubre del 2015

La obra de arte total.


El Teatre Museu de Dalí en Figueres.
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Cuando Richard Wagner se valió del concepto de obra de arte total en 1849, Salvador Dalí todavía no había decidido nacer, por expresarlo de una forma daliniana que deje constancia desde el comienzo de que Palinuro es un incondicional del pintor de Figueres. Al hacerlo finalmente en 1904, hijo de un notario, en uno de esos irónicos quiebros que tiene la naturaleza, fue con el claro propósito, entre otros, de crear una obra de arte total. El destino lo puso en alguna ocasión en contacto con Wagner, por ejemplo, cuando pintó los escenarios para Tristán e Isolda, la historia de un amor hasta la muerte. Y es posible que esto le diera que pensar y, andando el tiempo, creara este Teatro Museo que, cual su nombre indica, quiere fusionar las artes escénicas con las plásticas y las literarias, como Wagner que, por supuesto, ponía en primer lugar la música.

A este logro contribuyó igualmente la irreverencia surrealista en la que Dalí participó desde el principio y tanto que aún hoy sigue estando catalogado como "pintor surrealista" a pesar de que su genio reventó las costuras de este estilo. Como haría con todo los demás anteriores o posteriores, el cubismo, el futurismo, el abstracto, el hiperrealismo, hasta afirmar el suyo propio. Un estilo inimitable por su inmensa variedad de registros y que por tanto, no tiene nombre, salvo el de "estilo dalinista", que no dice nada, o el de estilo paranoico crítico, puesto por él mismo, pero que no abarca el conjunto de su obra.

Dalí trabajó en este teatro museo los últimos treinta años de su vida, cambiándolo, reformándolo, alterándolo, tratándolo como lo que era: como un ser vivo. Un ser vivo lleno de aquellos artilugios creados por Marcel Duchamp, un gran amigo del matrimonio Gala-Dalí, los ready-mades. El inmenso edificio que alberga el Teatro Museo se encuentra al otro lado de la calle de la iglesia en donde Dalí fue bautizado porque, como él gustaba de señalar, era "católico, apostólico y romano", cosa que no debe extrañar a nadie porque, como buen genio, Dalí era lo que quisiera ser. Y ese edificio en su conjunto es otro inmenso ready made. Quien entre en el patio y vea en las paredes a la altura de la tercera planta los lavabos de loza, quizá de la marca Roca, pensará en uno de los ready mades más famosos de Duchamp, el que muestra un urinario de pared.

Los enormes huevos que decoran la fachada son una referencia a la pintura metafísica italiana a lo Giorgio de Chirico, muy presente en el museo. Son la representación física de la esencia primordial. El huevo es el origen de todo y simboliza el eterno retorno. Pero no nos quedemos solo en esa sencillez. También antes de entrar saluda al visitante una estatua del pintor Meissonier por el que Dalí tenía devoción, como la tenía por otros, como Bouguereau o Fortuny, de estilos mucho más convencionales (pompiers y casacones). Lugar muy destacado también para el filósofo catalán Françesc Pujols, con quien trató mucho, sobre quien escribió un libro, pintó un cuadro y, finalmente, hizo la estatua drapeada que hay a la entrada del Teatro con un aspecto inspirado en el porte de Montaigne. Un símbolo discreto para quien recuerde que Pujols tenía a Llull y Ramon de Sabunde como los fundadores de la ciencia en su tiempo, habiendo este merecido que Montaigne lo tradujera al francés.  Hay otras estatuas en la fachada, algunas muy famosas, como el monumento a Newton o el obelisco TV, pero no es posible detenerse en ellas. El Teatro Museo aguarda.

A su vez, este es indescriptible en su totalidad porque devora al curioso como la ballena a Jonás y arrebatándole toda posibilidad de distanciamiento o juicio crítico. Todo, absolutamente todo, dentro del Teatro Museo es arte, desde los suelos a los techos, los sofás, los muebles, las lámparas o los postigos de las ventanas. Lo único que puede hacerse es seguir un itinerario y hablar aquí y allá de algunas de las piezas más relevantes, haciendo inmensa injusticia a todas las demás. Saluda al visitante en el patio el famoso taxi pluvioso que concentra mucha atención hasta que, elevando la vista, se divisa la nave de Gala, lo cual ya preanuncia lo que nos vamos a encontrar de sopetón al entrar en el gran espacio de la cúpula, el inmenso mural con esa curiosa forma andrógina y figura quebrada y muda con una puerta en el pecho que lleva a la Isla de los muertos, de Böcklin, otro de los referentes dalinianos. Como el mural no tiene título y solo los nombres de Gala y Salvador Dalí, en realidad, lo que nos saluda es un gigantesco epitafio, el amor de Gala y David, como el de Tristán e Isolda, hasta la muerte.

En este inmenso espacio vestibular, casi catedralicio, se tropieza uno con algunas de las obras más curiosas del autor, como el famoso trampantojo de la doble imagen de Gala desnuda y el rostro de Lincoln (1975). Hay cientos de teorías sobre la extraña, absorbente, quizá demencial relación de Dalí con Gala, la que fue esposa de su amigo Paul Éluard. La omnipresencia de la mujer, modelo, musa, esposa es apabullante. Tanto que quizá no sea una presencia en la obra de Dalí como la obra misma. O sea, para Dalí Gala era como Beatriz para Dante, su razón de existir y crear. Y más, hasta su alimento, su comunión. Su célebre retrato de Gala con dos chuletas sobre el hombro evidencia, según explicación del propio autor que desea comerse a Gala.  Cuando se contempla a continuación en la llamada "Sala del Tesoro", el retrato de Gala de 1945, titulado Galarina, se repara en que su visión es la de la Fornarina, de Rafael. Probablemente por eso le caiga tan bien Ingres, porque tenía la misma querencia.

Tiene su chiste que en esta sala se encuentre también la apoteosis del dólar (1965), una clara prueba de que los ataques ajenos no le alcanzaban. A raíz de la ruptura del pintor con el surrealismo, Breton hizo un malvado juego de palabras con su nombre diciendo que este, en realidad, era Ávida dollars. Aun así, ahí está esa obra increíble en la que el autor introdujo todo lo que le pareció: a su amigo Duchamp, disfrazado de Luis XIV y a sí mismo autorretratado como Velázquez, pintando, cómo no, a Gala en presencia de Beatriz. Hay muchas más cosas en este sorprendente óleo pero lo visto sirve ya para inquietarse: Dante, Rafael, Ingres, Velázquez, en otros casos, Miguel Angel, Leonardo, Picasso, ¿este hombre se ponía en lugar de cualquiera? ¿No tenía límites? No. El genio carece de límites. Él crea un mundo, se identifica con los de los demás y los modifica a su antojo, sin pedir permiso. ¿No tienen los dos, Dalí y Picaso una verdadera fijación con las meninas de Velázquez? Y mira que los tratamientos son distintos.

También se encuentra aquí una de las referencias a Freud y, más concretamente a su Moisés y la religión monoteísta, que plantea la cuestión que el mismo Dali expresa: Moisés, en realidad, era egipcio. Eso explica muchas cosas y resulta razonable que el artista haya hecho instalar en un extremo del pasillo por así decirlo "freudiano", una reproducción del Moisés de Miguel Ángel, el que provocó ya el enfrentamiento entre el Papa y el escultor. El fondo freudiano en la obra de Dali emerge de vez en cuando y dio resultados curiosos. Más de 15 años después de filmar El perro andaluz, con Luis Buñuel, Dalí volvió al cine contratado para pintar los decorados de la pesadilla de Spellbound (1945), de Alfred Hitchcock. Apenas quedó nada de ella; un par de minutos, pero son suficientes. En realidad, probablemente esa no fuera la mejor forma de usar a Dalí para el cine sino la que él mismo se inventaría en el retrato de Mae West, convertido aquí en un verdadero ready made que fascina a los visitantes.

Pero de eso trataremos en el post de mañana, con la segunda parte de Dalí porque esta está siendo ya muy larga.


(La imagen es una foto de Wikimedia en el en Public Domain).

divendres, 2 d’octubre del 2015

Ver para leer para ver.


En el (antiguo) Matadero de Madrid, hay una instalación, la casa del lector, dedicada al estudio y fomento de esa hoy casi exótica costumbre de la lectura. Está patrocinada por la Fundación Germán Sánchez Rupérez, el fundador del grupo Anaya, potente empresa editorial. Es un espacio, como todos los del Matadero, muy amplio, magníficamente distribuido y organizado para exposiciones y que en sí mismo ya es digno de contemplación. Acoge muestras de gran interés expuestas con mucho ingenio y poco convencionalismo. Para visitarlas no basta con la benévola y ociosa curiosidad de los espectadores, pues suelen exigir mayor implicación, complicidad y hasta preparación.

En este caso se trata de una exposición muy original comisariada por Eduardo Arroyo y Fabienne Di Rocco sobre algunos aspectos, los que los  comisarios consideran más curiosos o interesantes, de las complejísimas relaciones entre la escritura y la pintura. Está dividida en siete secciones, cada una de ellas con un tema principal. Podría estar dividida en siete mil o más, pues la sinestesia entre la literatura y la pintura es más abrumadora que entre la música y la pintura. Gran parte de la pintura occidental es la iconografía del discurso civilizatorio materializado en libros, libros para mirar, para adornar y para leer. Lecturas.  Por ejemplo, aunque sea comenzar la noticia de la exposición por el final, la sección VII está dedicada a El retrato de Dorian Gray, una película de Albert Lewin en 1945 con Hurd Hardfield como Dorian Gray y el gran George Sanders como Lord Wotton. La historia, ya se sabe, la novela de Oscar Wilde sobre el dandi que no envejece porque ya lo hace por él su retrato, pintado por su amigo el pintor Basil Hallward. Pintura y literatura en una misteriosa y terrible relación. Por cierto, Lewin tenía afición por el arte de San Lucas. En 1957 rodó en Tossa de Mar una extraña fantasía, Pandora y el holandés errante, con Ava Gardner, James Mason y Mario Cabré. Cuando el buque fantasma fondea frente a Tossa, el holandés errante está pintando el retrato de una mujer que es la Pandora/Ava del film. Literatura y pintura. No obstante, la referencia a la película de Dorian Gray sirve aquí para llamar la atención de que al cine le sucede como a la pintura: en su inmensa mayoría, las películas proceden de novelas, dramas, cuentos, poemas; en definitiva, literatura.

La exposición se abre bajo la advocación de San Jerónimo, al que está dedicada la sección I, autor de la Vulgata y patrón de los traductores. Es la personificación de la escritura. Los comisarios han reunido 14 cuadros del santo, casi todos del siglo XVII y casi todos también anónimos, excepto algunos de autor, Murillo, Polo, Tristán, Van Dyck, del Castillo, Reni. No son deslumbrantes pero cautiva la unidad temática y la llamativa coincidencia en los elementos identificatorios. San Jerónimo se muestra siempre como eremita, con el torso desnudo y una hopalanda generalmente roja que ya basta para aludir a su condición de cardenal, príncipe de la Iglesia. La vestimenta se corresponde con el capelo cardenalicio, que no siempre aparece, como tampoco lo hacen sus otros atributos, el pedrusco con el que se daba golpes de pecho, el crucifijo, la calavera y, desde luego, el león cuyo amor se ganó por haberle quitado una espina que lo atormentaba.

Esa relación entre el hombre y la bestia da luego un giro insospechado. La sección II es una curiosísima experiencia. En 1964, los pintores Gilles Aillaud, Eduardo Arroyo y Antonio Recalcati decidieron interpretar pictóricamente una novela breve de Balzac, incluida en las escenas militares de la Comedia humana, llamada Una pasión en el desierto, que cuenta los intensos amores entre un soldado francés y una pantera, así como la muerte de esta a manos del militar en lo que entonces se llamaba un "crimen pasional" y hoy se conoce como "violencia de género". Pintaron trece cuadros con un par de reglas, la más importante era que todos tenían que haber pintado en todos. Las 13 piezas están aquí expuestas y muchas son verdaderamente alucinantes, porque interpretan una historia muy difícil, por no decir imposible, de imaginar. Los ejemplos que se ponen de la única edición ilustrada de la novela en 1949 son, sí, fascinantes por lo exótico, pero no excepcionales. Los trece cuadros de los tres pintores son, en sentido estricto, trece creaciones colectivas. Muy notables. Y el resultado es sorprendente.

La sección III es una interpretación libre de Simón el estilita con recuerdo explícito a la película de Buñuel, solo que, en la cúspide de la columna hay una pantalla. La pieza que saluda al visitante es un corto con un monólogo de Ramón Gómez de la Serna, que da luego paso a una obra emblemática de la estética del 68, un precioso cuadro (muy en el estilo del referido a Marcel Duchamp) obra colectiva de Aillaud, Arroyo, Biras, Fanti y los Rieti, con el curioso título de Louis Althusser dudando si entrar en la dacha Tristes Mieles De Claude Lévi-Strauss donde están reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault, Roland Barthes, en el momento en que la radio anuncia que los obreros y los estudiantes han decidido abandonar alegremente su pasado. Título abreviado, La dacha. Puro situacionismo con unas gotas de la Escuela de Atenas. La sección continúa luego con unas ciento y pico fotografías de los más diversos temas, formas, ángulos, tomas, encuadres y todas ellas unidas por el dato de que siempre hay alguien que no tiene los dos pies en el suelo. Lo propio de los estilitas, desde luego.

La sección IV, la escritura ilegible contiene abundantísimas muestras de la mezcla entre pintura y escritura pero entendida esta como arte gráfica. Representaciones caprichosas, alfabetos, mezclas, grafismos, portadas e ilustraciones de libros, preciosos acrílicos de Saura, dibujos de Michaux, guaches de Voss, tinta china de Gordillo, unos magníficos collages de Cortot en homenaje a Blaise Cendrars y el dicho Michaux, decenas de delicadas portadas sobre todo de libros de poesía (Joan Brossa y muchos más) pues suelen ser lo poetas los autores que más cuidan la estética de presentación de sus obras que llegan a ser lo que antaño se llamaba "libros-objeto". Muy grato ver una edición de los Agrafismos de José Miguel Ullán. Termina la sección con una abundante muestra de arte letrista. El nombre es insuficiente. La letra ha sido de siempre objeto de contemplación en sí misma, como se ve en los manuscritos góticos, pero es que aquí no es la letra el objeto sino la escritura misma. Y con efectos bien curiosos.

Las secciones V y VI vuelven a la plástica; la V recoge obra de cuatro pintores franceses de fines del XIX y gran parte del XX no muy famosos, todos ellos al margen de escuelas y estilos predominantes si bien el que suele estar bastante presente es el surrealismo: Pierre Roy, Clovis Trouille, Alfred Courmes, y Jules Lefranc. Son conocidos por algún motivo específico del que se tiene especial noticia. Por eso es interesante que la exposición permita una visión más completa de su vida y obra. Roy fue ilustrador de Vogue durante muchos años. Clovis Trouille, un exquisito, es el autor de un cuadro cuyo título pasó a uno de los espectáculos musicales más célebres del siglo XX: "¡Oh Calcuta!", slang apache de "¡oh, qué culo tienes!". De este Trouille tenía Dali la mejor impresión por su absoluta falta de reverencia hacia los respetos humanos y usos sociales. Los españoles son Rafael Cidoncha (retratos), Sergio Sanz (muy llamativos acrílicos de motivos rizomáticos) y Carlos García-Alix con obra mezclada. por un lado, retratos de grandes autores (Babel, Koestler, Céline, Jacob, Mandelshtam, Benjamin, Bulgakov, Platonov, etc) que nos están llamando y pidiendo que revivamos las emociones de haberlos leído. Por otro lado, óleos temáticos de montones de libros, pasillos atestados, desvanes: al parecer, la guarida del pintor. Libros y más libros. Buen final de la exposición.

Merece mucho la pena verse. Da para pensar.

dilluns, 14 de setembre del 2015

Fuera de límite.

La Fundación Telefónica de Madrid muestra una exposición de Luis González Palma, un interesante fotógrafo guatemalteco, afincado desde hace más de doce años en Córdoba (Argentina), titulada Constelaciones de lo intangible y que contiene una buena parte de su obra dividida en grupos y de ahí lo de las constelaciones, porque cada uno de ellos es temático y tiene un motivo central. Los más destacados son los retratos, la serie Möbius y las obras catóptricas.
Todos están marcados por un rasgo personalísimo que los unifica, una capacidad para fabricar imágenes que exhalan, por así decirlo, un espíritu, una atmófera, un hálito inquietante, hecho de misterio, lejanía, ambigüedad e inquietud. González Palma trata y casi siempre lo consigue, de trascender los límites mecánicos y técnicos de la fotografía, y de tomarla como fundamento para otras exploraciones. Para ello nunca presenta las imágenes sin más, sino que les añade algo. En su primera constelación, la serie de retratos de rostros en su mayoría indígenas centroamericanos, trata el producto con emulsiones especiales que le den una pátina de oro y tonos sepia, de forma que casi parece una galería de retratos sacados de alguna vieja serie con finalidad antropológica. Pero todos ellos son muy intensos y el autor consigue su objetivo de obligarnos a indagar en la mirada de unos rostros que nos interpelan. Otra serie incluye elementos ajenos al propio retrato, simbólicos, peces, flores, geometrías, superpuestas a los rostros y que anuncian la evolución posterior del artista en la dirección de un nuevo maridaje entre la fotografía y la pintura, como si se tratase de una resurrección del pictorialismo de comienzos del siglo XX, pero penetrado de realismo mágico latinoamericano.
 
La serie Möbius, algunas de cuyas obras se ven aquí por primera vez, aplica muy variadas técnicas a la imagen fotográfica, pictóricas, pero también volumétricas, con objetos, añadidos, que distorsionan la figura y la recomponen según crriterios personales. Las obras catóptricas permiten reconstruir imágenes distorsionadas mediante espejos cónicos, cuyo resultado son unos rostros que nos miran desde un reflejo. No son muy originales porque reproducen los anamorfismos renacentistas, pero contribuyen a la atmósfera inquietante cuando percibimos que esas miradas nos siguen a donde quiera que nos desplacemos.
 
El peso de la pintura en la obra de Palma es apabullante. Hay una serie de fotos, como la de la ilustración  que recuerda directamente a Magritte y, en términos más generales, el surrealismo. Algunas otras traen a la memoria el mundo onírico de Remedios Varo, quizá pasado por una visión de Antonio López. Cierro mi consideración con una referencia a una serie de cuatro fotos, muy modesta, sin pretensiones, que representan el mismo objeto, un lienzo doblado irregularmente, dispuesto de distintas formas  y como suspendido en el vacío. Cada uno es una alegoría de cuatro pintores: Murillo, el Greco, Rubens y Zurbarán. Y todos ellos se reconocen por un elemento sutil que los hace inconfundibles: la luz.
 
Merece la pena pasarse por esta exposición. Es un material tan extraño y original que impresiona y las imágenes se quedan como grabadas.

En el piso inferior de la misma fundación hay otra exposición retrospectiva dedicada al conjunto de la obra de Alberto Corazón, uno de los mejores diseñadores actuales, si no el mejor, y que también he visitado con gran entusiasmo porque conocí al autor en los ya lejanos tiempos de los estudios universitarios. Pero de él hablaremos mañana o cuando los dioses dispongan.

divendres, 8 de maig del 2015

Al pie de la cruz.

Muy buena idea la del Museo del Prado de dedicar una exposición monográfica a Rogier van der Weyden, un oriundo del Tournai francés que, en realidad, se llamaba Roger de la Pasture (o, sea, Rogelio de los Pastos o de los Pastizales) pero germanizó su nombre al residenciarse en Bruselas a comienzos del siglo XV. Van der Weyden tuvo un gran reconocimiento internacional, disponía de un poderoso taller, servía a clientes en el extranjero, cortes, palacios, iglesias, monasterios. Hoy, sin embargo, apenas sabemos nada de él y ese apenas, tras haberlo rescatado de un injusto olvido en los últimos doscientos años. Al no firmar ninguna de sus obras, el artista contribuyó mucho a emborronar su figura como autor y creador.

Casi todos sus datos biográficos se han perdido en destrucciones provocadas por guerras o incendios y una parte considerable de su muy extensa (presuntamente extensa) obra fue destruida en el curso del movimiento iconoclasta del siglo XVII, un antecedente de lo que hacen ahora los guerreros de Alá en Afganistán y el Irak. Su obra más conocida, la que asentó su prestigio, las Justicias de Trajano y Herkinbald, destruida en 1695, nos ha llegado por descripciones o comentarios de artistas posteriores, como Durero o en copias o tapices. 

Así que las obras aquí expuestas, como una veintena, son atribuciones, otras de su taller y otras copias de terceros. Las atribuciones gozan de consenso universal, aunque no todas. Por ejemplo, se exhibe el retrato del hombre robusto, que siempre se atribuye a Robert Campin, pero que Lorne Campbell, que debe de ser quien más sepa de Van der Weyden, atribuye a este, argumentado su parecido con el José de Arimatea del Descendimiento.

 En realidad, la exposicion quiere mostrar la relación de Van der Weyden con España, juntando las piezas que la prueban, bien porque están aquí, bien porque se pintaron para estar aquí. Son el celebérrimo Descendimiento, la Madonna Durán, ambas en el Museo del Prado y el Tríptico de Miraflores, actualmente en Berlín. Se les añade el Calvario en San Lorenzo del Escorial. Por supuesto, hay más cosas y algunas bien interesantes, como el retrato de Felipe el Bueno y el de Isabel de Portugal, que está en Los Ángeles, ambas del taller del maestro y ambas muestras del estilo Borgoñón, que luego se haría mucho más adusto en España.

La atribución del descendimiento a Van der Weyden es incuestionable. No hay nada parecido en toda la historia del arte. Ni entre los primitivos flamencos, de los que el autor era uno de los más representativos. Se le igualan y en algunos aspectos superan, los otros dos genios contemporáneos, Jan Van Eyck y Robert Campin. Campin y Van de Weyden que parece estudió con él, se influyeron mucho recíprocamente. Pero el estilo y los temas de Campin son muy otros y tienen un espíritu muy distinto al descendimiento que, por cierto, debe de ser uno de los cuadros más copiados de la historia.

Los tres artistas procedían del gótico internacional y se valían de medios similares. A veces recurrían a formatos parecidos: altares o retablos. Eso nos permite comparar, por ejemplo, tres piezas extraordinarias pero con similitudes formales: el tríptico de Dresde, de Van Eyck, el maravilloso retablo Mérode, de Campin y el descendimiento de Van der Weyden. Nada que ver unos con otros. Son tratamientos totalmente distintos, personalísimos. La piedad al pie de la cruz no tiene parangón en ninguno de los otros. Si Van der Weyden no hubiera existido hubiera sido necesario inventarlo.

La pintura primitiva flamenca es muy religiosa, aunque Van Eyck atendía a una numerosa clientela burguesa, sobre todo en cosa de retratos. Basta recordar su retrato del matrimonio del banquero Arnolfini, esa suma iconográfica de un mundo y una mentalidad. Pero Van de Weyden estaba concentrado en la religión. Su tema obsesivo era la la pasión, el Calvario, la crucifixión, el descendimiento, la inhumación, la resurrección, la ascensión, en suma el ciclo esencial de la fe cristiana. Todo presidido por la cruz, aunque tratado con una paleta de colores vivos y alegres, que eliminaba la truculencia medieval del tormento para dejar el sitio al dolor de la piedad, el decaimiento de la madre, la soledad de los discípulos.
 
Van der Weyden quizá no sea tan imaginativo con Van Eyck o tan detallista como Campin, pero es más profundo. Pinta almas, sentimientos. Es imposible olvidar esa Virgen desvanecida en el descendimiento. Van der Weyden trataba con arquitectos y él mismo tenía trazas de escultor. Muchos critican la inverosímil distribución espacial o las proporciones de sus composiciones. Desde luego, Cristo no hubiera podido ser crucificado en la cruz que aparece en el descendimiento, es demasiado pequeña. Pero es que eso da igual. Toda la dislocación del espacio y la perspectiva resalta el motivo central de la obra: el dolor de la madre. A este propósito, ayuda mucho contemplar el tríptico de los siete sacramentos, que está en el museo de bellas artes de Amberes. Es un ejemplo magnífico: Cristo crucificado alcanza desde el suelo casi hasta la bóveda de la nave gótica, con el travesaño de la cruz en Tau a la altura de las nervaduras de los arcos, muy por encima de las columnas laterales. En la parte de abajo, los seres humanos apenas guardan proporciones entre sí.

Ver las cosas como son lo hacemos todos. Verlas como debieran ser es privilegio del genio.

dijous, 19 de març del 2015

El museo dentro del museo.


El Museo de Arte de Basilea cierra una temporada por reformas y, entre tanto, cede parte de sus fondos a nuestro Reina Sofía que ayer inauguró esta exposición llamada Fuego blanco y la tendrá abierta hasta septiembre. Una ocasión única porque, como he leído en algún sitio, lo más probable es que no se repita nunca. Única porque no es una exposición al uso, temática, de analogía, personal, de escuela, retrospectiva. Simplemente, no es una exposición. Es un museo alojado en otro museo, como si vinera una temporada y de paso. Como un inquilinato temporal.

Los papeles dicen que el Kunstmuseum Basel es el primer museo de arte municipal de Europa. Será. Y tiene su mérito, claro, sobre todo porque alberga una colección impresionante de pintura flamenca (muchos Holbeins) y renacentista y de los siglos XVII y XVIII. Lo que aquí ha venido, entre los fondos del museo y dos colecciones particulares, la Im Obersteg y la de Rudolf Staechelin, perfectamente complementarias, es una muestra de la pintura del siglo XX, con especial hincapié en las obras de vanguardia de comienzos de siglo (cubismo, dadaísmo, surrealismo, restos de simbolismo, la Bauhaus, el expresionismo y la abstracción) y las corrientes de finales (sobre todo expresionismo abstracto, algo de pop, conceptualismo, minimalismo y hard edge); predominantemente europea la primera y estadounidense la segunda. También se exhiben algunos volúmenes muy interesantes. Sobre todo tres esculturas de Giacometti: una pierna, un rostro de hombre buido, casi en un plano y un gato absolutamente genial, casi la idea platónica del gato.
 
Abundan los artistas suizos, lo cual es bueno porque ayuda a recordar que, además de un paraíso bancario, el país es un paraíso artístico. El citado Giacometti, Ozenfant, Le Corbusier, Klee, Böcklin (que, además, era de Basilea), Ferdinand Hodler, etc. Del último, aparte de algunas piezas de interés, hay tres relacionadas con la terrible serie que pintó al final de su vida, registrando la muerte por cáncer de su compañera Valentine Godé- Darel, quizá una de las reflexiones más estremecedoras que se hayan pintado sobre la muerte.
 
Es un placer pasear por la exposición. Hay muchas obras conocidas que normalmente se ven en reproducciones pero raramente en vivo: un arlequín de Picasso, tres judíos de Chagall en tres tonalidades distintas que uno no se cansa de mirar, figuras de Léger, incluso una obra del muy injustamente preterido Lovis Corinth, con algunas composiciones de Nolde, Kirchner, Munch y Beckman. Hasta un pastel de Odilon Rédon, geometrías de colores de Klee o Mondrian, grafismos de la Bauhaus de Moholy-Nagy, naturalezas muertas de Juan Gris, un retrato de  Modigliani y surrealismo de Tanguy, Ernst o Masson. Hasta se encuentra uno con Van Gogh y varios impresionistas, Renoir, Pisarro, Cézanne, aunque estos me parece están en las colecciones privadas.
 
La ruptura con el arte de fines del siglo XX es clarísima. Parece que fue política del Museo de Basilea, convencido de que las musas habían cruzado el océano. Pero el resultado es más pobre. El mayor tamaño de las piezas, su evidente desconexión y su referencia a un mundo artístico distinto, a veces hermético, desconciertan. Como soy un poco antiguo, estuve un buen rato estudiando un cuadro de Andy Warhol sobre un accidente de coche, justo el que me ahorré mirando un enorme Rothko de preceptivos negros y las cosas de Kline. En cuanto a las distintas direcciones del resto, no tengo nada contra el minimalismo, pero lo encuentro frío.
 
La muy recomendable visita puede coronarse luego con un recuerdo a la ciudad de Basilea ciudad obispal durante siglos, la que albergó el Concilio que terminó con el conciliarismo, proclamando la supremacía papal. Y una ciudad mercantil,  gremial, incorporada a la Confederación Helvética en 1501 como el undécimo cantón que, en unos años, pasó a ser regido por una oligarquía comercial. Una ciudad de mercaderes que siempre tuvieron buen ojo para las artes, de las que se sirvieron como medios de legitimación y como mercancías.
 

dijous, 12 de març del 2015

El arte y la imbecilidad.

En un par de años se celebrará el primer centenario de la inauguración del Palacio de Comunicaciones, luego Palacio de Cibeles y actual sede del Ayuntamiento de Madrid. El centenario de un horrible chafarrinón, atentado contra el buen gusto, palacio ostentoso, rebuscado, cursi y feo hasta el agotamiento. Durante toda su vida fue sede de Correos en Madrid y algunos detalles populares y simpáticos como la galería con los buzones de provincias con cabezas de león, ayudaban a los sufridos madrileños a sobrellevar la carga de esa espantosa tarta de nata, mal imitada de las construcciones estadounidenses que a su vez eran una mala imitación de las europeas.

Pero como sobre gustos..., etc., alguien habría de llegar con el suyo tan estragado que valorara semejante adefesio. Ese fue Ruiz Gallardón, por entonces alcalde de Madrid, un cursi relamido y petulante con ínfulas de esteta. A este exministro de Injusticia,  el precioso y castizo conjunto arquitectónico municipal de la Plaza de la Villa, en el Madrid de los Austrias, con la antiquisima Torre de los Lujanes, parecía algo de pobretes e indigno de un suculento emperador de la Trapobana con espíritu de indiano enriquecido, como él. Su anhelo  era deslumbrar al mundo con su Xanadú particular, por supuesto, a costa del contribuyente, personaje a quien los mangantes peperos cargan todos sus desmanes.
 
Gallardón cedió luego su puesto a otra cursi, Ana Botella, paleta reprimida, tan necia como él, incapaz de entender una conversación de nivel medio tirando a bajo, pero convencida de ser una inteligencia solo segunda, a causa de su condición femenina, a la de su portentoso marido, un zoquete malicioso y perverso.  Esta ya levitó con el adefesio del palacio y terminó de convertirlo en un centro de exposiciones artísticas para mayor gloria de Madrid, un Parnaso, un Helicón, un lugar de encuentro con las musas. Y a esto se ha dedicado este horrible edificio, llamado a tales efectos CentroCentro, a ser un escaparate de lo más sublime que hay en la vida, el arte.
 
Pero como de los imbéciles solo cabe esperar imbecilidades, el criterio que impera en las exposiciones de la casa, y en todo lo demás, es el dogma neoliberal de la empresa privada. Todo al servicio de lo privado. Nada público. A machamartillo, a lo bestia, en su estilo. Para eso, ¿qué hacen? En lugar de apalabrar exposiciones con gentes entendidas en arte, con museos y colecciones, salen en busca de colecciones privadas enteras, de fondos de empresas que son las que verdaderamente reflejan su miseria espiritual, su supina ignorancia y su papanatismo. Porque las empresas, los bancos, las aseguradoras, no coleccionan arte por su valor estético sino económico, como inversiones y entienden tanto de él como de las aventuras del Ramayana.
 
Pero eso da igual. Como es habitual en los neoliberales cuya esencia ideológica es la mentira, de lo que se trata es de ensalzar los valores de lo privado, siempre con dinero público, por supuesto y, de paso, si se puede, pillar alguna mordida o comisión. Es la naturaleza humana. Entre otros atentados a la elegancia y la estética, este espantoso espacio alberga dos exposiciones temporales de dos colecciones de empresas: Iberdrola y la Fundación Pedro Barrié de la Maza. Poco que comentar. Este Pedro Barié era un amigo y enchufado de Franco que, tras enriquecerlo lo nombró Conde de FENOSA, o sea, de su empresa, Fuerzas Eléctricas del Noroeste de España, Sociedad Anónima, con tan escaso sentido del ridículo como el que muestran los expositores con esta colección de pintura y arte abstracto general contemporáneo perfectamente irrelevante y que, salvando algún caso digno, no es más que basura.
 
Lo mismo sucede con la  colección de Iberdrola, otra empresa que compra pintura como el que adquiere valores bursátiles, con la misma mentalidad. Aunque, en este caso, quizá por la antigüedad, el resultado es menos ridículo que en el de la Fundación Barrié. Iberdrola, empresa originalmente vasca, tiene un importante fondo de pintura vascuence, con cosas de Arteta, Regoyos, Guiard,  Ucelay, Iturrino , etc y también, al expandirse, ha adquirido algo de arte de calidad de los más recientes y de categoría, Arroyo, Pérez Villalta, Barceló, Antonio López, etc. Han traído uno de cada uno y dos a tres vascos. El resto, lo importante, se ha quedado en Euskadi. Aquí, de relleno, un fondo de fotografías de un valor e interés inexistente. Y no es difícil averiguar cuál haya sido el criterio de la selección y la exposición: de lo que se trata es de exhibir algo en Madrid, para que se vea la empresa. ¿Qué? Eso da igual. Nada de llevar una buena muestra, que cuesta una pasta en seguros. Dos o tres cositas y, si puede cobrarse una mordida o comisión que saldrá, claro, de los impuestos de los madrileños, mejor. No están los tiempos para dispendios. Hay que ser neoliberales.
 
Poner ladrones e imbéciles en la gobernación del país no solo tiene malas consecuencias en lo político, jurídico, económico y social. En lo estético son peores que el caballo de Atila.

dissabte, 28 de febrer del 2015

Paseo por el amor y la muerte: Delvaux.

Es privilegio de los artistas vivir en la Edad de Oro porque la llevan dentro. Pueden exteriorizar sus imágenes, inmortalizarlas, dejarlas fijas. Es lo que habitualmente llamamos creación. Los artistas imaginan, o sea, crean mundos y por eso, los más audaces entre ellos, que suelen ser poetas, se atribuyen dotes divinas y proféticas. Los otros podrían ser, quizá, dioses menores. Crean mundos y ahí los dejan, como su obra en la que los demás podemos entrar de visita, por así decirlo. Lo hacen en literatura. Dostoievsky es un creador y Faulkner crea un mundo, y tantos otros. Y lo hacen los músicos, Bach, Mozart. Y, por supuesto, los pintores. Estos son los de las imágenes gráficas, visuales, inmediatas.

Delvaux es uno de ellos, no tan valorado como otros del siglo XX quizá porque su mundo sea más complejo, más fragmentario, más compuesto por los retazos de otros a los que se ha asomado y de los que se ha llevado lo que le interesaba para acabar articulando uno propio que tiene algo de desconcertante. Su obra suele calificarse de "onírica", "inquietante", "extraña" y otros adjetivos menos confusos, como "surrealista". Cualquiera cosa menos anodina, convencional o vulgar.

El Museo Thyssen de Madrid tiene una exposición de Paul Delvaux, comisariada por Laura Neve, hecha sobre todo con fondos de la coleccion de Pierre Ghêne, el mayor fondo delvauxiano. Y se distribuye sabiamente en cinco áreas temáticas, muy representativas del pintor: Eros y Tánatos; Venus yacente; el doble y el espejo; la arquitectura clásica y las estaciones de trenes y los esqueletos. Con ese programa, cabe pasarse unas horitas, sobre todo para compensar los nueve eurazos que cuesta la entrada.

Uno de los entretenimientos con la pintura de Delvaux es ir detectando las influencias que la marcaron en la primera mitad de su casi centenaria y fructífera vida. Y en efecto, aquí y allí aparece Picasso, en los rostros, Modigliani en las siluetas, Chirico en los paisajes urbanos, las estatuas caldeas en muchos ojos, Ensor en los esqueletos, Magritte por doquiera, Dalí y hasta algún eco de Rousseau el aduanero en lo naif de alguna composición. En esa turbamulta surgen esos términos de "inquietante", "surrealista", "onírico", que viene a ser otra forma de decir "surrealista". De todo eso hay, desde luego, y está muy bien visto.

Para Palinuro, lo más característico de Delvaux, eso que se considera "inquietante" y suele atribuirse a la influencia de Chirico, esos ambientes metafísicos, como congelados, esas plazas, calles, estaciones vacías, paradas en el tiempo, tienen su origen en el simbolismo belga. El simbolismo prevalece. Sin duda, Ensor está presente en los esqueletos, pero Spilliaert y Delville lo están en los ambientes y Fernand Khnopff es omnipresente. Se hubiera notado si la exposición, que deja fuera mucha obra muy representativa de Delvaux, hubiera incluido sus pinturas nocturnas, sus retratos y paisajes a la luz blanca de la luna como si fueran noches americanas pictóricas.

Solana, el director artístico del museo, habla mucho de los esqueletos en Delvaux. Los trabajó en sus estudios de anatomía. Son los de Ensor, pero menos violentos y humanos, más esqueletos. Recuerdan a los de José Guadalupe Posadas y vienen directamente de otra tradición de pintura simbólica, si no simbolista, que son las danzas de la muerte. Quizá por ello la exposición se llame como se llama.

Lo del amor es importante y es una forma de referirse a la superabundancia de desnudos femeninos habitualmente dotados de un lejano y frío hieratismo. Hijo de familia muy estricta y filistea, Delvaux se vio obligado a casarse con una mujer a la que no amaba, lo cual debe de ser un infierno que tomó forma de sublimación freudiana. Luego se casó con la mujer a la que sí amaba, pero su imagen del género pareció quedar fijada.
 
Los omnipresentes desnudos se mezclan con las estaciones de ferrocarril a la luz de la luna y los espacios urbanos solemnes y vacíos. Lo del doble siempre me ha parecido un overstatement. Hay parejas, sí, pero no necesariamente dobles. Dan más juego los espejos que tienen una larguísima tradición en pintura.

diumenge, 22 de febrer del 2015

La belleza del cisne.


La historia la escriben los vencedores, dice el saber convencional, dando por supuesto que aquella es producto de batallas y guerras. Ampliemos sin miedo a otras actividades que, siendo humanas, tendrán su parte belicosa. Al arte, por ejemplo. La historia del arte del siglo XIX la han escrito los vencedores, los que se alzaron contra el gusto dominante y empezaron siendo rechazados por este, los refusés, los que tuvieron que montar salones paralelos, alternativos, porque los consagrados querían condenarlos a la invisibilidad. Al final fueron los únicos visibles, prevalecieron y, claro, escribieron la historia. En ella desaparecieron los pintores academicistas, los de temas históricos, mitológicos, religiosos y si quedaron los simbolistas fue como precedente del triunfo incontestable del impresionismo y sus derivados vanguardistas. Sin embargo, las otras corrientes sobrevivieron, siguieron tratándose temas históricos en formatos de gran tamaño con un espíritu edificante, aleccionador, moralizante. No era un arte muy apropiado para la burguesía con ínfulas que pronto tiraría por otros formatos y, sobre todo, otros temas, más de la vida cotidiana. Pero sí lo era para los grandes espacios, las obras públicas, los monumentos. Y las autoridades e instituciones, las que financiaban los "salones" siguieron encargándolos y los artistas consagrados produciéndolos con un estilo cada vez más refinado y que pronto pasó la frontera de lo artificioso, relamido, falso. Este arte académico es frío tanto en la forma como en el contenido. Pero sigue siendo bello y de grata contemplación a pesar de tiempo pasado porque, como dice Keats, A thing of beauty is a joy forever" ("la belleza es una alegría eterna").

El canto del cisne, llama la Fundación Mapfre de Madrid a la exposición que ha abierto hace unos días en su sala del Paseo de Recoletos. Una ocasión única. 84 piezas representativas de la pintura academicista francesa de la segunda mitad del XIX, algunas míticas. Vienen del Museo d'Orsay y son todas francesas ¡Qué país, Francia! ¡Qué genio artístico! Porque si el impresionismo de la época es extraordinario, aquellos contra los que se alzó, a los que combatió, los academicistas, los vencidos, no lo son menos. A su modo claro. El título de la expo lo dice todo: "el canto del cisne", el crepúsculo, el ocaso de un estilo, de un arte bello como un cisne.

Si no yerro, todas los autores son franceses excepto un Böcklin, un Sargent y un Franz von Stück. Aquí están Ingres, Meissonier, Tissot, Bonnat, Bouguereau, Belly, Puvis de Chavanne, Gérome, Courbet, Cabanel, Laurens, Moreau y otros. Por supuesto, hay notables diferencias de temas y tratamientos. Para pasarse horas mirando y remirando.
Recibe al visitante El manantial, de Ingres que, además, se emplea como banderola para anunciar la exposición. Ese desnudo es el más representativo de la imagen femenina que luego se adoptaría como patrón y se llevaría al extremo en los dos Nacimiento de Venus de Cabanel y de Bouguereau que también pueden admirarse aquí. Y es un experimento bien curioso: son desnudos integrales femeninos que quieren revestir de erotismo una estatua clásica a base de encarnar sus redondeces pero privándola de sexo. La verdad es que en el caso de Bouguereau (del que se exhiben cuatro telas, entre ellas su sorprendente Virgen de la consolación) es un poco estomagante. Lo mismo con Cabanel, del cual también hay cuatro cuadros: la consabida ninfa raptada por el fauno para el desnudo y dos obras de más interés, una Tamar y un Dante y Virgilio en el episodio de Francesca de Rimini. Esto apunta a otro factor de esta pintura: que hay que venirse con la enciclopedia británica bajo el brazo, porque está llena de referencias cultas. Un episodio napoleónico de Meissonier; el Herculano de Leroux, que trata de trasmitir un sentimiento de catástrofe inminente casi al modo en que podría haberlo hecho Racine; los famosos Peregrinos a la Meca de Belly; un par de Orfeos y el Jasón y Medea, de Moreau, un cuadro que cuenta una leyenda.

Un par de retratos. Está Victor Hugo, maduro, pintado por Bonnat (de quien también hay un Job). Al lado, casi como no queriendo, el retrato de Marcel Proust de Jacques-Émile Blanche. Junto al león romántico y revolucionario de Cromwell y Los miserables, un pisaverde de veintiún años, atildado como un dandy, con un cuello almidonado, una orquídea en la solapa y la raya del pelo al medio, un diletante de la alta sociedad que diez o doce años después empezaría a escribir En busca del tiempo perdido. En otras partes hay otros retratos, de esos de marquesas y condes sin mayor interés.

La historia la escriben los vencedores, pero los vencidos también cuentan su batalla.