divendres, 8 de maig del 2015

Al pie de la cruz.

Muy buena idea la del Museo del Prado de dedicar una exposición monográfica a Rogier van der Weyden, un oriundo del Tournai francés que, en realidad, se llamaba Roger de la Pasture (o, sea, Rogelio de los Pastos o de los Pastizales) pero germanizó su nombre al residenciarse en Bruselas a comienzos del siglo XV. Van der Weyden tuvo un gran reconocimiento internacional, disponía de un poderoso taller, servía a clientes en el extranjero, cortes, palacios, iglesias, monasterios. Hoy, sin embargo, apenas sabemos nada de él y ese apenas, tras haberlo rescatado de un injusto olvido en los últimos doscientos años. Al no firmar ninguna de sus obras, el artista contribuyó mucho a emborronar su figura como autor y creador.

Casi todos sus datos biográficos se han perdido en destrucciones provocadas por guerras o incendios y una parte considerable de su muy extensa (presuntamente extensa) obra fue destruida en el curso del movimiento iconoclasta del siglo XVII, un antecedente de lo que hacen ahora los guerreros de Alá en Afganistán y el Irak. Su obra más conocida, la que asentó su prestigio, las Justicias de Trajano y Herkinbald, destruida en 1695, nos ha llegado por descripciones o comentarios de artistas posteriores, como Durero o en copias o tapices. 

Así que las obras aquí expuestas, como una veintena, son atribuciones, otras de su taller y otras copias de terceros. Las atribuciones gozan de consenso universal, aunque no todas. Por ejemplo, se exhibe el retrato del hombre robusto, que siempre se atribuye a Robert Campin, pero que Lorne Campbell, que debe de ser quien más sepa de Van der Weyden, atribuye a este, argumentado su parecido con el José de Arimatea del Descendimiento.

 En realidad, la exposicion quiere mostrar la relación de Van der Weyden con España, juntando las piezas que la prueban, bien porque están aquí, bien porque se pintaron para estar aquí. Son el celebérrimo Descendimiento, la Madonna Durán, ambas en el Museo del Prado y el Tríptico de Miraflores, actualmente en Berlín. Se les añade el Calvario en San Lorenzo del Escorial. Por supuesto, hay más cosas y algunas bien interesantes, como el retrato de Felipe el Bueno y el de Isabel de Portugal, que está en Los Ángeles, ambas del taller del maestro y ambas muestras del estilo Borgoñón, que luego se haría mucho más adusto en España.

La atribución del descendimiento a Van der Weyden es incuestionable. No hay nada parecido en toda la historia del arte. Ni entre los primitivos flamencos, de los que el autor era uno de los más representativos. Se le igualan y en algunos aspectos superan, los otros dos genios contemporáneos, Jan Van Eyck y Robert Campin. Campin y Van de Weyden que parece estudió con él, se influyeron mucho recíprocamente. Pero el estilo y los temas de Campin son muy otros y tienen un espíritu muy distinto al descendimiento que, por cierto, debe de ser uno de los cuadros más copiados de la historia.

Los tres artistas procedían del gótico internacional y se valían de medios similares. A veces recurrían a formatos parecidos: altares o retablos. Eso nos permite comparar, por ejemplo, tres piezas extraordinarias pero con similitudes formales: el tríptico de Dresde, de Van Eyck, el maravilloso retablo Mérode, de Campin y el descendimiento de Van der Weyden. Nada que ver unos con otros. Son tratamientos totalmente distintos, personalísimos. La piedad al pie de la cruz no tiene parangón en ninguno de los otros. Si Van der Weyden no hubiera existido hubiera sido necesario inventarlo.

La pintura primitiva flamenca es muy religiosa, aunque Van Eyck atendía a una numerosa clientela burguesa, sobre todo en cosa de retratos. Basta recordar su retrato del matrimonio del banquero Arnolfini, esa suma iconográfica de un mundo y una mentalidad. Pero Van de Weyden estaba concentrado en la religión. Su tema obsesivo era la la pasión, el Calvario, la crucifixión, el descendimiento, la inhumación, la resurrección, la ascensión, en suma el ciclo esencial de la fe cristiana. Todo presidido por la cruz, aunque tratado con una paleta de colores vivos y alegres, que eliminaba la truculencia medieval del tormento para dejar el sitio al dolor de la piedad, el decaimiento de la madre, la soledad de los discípulos.
 
Van der Weyden quizá no sea tan imaginativo con Van Eyck o tan detallista como Campin, pero es más profundo. Pinta almas, sentimientos. Es imposible olvidar esa Virgen desvanecida en el descendimiento. Van der Weyden trataba con arquitectos y él mismo tenía trazas de escultor. Muchos critican la inverosímil distribución espacial o las proporciones de sus composiciones. Desde luego, Cristo no hubiera podido ser crucificado en la cruz que aparece en el descendimiento, es demasiado pequeña. Pero es que eso da igual. Toda la dislocación del espacio y la perspectiva resalta el motivo central de la obra: el dolor de la madre. A este propósito, ayuda mucho contemplar el tríptico de los siete sacramentos, que está en el museo de bellas artes de Amberes. Es un ejemplo magnífico: Cristo crucificado alcanza desde el suelo casi hasta la bóveda de la nave gótica, con el travesaño de la cruz en Tau a la altura de las nervaduras de los arcos, muy por encima de las columnas laterales. En la parte de abajo, los seres humanos apenas guardan proporciones entre sí.

Ver las cosas como son lo hacemos todos. Verlas como debieran ser es privilegio del genio.