Los puristas de la política me perdonarán el atrevimiento con uno de los iconos semánticos más sagrados de mayo del 68. Los de la lengua, el de recurrir a un arcaísmo para encajar el malévolo juego de palabras. Supongo que hoy se dirá "décele-toi" o "révele-toi".
Es el caso que, el otro día, de visita al castillo de Montjuïc con las protervas intenciones que cabe imaginar en un rojeras, nos tropezamos con una espléndida exposición monográfica sobre Miró en el museo que le está consagrado en ese lugar. Una exposición sobre la presencia de los objetos, del objeto elevado a la categoría de universal, en la obra del artista. La primera que se organiza en España, aunque no en Europa, porque reproduce en gran parte otra que se celebró en París allá por los años setenta en el Grand Palais.
El empleo de los objetos, de los más sencillos y ordinarios, juguetes, utensilios de cocina, aperos, desechos de basuras, piedras, botones, arpilleras, es la clave de la obra del polifacético Miró. La medida de su evolución creadora hasta revelársele a él mismo en el último tramo de su existencia. Había comenzado a recoger, a coleccionar en definitiva, este tipo de enseres en su adolescencia, en sus años más mozos, casi de modo que luego él interpretaría como intuitivo, no muy presente en su consciencia. Miró era por entonces, ante todo, un pintor. Y, como buen pintor, a comienzos de los años veinte, se instaló en el París del Dada y se sumergió de lleno en el posterior surrealismo, del que llegó a ser uno de los representantes más celebrados y hasta ungidos por la autoridad de Breton.
El dadaísmo y el surrealismo plantean una nueva relación con los objetos, a los que cargan con significación simbólica, que detraen del freudismo. El psicoanálisis desvela el mundo onírico, rinde culto al subconsciente y reconsidera la infancia como la "caja negra" de la vida posterior. Los objetos tienen parada y fonda en el surrealismo que, a veces, los toma de la representación cubista pero, generalmente los encuentra por su cuenta. Los objetos se manifiestan como arte descaradamente en los ready mades de Duchamp, pero ya estaban en los caligramas de Apollinaire o en los collages dadaístas. Los objetos son materia prima para la composición simbólica y, probablemente impregnado de este ambiente, Miró comienza a reinterpretarse a sí mismo y recupera aquellos objetos de sus primeros años, al estilo surrealista/freudiano, como el oscuro oráculo que le va a mostrar el sentido de su vida y su obra. Y reacciona en un estilo rotundo y agresivo que haría, supongo, las delicias de Breton o Éluard: el está llamado a perpetrar el asesinato de la pintura que, en su opinión, estaba en decadencia desde la época de las cavernas. Él sería el adalid de la antipintura. En efecto, tenía que sonar muy bien a los oídos rupturistas de los que estaban empeñados en acabar con otro montón de cosas, desde la literatura a la sociedad burguesa. Y en todos los casos, pero especialmente en Miró, es difícil no aplicar una interpretación freudiana: al asesinar la pintura, el artista está asesinando al padre. O a la madre, si se quiere ir por el filamento de la cuestión de género. Pero de asesinar, de matar, se trata.
Y, en efecto, en la exposición retrospectiva se aprecia muy bien la evolución de la obra mironiana. Los primeros bodegones (objetos, en definitiva) al estilo de Cézanne, muestran un comienzo puramente pictórico. De hecho, Miró identificaba entonces la pintura y la poesía. Pero, poco a poco, los objetos emergen o, mejor dicho, reemergen, van siendo predominantes, desplazan lo pictórico hasta afirmarse como solos protagonistas de la creación y, de pronto, Miró descubre que es escultor, como el insecto descubre que lo es ya perfecto a partir de la crisálida o la pupa. Ha completado su desarrollo. Es, definitivamente, escultor. Y esculturas son las suyas hechas con todo tipo de objetos, naturales y artificiales, con las configuraciones más caprichosas y las denominaciones más subjetivas en las que suelen repetirse algunos términos como "mujer" o "pájaro" con los significados que cada cual quiera fabular. Miró se enfadaba cuando le llamaban "abstracto", pero abstracto es. En muchas de las esculturas de madera, de piedra, de palos o mangos o cucharas, la pintura tiene la función meramente asistencial de dar colorido, generalmente con color primario a la figura tridimensional que goza del favor del artista precisamente por el volumen.
A lo largo de la serie de provocaciones e intrusiones que es la obra de Miró entre los años cuarenta y setenta hay algún elemento de significación que se mantiene: muchas influencias de arte africano y, desde luego, de pintura rupestre (porque llegó a visitar las cuevas de Altamira para corroborar su impresión sobre la decadencia de la pintura) y una simbología infantil; no naïf sino directamente infantil. Esos colores primarios que aparecen en los lugares más insospechados recuerdan los del parchís que, como objeto de juego, estaba muy entre las aficiones de Miró. Primitivismo, infancia, que quizá se mezclaran en su visión.
Es impresionante cerrar la exposición con dos muestras de sus pinturas quemadas. Quemadas con gasolina y a las que, en el colmo del ensañamiento, antes había acuchillado convenientemente. La pintura asesinada, acuchillada y quemada. Hay algo sublime en ese fin trágico de la obra de un artista universalmente celebrado y tenido como un alma feliz, ingenua y tranquila. Con razón Tàpies o Manolo Millares lo tenían como referente. Ellos también atacaban la concepción objetual de la obra de arte y empleaban pintura y volúmenes. Pero el maestro siempre va más lejos y hace una obra de arte de la destrucción de la obra de arte.