divendres, 30 d’octubre del 2015

Estética del artesano.


La exposición de la Fundación Juan March, de Madrid, sobre Max Bill (1908-1994) es la primera que se hace en España sobre este artista, natural de Winterthur (la ciudad en que se fabrican casi todos los relojes suizos) y es, por tanto, una ocasión única para contemplar una muestra muy condensada y completa de su variadísima obra. Una obra que se adentra en la pintura, la escultura (piedra y metal), el grabado, la arquitectura, el dibujo, el interiorismo, el diseño y fabricación de objetos (sobre todo, claro, relojes), muebles, la impresión e ilustración de libros, los carteles, la publicidad. Prácticamente no hay campo de las artes gráficas y plásticas que Bill no haya tocado. En los juicios sobre su persona se repiten expresiones como "hombre universal", "artista del Renacimiento", "personalidad polifacética". Todas ellas, muy ciertas, presentan un creador de gran actividad y capacidad de trabajo, de mucho tesón, digno discípulo de la Bauhaus, en la que se educó artísticamente, bajo la influencia de Walter Gropius y Moholy-Nagy, cuyas concepciones modernistas y decorativas están presentes en su obra.

La exposición, comisariada por su su hijo, Jakob Bill, es muy completa, está muy bien organizada y saca el máximo partido a las 170 obras exhibidas, cosa importante cuando se trata de un arte con una esencia tan fuertemente ornamental. Es un placer pasear por ella, muy bien iluminada y con una sabia repartición de las piezas, generalmente de vivos colores, también combinados con mucho gusto y un notable sentido de la armonía y el equilibrio. Ni una tacha.  No hay duda, Bill es un hombre con gusto refinado que impregna lo que toque o fabrique: relojes, sillas, mesas, taburetes, máquinas de escribir, libros, cuadros, carteles, todo. Tiene una inmensa versatilidad y una casi infinita capacidad para reproducir una gran variedad de estilos.

Lo que no tiene es genio. Su trabajo está muy bien, alcanza un nivel medio alto, pero siempre constante. Es un buen y concienzudo artesano, pero carece de esa chispa, esa lumbre, ese fogonazo que se revela en los cuadros, las esculturas, las obras de los verdaderos creadores. Su grafismo es frío y su ornamentalismo como distanciado. Incluso lo que se presenta como algo rompedor, por ejemplo, unas esculturas de latón brillante muy bonitas especie de cintas de Moebius, parecen sometidas a regularidad y disciplina. Es muy agradable contemplar sus cuadros, composiciones geométricas de colores y en ellas se ve a Kandinsky, a Mondrian, incluso a Matisse en cosa de colores, pero escasa originalidad. De hecho, así se confiesa en el título de uno de sus trabajos más conocidos: Max Bill: obras de arte multiplicadas como originales (1938-1994). Sus esculturas traen ecos de Giacometti y Moore y, por supuesto, los muebles y edificios, de la Bauhaus, su alma mater. La cartelería remite al dadaísmo y el futurismo con tintes modernistas.

El arte no tiene reglas ni fronteras. Y si Morris, Ruskin y otros consiguieron convencer al mundo de que el movimiento de arts and crafts era una corriente artística, con el mismo derecho podían hacerlo la Bauhaus y Max Bill, uno de sus más brillantes alumnos.