El Museo de Arte de Basilea cierra una temporada por reformas y, entre tanto, cede parte de sus fondos a nuestro Reina Sofía que ayer inauguró esta exposición llamada Fuego blanco y la tendrá abierta hasta septiembre. Una ocasión única porque, como he leído en algún sitio, lo más probable es que no se repita nunca. Única porque no es una exposición al uso, temática, de analogía, personal, de escuela, retrospectiva. Simplemente, no es una exposición. Es un museo alojado en otro museo, como si vinera una temporada y de paso. Como un inquilinato temporal.
Los papeles dicen que el Kunstmuseum Basel es el primer museo de arte municipal de Europa. Será. Y tiene su mérito, claro, sobre todo porque alberga una colección impresionante de pintura flamenca (muchos Holbeins) y renacentista y de los siglos XVII y XVIII. Lo que aquí ha venido, entre los fondos del museo y dos colecciones particulares, la Im Obersteg y la de Rudolf Staechelin, perfectamente complementarias, es una muestra de la pintura del siglo XX, con especial hincapié en las obras de vanguardia de comienzos de siglo (cubismo, dadaísmo, surrealismo, restos de simbolismo, la Bauhaus, el expresionismo y la abstracción) y las corrientes de finales (sobre todo expresionismo abstracto, algo de pop, conceptualismo, minimalismo y hard edge); predominantemente europea la primera y estadounidense la segunda. También se exhiben algunos volúmenes muy interesantes. Sobre todo tres esculturas de Giacometti: una pierna, un rostro de hombre buido, casi en un plano y un gato absolutamente genial, casi la idea platónica del gato.
Abundan los artistas suizos, lo cual es bueno porque ayuda a recordar que, además de un paraíso bancario, el país es un paraíso artístico. El citado Giacometti, Ozenfant, Le Corbusier, Klee, Böcklin (que, además, era de Basilea), Ferdinand Hodler, etc. Del último, aparte de algunas piezas de interés, hay tres relacionadas con la terrible serie que pintó al final de su vida, registrando la muerte por cáncer de su compañera Valentine Godé- Darel, quizá una de las reflexiones más estremecedoras que se hayan pintado sobre la muerte.
Es un placer pasear por la exposición. Hay muchas obras conocidas que normalmente se ven en reproducciones pero raramente en vivo: un arlequín de Picasso, tres judíos de Chagall en tres tonalidades distintas que uno no se cansa de mirar, figuras de Léger, incluso una obra del muy injustamente preterido Lovis Corinth, con algunas composiciones de Nolde, Kirchner, Munch y Beckman. Hasta un pastel de Odilon Rédon, geometrías de colores de Klee o Mondrian, grafismos de la Bauhaus de Moholy-Nagy, naturalezas muertas de Juan Gris, un retrato de Modigliani y surrealismo de Tanguy, Ernst o Masson. Hasta se encuentra uno con Van Gogh y varios impresionistas, Renoir, Pisarro, Cézanne, aunque estos me parece están en las colecciones privadas.
La ruptura con el arte de fines del siglo XX es clarísima. Parece que fue política del Museo de Basilea, convencido de que las musas habían cruzado el océano. Pero el resultado es más pobre. El mayor tamaño de las piezas, su evidente desconexión y su referencia a un mundo artístico distinto, a veces hermético, desconciertan. Como soy un poco antiguo, estuve un buen rato estudiando un cuadro de Andy Warhol sobre un accidente de coche, justo el que me ahorré mirando un enorme Rothko de preceptivos negros y las cosas de Kline. En cuanto a las distintas direcciones del resto, no tengo nada contra el minimalismo, pero lo encuentro frío.
La muy recomendable visita puede coronarse luego con un recuerdo a la ciudad de Basilea ciudad obispal durante siglos, la que albergó el Concilio que terminó con el conciliarismo, proclamando la supremacía papal. Y una ciudad mercantil, gremial, incorporada a la Confederación Helvética en 1501 como el undécimo cantón que, en unos años, pasó a ser regido por una oligarquía comercial. Una ciudad de mercaderes que siempre tuvieron buen ojo para las artes, de las que se sirvieron como medios de legitimación y como mercancías.