José Luis Moreno Pestaña ha escrito un magnífico libro sobre Foucault (Foucault y la política, Tierra de nadie ediciones, Madrid, 2011). Ya le viene de antiguo su conocimiento del pensador al que ha dedicado otros trabajos. Eso no quita para que éste sea no sólo muy bueno y muy claro sino también valiente. Moreno se atreve con el mito, con el mito del laberíntico y contradictorio Foucault y lo hace inteligible, le da un sentido. Me parece que no coincido del todo con el sentido que le da pero eso será por mi peor conocimiento de su obra, si bien creo haberla leído casi toda, incluidos esos extraños escritos póstumos del Colegio de Francia.
En fin, quiero decir que Moreno expone clara y brillantemente su interpretación de Foucault y estoy seguro de que admitirá que no es necesario proponer una alternativa para poder coincidir o discrepar sobre las bases de la suya; incluso para proponer variantes colaterales que puedan ser esclarecedoras. Máxime cuando el propio autor ha limitado su indagación a los aspectos políticos del pensamiento de F.
Moreno insiste de comienzo en que precisamente la política de F. es difícil de entender (por ejemplo, el significado político de la Historia de la locura (p. 29) y en que en toda su obra hay un ataque a la dialéctica (p. 30) para afirmar acto seguido como de pasada que su homosexualidad le causaba sufrimiento (p. 31).
Bien, si nos detenemos en la importancia de la actitud de F. ante sí mismo como homosexual podemos abrir otro blog. Me limito a señalar un campo inmenso de enorme fuerza explicativa no solo del pensamiento de F. sino del pensamiento a secas: el de su contingencia. Antes de Foucault hubo casos como el de Oscar Wilde y, después de él, las manifas del orgullo gay. ¿En que momento se sitía F.? En ninguno. Se instala en su propio sufrimiento, por necesidad inefable e intransferible. ¿Cómo formular eso? No se puede, pero condiciona todo lo que se dice. Su experiencia básica, repite Moreno, "fue su sexualidad" (p. 37). ¿No parece lógico vincular esto a su abrupta ruptura con la tradición freudomarxista (p. 61)? Sobre todo si le añadimos, sin ánimo de enredar, su edípica relación con su padre (39). Y conste que no creo que Moreno mencione a Edipo; es de mi cosecha pero es también evidente a lo largo de la obra de F.
En verdad tomarnos como centro e imagen del mundo y buscarnos y explicarnos en él, es decir, hablar de nosotros cuando decimos hablar del otro es lo que hacemos todos. Hay muchísima gente que arrastra un estigma y/o una desgracia. Milton era ciego, Quevedo patizambo, Leopardi y Ruiz de Alarcón jorobados, Dostoievsky epiléptico, etc, etc. ¡Ah, pero esas son desgracias que no están moralmente condenadas por la sociedad! Y aquí viene el ataque foucaltiano a la represión social mediante la locura, la utilización de la psiquiatría, el biopoder y su despotismo sobre los cuerpos. Thomas de Quincey era opiómano, Baudelaire y Cocteau asiduos, sino adictos. ¡Ah, pero el consumo de drogas no era entonces un crimen! Bueno, Byron parece haber tenido relaciones incestuosas con su hermana y a Trakl eso mismo probablemente le costó la vida. Y aquí sí que la condena social es absoluta, total, sin paliativos. La homosexualidad está o estará admitida; el incesto, según parece, no, nunca. ¿Qué poder sanciona el incesto que, para Lévi-Strauss es la única prohibición universal porque es natural a la par que cultural? ¿No es biopoder en estado puro?
La crítica de F. a las ciencias humanas (producida en la entrevista con Aron) es, con todos mis respetos, convencionalmente positivista. Y no arregla nada la generosa mano que le echa Moreno al decir que lo que el autor de la Arqueología del saber tenía en la mira era el uso instrumental, tecnocrático, de esos saberes (p.49). Pues claro; de esos y de todos, incluidas las ciencias verdaderas, incluida la filosofía si no quiere quedarse en la tertulia ilustrada de Rorty. Por cierto, está bien sacar a Aron, y más sacar Merleau-Ponty (aunque a veces éste diga verdaderas obviedades), pero hay que animarse a meter la otra pata de este terceto de antiguos amigos y luego rivales, Sartre. Y ya, de paso, incluir en el cuadro algo del clima intelectual de Francia en los años sesenta por razones obvias. El trabajo de Verstehen que hace Moreno es fabuloso y uno lee su narrativa cronológica de F. con pasión; pero le falta contexto, perspectiva. Decir en aquellos años que el GOULAG era un pretexto lo hacían muchos otros, como Garaudy o Aragon. El mismo Sartre, a pesar de El fantasma de Stalin, era ambiguo. Claro que lo que se pretendía tapar era de naturaleza distinta, en un caso la tiranía comunista y en el otro el Programa Común de la izquierda. Pero el reproche no se dirige al fin sino al medio, a la idea de que el GOULAG fuera un pretexto. Era y es y será siempre un fin en sí mismo.
El estudio de Moreno sobre las tres dimensiones del análisis foucaultiano del poder (filosófica, política y existencial) es espléndido. Y de nuevo hay algo que chirría. Dice Moreno que la idea de F. de la relación entre la verdad y el poder fluctuó (p. 59). Por supuesto, la verdad es un juicio (de qué naturaleza está por ver) y el poder, una relación, y su conjunción apunta al abismo insondable de la condición humana. Si la afirmación se queda en eso, en que la opinión sobre una endemoniada relación fluctúa, no tengo nada que decir; si es una crítica, no me parece acertada. Ya sé que seguir a F. en todas sus especulaciones sobre la verdad y el poder nos lleva a un jardín borgiano de los senderos que se bifurcan, aunque a veces no queda más remedio. Al fin y al cabo, puede ser un jardín epicúreo.
El fenómeno del siglo XX es el sobrepoder. ¿Por qué no? También es otras cosas. Por ejemplo y siempre sin ánimo de buscarme líos, la libertad. Cierto que la sociedad hoy está supervigilada. Excuso decir la feudal o la victoriana. Hasta el término escogido (poder pastoral) (p. 97) traiciona su carácter de préstamo de épocas pasadas. Recuérdese La letra escarlata y, en otro nivel, La cabaña del Tío Tom, el libro más vendido en los Estados Unidos, antes o después de la Biblia. Sí, en efecto, sobrepoder. Muy foucaultiano y muy francés pues el prefijo "sur" es tan frecuente que a veces no se traduce, como en surrealisme. Lo curioso es que los dos sobrepoderes citados sean el fascismo y el estalinismo. ¿Qué tal si decimos fascismo y comunismo? Pues que la armamos, porque F. militó en el Partido Comunista y eso deja huella hasta en un filósofo.
Moreno señala que F. se enfrenta al marxismo y al psiconálisis (p. 85) y, ya refiriéndose al F. del Colegio de Francia, que nos habla desde ultratumba, como Chateaubriand, dice que oscilaba entre el socialismo y el liberalismo (p. 105). No veo qué haya de malo en ello. Son dos ideas muy plausibles y complementarias. El socialismo tiene una vertiente económica y el liberalismo política y juntas han dado mucho juego; el máximo hasta la fecha. Pero Moreno se felicita de que ésta no fuera la última palabra de Foucault porque todavía lo sigue en su acercamiento a las teorías comunicativas habermasianas. Subraya ls importancia de la parresía democrática (la libertad de palabra) (p. 111), como aportación a la vía de la emancipación dialógica. Sí, y se le añade la isegoría con hincapié en la igualdad a la hora de hablar. Y está muy bien que Moreno recuerde que los requisitos foucaultianos de la libre expresión democrática arrancan de tres discursos de Pericles como nos los trasmite (y seguramente fabrica) Tucídides. No hay duda. Lo que no se ve es en qué sea esto superior o más avanzado o más profundo o verdadero que andar por la vida diciendo que uno es socialista y liberal que, por lo demás, era lo que decía Prieto.
En cuanto a la última palabra de F., ¿quién la sabrá? Creo recordar que F. murió cuando tenía apalabrado un encuentro con Habermas para dilucidar la respuesta kantiana a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ahí podría haber dicho algo nuevo... o no. En todo caso, gran obra la de Moreno, notable cartografía del tortuoso itinerario de un hombre que siempre tuvo problemas consigo mismo y filosofó para ir a buscar las causas fuera de él, lo cual estaba muy bien pero no llevaba lejos si al tiempo no veía las que estaban en él.