Salgo, cierro la puerta, doy dos vueltas de llave pues no sé cuándo volveré; ni siquiera sé si volveré. Bajo las escaleras, me echo a la calle con destino a ninguna parte y de pronto empiezo a pensar en que me he metido en el asunto de la máquina del tiempo y me he trasladado a otro que no es el mío. La gente tiene un aspecto extraño; es ella, si duda, la gente del lugar pero tiene algo raro. No estoy seguro de si es en la mirada, en la forma de caminar, quizá en el atuendo. Son y no son mis vecinos. Me da la impresión de que viven en otro tiempo, como cuando decide la autoridad que hemos de adelantar o atrasar una hora los relojes ajustarnos a los planes de ahorro energético. Esa es una medida que se puso en práctica con motivo del primer shock del petróleo allá por 1973 con motivo de la guerra de Yom Kippur. Los árabes se pasaron de listos: atacaron a Israel el día de la expiación pensando que lo sorprenderían desprevenido. Grave error: Israel está siempre en guardia; es un pueblo guerrero, convencido de que su misión es conquistar la tierra prometida. El caso es que, derrotados los árabes, como controlaban la OPEP (que se creó en 1960) hicieron que ésta multiplicara el precio del crudo, provocando una crisis europea y de alcance mundial porque pusieron fin al modelo de crecimiento sostenido con materias primas y energía baratas, tiradas de precio. Había que pasar a un modelo de crecimiento con energía cara, lo que obligó a reconvertir la industria en pleno. Y de todo ello queda como recuerdo la práctica de adelantar o atrasar una hora los relojes. Es todo lo que puede hacerse con el tiempo, adelantar o atrasar los relojes; el tiempo sigue incólume.
Bueno, esté a una hora, un mes o un siglo de distancia, me siento muy alejado de mis vecinos. No exactamente eso pero algo parecido le pasa a William Morris en sus News from Nowhere (Noticias de ninguna parte cuando se despierta en un Londres que no es su Londres sino otro un par de siglos después del suyo. No se dirá que no es un tanto un viaje en el tiempo. En el fondo muy cómodo porque viajas sentado, sin necesidad de desplazarte; el trabajo empieza cuando llegas, que no paras, queriendo saberlo todo y por qué ahora la gente es cultísima pero no sabe qué es un colegio. En todo caso yo no voy a la "Ninguna Parte" de Morris que era un tipo muy agradable, pintor, crítico literario, esteta, escritor, socialista, un hombre muy versátil. No sé si fue por eso por lo que su mujer lo dejó no recuerdo si por Everett Millais o Ford Madox Brown pues a los dos había encargado que terminaran el retrato de ella como reina Ginebra. Era una clara invitación a que uno fuera un Lanzarote del Lago, el que "fuera de damas tan bien servido cuando de Bretaña vino". En fin que eso es estilo y clase hasta en el adulterio. Y luego dicen que los artistas no son distintos. Véase a la derecha el ideal de mujer de los prerafaelistas. Es un poco relamido pero está muy bien. Mi "ninguna parte" no es figurado sino expresión muy real; quiere decir que no se encuentra, halla, ubica, que no finca en lugar alguno del territorio. O sea, la utopía. Con razón me resultan extraños mis convecinos; no son mis convecinos, sino los habitantes de Utopía, ahí en donde mucha gente dice que hay que estar. O no, no creo que digan que quieran estar porque, en el fondo, la utopía es algo por lo que se lucha en el entendimiento de que nunca se alcanzará. Ya que si se alcanzara estaría en algún sitio y dejaría de estar en ninguno es decir, dejaría de ser utopía- Esa conclusión más breve y contundente: el presente nunca es deseable; sólo es deseable lo ausente. Lo cual no quiere decir que uno haya de encontrar siempre el presente detestable, sea cierto o no y no es nada de eso: hay gente para la que el presente es el mismo cielo; lo que no puede hacer es desearlo porque ya lo tiene. Por eso la utopía ha de andar siempre una distancia por delante, como los trompetistas, anunciando el paso de la comitiva imperial. La utopía es la mejor atalaya del futuro, a donde puedes asomarte a ver los tiempos venideros. Algo que siempre me ha fascinado, supongo que como a todo el mundo.
Un viaje a ninguna parte es un viaje a una utopía, incluso una que tiene existencia cuando menos libresca, un lugar en donde los mayores pueden andar con los niños en su trajín diario sin que se alteren los fundamentos mismos de la civilización que, de todas las cosas irrealizables e imposibles que se me ocurren es la más imposible e irrealizable. Ningún orden social por abierto, humano, racional (¡especialmente!) que sea soportará estar, digamos, administrado por niños. Es curioso lo poquísimo que sabemos de los niños a pesar de que todos lo hemos sido. Tengo la impresión de que no hay memorias de la niñez. Los recuerdos de la infancia se construyen posteriormente con lo que nos cuentan y lo que deducimos nosotros después. No puede haber recuerdos propios porque no hay yo, no hay eso que se llama "conciencia del yo" y, por lo tanto, no hay memoria que recuerde nada. Luego, cuando tenemos hijos, tampoco nos enteramos de nada, me parece, porque nos sorprenden siempre, nunca estamos a la altura de lo que necesitan. Me doy cuenta ahora que vuelvo a ser padre y me sucede lo mismo; que no me entero, que llego tarde a los desarrollos. Apenas te descuidas veinte días (que no es nada para la gente de la pluma y pluma en el sentido de la pluma de ganso de escritor) y el niño ya habla y si tiene vicios de dicción, a ver cómo se los corriges.
Viene muy a mano lo del niño, el libro y el árbol. No están los tres juntos por casualidad como si se estuviera diciendo: mira en el mundo tienes que clavar un clavo, dibujar un puente y enterrar a un muerto. Ni hablar. Tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro tienen muchas cosas en común. La más evidente e importante es que las tres son actividades de seguimiento, que requieren tesón y perseverancia. No basta con engendrar un hijo, hay que educarlo; no basta con plantar un árbol, hay que conseguir que crezca como uno quiere; yo, por ejemplo, quiero que crezca recto; no basta con escribir un libro, hay que escuchar lo que se dice de él, cosa normalmente desconcertante.
Desde luego, si el viaje me llevara a un lugar en que niños y adultos fueran iguales en el trato y responsabilidad social, pienso que me quedaría a vivir y perdería el ninguna parte. Habría encontrado mi parte. Pero ese es el asunto, que es una parte imposible. El mundo está hecho, regido, organizado, definido por los adultos. Los adultos y los carcamales porque de viejo no hay límites, como sí los hay con los niños. En fin, no es cosa que vayamos a resolver en una jornada de viaje. Pero se entiende que mis vecinos me parezcan raros. Vamos, para ser sinceros y podía haberlo dicho antes, me parecen marcianos. Muy probablemente yo a ellos también así que por ahí vamos equiparados.
(La primera imagen es un cuadro de Friedrich, Dos hombres contemplando la luna (1819-1820) Gemäldegalerie Neue Meister, Dresde, Alemania- La segunda es un cuadro de William Morris, Reina Ginebra (1858) Tate Gallery, Londres).