Con idea de ponerme en camino pensé que tendría que prepararme, que habría de aprestar lo necesario. Y ahí me quedé pensando en qué sería lo necesario para un viaje a ninguna parte. Pensando, pensando, di en ir a ver qué había considerado necesario don Quijote en su primera gloriosa salida que tan mal acabó en muy breve tiempo a manos de aquel mozo de mulas de los mercaderes que lo molió como cibera. Y vide que en aquella primera salida don Quijote se proveyó de lo siguiente: unas armas herrumbrosas de sus bisabuelos que llevaban arrumbadas luengos siglos. Luengos siglos. Por favor. ¿Quién puede echar mano de algo que haya en torno suyo que tenga "luengos siglos"? Si son cosas (de armas no hablo) ya sienta uno plaza de excéntrico si lleva algo que tenga, pongamos, quince años. ¿Un móvil?, ¿un ordenata?, ¿un coche?, ¿la cocina? Si son personas, no sé. Convivir quince años seguidos se me hace algo duro. Y, además, las cosas que pueda uno tener a mano de "luengos siglos" ¿sirven para llevárselas de viaje? Pongamos que uno tiene un arado romano en casa (no es absolutamente insólito); bien, ¿a dónde va uno con un arado romano? Claro me dirán que, al fin y al cabo, para ir a ninguna parte tan útil es un arado romano como un misil intercontinental. Aceptado, uno puede llevarse un arado romano. Pero será sobrevenido. Si me pongo a pensar en qué me llevo, solamente divagando de este modo se me puede ocurrir llevarme un arado romano. Estas son cosas de la literatura. En la literatura uno anda por ahí con cosas de luengos siglos atrás. En la literatura y en casa de Alonso Quijano, hidalgo, quien bien podría tener un juego de armas forjadas doscientos años antes y doscientos años son ya "luengos siglos". ¿Qué podría yo llevarme de, digamos, 1809? ¿El bicornio del general Palafox en el cuadro de Goya?
Héte aquí que la segunda cosa que don Quijote apresta es para cubrirse la cabeza. Y como no tiene celada de fino encaje sino simple morrión se fabrica una de cartón con unas barras de hierro tan contento. Menester es decir que tener morrión no es parva cosa. Véase el golpe que con la espada de plano da don Quijote al gallardo vizcaíno en el cap. IX que se protegía ¡con una almohada! De haber tenido morrión como el caballero manchego no le manara luego sangre por la nariz. Ya sé que diréis que previamente el vizcaíno le había largado un tajo al de la triste figura que le desarmó el lado izquierdo y le llevó "gran parte de la celada con la mitad de la oreja". Si eso fue así hay que suponer que el golpe iba de filo y resbaló sobre el morrión produciendo el estropicio que narra Cervantes. Pero si en vez de morrión hubiera llevado una almohada como el infeliz vizcaíno (que no sólo hablaba mal sino que actuaba peor) don Quijote se queda en el noveno capítulo de su historia y su viaje no lo hubiera llevado muy lejos. Así que morrión. O sea, cubrirse la cabeza. Mira por donde es algo que me agrada. Gasto sombrero y encuentro difícil salir a la calle a cabeza descubierta. Pero no haya temor que no me pondré ahora a dar la lata con los tipos de sombreros que hay. Eso es como el que entiende de pipas de fumar o de chaquetas de hombre o de modelos de moto o de tipos de mujer; o sea, algo insoportable. Hablaré de sombreros pero en su debido momento que será cuando el destino lo diga. En eso de la cabeza cubierta me gusta recordar una historia que contaba mi abuela según la cual mi tatarabuelo Pedro, herrero y contratista de la Armada, era caballero cubierto por privilegio del Rey o de la Reina que es más probable. Bien, cubrirse la cabeza para ir de viaje no es del todo disparatado. Pensaré en qué me pondría y decidiré al final.
El hidalgo manchego se provee de un rocín que es un medio de locomoción muy apropiado al tiempo en que todo se hacía a lomos de cabalgadura y eso sí que desde luengos siglos. Tanto que la orden, profesión, vocación, ambición a las que don Alonso Quijano se entrega es la caballería. La caballería andante para ser más exactos, que casi parece una contradicción con el uso vulgar de "andar". Uno entiende que se trata de la "caballería errante", idea que nos es muy cercana por el holandés errante, el judío errante, que es el Wanderer alemán, el del Viaje al Harz de Heine, el de Schubert. Andante quiere decir también, según el DRAE, "aventurero". La caballería andante es caballería aventurera; la que va en busca de aventuras y también de la ventura. Pero, vamos, que lo importante no es que don Quijote se pille un rocín (muy conveniente para aquellas veredas en que no había muertos de fin de semana) sino que le pone nombre, lo nombra y, siendo así, en cierto modo, lo crea. Como corresponde a su condición humana, de don Quijote, quiero decir porque Dios, al crear al hombre, le dio el privilegio (o la odiosa tarea, según se mire) de poner nombre a las cosas y a los animales, de continuar con la tarea de la creación, en definitiva. Y he aquí que, de un pepla que daba pena mirarlo, Alonso Quijano hizo un ser misterioso, mítico, casi un centauro, un caballo humanizado que se llamó y se llamará hasta el fin de los tiempos "Rocinante"; porque si él, Quijano, era caballero andante, su rocín sería un rocín andante que, aunque enteco, siempre estuvo dos palmos morales por encima del burro de Sancho que no tenía ni nombre porque los villanos no son caballeros, no dan nombre a sus animales ni cosas.
Claro que Alonso Quijano tenía muchos humos en la cabeza y, puesto a proveerse, también se proveyó de un nombre, se puso nombre a sí mismo, esto es, tambén se creó. Don Quijote es una forma de Prometeo. ¿Y por qué le hacía falta un nuevo nombre a Alonso Quijano el hidalgo? Que las armas, el casco y el rocín le fueran imprescindibles es de entender pero, ¿un nombre? Salía para ganar fama y gloria imperecederas, dejar huella en el mundo, dar que hablar a las futuras generaciones. Como Aquiles. Y a fe que los dos lo han conseguido. Aquiles con su nombre, Alonso Quijano con uno de su hechura, don Quijote de La Mancha. Que no están orgullosos ni nada los manchegos con esa vecindad. En todo caso, me inspira poco. Yo no me cambiaría de nombre. Pensé en hacerlo una temporada pero lo dejé porque no encontré uno que me gustara más. Sí me cambié el orden de los apellidos y me puse el García detrás. Llevarlo delante me quitaba el nombre porque todo el mundo me llamaba García Cotarelo y con razón porque García es de los pocos apellidos que, además, es nombre, como Martín, Tomás y algún otro.
Lo último de que se pertrecha Alonso Quijano, ya a punto de salir, es de una amada. El amor, fuerza todopoderosa en la naturaleza. Una amada a la que también pone nombre, para que vayamos enterándonos de que así es el caballero, que va rebautizándolo todo, cambiándole el nombre porque vive en otro mundo en el que las cosas no son como son en éste o etsé ne nos omoc nos on. Honores sean dados al sabio párroco Sterne. De Aldonza Lorenzo, Dios mío, a Dulcinea del Toboso, Virgen santa. Esto de la amada es problemático, como siempre pasa en los amores del hombre, que lo distraen. Se trata de ir imponiendo como verdad al mundo entero las convicciones estéticas, el puro gusto, de don Quijote. Podría decirse que el caballero está en la eterna demanda de la verdad, cosa noble, cosa buena pero no en el terreno de la estética, el gusto o el placer donde la verdad y la mentira son las dos caras de la moneda y tanto se necesitan la una a la otra que acaban contagiándose la una de la otra. Así que eso de la amada es cosa de cada cual y que se queda para lo íntimo de cada uno.
Resumiendo, ¿qué se lleva don Quijote? Armas, una celada, un rocín, un nombre y una amada ideal. ¿Y a dónde iba? A ninguna parte, vaya por Dios, a donde lo llevaran los caminos o el instinto/juicio de Rocinante. Yo lo reduciré todo al sombrero. Voy cubierto para protegerme las ideas. Llevo ideas. Aunque, si lo pienso, creo que no porque no sé en qué consisten. Preguntarse qué sea una idea es algo terriblemente fatigoso. Traten de hacerlo. El conocimiento de la idea es puramente intuitivo. No hay una idea de una idea. ¿O sí? Confieso que encuentro el asunto confuso y si me voy a la etimología y la tomo por la forma platónica no mejora. Bueno, pero no quiero decir ideas, que al fin y al cabo es una forma de hablar; quiero decir pensamientos. Pienso que me interesa proveerme de pensamientos, esto es, enunciados que tienen sentido. Ah, sí, de esos tengo un puñado. Tampoco es que sepa de dónde han salido pero están y cuando uno los "ve" o piensa en ellos, algo se mueve. Sirven para hacer camino; acompañan, se puede dialogar con ellos como cuando se dice de alguien que está "sumido en sus pensamientos" o "a solas con sus pensamientos". Nadie dice que otro esté "sumido en sus ideas" o se quede "a solas con sus ideas".
¿Qué cuáles son? No haya cuidado, tengo un puñado, pero la jornada toca aquí a su fin. Otro día la continúo y ya cuento algunos. De momento me voy rumiando que
¡Qué más hubiera querido que no haber sido!
(Las imágenes son sendos cuadros de Caspar David Friedrich: (1818-1820) A bordo de un velero (1818-1820, Museo del Hermitage, San Petersburgo) y Caminante sobre un mar de niebla (1818, Hamburger Kunsthalle, Hamburgo).