El BBV alberga una estupenda exposición de arte en el Palacio del Marqués de Salamanca, Pº de Recoletos, 10 cuya visita recomiendo vivamente pues se trata de una muestra representativa (unas cien piezas entre lienzos, dibujos, bustos, gárgolas, tallas, capiteles, etc) de los fondos del Museo del Monasterio de Montserrat que es la primera vez que salen de la antigua abadía benedictina, hoy ya basílica. Muchas de ellas las hemos visto por separado en exposiciones temáticas, pero nunca todas juntas, salvo que hayamos visitado el monasterio.
Los fondos expuestos (como los que no lo han sido y siguen entre las peñas de Montserrat) tienen la característica curiosa de que, a diferencia de las colecciones (por cierto, jamás "museos") que hay en otros establecimientos religiosos, fuera de algunas piezas arquitéctónicas góticas y alguna talla del siglo XIII, por descontado, la Moreneta, que no ha salido de gira, el arte sacro antiguo brilla por su ausencia. Todo es arte moderno, desde el Renacimiento a nuestros días y, por tanto, en su mayor parte profano, con muy abundante (y de mucha calidad) pintura del siglo XX y una magnífica colección, quizá la segunda de Cataluña de pintura catalana del vuicentisme y el noucentisme, esto es, Martí Alsina, Mariano Fortuny, Ramón Casas (La Madeleine del prospecto, entre otras muestras muy conocidas, como La parisién o Después del baño que de arte sacro tiene bien poco), Isidre Nonell, Santiago Rusiñol, Anglada-Camarasa, etc.
La explicación de tan insólito hecho es sencilla, según se lee en el documentado catálogo. Aunque Montserrat tiene más de mil años y en esa larga historia llegó a acumular una apreciable colección artística, los franceses de Napoleón destruyeron el templo y lo saquearon. A la vuelta, cuando se comenzaba a reconstruir, llegó la desamortización y de nuevo todo se vino abajo. La abadía resurgió en plenitud en el último tercio del siglo XIX y ya entonces se identificó con la Renaixença y el revivir del espíritu catalán. La colección de arte la inició un abad especialmente emprendedor, Antoni Marcet, que solía viajar a Roma y Nápoles en los primeros treinta años del siglo XX, en donde compró aproximadamente entre cien y doscientas lienzos de pintura italiana del Renacimiento, el manierismo, el barroco, etc. Durante mucho tiempo hubo sus líos acerca de si los marchantes italianos no habían colocado mucha falsificación al buen abad, pero poco a poco se fueron estableciendo las certificaciones y así el visitante puede ver un Caravaggio, un Corrado Giaquinto o un Tiepolo, entre otros artistas. Por parecidos procedimientos, sabias adquisiciones, los fondos se enriquecieron con algunas piezas españolas únicas, como una preciosa tabla de Pedro Berruguete procedente de un convento de Paredes de Nava, en Palencia que representa el nacimiento de la Virgen y es arte español con clara influencia flamenca.
Posteriormente, la configuración de Montserrat como el núcleo del catalanismo culto hizo que se produjeran sucesivas donaciones de importantes colecciones de ciudadanos privados, lo que obligó al monasterio a crear un verdadero museo (hasta entonces la pintura italiana simplemente decoraba las paredes del cenobio) para acomodar una de las mayores concentraciones de impresionismo francés en España, con Degas, Sisley, Pissarro, Monet, etc, todos los cuales nos están esperando en la sede del BBV. Y junto a los franceses, otros españoles del siglo XX, como Picasso o Dalí.
Ya sé que soy escasamente objetivo en mi pasión por Montserrat pero me importa un comino porque tengo mis razones. Empecé a admirar el espíritu montserratense en tiempos del civilizadísimo abad Escarré, catalanista y antifranquista que dejó el cargo en los primeros años sesenta pero bien encomendado a su sucesor y amigo, el abad Gabriel Brasó, que dio paso a los aires nuevos del Concilio Vaticano II y siguió en la tarea de que Montserrat fuera el centro simbólico de la resistencia cívica catalana al Dictador. Allí se editaba (en catalán, por supuesto, por entonces prohibido, aunque la prohibición no se aplicara) la magnífica revista Serra d'Or, en la que escribían cristianos y todo tipo de izquierdistas en un espíritu de unidad que se plasmaba en las reuniones y asambleas que tenían lugar en su recinto.
Por entonces ya sabía yo que en Montserrat se había celebrado la última sesión de las Cortes republicanas, antes de partir sus señorías al destierro y algunos a la muerte y si bien el asunto no tenía mucho valor por cuanto el monasterio había sido incautado por la Generalitat y, en consecuencia, desafectado, para mí seguía siendo el viejo monasterio medieval, el castillo de Montsalvat, en donde se guardaba el Santo Grial del ciclo artúrico y la leyenda wagneriana. Como por entonces era yo un marxista de manual me explicaba esta leyenda acudiendo, cómo no, a las razones materiales y las fuerzas productivas: antes de la devastación napoleónica el monasterio atesoraba una gran cantidad de objetos artísticos, cálices, copas, platos, hechos precisamente por sus magníficos orfebres de fama europea. Era lógico que allí, entre aquellos peñascos imponentes del "monte cerrado" a cuyo pie se incrusta la abadía, surgiera la leyenda de una copa, un caliz sagrado, quizá el de la última cena que pudo haber llevado José de Arimatea. Era un caso típico de "superestructura ideológica" sobre unas condiciones materiales medievales.
Ahora no queda nada de eso ni del Grial ni de los orfebres, ni Montserrat es símbolo ya de la resistencia antifranquista (aunque siga siendo el corazón del nacionalismo religioso catalán, supongo que como Aranzazu o Loiola lo son del vasco) pero su colección de obras de arte es un prodigio que deslumbra más de lo que el Grial deslumbraba a lo caballeros que no fueran puros. Merece mucho la pena.
(La primera imagen es Madeleine (1892), de Ramón Casas, en el prospecto de la exposición. La segunda, Patio azul (1891) de Santiago Rusiñol y la tercera, Composición con tres figuras. Academia neocubista (1926) de Salvador Dalí están reproducidas en baja resolución del catálogo).