Cuando correspondía no pude dar cuenta de la última etapa del viaje el Suroeste y el Far West de los Estados Unidos porque perdí el cable de datos y no me era posible transferir las imágenes de la cámara al ordenador, no porque me quedara dormido, como le ha sucedido a Fujimori en su juicio. Recuperado el dichoso cablecito, ya puedo relatar los últimos días del viaje, aunque sea con casi una semana de retraso e ilustrar lo escrito con algunas interesantes fotos porque, sin ellas, todo pierde mucho.
Desde Flagstaff (así llamado por lo que indica su nombre, esto es, un poste en el que se izaba la bandera de la Unión cuando Arizona era aún un "territorio", pero no un Estado de la Federación) hasta Las Vegas, en Nevada, hay unos cuatrocientos kilómetros de puro desierto, algo más de la mitad de ese trayecto por la carretera 40, que incorpora un buen trecho del muy patriótico Purple Heart Trail, hasta Kingman, en donde se enlaza con la 93 para ir luego hacia el norte, siempre en largas tiradas rectas a través de la planicie hasta pasar el famoso Hoover Dam, una de las obras públicas de los años treinta del siglo XX con las que los EEUU trataron de hacer frente a la depresión de 1929. Después del Hoover Dam el camino está abierto a esa especie de réplica de las modernas Sodoma y Gomorra que es Las Vegas.
Paseando por la ciudad de noche con Andrés, con ese derroche de lujo, de recursos, de electricidad, de agua, de combustible, de artículos de consumo que rebosan en todas las tiendas, en mitad de la nada desértica, se me ocurrió que Las Vegas tiene tres rasgos característicos de muy diferente alcance, cada uno de los cuales atrae a masas de visitantes. De un lado acumula la mayor cantidad de simulaciones, de fakes de monumentos famosos que haya visto en mi vida. De otro, concentra asimismo una inmensa cantidad de casinos y lugares de juego, capaces de satisfacer las obsesiones ludópatas de millones de personas. Por último tiene una ingente oferta de espectáculos eróticos y actividades sexuales de las más diversas condiciones.
El capítulo de imitaciones/reproduciones parece como si quisiera ser un laboratorio experimental de las concepciones de Baudrillard acerca del simulacro como característica típica de la época. Y todos, o casi todos, concentrados a lo largo de los nueve kilómetros del Bulevar Las Vegas en donde sin el menor respeto a la adecuación de tiempo y lugar, se amontonan pêle-mêle las reproducciones exactas de algunos de los más famosos edificios, esculturas o leyendas de la humanidad. Y no se crea que sean meras alusiones, referencias, insinuaciones; no. Son réplicas exactas, con las mismas proporciones, texturas, colores que los originales sólo que brutalmente arrancadas de su contexto tradicional y plantadas en otro extraño y hasta antagónico, lo que produce una sensación peculiar, no necesariamente hostil, pero sí de cierta perplejidad.
Sin pretensión de exhaustividad, imposible por lo demás en una sola noche y su correspondiente mañana, conté allí reproducciones dela Torre Eiffel, el arco de l'Etoile, la estatua colosal de Ramsés II, la esfinge del templo de Luxor, la estatua de Octavio Augusto en el Foro romano, la Fontana de Trevi, el Apolo de Belvedere, el león de San Marcos en Venecia, los caballeros del Rey Arturo en "Excalibur", la Isla del Tesoro, el Chrysler building en Nueva York y el Folies Bergère de París. Por haber hay hasta una réplica exacta de la estatua de la Libertad en Ellis Island, Nueva York, por no mencionar los leones (vivos) de la Metro Goldwyn Mayer o las motos de Harley-Davidson, incluida la ultrafamosa de Easy Rider que, por cierto, no está permitido fotografiar. Cada uno de ellos representa el elemento monográfico, por así decirlo, el símbolo de cada restaurante o de cada casino. Luego, por dentro, al menos los casinos, tienen todos las mismas máquinas de jugar. El simulacro braudillardiano elevado a la enésima potencia y la culminación de la "sociedad del espectáculo" que el filósofo desarrolló a partir de la obra inicial de Guy Debord. Si uno entra en Bailly's, el lugar de la Torre Eiffel, pasea uno por barrios parisinos enteros con sus bistrots, sus kioskos y las construcciones francesas del siglo XIX, en el impecable estilo del alcalde barón Hausmann pero en local cerrado y donde todo es imitación, incluido el cielo de París con sus nubes. Puro make believe, trampantojo, engaño, simulación... espectáculo. Por otro lado, recuérdese, se trata de casinos, de lugares donde se concentra todo tipo de juegos de azar en cantidades industriales, cientos, miles de máquinas tragaperras, centenares de mesas de todas las variedades del poker, ruletas, dados, cualquier forma que quepa imaginar de jugarse la pasta está representada en abundancia; hasta las carreras de caballos en grandes paneles en las paredes. No obstante, hay regularidad en medio de la algarabía, la bulla y la baraúnda. Es una sensación extraña: los croupiers están uniformados, los gigantescos salones están guardados por personal de vigilancia privada e incluso policía ordinaria. Uno tiene la impresión de que se acentúa la sensación de seguridad con el fin de debilitar las posibles prevenciones del público y que éste pierda las inhibiciones. El caso es organizar una orgía de luces, luminarias y sonidos, en espectáculos que rivalizan por atraer la atención de los curiosos y clientes, que acuden solitarios, por parejas, en pequeños grupos o en grandes manadas de turistas, todos previamente calentados con copiosas comidas accesibles desde los lugares de fast food a los más lujosos restaurantes y un poco moñas con el desenfrenado consumo de alcohol. Dice Andrés que para preparar al personal para que se juegue los cuartos previamente hay que cocerlo. No tengo duda.
Lo poco que sé acerca de la psicología del juego, que es actividad humana que jamás me ha tentado pero sí interesado como observador orteguiano, se viene aquí abajo. El juego, la tentación del azar, se convierte en una actividad casi industrial y perfectamente planificada, por absurdo que pueda parecer. Sorprende ver grupos numerosos de gentes de la tercera edad que llegan a Las Vegas en excursiones organizadas, a veces numerosísimas. Los casinos son hoteles que se cuidan de todas las necesidades de los clientes a los que en cierto modo tienen cautivos. De forma que no cuesta mucho imaginar una situación en la que unos ciudadanos, por lo demás perfectamente ordinarios, apartan durante toda su vida unos ahorrillos para ir a jugárselos en Las Vegas como si con ello se permitieran la transgresión de su existencia, el momento del azar, de la aventura, de lo que nunca se atrevieron a hacer. Para muchos de ellos Las Vegas viene a ser un lugar de peregrinación casi al modo en que los musulmanes tienen a La Meca siempre que los seguidores del Profeta no se indignen con tan blasfema comparación. ¿Y cuál sería la deidad que las muchedumbres acuden a adorar aquí? Por supuesto, la diosa Fortuna, cuya rueda se encuentra en todos los casinos, siempre preparada para dar o arrebatar riquezas sin cuento con la ciega desvergüenza que da la inconsciencia divina.
Por lo demás, llama la atención que sea en los Estados Unidos, probablemente la democracia más beatorra, el país más cristiano de Occidente, allí donde campan por sus respetos las sectas más puritanas, donde el Presidente dice hablar con Dios y un mormón ha estado a punto de ser candidato a las próximas elecciones donde se encuentra este emporio del vicio y lo que las almas devotas llamarían "corrupci'on". Y llama la atención porque es muy agudo el contraste entre esa especie de espíritu nacional un poco meapilas y la existencia de esta ciudad de lujo y pecado. Sin ir más lejos, sale uno de Las Vegas, coge de nuevo la carretera, hace ciento treinta kilómetros de desierto socarrado y entra uno en el muy devoto Estado de Utah en el que casi toda la población pertenece a la Iglesia de los Santos del Último Día, o sea los mormones que habitan en pueblos más parecidos a instalaciones monacales. Claro que tampoco aquí se andan por las ramas puesto que, a la chita callando, muchos mormones son polígamos.
En todo caso, tampoco hace falta ser mormón. El conjunto de la población de los Estados Unidos es bastante religioso. Y, sin embargo, el noventa por ciento de los visitantes de Las Vegas son estadounidenses; los que van a los espectáculos de strip tease son estadounidenses; los que acuden a las fiestas en las que corre el alcohol y, supongo, las drogas, son estadounidenses; como lo son los que recurren a los servicios sexuales que aquí se ofrecen en todas sus infinitas variedades. Una vez más, entiendo, las gentes que orientan su vida según las normas morales de algún credo, liturgia, dogma establecidos por una divinidad o alguno de sus profetas, gurús, discípulos, representantes en la tierra, tienen que pecar y verse pecando para valorarse después cuando regresan al redil de la virtud. Imagino que hasta lo hacen en pareja, para salvaguardar la institución del matrimonio hasta en los momentos de la perdición.
Porque éste es otro de los aspectos característicos de Las Vegas y por el que la ciudad es célebre en el mundo entero. Uno de los ritos más importantes de la vida religiosa de las personas, el matrimonio, que los católicos reputan sacramento, se despacha aquí de forma indudablemente estadounidense, con el notable sentido del ahorro y la eficiencia que caracteriza a este pueblo e imagino que con escándalo de quienes digan profesar su fe como una forma de vida. Justo en las afueras de la ciudad, en la salida que lleva a Utah, cuando menos, se amontonan las capillas de las más diversas confesiones en las que es posible casarse en cosa de diez minutos. En algunas se dispone incluso de un servicio de "weding thru", esto es, como en los McDonalds, lugares en los que es posible dar el "si quiero" sin apearse del automóvil, como quien encarga un cheeseburger.
En esta ciudad cualquier cosa es posible, las formas más aplastantemente patentes del lujo y la ostentación, las fuentes de chorros más altos, las limousines más largas, las luces de neón más brillantes, los hoteles más gigantescos. De los veinte hoteles mayores del mundo, quince están en Las Vegas. Para quien quiera más datos, el primero está en Malasia, el tercero en Tailandia y el undécimo en Honolulu; los demás, hasta el décimo-séptimo, en Las Vegas. En efecto, cualquier cosa es aquí posible siempre que se pague por ello. El dinero reina como amo y señor de las relaciones humanas, pero apenas se hace ver. Todo se paga con tarjetas o con las curiosas fichas de los casinos. Mammon es el rey invisible de este lugar de diversión, locura, desenfreno y pecado, pero muy divertido.
(Las imágenes son todas nuestras y están bajo licencia de Creative Commons aunque, como se habrá ya observado, las fotos buenas son las de Andrés).