Salimos de Las Vegas con ánimo de reincorporarnos a la aburrida vida civil y laboral ordinaria por la carretera interestatal 15, que atraviesa lo que queda de la parte del desierto de Mohave que corresponde a Nevada y Utah y al que las gentes del lugar llaman High desert por oposición al Low desert o desierto de Sonora, que se extiende más al sur, hacia Arizona y entra ya en México. Se trata en verdad de una enorme llanura muy seca, un pedregal en donde no crece otra cosa que cactus, yucas y otros matorrales, algunos muy curiosos, como el llamado "té mormón", abundantemente representado en el Gran Cañón. La fauna cabe imaginarla ya que es mejor no verla: coyotes, serpientes, ratas, tarántulas, iguanas, todo tipo de lagartos, etc. La planta más representativa de este desierto, prácticamente exclusiva de él, es el llamado "''árbol de Josué" que puede verse en la foto en la que Andrés disfruta de su sombra, una especie de agave con flores en racimos brillantes y así bautizado por los primeros inmigrantes mormones.
Que la gente tiene clara conciencia de vivir en un desierto lo revelan los nombres que dan a los establecimientos. Véase el "Oasis" de la foto, pegando a otro local de nombre "Casablanca", no menos significativo. Construcciones en mitad del socarral que albergan los últimos casinos ya fuera de Las Vegas y lugares de recreo y vacaciones, incluidos campos de golf cuya presencia entre los pardos, ocres y marrones del lugar casi hace daño a la vista.
No obstante, llegados del empacho urbano, de la locura kitsch de Las Vegas, del vidrio, el neón, las limousinas, el desierto, severo, abrasador, en una planicie que se pierde de vista, es un regalo del espíritu, una reconciliación con lo que la naturaleza tiene de simple y grandioso al mismo tiempo. Es también el ámbito en el que los indios vagaban nómadas en las tierras sagradas de sus antepasados. Los actuales habitantes de estos parajes, que tienen el papo de llamar a tales indios "native Americans", reconociéndose de este modo a sí mismos el carácter de intrusos, cultivan esta mitología con constancia digna de mejor inspiración artística, como puede comprobarse por esa estatua que encontramos en algún perdido lugar cerca de la ciudad de Mesquite, pegando a la frontera con Utah, de un indio que parece saludar al sol naciente y que recuerda mucho las ingenuas representaciones actuales de los valerosos guerreros precolombinos al sur del Río Grande.
Hay en estos desiertos un elemento poderoso, ctónico, primitivo, que se manifiesta de vez en cuando al aparecer algún accidente, algún circo o algún fondo de lo que fuera un mar del cretáceo, lugar habitado por dinosaurios y otras especies que a uno le gusta ver con los ojos de la imaginación, por ejemplo el fabuloso "San Rafel Swell", que nos tropezamos según cruzamos Utah por una carretera que serpentea entre las formas y colores del jurásico y en el que las autoridades han dispuesto algunos lugares de 0bservación desde los que puede verse y fotografiarse tanta belleza mientras los descendientes de los indios de entonces tratan de vendernos su artesanía, algunos abalorios de turquesa o de malaquita, ágatas, ópalos y la sempiterna madera petrificada.
A la salida del desierto de Mohave, cerca de la ciudad de Grand Junction, un apacible enclave provinciano ya en el Estado de Colorado, y como si se tratara de una misteriosa simetría, se repite, aunque en menor escala el fenómeno del Gran Cañón pero con la ventaja de que puede uno verlo de cerca, casi tocarlo, meterse por sus vericuetos y observar las formas caprichosas que la erosión va creando a lo largo de los siglos, de esas que hemos visto tantas veces en las películas del Oeste.
El contraste más agudo de todo el trayecto viene cuando, a la salida del desierto, hay que cruzar las montañas rocosas justo en lo que se llama el Front Range, que va desde el norte de México al norte de Colorado y separa el desierto de Mohave de la ciudad de Denver, a donde nos dirigimos para coger el avión y en donde terminó nuestro viaje por el Oeste de los Estados Unidos.