Estaba en deuda con mi amigo Santiago Rodríguez. Por mi cumpleaños, en octubre del año pasado, me regaló la última novela de Javier Marías (Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombre y adiós, Alfaguara, Madrid, 2007, 705 págs.), tercera y última parte de una trilogía cuyas partes anteriores fueron 1 Fiebre y lanza y 2 Baile y sueño. Pero mi "plan de lectura", algo que no tengo pero debe invocarse por cuanto aun no teniéndolo, se acaba imponiendo a la voluntad propia de forma que, bien por designo bien por azar, uno acaba haciendo lo que no había previsto, me impidió hasta ahora la lectura de la novelaza de Marías.
El estilo es prolijo, no preciosista, sino minucioso, no premioso con cadencias propias. Es además un estilo quebrado y quebradizo. Nada se dice directamente, sino que se infiere indirectamente, un ánimo más que denotativo, connotativo. Es un estilo complicado, difícil, en el que, además, se cuentan relatos dentro de los relatos y no hay nunca muchas referencias espaciotemporales de forma que no es del todo seguro en dónde suceden las cosas teniendo además en cuenta que algunos de los sucesos tiene lugar en un espacio muy especial pues es en el recuerdo donde las indeterminaciones son aun más evidentes ya que aparecen expresamente en los parlamentos: "ya no recuerdo si fue en la Piazza de Spagna o en el Trastevere en donde me dijo...".
La imprecisión, el difuminado impresionista alcanza a un privilegiado terreno objetivo, el de los nombres. Los personajes más importantes del relato tienen varios nombres y es siempre difícil saber con cual se presentarán en cada momento. Empieza el asunto por el narrador mismo, apellidado Deza y de nombre Jacobo, Iago, James, Jack, Jaime, según quién lo pronuncie y cómo lo haga. Lo mismo sucede con otros personajes: el jefe de Jack durante el trabajo que desempeña mientras dura la novela se llama Bertram Tupra, Reresby, Ure o Dunda o vaya Vd. a saber qué más según con quién trate y para qué.
La acción tiene lugar en Gran Bretaña y ello no es asunto accesorio, sino que forma parte de la novela, la historia que se nos narra, una especie de acción a dos voces, un diálogo de dos culturas, la británica y la española, con un narrador español que nos trasmite un profundo conocimiento y no menos profunda admiración por la cultura británica y un igualmente profundo conocimiento de la cultura española pero no tanta admiración por ella sino, al revés, una actitud crítica y agresiva con frecuencia ("España, jardín de los atuendos ignominiosos y desvergonzados" (III, p. 344), "España, el país más pueril y bravucón que conozco" (III, p. 504)). No es imaginable una sola expresión de ese o parecido jaez sobre Gran Bretaña y, en verdad, no la hay. De donde se sigue que, en ese diálogo de culturas está implícita una jerarquía de valores que da superioridad a la británica sobre la española. Es cierto que el noventa por ciento del juego intercultural son observaciones léxicas, semánticas, de coincidencia o discoincidencia entre el español y el inglés, pero en donde hay jerarquía de valores, se resuelve siempre en el mismo sentido. Ello no va en demérito de la obra de Marías en modo alguno sino al contrario porque esa jerarquía es la que se da en la vida real: el mundo conoce hispanistas británicos a porrillo, pero no tantos britanistas o anglicistas españoles, me temo. Sir Peter Wheeler, en cierto modo el contraprotagonista de la novela tiene un ala de su biblioteca dedicada a obras sobre la guerra civil española escritas por británicos; no creo que nadie tenga en ningún sitio algo más de media balda de libros sobre la Gloriosa Revolución inglesa escritos por españoles.
Así que, cuando uno lee a Marías reflexionando sobre lo británico y lo español que en él andan mezclados, uno piensa en Forster que también estaba siempre dialogando con lo indio, lo italiano o lo alemán; pero se lo contaba a su gente, a sus compatriotas. En cambio, Marías cuenta lo español a los ingleses. Léase la pág. 331 en que explica cómo eran los "saltos" de los estudiantes de comienzos de los setenta frente a los, dice, "policías o 'grises'" (Get what I mean?).
Francisco Umbral creía que Marías era un buen exponente de lo que llamaba los angloaburridos porque en sus novelas no pasaba nada. Sin embargo sí que pasa, con comodidad y seguridad. Pero es tan vertiginoso que parece que no pasa nada o puede que alguien como Umbral, que sólo miraba por sí mismo, no lo viera. Pasan guerras, paces, revoluciones, amores, odios, crímenes, venganzas, aventuras sin cuento. Pasa todo el torbellino de la vida. Lo que sucede es que no de foma inmediata, como si se tratara de un documental que alguien pon ante tus narices ocultándose detrás de una cámara, sino mediata, a través de un narrador que lo es en primera persona. Es Jack, James, Jaime, Jacobo, Iago Deza el que cuenta qué está pasando. El corpus mismo de los relatos es relativamente homogéno. La primera novela transcurría casi toda ella en una recepción en casa de Sir Peter Wheeler y la segunda casi toda ella en una discoteca en cuyo lavabo para discapacitados tiene lugar un hecho decisivo en el relato y que suena inverosímil, una paliza espantosa que propina el jefe de Deza que aquí ha de ser Reresby, a un compatriota español un estúpido, vulgar, necio funcionario de la embajada, De la Garza, cuyo retrato en plenitud traza Marías durante decenas de páginas, porque es uno de los caracteres más importantes de la historia, un personaje repulsivo en el que el autor se vuelca porque, a modo de chivo expiatorio, llevará sobre sí parte de esa España por la que Marías, por razones biográficas conocidas, siente especial aversión y al que convierte en el payaso que recibe las bofetadas. En su última aparición antes de convertirse en un guiñapo, ya aparece descrito como un payaso goyesco.
Se detecta cierta contradicción entre los dos espíritus de Deza, el positivista y el crítico y normativo. Por ejemplo, la inaudita violencia que Reresby ejerce contra Rafael de la Garza contradice el hermoso párrafo del padre de Deza sobre la violencia. Pero esto es indiferente, ya que se trata de una novela y no de una libro de ensayos. Aunque tenga bastante de esto. Gran parte del relato son observaciones que realiza Deza, que se ramifican y acaban adoptando un aspecto ensayístico, aunque suelen ser lo que llamamos ajustes de cuentas; ajustes de cuentas del autor soltados de un plumazo con sus contemporáneos, su país, los coetáneos de su padre, otros escritores, etc. Pero lo de la violencia no queda nada claro. Y más tarde, menos. Hemos dado con uno de los veneros de la obra, en lo más profundo de su razón de ser: la violencia, el Mal, quién lo practica, quién lo sufre, qué rasgos tiene, cómo puede atraparte. Volveremos sobre esto en la siguiente parte de la crítica.
El ajuste de cuentas no sólo se narra en pasado sino en presente. Hay salpicadas por la obra observaciones generalmente agudas y muy críticas con otros escritores ("cualquier ignorante publica una novela y se la ensalzan"...III, p. 77) y el panorama cultural general. Es asombroso, se queja Deza de lo mal que se escribe y lee en español. La toma con la costumbre de colocar en plural los nombres propios cuando van en plural como los García o los Ortega (que, siguiendo el barbarismo, serían "los Garcías" y "los Ortegas") y el ejemplo que pone es el de algún día habrá que hablar de "los lópeces" (II, p. 317). Es curioso, pero ya se hizo en tiempos del franquismo, cuando hubo tres ministros "López", López Bravo, López de Letona y López Rodó. Curioso, digo, porque el idioma se incorporó la forma incorrecta dándole un giro de humor.
La obra de Marías no contiene "trama" en el sentido tradicional; un acontcimiento con planteamiento, nudo y desenlace, sino que es un relato lineal , unos meses de acción real en la vida de Jacobo Deza, en un tiempo en que desempeña un trabajo nuevo y misterioso del que iremos sabiendo retazos, pero sin tener un cuadro completo (que el propio Deza tampoco tiene) y en el que está tratando de recomponer su vida luego de un divorcio de su mujer, siendo los dos padres de dos criaturas, situación que él preferiría resolver volviendo a la anterior conyugal a lo que ella se opone. El relato, no obstante su linealidad se hace más y más complejo cuanto que hay una especie de navette del presente al pasado y de éste al futuro, que puede ser este presente u otro pasado.
Del empleo sabremos pronto que se trata de una sección sin nombre en un edificio sin nombre bajo el mando del MI5 y MI6, pero no se sabe nada más. Sólo que su tarea concreta consiste en "interpretar" gente, deducir de lo que les ve hacer y escucha hablar cuál será su comportamiento mañana, su cara mañana. Describe muy bien lo que hace ya hacia el final del tercer volumen cuando concluye que: "la interpretación de personas o la traducción de vidas o la anticipación de la historia había provocado la eliminación de gente y desastres y calamidades." (III, p. 604). Toda la novela es una acumulación de interpretaciones, una especie de catedral de la hermenéutica que se basa en el hecho de que el protagonista tiene una eficacísima capacidad para "calar" a sus semejantes, saber por qué actúan como lo hacen y predecir su acción, explicarlos, neutralizarlos. Y ello con consecuencias inesperadas que convierten a la trilogía de Javier Marías en una estupenda historia de espías y detectives sin quererlo. Digo sin quererlo porque quiere otras cosas y a fe que las consigue.
Pero de eso, el resto, ya mañana, que se me hace tarde y tengo trabajo.