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dilluns, 14 de març del 2016

Renacidos los espectadores al salir

Parece que esta película tiene varios oscars. No me extraña, considerando lo que los oscars premian habitualmente. Entre ellos al mejor actor, Leonardo di Caprio. Tampoco me extraña. La película está hecha para que le den un oscar al mozo... y no sé si por algún otro motivo. Y ¡cómo no iban a darle un oscar! Sería sadismo no hacerlo. Casi dos horas gruñendo, bramando y espumajeando en primer plano no era para menos. Llamar actuación a eso es paródico, pero si le dan un óscar, sus razones tendrán.  Leonardo di Caprio tiene toda la exhuberancia de su homónimo da Vinci, pero es bastante más cargante.

La publicidad del film anuncia que está basada en hechos reales. Hollywood es muy aficionado a filmar the real ting e imprimirle su sello característico con una mezcla de cursilería, desmesura, todo el gore que se pueda y montañas de efectos especiales. En realidad, el cine de Hollywood es efectos especiales, de esos que encandilan a los niños que, según el topicazo al uso, todos llevamos dentro. Supongo que los psicólogos sociales podrán explicar esa fascinación especial que la industria del cine parece sentir por las "historias reales". De mí sé decir que me interesan cuando de su realidad se han derivado consecuencias objetivas que afectan a terceras partes, o a todos. Cuando se trata de una historia privada de un señor o señora que ha tenido una u otra experiencia, pero carente de impacto en la vida colectiva, reducida al ámbito de su más estricta intimidad, tanto da que sea real como inventada.

La película está rodada toda ella en exteriores, en unos paísajes increíbles. Parece como si, a medida que nos cerramos más y más en nuestras ciudades, nuestros ámbitos artificiales, nuestras casas, calles, plazas, sin ver más naturaleza que la de los documentales del National Geographic, sintiéramos la necesidad de evadirnos y purificarnos en el cine: montañas, cordilleras, valles nevados, caudalosos ríos, bosques de árboles gigantescos, lagos helados, grupos de alces, manadas de búfalos, todo sirve para recordarnos que somos humanos, para distraernos, para que nos consolemos por este destierro de alquitrán y ladrillo en que vivimos. Pero todo eso está aquí puesto al servicio de esta truculenta historia, cuyo interés acaba siendo casi meramente quirúrgico: si el hombre literalmente despedazado por un oso sobrevivirá. De ahí que lo que hubiera sido la belleza de la contemplación de una naturaleza salvaje, se convierte en una instrumentalización de poca altura. Los paisajes son extraordinarios, sí, pero la fotografía no los aprovecha y, a veces, incurre en auténticos adefesios, cuando no en cursilerías místicas con evanescentes doncellas levitando sobre la pradera.

La peripecia humana es de un interés menos que moderado: lo dicho, una historia de superación y venganza. Y la trama, bastante poco convincente ni justa. La historia será real, pero la circunstancia es una caricatura. De los tres grupos en presencia, los tramperos estadounidenses, los franco-canadienses y los indios, los que llevan la peor parte y quedan como unos auténticos canallas, violadores, ladrones y asesinos son los francocanadienses, sin que haya una razón convincente para ello. La realidad de la historia no impide que el guión se base "en parte" en una novela, en la que el autor habrá puesto lo que haya querido de su cosecha. O el director. Es tan caricaturesco el maniqueísmo entre yanquies buenos y franco-canadienses malos que uno se pregunta si no será un anacronismo arrastrado del tiempo de la guerra de los Siete años, cuando ingleses y franceses pelearon por aquellas tierras.

Igual que la historia del escalpelo, presente en el relato, pero de acuerdo con la versión oficial, según la cual eran los indios los que acostumbraban a arrancar el cuero cabelludo a sus enemigos vencidos. Pero esto es algo que los indios, al parecer, aprendieron de los blancos, que eran quienes cortaban las cabelleras a los indios muertos por la misma razón por la que los cazadores de lobos, cuando regresan a la base, a cobrar por las fieras muertas, no traen los cadáveres, sino las colas. Tampoco los colonos que cazaban indios los llevaban muertos a los fuertes, sino solo sus cueros cabelludos. De esta civilizada práctica comercial parece que aprendieron los indios a hacer lo mismo.

En fin, si algo no me parece insoportable en esta muestra de desmesura y falta de gusto, es la música.

diumenge, 20 de desembre del 2015

Hechos, no palabras

Sufragistas se estrenó anteayer, viernes. Es una buena película dirigida por Sarah Gavron, interpretada por Carey Mulligan y Helena Bonham Carter. Meryl Streep hace un par de breves apariciones representando a Emmeline Pankhurst, la fundadora de la Women's Social and Political Union, WSPU (Unión Social y Política de las Mujeres) y líder del sector más combativo del movimiento sufragista inglés, desde comienzos del siglo XX hasta la fecha de su muerte, en 1928.

Para la mejor comprensión de la historia debe hacerse una advertencia previa. El título en español, Sufragistas, induce a error por partida doble. Como se observa en el original inglés, el plural es una invención del traductor español. Debería ser Sufragista. Y tampoco debería serlo porque sufragette no es exactamente sufragista. Me explico: todas las sufragettes eran sufragistas; pero no todas las sufragistas eran sufragettes sino solamente las seguidoras de Pankhurst, partidarias de la acción directa y la lucha violenta por los derechos de las mujeres. El movimiento inglés, por tanto, estaba dividido, como suele pasar en estos casos, entre un sector radical con tácticas de atentados, incendios y explosiones que hoy, quizá, llamaríamos "terroristas" y otro pacifista y moderado. Y la película versa sobre el radical con el que la directora simpatiza abiertamente. Lo que sucede es que en español, a diferencia del inglés, no tenemos dos términos y de ahí el error. No es una película sobre las sufragistas, sino sobre las sufragettes y no en plural sino en singular porque es sobre una de ellas, Maud Watts, personaje ficticio.

Sin ser un alarde, la película es correcta, está bien ambientada, tiene un buen guion y las interpretaciones sacan lo mejor de una historia que a veces bordea lo melodramático.

La cuestión es la ya señalada: protesta pacífica, actividad paulatina, reformista y gradual o acción directa y, como decían los anarquistas por entonces, la "propaganda por el hecho". Es decir, la cuestión es la de la desobediencia civil y su intensificación en el recurso a la violencia. El debate está muy trillado: la violencia, dicen las gentes de bien, es siempre condenable. Bueno, dicen otras gentes tan de bien como las anteriores, excepto la que se da en legítima defensa. El problema es determinar el alcance de la legítima defensa. La que aparece en el código penal es individual y restringida a una agresión física, inmediata, real, concreta. No encaja por entero en la acción política de carácter colectivo. Negar el voto a las mujeres con la ley en la mano y su respaldo coercitivo con aplicación de la violencia si llega el caso, ¿justifica el recurso a la legítima defensa? ¿Lo hace la agresión a unas u otras minorías? Materia opinable, por supuesto, que ha dado y seguirá dando tema para controversias de todo tipo.

En sus términos más básicos se trata de saber si la obediencia a la ley como derecho positivo es un deber sin excepciones o cabe desobedecerla y aun quebrantarla por razones de conciencia cuando se considera que es inicua. Obviamente, ningún ordenamiento jurídico puede admitir la desobediencia a la ley por razón alguna, aunque quepa encontrar excepcionalmente algún atenuante en casos de extrema necesidad. Pero, si nunca nadie que haya desobedecido la ley por considerarla injusta se hubiera salido con la suya, los Estados Unidos no existirían, las mujeres seguirían sin derecho de voto, la esclavitud sería legal, no habría derecho de huelga, etc., etc. El cumplimiento de la ley es obligado, incluido el de la ley injusta. Pero, a veces, alguien inicia una lucha, rompe una ley injusta por razones de conciencia y acaba consiguiendo que el legislador la derogue y apruebe otra más justa. Así consiguieron las mujeres el derecho de sufragio, los indios la independencia de su país, etc.

Por eso también resulta tan irritante y repulsiva la insistencia de Rajoy y otros nacionalistas españoles, por ejemplo los del PSOE, en que los independentistas catalanes tienen que cumplir la ley, sin preguntarse si es justa o no. Que esto lo diga la derecha, partidaria del ordeno y mando, es lógico; que lo secunde también la oposición de izquierda solo es atribuible a su actitud claudicante.

La película es muy oportuna. Nunca está de más que la gente, las generaciones actuales, que dan por descontado el nivel de derechos de que disfrutan (por ejemplo, el derecho a votar), sepan que conquistarlos costó mucho trabajo, mucha lucha, mucho sufrimiento y hasta muertes. Ya con eso la película estaría justificada por su aportación a un relato, el de los orígenes del feminismo, que no suele aparecer en los circuitos. Pero hay más porque, con gran habilidad, la historia enriquece el contexto en que se da la lucha por el sufragio, recordando que las mujeres eran tratadas como menores de edad a todos los efectos civiles, necesitadas de la tutela masculina (padre, marido, hermano) para ejercitar derechos elementales como una compraventa. La igualdad jurídica se da hoy por supuesta y sigue siendo falsa. En la película se dice que las mujeres cobran menos que los hombres en los empleos y, además, trabajan un tercio más de horas. Y eso, ligeramente modulado, sigue siendo así hoy. También se denuncia que están sometidas a malos tratos y acoso sexual por sus jefes, cosa que igualmente pasa hoy día. Y eso sin mencionar la violencia machista de triste actualidad.

El relato singulariza el ejemplo histórico del movimiento sufragista radical en una peripecia individual de una empleada de una lavandería en muy malas condiciones laborales. Ello le permite mostrar cómo el movimiento sufragista era interclasista. Emmeline Pankhurst era por entonces la viuda acomodada de un abogado de éxito. Su transversalidad fue una fuerza a la hora de afrontar la sujeción de la mujer, como tituló su libro John Stuart Mill, el gran defensor de los derechos femeninos; libro que tendría gran impacto en España, traducido como La esclavitud de la mujer. Y afrontándola seguimos porque, aunque se ha avanzado mucho desde los tiempos de las Pankhurst, queda aún muchísimo por hacer. La sociedad patriarcal apenas ha cedido en su poderosa maquinaria de opresión de las mujeres y, en cambio, ha conseguido una verdadera legión de defensores (¡y defensoras!) para quienes la igualdad de género es ya un hecho y no ha lugar a más medidas remediales de una situación de sostenida desigualdad que no aceptan

Esa misma transversalidad, en cierto modo, es la que explica que, a raíz de la primera guerra mundial, Emmeline Pankhurst reorientara su ideología y acción en un sentido favorable a la guerra contra los hunos germánicos. Luego de la concesión del derecho de sufragio a la mujeres mayores de 30 años, Pankhurst entró en la Cámara de los Comunes como diputada del Partido Conservador. En su epílogo narrativo final, la película relata los años en que se fue implantando el derecho de sufragio femenino en los distintos países del mundo, pero no hace mención a esa evolución político-ideológica de la famosa sufragista. No está de más recordar asimismo que el Partido Laborista Independiente, al que quiso afiliarse hacia fines del siglo, la rechazó por ser mujer,  

diumenge, 22 de novembre del 2015

Cuando Bárcenas tiró de la manta.

Después de intentarlo varias veces inútilmente, por fin conseguí alquilar en la red la película de David Illudain sobre Bárcenas, interpretada por Pedro Casablanc (Bárcenas) y Manuel Solo (juez Ruz) con guión de Jordi Casanovas. Es una bomba. Reproduce al pie de la letra las declaraciones del ex-tesorero del PP ante el juez Ruz en la Audiencia Nacional en las que revela la trama de financiación ilegal del partido durante veinte años, los cobros y pagos en negro, los sobresueldos periódicos de algunos de los principales dirigentes, especialmente Mariano Rajoy y Maria Dolores Cospedal a los que Bárcenas afirma haber entregado en mano 25.000 euros a cada uno.

La película está rodada sobre una obra de teatro del mismo Casanovas, titulada Ruz-Bárcenas, dura algo más de una hora pero te deja atornillado a la silla del principio al final. Y eso que no tiene acción, pues consiste exclusivamente en el interrogatorio de Bárcenas cuando este, en 2013, se decidió a tirar de la manta y dar todos los nombres de políticos involucrados en la corrupción (Rajoy, Cospedal, Arenas, Trillo, Cascos, etc) y los empresarios que se supone financiaban al partido en negro (Villar Mir, Luis del Rivero, etc.). En realidad es un documental, un testimonio directo, en el que la dramatización, al operar sobre la frialdad de una deposición judicial, añade extraordinaria fuerza. La fuerza de la verdad.  

B es un resumen y una requisitoria del grado de corrupción y podredumbre a que ha llegado el país de la mano del principal partido de la derecha. El mero hecho de que esa situación haya dado para una pieza de teatro y un film es buena prueba de la degeneración del sistema de la segunda Restauración. A la que se añade la asombrosa circunstancia de que, tras saberse lo que se sabe, aquí no haya dimitido nadie.

Al contrario, la película, que se financió mediante crowdfunding, con más de quinientas personas sufragando los gastos, ha tenido que luchar contra una muy esperable campaña de silencio y ocultación en los medios. Solo hay 16 copias en circulación, apenas se proyecta en cines comerciales, nada en la televisión, por supuesto. Un boicoteo en toda regla.

Sin embargo, su visionado debiera estar abierto al público. Saber el grado de depravación y granujería de los gobernantes es un buen comienzo para iniciar la catarsis que el país necesita si quiere sobrevivir a esta trama de auténticos depredadores.

Quien quiera alquilarla o comprarla, la tiene aquí.

diumenge, 18 d’octubre del 2015

Cuentos góticos.


Lo mejor de esta película recién estrenada de Guillermo del Toro es el título. Y no por lo que dice sino por lo que insinúa engañosamente. Como la película. El original es Crimson Peaks. La versión  La cumbre escarlata se aparta de la literalidad del texto, ya que crimson en español es "carmesí", mientras que "escarlata" da scarlet. El responsable habrá pensado que "escarlata" es más común e identificable y quizá menos extraña y rebuscada que "carmesí". Y más literaria. Hay varios escarlatas en la literatura de diferente tronío: la Pimpinela escarlata, de la baronesa d'Orczy, La letra escarlata, de Hawthorne y el Estudio en escarlata, de Conan Doyle, que yo recuerde. Si le añadimos el "cumbre", que remite a las borrascosas de la Brontë (aunque estas eran heights) ya tenemos un título apañado y sugestivo. A los españoles, sin embargo, también nos hubiera parecido bien La cumbre carmesí, porque sabemos lo que es desde El manuscrito carmesí, de Gala. Además, sospecho que hace más justicia al tono del color. La arcilla mojada oscurece y, fundida con la nieve, da un rojo grana, como se ve en las imágenes, más que el rojo vivo del escarlata.

En cuanto a la película en sí, poco que decir. Es de género de terror, una historia gótica con todos los topicazos de rigor, algo de gore que haga juego con el color del título y unos fantasmas sacados del dominio de los efectos especiales de Guillermo del Toro, el director y especialista en ellos. Tiene mucho oficio el mexicano Del Toro. Dirigió también dos films de tema español y más concretamente de la guerra y la inmediata postguerra civil, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno. El mucho oficio, puesto al servicio de productos comerciales, mata la creatividad y la originalidad. La cumbre escarlata es una historia traída por los pelos, con un  argumento un poco de risa, un aroma de cuento de Barba Azul y un guión confuso, cuya función es meternos una Mansión Usher a lomos de un relato trivial.

Aunque tiene un punto fuerte que, de haber girado la historia en torno suyo, el interés hubiera sido distinto, mucho mayor. Pero quizá no hubiera podido producirse ni distribuirse por razones morales. El fundamento de la trama versa sobre un tabú cuya naturaleza no puedo revelar sin destripar la película. Y no debiera ser así, pero lo es precisamente porque el tabú, en efecto, se toca, pero no se investiga, ya que queda sumergido en las truculencias góticas de los negros pasillos, los sótanos oscuros, las puertas que se cierran solas y resto de artimañas del género. Justamente esta es la base de la crítica a estos productos falsos a fuer de comerciales, y una buena ocasión para mostrar cuán oportuna es: La letra escarlata es un estudio en profundidad del tabú del adulterio en la sociedad puritana y una de las más hermosas novelas de todos los tiempos. En su película, Del Toro se limita a señalar su tabú, pero no profundiza en él, a pesar de que tiene una carga de interés mucho mayor que el conjunto de aventuras y pintorescas ambientaciones que devoran el relato. Al contrario, lo que viene a decirse en la película es que el tabú protege del horror y del mal que se desencadenan cuando se rompe. Un punto de vista perfectamente vulgar.

 Destripar este tema a base de topicazos y efectos especiales quizá sea muy taquillero, pero es imperdonable. 

dijous, 8 d’octubre del 2015

Rosemary's grandson.

He visto todas las películas de Alejandro Amenábar excepto Mar adentro, sobre mi tocayo Ramón Sampedro. No tuve estómago. En general, las he encontrado aceptables, aunque sin llegar al grado de alabanza que muchas veces se le tributa. Tesis tenía la frescura de obras primeras. Los otros, cierto encanto por ambientación. Abre los ojos es curiosa y alambicada intriga. Ágora, una buena y justa historia, la que más me gustó. En juicio resumido, aprecio por un director con personalidad, oficio y audacia, bien situado sobre la media de los cineastas hispanos. En guardia por una tendencia a los recursos baratos, alguna pretenciosidad, muy rebuscada, imitativo y escasa originalidad expresiva y narrativa. Aunque con habilidad para pasar por rompedor.

Según  noticias, Regresión, recién estrenada, estaba rompiendo marcas de taquillas y atrayendo espectadores a cientos de miles, haciendo incluso que algunas salas subieran los precios para aprovechar el tirón. Nos compramos las palomitas en envase familiar y nos plantamos a verla con gran expectación. El cine estaba vacío y nosotros mismos soportamos la proyección hasta el final solo por no parecer descorteses. Se ve que esto del impacto del film va por barrios.

Contar historias de terror gótico y elementos satánicos en los Estados Unidos tiene sus dificultades obvias de ambientación. No hay viejos castillos, ni húmedas mazmorras, no existen subterráneos misteriosos, cementerios abandonados ni conventos con lúgubres pasadizos. Y aunque uno sitúe la acción en los años noventa del siglo XX para ir de antiguo, los personajes se desplazan en Buicks kilométricos y se paran en los semáforos, aunque no siempre. Relatar la historia en un pueblo perdido de Minnesota no añade un gramo de misterio, por más que uno la ruede solo por las noches de forma que los personajes parecen todos noctámbulos y llene el escenario de viejos galpones con puertas desvencijadas que baten con el viento, naves imponentes de iglesias a media luz, gentes con capuchas y figuras entrevistas con ráfagas de luz. Todo eso y el resto de trucos de terror, planos, close ups, travellings inquietantes, ya viejos en tiempos de los estudios Hammer, no evitan que la película resulte plúmbea y sin el menor interés a la media hora.

La historia tiene un parecido de familia con Rosemary's baby (1968), de Polanski, otra fábula de íncubo satánico en el Nueva York del siglo XX, pero cien veces mejor. Demasiado parecido. Como, además, el argumento versa sobre un confuso combate por la prevalencia entre la superstición y la mentalidad científica sin atreverse a dar paso a lo imposible, como en la película del director polaco, además de aburrido, es decepcionante.

Se da a entender que el film pretende denunciar un par de fraudes: las creencias sobre ritos satánicos propagadas por televisiones de ínfima calidad en los Estados Unidos y las pretensiones seudocientíficas de la llamada "terapia de regresión" en Psicología, una forma de hipnotismo seguramente tan falso como el mesmerismo. Pero lo hace en el contexto de un relato de terror extremadamente convencional que le quita toda la validez a la idea. Salvo que..., sí, efectivamente, salvo que la peli sea de risa, en cuyo caso no habría nada que decir. Pero entonces sobran las advertencias del principio y del final ("una historia basada en un hecho real") con sus pretensiones de denuncia. A no ser que, en efecto, la finura de la ironía llegue al extremo de tomarse a chanza estas advertencias también. Como película de humor está muy lograda.  Las misas negras y los sangrientos crímenes satánicos son de carcajada.  Claro que el resto de los efectos y recursos están más vistos que las películas de Drácula.

Si la película va en serio, tiene mucha gracia y, si va de graciosa, es insoportable.

diumenge, 13 de setembre del 2015

Sherlock Holmes inmortal.


En El último problema, escrita en 1893, Sherlock Holmes muere peleando con el malvado Moriarty, al despeñarse ambos en la catarata de Reichenbach, en los Alpes suizos. Pero, como es bien sabido, el público no aceptó que Doyle pusiera fin a la vida del que quizá sea el más famoso detective de todos los tiempos y se elevó un clamor para que este "resucitara" como, de hecho, sucedió en 1903, cuando Doyle publicó La aventura de la casa vacía, en la que Holmes reaparece en una acción situada en 1894 y explica a Watson que, en realidad, no murió en lucha con Moriarty, sino que simuló su muerte para escapar de sus enemigos. Conan Doyle siguió, pues, satisfaciendo la demanda de Holmes hasta 1927. En la última historia, titulada Su último saludo en el escenario, Holmes se retira a una pequeña casa de campo en Sussex, en donde dedica su tiempo a la apicultura. Durante su retiro sabemos que todavía resolvió un caso más, el de la historia de La melena del león. Luego, silencio. No sabemos cómo murió Holmes.
 
Ahora, Bill Condon, basándose en una novela de Mitch Cullin  de este mismo año, lo trae a la pantalla en su retiro de Sussex pero veinte años después, en 1947. Holmes tiene 93 años, sigue cultivando abejas y lucha contra el Alzheimer, que va haciendo rápidos progresos. Si algo tenía que mortificar a aquel detective genio de la deducción y la lógica basada en una atención casi enfermiza a los hechos era la pérdida de la memoria. La historia arranca al regreso de Holmes de un viaje al Japón, a donde ha ido a buscar unas raices de pimentero japonés a las que se atribuyen propiedades regenerativas superiores a las de la jalea real. Todo ello se desencadena cuando el detective recibe la noticia de la muerte de su hermano Mycroft y se pasa por su club Diógenes, a recoger sus pertenencias.
 
El núcleo del argumento es una lucha oir recuperar la memoria. La historia se refiere a un caso final del que apenas recuerda retazos, pero a cuya solución atribuye él ahora su decisión de retirarse sin que, sin embargo, tenga una idea clara de por qué. Curiosamente, ha de ser el caso que más le importe en la vida porque, en cierto modo, es sobre él mismo y constituye su gran fracaso. A la tarea le ayuda el hijo de la señora que atiende al detective retirado, con el que establece una curiosa relación. Los dos, el viejo, Ian McKellen, y el niño, hacen sendas interpretaciones espléndidas y la madre no se queda atrás. Un triángulo en el que se cruzan historias, sentimientos, recuerdos, ricos e intensos que van creando un clima de suspense muy bien enmarcado en una ambientación espléndida, algo agobiante y unos exteriores magníficamente fotografiados.
 
La cuestión es el caso que Holmes trata de recordar escribiéndolo en un relato que va dejando leer al niño según lo produce. Holmes escribiendo es, en realidad, una rareza. De la abundante producción de Conan Doyle, casi toda ella simula estar escrita por Watson, alguna otra -algunos escasos títulos- por el propio Doyle y solo dos historias por Holmes. Esto permite al novelista y a la película algunas familiaridades, como cuando Holmes explica a sus huéspedes japoneses -que parecen saberlo todo de él- que nunca fumó en pipa y jamás llevó el gorro de caza, pues eran invenciones de Watson. Holmes aprovecha así para dar rienda suelta a su desprecio por la ficción y la fantasía, al tiempo que está escribiendo sus recuerdos que, en el fondo, son otra fantasía.
 
Después de diversas peripecias, la historia se resuelve felizmente y Holmes recuerda cuál fue el acto fallido que su memoria se negaba a registrar pero que lo había llevado a retirarse de la profesión y, por último, a tratar de recuperarlo. No lo comentamos más aquí por no destripar el suspense pero sí señalaremos que se trata de la única vez en que Holmes está a punto de sucumbir en un lance de amor. Ello implica cierta heterodoxia de parte del novelista ya que, como se sabe, Holmes fue siempre un impenitente soltero con una relación muy esquinada con las mujeres. La única vez que él y Watson se separan es cuando el doctor se casa, si bien regresa luego a la famosa vivienda de Baker Street cuando queda viudo. La película incluye una última participación de Watson en la historia que Holmes nonagenario trata de desentrañar mediante la cual, aquella parece tener un final que no es el real. Pero Watson ha dejado una pista y esa es la que, descubierta por el niño, lleva a la solución final.
 
Supongo que entre los fanáticos de Holmes habrá quienes reprochen el sacrilegio de que un extranjero y, además, estadounidense, ponga sus manos en la memoria del héroe, pero la verdad es que la historia está lograda. Mezcla con habilidad rasgos holmianos tradicionales -sobre todo en cuanto a su fabulosa capacidad deductiva- con un espíritu romántico y melancólico, especialmente visible en ese recurso de juntar un anciano y un niño en una relación de trasmisión de la llama de la vida y, en este caso, el espíritu lógico. 

dissabte, 11 de juliol del 2015

El toque español.

Los cines Verdi de Madrid tienen en cartel una interesantísima película casi desconocida, dirigida, guionizada e interpretada por Fernando Fernán-Gómez sobre una novela de 1960, de Juan Antonio de Zunzunegui. Rodada en 1963 y estrenada en 1965, formaba parte de una trilogía cuyas dos primeras partes tuvieron cierta difusión. Esta, en cambio, desapareció de los circuitos, no se pasó por la televisión y es considerada como la "película maldita" del director. Todo a causa de los problemas con la censura franquista y que, si no fueron a más, se debió, probablemente, a que Zunzunegui era un escritor falangista, académico y bien visto por el régimen.

El film pasa por ser una muestra de realismo español con gran influencia del neorrealismo italiano de la época. Cierto, hay muchos elementos narrativos que recuerdan los relatos del cine italiano de ese género. Pero su nudo esencial -mejor dicho, sus dos nudos entrelazados- se narran con una perspectiva profundamente española. Es un realismo, un naturalismo si se quiere, alejado del espíritu amable, crítico, pero desenfadado del neorrealismo italiano, de carácter más duro, melodramático y truculento de la tradición española.

La historia refleja de modo inevitable por la época del rodaje un momento de transición entre la España autárquica del subdesarrollo y la España desarrollada de los sesenta. Las formas comienzan a cambiar tímidamente pero el peso del pasado, sus usos y costumbres, es aún atosigante, cosa que se registra en la narración de modo involuntario. Las fuerzas represivas, los militares, la autoridad, la Iglesia, están llamativamente ausentes. Y más aún, las dos únicas manifestaciones, el padre de familia, un guardia municipal, y uno de los hijos, un seminarista fracasado, pueden verse casi como caricaturas de aquellas. Pero, en realidad, no hacen falta. En los años sesenta, la sociedad ya ha interiorizado el superyo impuesto a tiros por los vencedores de la guerra. Los niños han sido educados en el nacionalcatolicismo más ramplón y miserable de obediencia y sumisión. Los adultos han olvidado ya qué era la libertad, los derechos y la dignidad de las personas. El imperativo social es sobrevivir como sea en un ambiente de control asfixiante, tratando de aprovecharse todo lo que se pueda y de no significarse en demasía pues eso es peligroso.

La trama, muy poderosa, se separa bastante del realismo ambiente. Está dividida en dos vectores, ambos de carácter fuertemente literario. De un lado, una historia de perdición personal del protagonista, un ludópata adicto a las quinielas que ocasiona finalmente una tragedia, y, por otro una de odio entre dos hermanas que asimismo acaba en tragedia. Esta segunda rompe algo los moldes del realismo porque es muy original. De hecho, al escribir "odio entre dos hermanas" me doy cuenta de que es una situación tan poco tratada en la literatura que carece de adjetivo paralelo al de cainita. No es fácil encontrar historias de odio entre hermanas. La más cercana que se viene a la memoria es la de ¿Qué fue de Baby Jane? y no incluye odio simétrico como esta. En sí mismo este choque, que materializa una oposición primitiva entre el bien y el mal, el pecado y la virtud, tiene un elemento teatral, procedente, supongo, de la circunstancia de que Zunzunegui, además de novelista, fuera crítico teatral y se introduce a sí mismo en la narración como uno de los personajes, precisamente crítico de teatro y, por cierto, bastante difícil de encajar en el realismo de la obra.
El toque español está en esa obsesión generalizada con los asuntos sexuales y la mezcla de autoritarismo indiscriminado (compatible con cierto paternalismo en las relaciones laborales que hoy llama la atención), con el machismo más subido, el maltrato a las mujeres resignadamente aceptado, la hipocresía de las relaciones familiares y el grado de estupidización de las gentes, visible en unos originales flash backs de un concurso de "Miss Maravillas" y unos planos de un partido de fútbol con las gradas abarrotadas, como de costumbre.
 Los exteriores y los planos de interior son escrupulosamente realistas y quien quiera saber cómo se vivía en España a fines de los 50 y comienzos de los 60, específicamente en el barrio de Maravillas de Madrid, el de Rosa Chacel de antaño y el patio Maravillas hogaño, que vaya a ver la película, cuya ambientación es impecable porque no es ambientación sino la realidad cotidiana misma. Puro realismo. Y una película extraordinaria, con gran dirección e interpretación y algunos defectos de guión.
La España de ayer y de hoy.

dissabte, 30 de maig del 2015

El corazón de la guerra.

En algún momento de 1929, el editor parisino Bernard Grasset recibió por correo el manuscrito de una novela titulada David Golder, la historia de un banquero judío y sus problemas familiares. El envío no tenía remite. Solo un apartado de correos. Decidido a publicar la obra, Grasset, finalmente, pudo tratar con la autora: una joven rusa de Kiev, de 26 años, licenciada en Historia del arte por la Sorbona, que acababa de tener su primera hija y hablaba y escribía un francés perfecto. La novela se publicó y consagró de inmediato a Némirovsky como una figura de primer orden en el mundo literario francés de los años treinta, una autora prolífica que sobresalía en todos los géneros, novela, ensayo, teatro. Brillaba con luz propia en un ambiente dominado por el surrealismo y la literatura patriótica. Tenía, además, una intensa actividad política de extrema derecha y, aun siendo judía, fuertemente antisemita. Todo tiene su explicación.

Némirovsky nació en 1903, hija de un próspero banquero judío y se benefició de una educación exquisita, aprendiendo francés desde niña. Llegó a dominar siete lenguas, entre ellas el ruso, el francés, el inglés, el italiano, el euskera y alguna otra que olvido porque siempre me paro a pensar por qué aprendería euskera, pues no era lo habitual en una jeune fille rangée. Los Némirovsky huyeron de Rusia con la revolución de 1917, pasaron por Finlandia, Suecia y, finalmente se asentaron en París, en donde Irene hizo sus estudios, se casó con otro banquero -o bancario- judío, Michel Epstein con quien tuvo dos hijas, Dénise (1929) y Élisabeth (1937). Sus ensayos políticos nacionalistas y antisemitas no les sirvieron para que Francia les otorgara la nacionalidad en 1938, a pesar de ser un ejemplo de lo que se conoce como una self hating jew o judía que se autoodia. Por fin, al estallido de la guerra, Irene, su marido e hijas se convirtieron al catolicismo. Tampoco les sirvió de nada. Epstein tuvo que dejar la banca. Clasificados como judíos, se refugiaron en una pequeña ciudad cercana a París en 1940, en donde Nemirovsky pudo observar durante dos años los efectos de la ocupación alemana de Francia. Fue deportada en 1942 y murió de tifus en Auschwitz al mes de llegar. Su marido siguió sus pasos y también murió asesinado en Auschwitz. Cuando vinieron a buscarla para llevársela le dio tiempo a entregar una pequeña maleta a su hija diciéndole que partía para un largo viaje.

Ella no volvió y la maleta no se abrió hasta cincuenta años más tarde. Allí yacían los manuscritos de las dos primeras partes de una novela que estaba planeado tuviera cinco, bajo el nombre genérico de Suite francesa, llamadas a su vez "tempestad en junio" y "dolce". Fue una conmoción. Se publicó en 2004 y ganó el premio Renaudot de ese año. Los dos libros narraban la ocupación nazi de Francia. El primero, más al modo de la literatura experimental, al estilo de John Dos Passos, cuya trilogía sobre los Estados Unidos había puesto de moda una especie de polifonía narrativa, descomponiendo la historia en fragmentos que se entrelazaban, narra el éxodo de los parisinos por las carreteras y caminos de Francia hacia el Sur, huyendo de los alemanes. El segundo centra el foco en la ciudad en que el matrimonio se refugió y describe y profundiza en las relaciones entre los soldados ocupantes y la población ocupada que se ve obligada a albergar al enemigo.

Dos observaciones al desgaire: un tema este, el de la ocupación, del que la literatura y el ensayo franceses no gustan hablar y visto con los ojos de una extranjera que no fue aceptada como ciudadana francesa. Para un lector español, estas largas colas de refugiados con sus enseres, sus carros, sus bultos, las bestias, las camionetas, todos sin dejarse pasar en dirección al sur evocan otras hileras en iguales circunstancias de españoles republicanos huyendo hacia el norte para escapar de Franco. Nemirovsky no lo menciona. Ni tiene por qué. Bastante tragedia se encuentra ella.

La crítica saludó Suite francesa como un intento de moderna Guerra y Paz y algo de eso tiene. Casi parece premonitorio que el segundo libro termine en el momento en que la guarnición ocupante en la ciudad recibe orden de marcha para incorporarse al frente del Este, que acaba de abrirse en junio de 1941. Además el relato se concentra en una docena de personajes en tres órdenes sociales distintos: la nobleza, los burgueses terratenientes y los campesinos. Los primeros, los más familiares a Némirovsky están muy bien trazados, el tercero es más confuso, como el de los mujiks de Tolstoy, pero también recibe su atención. La historia cristaliza en torno a la incipiente relacion amorosa entre el oficial alemán, Bruno von Falk, y la nuera de la dueña de la propiedad, Lucille Angellier, cuyo marido está prisionero en algún ignoto lugar alemán. Llegados aquí, obviamente, Guerra y Paz se mezcla con Ana Karenina.

La película de Saul Dibb que acaba de estrenarse es una versión libre del segundo libro. El primero se resume hábilmente en algunas escenas del comienzo en las que asistimos a la congestión de las carreteras con los refugiados en un viaje en coche que hace Mme. Angellier con su nuera para cobrar las rentas de los aparceros, lo cual, además, ya nos orienta en la tensa relación entre la suegra y la nuera, muy en el espíritu de Némirovsky que siempre se llevó mal con su madre. La referencia se corona con unos planos en los que vemos cómo los aviones de Luftwaffe bombardean y ametrallan a la población civil. De este modo, el guión ha sintetizado muy bien el primer libro con dos toques de impacto. El resto de la película, por cierto con muy buena fotografía, son ya las historias más o menos entreveradas de tres familias, la del vizconde de Montmort, alcalde del lugar, la de la burguesa terrateniente Anguillier y la del campesino Sabarie, así como los conflictos que genera la convivencia del día a día entre ocupantes y ocupados. Por supuesto, gracias a su posición, los Montmort no tienen que albergar a ningún ocupante. Los Angellier han de acoger a un oficial culto, refinado, que habla correctamente francés. El resto de la población, ya se sabe, suboficiales y soldados.

El guión cambia muchas cosas del texto original y todos los cambios van siempre en la misma dirección, esto es, a terminar, concretar, visualizar situaciones que en la novela solo están sugeridas o apuntadas. Seguramente es lo más sensato dado que la película tiene que narrar una historia que, en sí misma, no termina, ya que había tres libros más en el ánimo de la autora en los cuales, sin duda, estos personajes volverían a aparecer y sus historias tomarían otros rumbos, ¿quién sabe? Por eso en la película se consuman cosas que en la novela no se dan y otras tienen un contenido distinto. Pero todo eso da igual. La historia es muy bella y está muy bien contada.

Además, el guión se las ingenia para dar la relevancia que merece al núcleo de la filosofía vital de Némirovsky quien con frecuencia reflexiona sobre el sentido de la vida del soldado, la ocupación militar y las relaciones entre vencedores y vencidos siempre con mucha profundidad psicológica. El oficial Von Falk explica a Lucille que los militares están educados en el espíritu de la colmena, que son como un enjambre. Pero reconoce que lo que tiene valor en la vida es la acción, la decisión individual, la responsabilidad por los propios actos. Es un individualismo teñido de heroismo nietzscheano, que formaba parte de la educación de las elites rusas de la época. Nietzsche aparece mencionado expresamente. Los guerreros son guerreros por espíritu de la colmena pero lo que verdaderamente hace al guerrero es ser capaz de imponerse a la colmena.
 
Nazis buenos,  caballerosos, cultos; franceses malos, mezquinos, ignorantes. Los ojos de la extranjera que muchos considerarán una traidora, movida por el rencor de no haber conseguido la nacionalidad francesa.  La novela es buena, sin duda, aunque no sé si para darle un premio tan importante. Pero la cuestión interesante es por qué se lleva al cine. A primera vista podría decirse porque es una visión desmitificadora de la ocupación. La película no deja de mencionar la abundancia de denuncias anónimas a las autoridades de ocupación de unos franceses contra otros franceses.  
 
Pero esta explicación me parece insuficiente. Me inclino más por la de la fascinación que ejerce toda la historia. Suite francesa es una especie de crónica literaria de unos acontecimientos vividos en primera persona. Idealizados e interpretados hasta el extremo de crear una realidad ficticia que pretendía superponerse a la realidad verdadera que finalmente se manifestó en forma de una orden de deportacion por ser "una persona apátrida de origen judío". Lo que ella había tratado de evitar toda su vida, ser parte de la colmena.

NB (31 de mayo). Mi querido amigo Juan Maldonado Gago me aclara la cuestión de por qué Irène Nemirovsky aprendió euskera. Está en este enlace que me envía: http://www.nabarralde.com/es/munduan/8244-la-vida-vasca-de-irene-nemirovsky. Mi suposición es que, así como aprendió francés con una institutriz francesa, al ser rica su familia, veraneaba en lugares vas de lujo: Hendaya y Biarritz y allí aprendería la lengua. Cosa interesante porque, en cambio, no hablaba español.

dimarts, 26 de maig del 2015

Mira cómo me muevo.

Efusivas felicitaciones a la Fundación Canal (Madrid) por traer esta originalísima, cautivadora, fascinante exposición largamente esperada en estas tierras. En 2011, alguien en la Barbican Art Gallery, de Londres, tuvo la genial idea de hacer una exposición de películas de animación. No solo películas de dibujos animados, esto es, lo que en inglés llaman animation 2D, sino también con volúmenes ya que, siendo una exposición completa, que abarca 150 años, tiene muestras de las primeras películas, de los hermanos Lumière o de Mèliés, que incluían objetos, muñecos, maquetas y también de las últimas en las que, además, se mezclan dibujos con seres humanos o se hacen a base de CGI (imágenes producidas por computadoras), es decir, animation 3D. La exposición anduvo por el mundo, recaló en varios lugares, como el Detroit Institute of Arts y de ahí parece haber llegado por fin a España. Pues es un acontecimiento de primera.
 
La exposición está montada con gusto, con paneles, pantallas de proyección y espejos que le dan cierto aire inquietante. Consiste en una serie de metrajes de duración variable de más de cien películas de animación, desde Hotel eléctrico (1908), del español Segundo de Chomón, hasta Vals con Bahir (2008), del israelí Ari Folman. Quien quiera verla como merece, mirando todas las películas, necesitará por lo menos cuatro horas. Es decir, la mayoría tenemos que ir en varias ocasiones, lo cual no es gravoso económicamente porque, por fortuna, la entrada es gratuita.
 
Pero merece la pena verla. Me atrevo a decir que todos los seres humanos hoy vivos hemos nacido y crecido en un mundo en el que el cine de animación es esencial. No se trata solamente de que todos los seres humanos (vivos, muertos y requetemuertos) hayan contemplado imágenes en movimiento. Ya se sabe que en el último tercio del siglo XIX, gracias a los avances de la fotografía, se aceleró la carrera por proyectar imágenes animadas en una tradición que venía ya de las sombras chinescas de la Ilustración. Hay quien dice, incluso, que las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux también estaban animadas porque parecían moverse a las titilaciones de la luz de las antorchas. Puede ser. Pero la experiencia de los vivos, de todos los vivos, es el cine. En el mundo occidental, prácticamente todas las personas (excluidos casos como los que se vieron en las misiones pedagógicas) tienen recuerdos infantiles de dibujos animados y animaciones en general y la inmensa mayoría, hoy, a través de la televisión, es decir, cercanos, inmediatos, domésticos. En muchas casas, los Simpsons son como si fueran de la familia.
 
El cine de animación es una especie de nervio de la cultura contemporánea. Está oculto, pero la mantiene viva. Una mentalidad patriarcal nos hace a veces menospreciar estos productos por infantiles. Otras, nos ponemos críticos y los escudriñamos en busca de los mensajes ideológicos ocultos o no tan ocultos que acarrean. Suele haber acuerdo en que Bambi o Dumbo son  una ñoñería que, con probable injusticia, adjudicamos a los niños. Pero no es raro que alguien nos coloque una teórica sobre la sospechosa sexualidad del Pato Donald, que tiene una novia, Daisy, con la que no se casa y tres sobrinos que nadie sabe de dónde han salido. Son visiones negativas. Pero, si escarbamos en nuestros recuerdos de infancia y adolescencia, encontraremos héroes, heroinas y situaciones y aventuras mucho más presentes en nuestras memorias que parientes tampoco tan lejanos.
 
Añádese a ello que la propia arte/industria de la animación ha roto las barreras biográficas colectivas. Las "historias para adultos" saltaron de la literatura al comic y de este al cine repetidas veces y  contribuyeron a eso que se llama la cultura popular, apocopada después en pop cuando, a su vez, pasaron a la pintura. Basta ver la obra de Andy Warhol o Roy Lichtenstein. O del comic a la política. Basta ver las publicaciones de la Internacional Situacionista. Un ejemplo que puede seguirse en la exposición: la leyenda judía del Golem, del siglo XVI, se recoge y reinterpreta en la novela de Gustav Meyrink en 1914 y pasa al cine en la trilogía Der Golem, de Paul Wegener (1915-1920), si bien no está basada en la novela del checo, influye sin duda en la versión de Frankenstein que hizo James Whale en 1930,  tiene otra versión de Julien Duvivier en 1936, rueda por varios comics  y algún corto reciente que se exhibe en esta esposición y  emerge finalmente en la figura arrasadora del Incredible Hulk (1962), de Stan Lee y Jack Kirby que, desde entonces, ha conquistado el cine y las series de televisión.
 
Se presta mucha atención a la genealogía de las figuras, los procedimientos, las técnicas. Algunas de estas son muestras habituales en exposiciones de fotografía histórica o los orígenes del cinematógrafo, como las famosas secuencias fotográficas de Etienne-Jules Marey o Eadweard Muybridge, o los balbuceos de las imágenes en movimiento, como las Fantasmagories (1908), de Emil Cohl o las cerillas de Melbourne-Cooper, por no hablar del baile de los esqueletos de los Lumière. Pero lo más llamativo, al menos para Palinuro, son los antecesores del Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg. El primer ejemplo de dinosario en la pantalla, manifiestamente el antecesor del de Spielberg, es Gertie the Dinosaur (1914), de Winsor McCay, que es quien dio con el título de la exposición, usado en una de sus producciones: Watch Me Move ("Mira cómo me muevo"). Luego vinieron otros en la línea como "el dinosaurio y el eslabón perdido" (1917), de Willis O'Brien y "el mundo perdido", del mismo autor en 1925. Igualmente, el primer King Kong, de Cooper/Schoedsack (1933) se convierte en la digitalizada criatura de Jackson en 2005 pero el mensaje es el mismo: la bella y la bestia.

Este mensaje está apenas insinuado, pero la historia sigue idéntica pauta: el contraste entre la naturaleza ciega y brutal y el mundo civilizado, hecho de codicia, lujo y falsedad y en el que hasta los sentimientos más nobles son objeto de mercadeo pero se mantienen puros en los seres irracionales. De seres irracionales que "sienten" o "razonan" está plagado el reino literario de las fábulas, que constituyen una puntal esencial del saber convencional contemporáneo: la hormiga hacendosa, el astuto zorro, el lobo taimado, el cuervo vanidoso, todos ellos tienen acomodo en el cine de animación que cuenta con series enteras de ratones, gatos, osos, perros, pájaros, conejos, leones y hasta leones cobardes, como en El mago de oz que, por cierto, no estaba en la exposición. 
 
Habiendo ya vencido a  mitad de ella el prejuicio de que la animación es cosa de críos, a lo que ayuda la contemplación de algunas piezas de Jan Svankmajer (1983) o de los inquietantes hermanos Quay (2000), de esos que se encuentran en las exposiciones de arte contemporáneo más rompedor, puede uno ir picoteando aquí y allá en busca de las figuras o las imágenes  que lo hayan impresionado a lo largo de la vida, y reexaminarlas.  
 
Predomina la producción estadounidense y de factura comercial, como en la vida real. Pero también se atiende a otras manifestaciones. Hay metraje de "Rebelión en la granja" (Animal Farm), de Halas y Batchelor (1954), la primera peli inglesa de animación que tanto contribuyó a popularizar el nombre de Orwell durante la guerra fría. No sigo porque hay cientos de personajes y no terminaría. Y eso sin haber entrado en el jardín japonés que empieza con Godzilla, sigue con Mazinger Z y se multiplica hoy en una infinidad de figuras humanas, androides y ciborgs de refinadas tecnologías cuyos nombres no puedo retener. Como colofón me planteé dos preguntas en un alarde de autoexamen: 1ª) ¿qué nombre de animación me viene hoy el primero a la cabeza? 2ª) ¿qué figura de animación siento como más cercana, más mía?
 
Respuestas: 1ª) Bob Esponja. 2ª) Charlie Brown. Debo de ser un primitivo.

dijous, 14 de maig del 2015

007 y el fetichismo de la guerra fría.


A los de mi generación nos gusta pensar que los años sesenta fueron los años de los beatniks, Ginsberg, Dylan, Beatles, el LSD, Vietnam, mayo del 68, los hippies, Woodstock, Summerhill,  el inconformismo, la rebelión, la revolución. Y lo fueron.  Al menos para quienes así lo quisimos.

Pero también fueron los del bloqueo de Berlín, los asesinatos del Che, Lumumba, Martin Luther King, Kennedy, la descolonización, los "cuatro de Cambridge", la guerra fría, el sputnik, el primer tratado SALT, el espectacular desarrollo del capitalismo, el declive de los viejos imperios, el siglo americano y la sociedad de consumo.

Esa segunda es la que se refleja en la legendaria serie de películas de James Bond sobre novelas de Ian Fleming, producidas casi todas por la británica EON e interpretadas seis o siete de ellas por Sean Connery, cuya fama arranca de este papel, otras tantas por Roger Moore y el resto por Daniel Craig, Pierce Brosnan, Timothy Dalton y George Lazenby. No me falta ninguno porque he copiado la lista de aquí ya que no he visto todas las películas ni reconozco a todos sus intérpretes. Desde luego, una saga; una leyenda. Quizá una de las de más éxito del cine. Hace más de 53 años que se estrenó Dr. No (1962) y este año se estrenará la vigésima cuarta película, Spectre. No sé si hay algo parecido en la historia de la cinematografía y, desde luego, no lo hay en la de la literatura.

Porque la leyenda de 007 arranca de un novelista, Ian Fleming, que la inició con  una máquina de escribir portátil que puede verse en la exposición y muy parecida a una Hispano-Olivetti Pluma 22. De ese frágil artilugio nació uno de los héroes más populares de la literatura, unas aventuras traducidas a todas las lenguas, vendidas por millones y vistas en las pantallas por cientos de millones en todo el mundo. Exitazo total de mercado, producción en serie, en cadena, sociedad de la opulencia y el consumo, estrellato para Connery, las chicas Bond, los coches Aston-Martin o las motos BMW. Y pura ideología.

007 representa la insaciable pasión de la gente por las historias de héroes populares por entregas de fines del XIX y primeros del XX, la llamada literatura de cordel, las aventuras de Fantômas, Fu Man-Chú, Old Shatterhand y Winnetou, Sherlock Holmes, Rouletabille, el Corsario Negro, Sandokan, etc. Sin duda, Ian Fleming era un hombre culto, pasado por varias universidades en distintos países, periodista, militar, con una gran experiencia en asuntos de espionaje, inteligencia y guerra secreta durante la segunda guerra mundial. Conocía muy bien Alemania; hablaba la lengua y estaba muy al tanto del clima de enfrentamiento entre Occidente y la Unión Soviética pero sus modelos literarios fueron siempre los mismos: los thrillers de Hammett y Chandler y, en otro orden de cosas, pero muy determinante para entender su mundo, los autores ingleses glorificadores de las leyendas del Imperio H. C. McNeile y John Buchan, cuyos héroes, tambièn de saga, Bulldog Drummond y Richard Hannay, reemergen en James Bond, si bien ya no en tiempos de gloria, sino de decadencia.

El centro cultural Fernán Gómez es escala en la exposición británica que, bajo el título Designing 007. 50 Years of Bond Style celebra el medio siglo del héroe en la pantalla con 500 piezas que harán las delicias de los amantes de Bond, James Bond, por cierto a un precio prohibitivo, de escándalo, de 15 €, solo accesible a los Goldfingers de turno. El título mismo ya revela ingenuamente el fondo de la cuestión: todo lo de 007 es diseño, lujo, consumo, puro fetichismo. La glorificación del capitalismo industrial en su faceta más descarnada, en el que solo importa el éxito, el poder, el dinero y la vida humana no vale nada y menos que nada, la de las mujeres, puros objetos o instrumentos para matar según voluntades ajenas y dignas solo de usar y tirar. A eso lo llama la propaganda aparentemente crítica, el erotismo, el voyerismo, el sadomasoquismo del mundo 007. Términos excesivos para lo que no es otra cosa que ñoñería adornada con efectos especiales. Por supuesto, por debajo de las mujeres se encuentran las personas con alguna tara física, especie de símbolo de un submundo de seres malignos y odiosos, poblado de racismo subliminal de élite intelectual británica, vagamente relacionados con tipos eslavos, asiáticos, africanos, latinoamericanos a los que hay que exterminar porque son fanáticos dispuestos aniquilar el mundo libre por orden de sus jefes.
 
Estos, los jefes, los villanos, las distintas y refinadas personificaciones del mal también presentan forma confusas, pero suelen mostrar dos elementos comunes: tienen reminiscencias alemanas o soviéticas (nombres, apellidos, rasgos) y el propósito de dominar el planeta, destruir las sociedades occidentales y esclavizar a la humanidad para acabar con el mundo libre.
 
Como Fu Man Chú, vamos. Historias burlescas, exageradas, cómicas, que acarrean un mensaje maniqueo real acuñado en la guerra: nosotros y ellos, el bien y el mal.
 
Para eso los protagonistas se valen de unos artilugios en cuya confección intervienen a partes iguales la ciencia (mala) y los poderes satánicos y a los que se enfrenta 007 provisto a su vez de otros en los que interviene la ciencia (buena) y las potencias celestiales a las órdenes de SM británica. De forma que todas las películas de 007 tienen como plato fuerte los efectos especiales, muchos de los cuales, adelantados en su época, como se ven en la exposición. Y , lo dicho, las delicias de los bondianos: las mandíbulas de Jaws, los lingotes de oro de Goldfinger, pistola de oro de Scaramanga, el palacio de hielo de muere otro día, el traje espacial de Moonraker, el maletín de Desde Rusia con amor, etc. Un mundo de estilo, lujo, boato, refinamiento, fetichista, consumista, conformista, la autocomplacencia del capitalismo.
 
Mientras los bondianos disfrutan con los bombines/guillotina o los dardos emponzoñados, el visitante puede pasear melancólicamente por lo que fue el último intento de mantener viva la ilusión imperial británica en los tiempos de la acelerada decadencia, la idea de que Gran Bretaña todavía pintaba algo en el mundo de guerra fría y en el siglo americano. Una observación no embriagada de las hazañas de Bond verá que, en el fondo, el verdadero y semioculto objeto del desprecio de Fleming son los estadounidenses.

dimecres, 22 d’abril del 2015

El tema de nuestro tiempo.

Reitero el post de ayer para avisar del acto de hoy. El texto es el mismo.
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Pues sí, señor, ha acabado siendo el tema de nuestro tiempo. En el último barómetro del CIS ya ocupaba el segundo puesto en el orden de preocupación ciudadana solo por detrás del paro. Bien es cierto que muy por detrás. Al fin y al cabo, esto es España, país acostumbrado a un grado alto de corrupción. Pregunten por ahí a la gente si conoce personalmente a alguien que haya trincado. Seguro que sale un montón de mendas. El gobierno, sin ir más lejos, conoce a 704, pero no suelta prenda por razones obvias, porque muchos serán amigos suyos, si es que no son ellos mismos, que todo es posible en Madrid, ciudad sin mucha ley. Sobre todo después de veinte años de gobiernos neoliberales para los que las leyes suelen ser inútiles trabas burocráticas a la prosperidad de la libre empresa.

O sea, la corrupción como resultado de la acción mancomunada de un capital especulativo desaforado y unas autoridades complacientes a fuer de cómplices.

Estos jóvenes osados de Pandora Box han rodado un documental sobre la corrupción que, tras hacerlo hoy en la Universidad Carlos III, proyectan mañana en la cineteca del Matadero de Madrid, ese extraordinario recinto en donde antaño se sacrificaban las reses a miles y hoy se cultivan con refinado gusto las más variadas artes.

El documental contiene denuncias concretas de víctimas de la corrupción y aportaciones teóricas de autoridades y expert@s para ilustrarnos sobre el fenómeno. Luego parece que habrá un coloquio en el que me toca participar junto a Beatriz Talegón, cuya ardorosa defensa de causas justas siempre me impresiona.  Lo llaman docuforum y en él intervendrán tambien los directores del documental. Promete.

Lo anuncio por si alguien quiere ir. La entrada cuesta 3,5€.

dissabte, 4 d’abril del 2015

Espartaco vencerá.

Pero no sabemos cuándo. De momento lleva 2.000 años de derrotas. Pero no ceja. No puede. La rebeldía es su naturaleza y su razón de vivir. Y de morir.

Capitán Swing acaba de publicar un libro de memorias parciales de Kirk Douglas titulado nada menos que Yo soy Espartaco. El título se las trae y demuestra lo importante que fue esta película para Douglas. Quienes la  hayan visto recordarán el momento en que Espartaco se identifica ante el pretor Craso y, de inmediato, todos los hombres de su ejército gritan al unísono ¡Yo soy Espartaco!, un Fuenteovejuna mil quinientos años antes pero tan electrizante como él.

No he leído el libro, aunque me propongo hacerlo, pues su contenido, por lo que se ve en el magnífico artículo de Iván Reguera versa sobre la truculenta historia del rodaje y cuenta los entresijos de la peripecia del guionista, Dalton Trumbo, al que el Comité de Actividades Antinorteamericanas puso en la lista negra de Hollywood en 1947 por actividades comunistas. Trumbo se acogió a la enmienda V de la Constitución y se negó a declarar y delatar a sus compañeros y, en 1950, pasó casi un año en la cárcel por desacato al Congreso. Con semejante baldón en la era macarthysta, el escritor era un apestado, un marginado, sobrevivió como pudo, tenía que firmar sus trabajos con seudónimo. El ostracismo duró muchos años. Un ejemplo: su novela pacifista Johnny cogió su fusil famosísima desde su publicación en 1939, con un premio nacional ese año, solo se hizo película (dirigida y guionizada por él) en 1971.

Douglas parece sostener en su libro que fue él quien rompió la lista negra, reconociendo públicamente el guión de Trumbo. Eso parece un poco lioso y hay quien sostiene que el autor no cuenta la verdad o solo parte de ella. Habrá que leer el libro para hacerse un juicio. Pero, sea cual sea este -si Douglas reconoció el crédito de Trumbo o si este lo forzó u otros factores- lo que nadie puede negar es que se requería valor para contratar a Trumbo como guionista en 1960. Era romper la black list. Y es un valor de Douglas. Lo había precedido, y ello ayudó sin duda, Otto Preminger, quien había confiado a Trumbo el guión de otro exitazo, Exodo, de Leon Uris-, e hizo público el nombre.

Junto a Trumbo aparece otro nombre del que no sé cuánto se tratará en el libro: Howard Fast. Y no es nombre menor dado que es el autor de la novela Espartaco, de la que sale el guión de Trumbo. Al igual que este, Fast era judío (si bien sus padres eran inmigrantes), militante del Partido Comunista de los Estados Unidos, que abandonó en 1956, con motivo de la invasión soviética de Hungría (Trumbo lo había hecho en 1948), también citado ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, también se negó a declarar y a denunciar a sus compañeros y asimismo pasó tres meses en la cárcel por desacato. Fue en la cárcel en donde empezó a escribir Espartaco. Ignoro si el film reconoció la autoría de Howard Fast. Supongo que sí. Pero era tan comprometida como la de Trumbo.

Tengo especial devoción por Fast, un novelista prolífico.He leído muchos de sus libros, anteriores y posteriores a la novela sobre el esclavo tracio. He crecido con ellos. Me acompañó en la adolescencia y primera juventud. No es un gran novelista y su estilo es llano, sencillo, periodístico, pero siempre cuenta historias heroicas de pueblos y gentes en lucha por la libertad, ya sean Tom Paine, los cheyennes, los negros o... los judíos. Su historia de los Macabeos enciende el ánimo y su Historia de los judíos es un canto a la libertad. Curiosa época en la que la izquierda ensalzaba la lucha por la libertad de los judíos. Por eso puso Preminger a Trumbo en el guión de Exodo y por eso la película tiene tanta fuerza. Y ahí siguió el hombre, en esa actitud admirablente pugnaz contra las injusticias del mundo, como lo prueba en sus últimos libros, El proceso de Abigail Goodman, sobre el aborto y Greenwich, escrita poco antes de morir, en la que repasa en forma de ficción parte de su vida.

Howard Fast es esencial. Sin él no hubiera habido Espartaco, esa novela que, muy apropiadamente, empezó a escribirse en la cárcel, en una prisión parecida a los ergástulos que tan bien conocía el esclavo tracio que se alzó en armas en contra de Roma y la puso en apuros en la IIIª guerra servil o guerra de los esclavos.
 
La sublevación sucumbió y Espartaco murió en la última batalla del río Silario, en 71 a.C. Su nombre desapareció de la historia. Pero no había muerto. Resucitó en 1918, cuando Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fundaron la Liga espartaquista a partir del Grupo Espartaco, con el que se habían integrado en el ala izquierda del Partido Social Demócrata Independiente, una escisión del SPD por la actitud de este en la Primera guerra mundial. Tanto Luxemburg como Liebknecht lucharon por mantener el Spartakusbund como una izquierda entre la socialdemocracia y los bolcheviques. Pero, a fines de 1918, la mayoría de espartaquistas apoyó la propuesta del enviado de Lenin, Karl Radek, de convertir la Liga en Partido Comunista de Alemania. Mes y medio después, ambos revolucionarios fueron asesinados por militares de la división de caballería. Hay quien dice que también con conocimiento del ministro del Interior, el socialdemócrata Noske, cuyos Freikorps reprimieron cruentamente la sublevación espartaquista de enero de 1919. Con la muerte de Mehring el mismo mes y el asesinato en marzo de Leo Jogiches, pareja de Rosa Luxemburg habían muerto todos los dirigentes espartaquistas. Como Espartaco. El espartaquismo volvía a apagarse.

Aunque no del todo. Resucitaría, al menos nominalmente, aquel mismo año de 1919 en el título de la famosa obra de Constancio Bernaldo de Quirós, El espartaquismo agrario andaluz que, refiriéndose a sublevaciones campesinas andaluzas en torno a la zona de El Arahal de muy distinta naturaleza y condición en el siglo XIX, evidentemente, echa mano de la resonancia del nombre del espartaquismo para calificar fenómenos que nada tenían que ver con él e, incluso, eran anteriores. Pero los elementos esenciales están: jornaleros, campesinos, explotados, prácticamente esclavos, sublevados y durante reprimidos.

Espartaco resurge en la inolvidable película de Kubrick/Douglas, de Trumbo/Fast. Y ahora de nuevo en este libro de Douglas que grita aun en su muy avanzada edad. Yo soy Espartaco.

Palinuro también es Espartaco, que algún día vencerá.

diumenge, 1 de març del 2015

Enigmas y secretos.



Buena película sobre la peripecia de Alan Turing, el matemático inglés que descifró la clave de las comunicaciones secretas nazis y consiguió así acortar la guerra, según cálculos, entre dos y cuatro años y, lo que es más importante, ganarla. Es una curiosa historia porque está concebida como eso que se llama un thriller, que consigue mantener el suspense sobre si el equipo inglés conseguirá o no su propósito, a pesar de que el espectador conoce de antemano que sí lo hará. Es cómodo para el crítico pues no corre peligro de destripar la intriga; mejor dicho, las intrigas, pues hay alguna más, incluso de mayor interés, si cabe.

Los nazis, la guerra, son el contexto de la trama del desciframiento, la condicionan, pero no están presentes y nos ahorran esas temibles escenas de batallas hechas de efectos especiales que aburren ya a las ovejas. Así tenemos más tiempo para empaparnos de los complejos problemas morales y humanos aquí tratados. La historia presenta una especie de duelo de titanes entre la potente máquina alemana de encriptación Enigma y Turing. Es una estilización para dar mayor dramatismo al relato. En realidad, el primer descifrado de claves secretas de máquinas enigma alemanas (inventadas al final de la primera guerra) lo hizo el Estado Mayor polaco en los años treinta. Los polacos eran los primeros interesados en conocer la información secreta alemana por razones obvias. Los británicos continuaron estos y otros trabajos y consiguieron descifrar bastantes códigos enigma, sobre todo de la aviación; pero no de la marina de guerra nazi. El triunfo final correspondió a Turing con su máquina de desencriptar todos los mensajes encriptados en Enigma. Con ello ayudó decisivamente a ganar la guerra y adelantó en su trabajo de diseño de máquinas de inteligencia artificial.

La película está ambientada con acierto. Recoge los tipos, paisajes urbanos, interiores ingleses muy bien. Quizá demasiado bien. Hay un exceso de celo en britishness, puede que por la condición de noruego del director. Los diálogos están muy cuidados, son ágiles y sutiles y, combinados con unas interpretaciones contenidas y una cámara que saca partido a los primeros planos -la peli son puros intercambios con dobles flash-backs-, mantiene el sentido de una acción que solo pasa por las cabezas de los protagonistas y los espectadores.

Se trata de hechos verídicos, pero también interpretables. No es invención y, por tanto, no es pretenciosa al estilo Matrix, aunque de su desenlace dependió el fin de la guerra. La interpretación incluye el inevitable elemento del espionaje, dado que el trabajo de Turing y su equipo es alto secreto. Me falta competencia para saber si ese espía soviético que consigue infiltrarse en el equipo de descifradores de enigma es real o no. Tira de la famosa historia de los cinco de Cambridge, los ingleses al servicio de la Unión Soviética y es verosímil, pero no sé si verídico. Y no creo que pueda saberse porque, una vez se entra en el espionaje, puede que nada sea lo que parezca ser. Ese mundo de doble y triple moral se impone sobre el puro hecho de descifrar el código al tomarse la decisión de mantenerlo oculto, lo cual significa que es preciso encajar derrotas, perder recursos, sacrificar vidas humanas para impedir que el enemigo cambie el encriptado por entrar en sospecha.

En la vida de Turing había, además, un secreto. Era homosexual y, en Inglaterra, en aquellos años, la homosexualidad, un delito desde la Ley de 1885. El de gross indecency, que llevó a la cárcel de Reading a Oscar Wilde y llevaría a decenas de miles de personas durante buena parte del siglo XX. El "delito" de que se acusó en los años cincuenta a Turing y por el que se le condenó a dos años de prisión, dándole a elegir entre esta y el tratamiento hormonal, más conocido como "castración química". Turing murió en 1954, con 41 años de edad, según parecer muy extendido por suicidio, aunque hay quien sostiene que fue una muerte accidental y otros hablan de asesinato perpetrado por los servicios secretos británicos.

El Reino Unido derogó la Ley de 1885 en 1967. Desde entonces, la fama de Turing es inmensa: tiene calles, plazas, placas, premios, estatuas y todo tipo de reconocimientos, entre ellos el de padre de la informática. En 2011 hubo una petición masiva de rehabilitación que el ministro de Justicia rechazó. Se recurrió entonces a la prerrogativa de gracia y la Reina indultó a Turing a título póstumo en agosto de 2014, hace menos de un año. La película no puede ser más oportuna.

Lo curioso es indagar en las razones que llevaron a Lord McNally a rechazar la rehabilitación, una práctica a la que se recurrió mucho durante los años de la Perestroika en la URSS. Esta sería equivalente a un reconocimiento  de miscarriage of justice en los años cincuenta cosa, que, según McNally, no se había dado: la ley era clara, estaba en vigor, Turing sabía a lo que se exponía, se declaró culpable, el proceso fue justo, según el derecho positivo. No ha lugar a rehabilitación. Otra cosa, razonaba el ministro, es que se haga lo posible por impedir que volvamos a aquellos tiempos. A Turing, un indulto.

No es que sea muy convincente porque, entre otras cosas, habría que indultar también a los miles de homosexuales británicos injustamente encarcelados durante casi un siglo. Pero hay más: lo importante es eso de no volver a aquellos tiempos pues para la conciencia moral de hoy, considerar delito la orientación sexual es una aberración. Por eso es importante señalar la vociferante actividad en contra de la homosexualidad del obispo de Alcalá, Reich, para quien los homosexuales son enfermos. No los llama delincuentes porque no puede. Ya su consideración de la homosexualidad como una patología es aberrante. Y no hablemos de otros lugares del planeta en donde se los ejecuta con saña.

Turing resolvió el problema de Enigma, pero no el de su secreto.

divendres, 30 de gener del 2015

¿Memoria o raíces?

Jeremy Treglown (2014) La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo. Barcelona: Ariel/Planeta. Traducción de Joan Adreano Weyland.

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Los españoles estamos tan absortos en nuestro tumulto que, cuando alguien llega con una visión desde fuera, paramos un instante para escucharlo y acogemos con simpatía sus opiniones. Agradecemos mucho la mirada del otro, primero porque somos un buen pueblo, consciente de nuestro apasionamiento, siempre necesitado de la ponderación que solo puede proceder de fuera. Y, en segundo lugar, porque esa mirada del exterior suele venir de personas muy competentes, que investigan España y lo español con genuino interés y que, más arriba o más abajo, forman la ya secular dinastía de los hispanistas. Los ingleses y los franceses son legión. Algo menos los estadounidenses y los alemanes, pero también los hay. Muchos de ellos son más conocidos aquí que en sus países. Algunos hasta se nacionalizan españoles o viven en España. Se funden en un abrazo intelectual con los autóctonos y rivalizan con estos en su principal afición, casi obsesión colectiva: el misterioso ser de los españoles. Ya nos gustaría que entre nosotros hubiera gentes que tuvieran el conocimiento de Inglaterra, Francia, Alemania equivalente al que los hispanistas de estos países tienen del nuestro. De hecho, lo que hay es españoles especialistas en el estudio de los ingleses especialistas en España.

Treglown encaja en el esquema. Por su doble condición de literato en su tierra y residente regular en España de espíritu nómada pertenece a las dos corrientes dominantes del inglés viajero, estilo Borrow, aunque con otras aficiones, y el inglés erudito, estilo Balfour, aunque más atento a las cuestiones artísticas que a las históricas. Tiene razón Molina Foix en una brillante reseña en El País, titulada Abrir la cripta de Franco cuando dice que es como si Treglown hubiera intentado fundir dos libros en uno solo: una visión plástica, impresionista de España y otra más de crítica literaria, incluido aquí el cine en su faceta narrativa. El libro responde a la personalidad del autor quien a su vez ya lo divide en dos parte: una primera titulada "lugares y vistas" y otra "narraciones e historias".

¿Tiempo? Básicamente el franquismo (con ocasionales incursiones en la guerra civil) y la transición que, por cierto, sostiene que no ha acabado y sigue viva en los años posteriores a 2010 (p. 227). [Las citas y páginas corresponden a la edición de Farrar, Strauss y Giroux, Nueva York, ya que no dispongo de la edición española. Las traducciones son mías]. Franquismo/Transición o sea, franquismo y lo de después. Lo curioso es que esta cesura temporal lo sea también temática. Aunque haya referencias a la literatura en el franquismo, el estudio se hace propiamente literario en la segunda parte. Y, a la inversa, la exposición plástica se limita al franquismo y, salvo alguna referencia aislada, no hay consideración especial a lo escultórico, lo arquitectónico o incluso lo pictórico. La pintura, ampliamente tratada en la primera parte, acaba con Millares, Zóbel. Pérez Villalta, Barceló, ni aparecen, aunque otros artistas, singularmente literatos vivos, por ejemplo, Javier Marías, acerca de quien se dicen cosas muy interesantes (pp. 251/257) sí lo hace. En resumen, todo esto es para señalar que el libro es sobre la memoria pero, mientras la primera parte es memoria plástica, visual, la segunda es conceptual. Sin duda las dos son simbólicas pero de formas muy distintas y Palinuro confiesa descaradamente su predileción por la primera.

¿Grado de haughtiness? Se trata de la tradicional altanería o desdén que los españoles creen detectar enseguida en los ingleses hispanófilos y los ingleses se desviven por evitar con lo cual suelen enconarlo más, al estilo del círculo vicioso de todo prejuicio que se hace tanto más hondo cuanto más se lucha contra él. Un grado bajísimo, por no decir inexistente, aunque a veces sea inevitable alguna gota. Refiriéndose a la miseria en la España de Franco y la película Los golfos, de Carlos Saura, habla del último plano con los ojos sin vida de un toro muerto sin sentido y, dice, lo que es peor desde un punto de vista español, de un modo chapucero (p. 212). En verdad ¿hay un "punto de vista español" sobre algo? ¿Y, específicamente sobre el modo de matar toros? Sospecho que no.

El autor es increíblemente perspicaz y administra muy bien sus sentimientos. Es una rara habilidad porque, dados los conflictos de los que habla, no puede ocultarlos, pero los justifica muy bien. El libro arranca con un intento de exhumación del cuerpo de un republicano asesinado y enterrado en algún lugar perdido de la provincia de León. Esto nos introduce en el mundo de las fosas comunes y la Ley de la Memoria Histórica, con sus vaivenes y queda pendiente para cerrarse en el epílogo cuando, unos años después, el autor contacta de nuevo con la bisnieta del asesinado para interesarse de cómo iban los trámites y se entera de que acaba de tener un hijo y ha perdido el interés en buscar al bisabuelo. Y con esta nota simbólica se cierra la obra.

El capítulo siguiente es un hallazgo desde el punto de vista plástico: "Los pantanos del caimán". La inauguración de pantanos era un rito. La estética franquista descansaba sobre un modelo cesarista, ciclópeo, de carácter religioso como el conjunto del Valle de los Caídos y su cripta que da título a la obra, y la ingeniería civil, cuyo ejemplo más destacado eran los pantanos. Muchos llamaban a Franco a este propósito Paquito el rana, por andar de embalse en embalse. No falta, claro, la observación de que se trata de planes de obras públicas y desarrollo hidráulico anteriores. Pero lo original del tratamiento es su versión literaria, al poner la atención en el vaciamiento de los pueblos, los cambios de los paisajes, reflejados en la literatura de algunos de los novelistas llamados "leoneses", sigularmente Llamazares con su Lluvia amarilla. Podría coronarse el símbolo con la imagen que el autor evoca de Juan Benet en las largas tardes de invierno a cargo de la construcción de alguno de estos pantanos perdidos en los montes de León escribiendo Volverás a región.

Hay algunas referencias más al legado monumental de la dictadura hasta recaer en el Pazo de Meirás, que tiene especial significación porque pocos puntos concentran con tanta claridad el significado de aquel gobierno basado en la guerra, la victoria, la rapiña, la brutalidad, la arbitrariedad y el despotismo. Especialmente porque sigue siéndolo. El palacio de Meirás, antigua propiedad de Pardo Bazán, pasó a propiedad de Franco. El gobernador de A Coruña y un próspero industrial, Pedro Barrié de la Maza, se lo regalaron al dictador adquiriéndolo mediante una colecta en la que se tomaba buena nota de cuánto tenían que aportar "voluntariamente" los contribuyentes y que el régimen presentó como una suscripción popular. Barrié de la Maza montó luego un emporio energético gracias a los tratos de favor del Estado (Fuerzas Electricas del Norte de España, FENOSA) y el dictador, que no tenía el menor sentido del ridículo, lo nombró Conde de FENOSA.

Los avatares posteriores de la propiedad y el éxito de la familia Franco en impedir que esta propiedad se administrara según la normativa vigente en materia de Patrimonio Nacional, que obliga a abrirla al público en fechas acordadas, demuestra hasta qué punto sigue presente en España la huella del franquismo (p.80), como lo hace asimismo la abundante estatuística glorificadora de la dictadura y sus episodios más significativos. Quizá sea este el aspecto más concreto en que se concentra la siempre viva cuestión de la memoria histórica. Viva y complicada porque sigue enfrentando dos mentalidades con recuerdos que chocan, tan complicada que el autor advierte que quizá eliminar un pasado incómodo no sea la forma mejor de dar cuenta de él (p. 81) pero sin que tampoco a Treglown se le ocurra nada más positivo ni constructivo. La consideración viene a propósito de la estatuta ecuestre de Franco en El Ferrol, y los problemas que planteó. Y eso que no se ha parado a pensar en la estatua a pie firme del comandante Franco en Melilla y que fue erigida en 1977, dos años después de la muerte del dictador. Es inevitable pensar en las dos Españas, por más que la transición haya traído la fábula de su superación.

El último capítulo de esta primera parte de la memoria plástica está dedicado a la pintura y su contenido trata de probar lo que, por lo demás, viene a ser la tesis general del libro, esto es que, siendo justos, debe reconocerse que, durante el franquismo no se extinguió la actividad creadora en el interior de España, sino que, aun con dificultades esta prosiguió. Ello es en buena parte cierto, efectivamente, tratándose de la artes plásticas y también de la música, a la que el autor no dedica atención alguna. Pero no lo es tanto de la creación literaria, como viene a decir en la segunda parte. Algo que, obviamente, tiene que ver con la muy distinta naturaleza de estas actividades artísticas. El análisis de la pintura en la España franquista (los grupos Pórtico en Zaragoza, Dau al Set en Barcelona, El Paso en Madrid y el Equipo Crónica en Valencia) y el estudio de los creadores concretos, especialmente Chillida (para la escultura), Tàpies, Millares y Saura, muestra familiaridad, conocimiento y apreciación de la obra de estos grandes maestros. Dos de las escasísimas reproducciones en blanco y negro que contiene el libro son El peine de los vientos, (1952/1977) de Chillida y el retrato imaginario de Brigitte Bardot (1958), de Antonio Saura. La extensa referencia a la labor de la Academia Breve, creación de Eugenio D'Ors va en la misma dirección de romper prejuicios y sectarismos en el juicio estético y apuntar a la complejidad de una conciencia que, teniendo una visión ideológica y cerradamente doctrinaria de la sociedad, era capaz de reconocer y fomentar la obra creativa ajena y opuesta a sus cánones (p. 106). Esta visión, conjuntamente con la valoración de la obra de Fernando Zóbel en el empuje del abstracto español y la creación del celebrado Museo de Arte Abstracto de Cuenca en 1966, es lo que le permite suscribir la idea de Juan Benet de que , en realidad, la cultura española había empezado a ser antifranquista mucho antes del fin de la dictadura (p. 112).

Hasta aquí, correcto, aunque optimista en exceso a juicio de este crítico. Pero, ¿sucede lo mismo con las narraciones y las historias, con la "memoria conceptual" del franquismo? Aun con la buena voluntad de tratar amortiguar el efecto del enfrentamiento entre las dos Españas, el autor aborda el campo minado de la historia en el que no se siente muy seguro. Pero tiene el valor de Daniel en la cueva de los leones abordando el Diccionario biográfico español, publicado por la Real Academia de la Historia, obra que, a pesar de sus muchos méritos, pues son miles de voces encomendadas a los más competentes especialistas, muestra su intención legitimatoria de la Dictadura y, por lo tanto, continuadora de la tradición de las dos Españas, al encargar la redacción de la entrada Francisco Franco a un acérrimo franquista, cuya única función es embellecer la figura del dictador. El Diccionario, dice Treglown, es un microcosmos del legado de Franco en la cultura española (p. 130). Es decir, carece de autoridad. No menos interés tiene que el autor dedique considerable atención a la obra de Pío Moa, de quien admite que es cierto que, en algunos aspectos España floreció con el régimen (p. 141). Hablar de Moa es, precisamente, señalar la persistencia de los enfrentamientos de los relatos españoles y, aunque también hay referencia a algún historiador de seria consideración, como Santos Juliá (aunque no estoy seguro de que interprete en su complejidad el pensamiento de este autor) la total ausencia de otros de gran alcance que elaboran relatos contrarios, como Julián Casanova o el británico Preston, debilita mucho la argumentación del capítulo.

Restan otro tres sobre la narrativa española, fundamentalmente novelística y uno intercalado sobre el cine. No hay mención del teatro, tampoco de la poesía y de la música no se dice nada, casi como si la obra careciera de banda sonora. Sin embargo, los dos primeros son los campos en los que más evidente resulta la cesura entre la España del exterior ("el exilio y el llanto") y la del interior. No en cuanto a la calidad sino al de la pura escisión. El teatro de Max Aub, Casona hasta su regreso o el del exiliado posterior Arrabal, tiene su pendant en el de Pemán, pero también Buero o Sastre. Igual que la poesía de Juan Ramón, Cernuda o Guillén, lo tienen en la de Dámaso Alonso, Hierro o Rodríguez. La relación entre una cultura y sus obras es endemoniada, sobre todo si, además, está escindida y es en parte ella contra sí misma. Se añade que la cultura española no solo aparece escindida sino también como desflecada y entreverada de otras. El cosmopolita Aub acabó siendo más mexicano que español y Jorge Semprún, ampliamente tratado como español en el libro y vástago de ilustre familia española, escribìa en francés, jamás renunció a su nacionalidad francesa ni para ser ministro de España. Una de las películas más importantes para entender la cultura española de la resistencia y que aquí no se menciona, La guerra ha terminado, dirigida por Alain Resnais e interpretada por Yves Montand, llevaba guión de Semprún. Para complicar las cosas, en la cultura española del franquismo hay que contar con el "exilio interior", difícil de aquilatar pero que el autor conoce bien como demuestra su consideración de la figura emblemática de este, Julián Marías (pp. 248/251).

El capítulo dedicado al cine tiene mucho interés. Un acierto tratar con detenimiento Raza, sobre la novela de Franco, dirigida por el director del régimen, José Luis Sáenz de Heredia, primo del fundador de la falange e interpretada por Alfredo Mayo cosa que, teniendo en cuenta el carácter autobiográfico de la obra, sí que era embellecer al dictador. Hay luego un tratamiento muy apreciable de los dos directores típicos del franquismo profundo, Berlanga y Bardem y alguna atención a la Viridiana de Buñuel, lo cual pone de manifiesto la ausencia de referencia a su otra filmografía. El resto observaciones penetrantes sobre algunos de los directores más significativos del franquismo tardío y la primera transición, Saura, Patino, Erice, continuados luego con muchas referencias a Almodóvar. Lógicamente, tratamiento abundante de la colección de películas acerca de la guerra civil y la postguerra. El juicio es libre y respetable aunque alguno suscita perplejidad. Encuentro injusto el adjetivo preposterous dedicado a Tierra y libertad, (1995), de Ken Loach (p. 196). Como no se fundamenta habrá que creer que se origina en un conocimiento intuitivo del autor por tratarse de un cineasta británico, pero más parece proceder de falta de familiaridad con el conflicto interno al bando republicano entre anarquistas/poumistas y comunistas.

Finalmente, los tres capítulos de crítica literaria forman la parte más cohesionada del libro y suponen casi un ensayo por derecho propio sobre la literatura española de los últimos 80 años. Es obra de un literato, plena de subjetividad y personalismo. Pero, por eso mismo, tiene un gran interés. Abre con Cela y el olvidado Fernández Flórez (p. 158) y tiene páginas muy acertadas sobre los del exterior, Aub, Sender y Barea, otro casi olvidado, cuya Forja de un rebelde fue muy influyente. Palinuro recuerda haberlo leído emocionado. Del interior so recogen Gironella, Laforet y Sánchez Ferlosio, cuyo El Jarama es puesto en relación con la famosa batalla del sitio y su escuetísimo tratamiento en la obra tomado como símbolo de una memoría "minimalista" del interor (p. 190).

Un grupo formado por Martín Santos, Delibes y Semprún subraya de nuevo la imposibilidad de encontrar elemento unificador común en obras tan dispares. Todo es literatura, claro. Pero es que la literatura es el mundo. En el último capítulo, siendo más amplia la muestra con los autores actuales, es más variada, por supuesto, también más subjetiva y le ofrece la posiblidad de encontrar alguna muestra de obra que apunte más a la tesis del mayor eclecticismo en la memoria de la guerra, como se ve en las observaciones sobre los Soldados de Salamina de Cercas, novela y película. Los demás, todos imprescindibles y tratados con mucho tino: Muñoz Molina (Sefarad), Javier Marías que recibe trato de favor pues su obra viene introducida por la consideración de la biografía paterna que tanto influye en aquella, en las claves de aquella. Juan Marsé irrumpe de forma marsiana, si así puede hablarse y hay unas páginas muy bien puestas sobre la obra mínima/máxima de Alberto Méndez, de quien Palinuro a veces se siente como un heterónimo pessoano. Se cierra con Manuel de Lope y, algo antes con Almudena Grandes y su Corazón helado. Por cierto, si no ando equivocado, la única mujer, junto a Carmen Laforet de las que se habla en este panorama de la cultura española, excepción hecha de Maria Blanchard que solo aparece circunstancialmente al hablar de pintura.

Se agradece una nueva visión fresca y externa de la cultura española del franquismo. Y una visión inteligente e informada. No está de más señalar que española quiere decir castellanohablante pues no hay sino referencias ocasionales a las otras culturas nacionales, gallega, vasca y catalana.