dilluns, 14 de març del 2016

Renacidos los espectadores al salir

Parece que esta película tiene varios oscars. No me extraña, considerando lo que los oscars premian habitualmente. Entre ellos al mejor actor, Leonardo di Caprio. Tampoco me extraña. La película está hecha para que le den un oscar al mozo... y no sé si por algún otro motivo. Y ¡cómo no iban a darle un oscar! Sería sadismo no hacerlo. Casi dos horas gruñendo, bramando y espumajeando en primer plano no era para menos. Llamar actuación a eso es paródico, pero si le dan un óscar, sus razones tendrán.  Leonardo di Caprio tiene toda la exhuberancia de su homónimo da Vinci, pero es bastante más cargante.

La publicidad del film anuncia que está basada en hechos reales. Hollywood es muy aficionado a filmar the real ting e imprimirle su sello característico con una mezcla de cursilería, desmesura, todo el gore que se pueda y montañas de efectos especiales. En realidad, el cine de Hollywood es efectos especiales, de esos que encandilan a los niños que, según el topicazo al uso, todos llevamos dentro. Supongo que los psicólogos sociales podrán explicar esa fascinación especial que la industria del cine parece sentir por las "historias reales". De mí sé decir que me interesan cuando de su realidad se han derivado consecuencias objetivas que afectan a terceras partes, o a todos. Cuando se trata de una historia privada de un señor o señora que ha tenido una u otra experiencia, pero carente de impacto en la vida colectiva, reducida al ámbito de su más estricta intimidad, tanto da que sea real como inventada.

La película está rodada toda ella en exteriores, en unos paísajes increíbles. Parece como si, a medida que nos cerramos más y más en nuestras ciudades, nuestros ámbitos artificiales, nuestras casas, calles, plazas, sin ver más naturaleza que la de los documentales del National Geographic, sintiéramos la necesidad de evadirnos y purificarnos en el cine: montañas, cordilleras, valles nevados, caudalosos ríos, bosques de árboles gigantescos, lagos helados, grupos de alces, manadas de búfalos, todo sirve para recordarnos que somos humanos, para distraernos, para que nos consolemos por este destierro de alquitrán y ladrillo en que vivimos. Pero todo eso está aquí puesto al servicio de esta truculenta historia, cuyo interés acaba siendo casi meramente quirúrgico: si el hombre literalmente despedazado por un oso sobrevivirá. De ahí que lo que hubiera sido la belleza de la contemplación de una naturaleza salvaje, se convierte en una instrumentalización de poca altura. Los paisajes son extraordinarios, sí, pero la fotografía no los aprovecha y, a veces, incurre en auténticos adefesios, cuando no en cursilerías místicas con evanescentes doncellas levitando sobre la pradera.

La peripecia humana es de un interés menos que moderado: lo dicho, una historia de superación y venganza. Y la trama, bastante poco convincente ni justa. La historia será real, pero la circunstancia es una caricatura. De los tres grupos en presencia, los tramperos estadounidenses, los franco-canadienses y los indios, los que llevan la peor parte y quedan como unos auténticos canallas, violadores, ladrones y asesinos son los francocanadienses, sin que haya una razón convincente para ello. La realidad de la historia no impide que el guión se base "en parte" en una novela, en la que el autor habrá puesto lo que haya querido de su cosecha. O el director. Es tan caricaturesco el maniqueísmo entre yanquies buenos y franco-canadienses malos que uno se pregunta si no será un anacronismo arrastrado del tiempo de la guerra de los Siete años, cuando ingleses y franceses pelearon por aquellas tierras.

Igual que la historia del escalpelo, presente en el relato, pero de acuerdo con la versión oficial, según la cual eran los indios los que acostumbraban a arrancar el cuero cabelludo a sus enemigos vencidos. Pero esto es algo que los indios, al parecer, aprendieron de los blancos, que eran quienes cortaban las cabelleras a los indios muertos por la misma razón por la que los cazadores de lobos, cuando regresan a la base, a cobrar por las fieras muertas, no traen los cadáveres, sino las colas. Tampoco los colonos que cazaban indios los llevaban muertos a los fuertes, sino solo sus cueros cabelludos. De esta civilizada práctica comercial parece que aprendieron los indios a hacer lo mismo.

En fin, si algo no me parece insoportable en esta muestra de desmesura y falta de gusto, es la música.