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dilluns, 23 de maig del 2016

El spleen de Bovary

No sé cuántas versiones cinematográficas se habrán hecho de Madame Bovary; por lo menos diez o doce, entre las que se cuentan obras de maestros del cine, como Renoir, Minnelli o Chabrol. Un indicador indiscutible del permanente interés de esa novela y un recordatorio de qué difícil es plasmarla en un film. Puede que imposible.

El interés proviene de la naturaleza literaria de la historia. Flaubert tomó pie en un hecho real (una mujer se casa con un médico y, al poco tiempo, se suicida), poco más o menos como Stendhal había hecho con El rojo y el negro. Pero hay más referencias en el origen de Bovary que en el del joven Sorel stendhaliano. Está Balzac, que veinte años antes, había tocado el mismo tema en La mujer de treinta, que incluyó en las escenas de la vida íntima de la Comedia humana. Y conocida es la gran influencia de Balzac sobre el autor de La educación sentimental. Más, incluso que una influencia; casi una obsesión. Emma Bovary, voraz lectora de novelas románticas, como don Quijote de caballerías, lee mucho a Balzac. Un elemento este -el de la imaginación literaria- que la directora de esta nueva versión, Sophie Barthes, prácticamente no toca y es uno de los defectos de su película. Tiene otros.

Pero, ¿cuál es el tema que trata Flaubert y, antes de él, Balzac y tanto interés suscitaba que Madame Bovary fue objeto de una querella judicial por ultraje a las buenas costumbres de la que Flaubert salió absuelto, a diferencia del pobre Baudelaire que, en el mismo año, fue condenado por lo mismo? El adulterio. Madame Bovary es una de las grandes novelas del siglo XIX, el siglo de la burguesía triunfante, el de los valores solidos, tangibles, la estabilidad, la familia, la empresa, el orden social, las buenas costumbres, las apariencias, la honorabilidad. De pronto, sin embargo, ese orden social tan seguro de sí mismo, descubre que tiene un punto débil, un punto por el que todo el edificio puede desplomarse: la fidelidad conyugal. Y no la del marido, por la que nadie pone la mano en el fuego, sino la de la esposa, elemento crucial a la hora de asegurar la legitimidad de la descendencia para garantizar la transmisión del bien que caracteriza a la burguesía por encima de todo, esto es, la propiedad privada. La propiedad privada no se comparte y, ante ella, la esposa es como el mosquito anofeles: un puro vehiculo. Pero el vehículo ha de estar limpio. El adulterio fue incorporado a todos los códigos penales como delito (y de consecuencias diferenciadas según de qué conyuge se tratara) para que el orden público se hiciera cargo de los vicios privados. Y eso que el siglo había comenzado muy fuerte, liándose la manta a la cabeza, por así decirlo, cuando el Código Napoleón prohibió tajantemente toda investigación de la paternidad. Ojos que no ven. La literatura gira en torno a este tema durante todo el siglo, de Balzac a Lepoldo Alas, pasando por Oscar Wilde, Strindberg o el Tolstoy de Ana Karenina.

De eso va también, claro es, este adaptación de Barthes, básicamente correcta, bien filmada, con oficio (aunque parece que es el segundo o tercer trabajo de la directora), con cierta elegancia, pero sin espíritu, sin brío, morne, que dirían los franceses. Que los dioses me perdonen pero da la impresión de que la directora con quien empatiza es con el marido, el manso y limitado Charles Bovary. Emma es atacada por el spleen baudeleriano; Charles ni eso se plantea. El guión ha entrado a saco en la trama y ha suprimido dos personajes de cierta relevancia: Rodolphe Boulanger, el libertino, primer amante de Emma (al que funde con el Marqués de Andervilliers) y Berthe, la hija de Emma y Charles a quien su madre no presta la menos atención y por la que no siente ningún afecto. Ciertamente, de este modo, la historia queda reducida a su mínima y directa expresión: joven con la cabeza llena de fantasías, casada con un médico raté de aldea, insatisfecha, que va buscando emociones y encadena los adulterios en busca de algo que no tiene, mientras se deja atrapar en las redes de un usurero que, al final, ocasionará su desgracia.

He visto unas declaraciones de Barthes afirmando que ha leído Madame Bovary muchas veces, que le fascina el personaje y que es bipolar como, según ella, lo es Flaubert. Su interpretación de Emma (por cierto, muy bien representada por Mia Wasikowska) es lineal, pobre, convencional y si acaso, eso, dicotómica, entre una mujer ingenua y una especie de presuntuosa despilfarradora. Que tampoco es que sea injusto con el contenido de la obra. En buena medida, Madame Bovary es también un relato moralizante con la ética burguesa al estilo de Hoggarth y los posteriores moralistas victorianos: la virtud, el vicio, el lugar de la mujer, el qué dirán, la reputación, etc. 

Pero la obra de Flaubert no es solo eso, ni muchísimo menos. Precisamente, esa supresión de los dos personajes mencionados, Boulanger y Berthe, eliminan dos facetas que componen la compleja personalidad de Emma: puede caer víctima de un superficial donjuán y carece de sentimientos maternos. Y esa es la cuestión, la clave del fracaso de esta respetable (pero inmensamente aburrida) película y, quizá de todas las versiones anteriores: Emma Bovary es un personaje literario extraordinario, con elementos quijotescos evidentes (señalados por el propio autor que decía saberse el Quijote de memoria) en sus lecturas y ensoñaciones y, como pasa con esos personajes, es un cúmulo de contradicciones, matices, negaciones y afirmaciones. No hay una Emma Bovary. Hay tantas como lectores.

Y ahí está también, quizá, la explicación del problema. Es muy difícil, probablemente imposible, como señalaba antes, querer ser fiel al relato flaubertiano y hacer una buena película porque, precisamente, la discoincidencia de lenguajes -el literario y el cinematográfico- es máxima. Un ejemplo: Flaubert nos explica cómo y cuánto se aburre Emma en la aldea; Barthes tiene que mostrárnoslo y lo que consigue es que la aburrida sea su película.

diumenge, 22 de maig del 2016

El romanticismo en conserva

El otro día llevé a mis hijos al Museo del Romanticismo, en la muy madrileña calle de San Mateo. No lo había visitado desde que lo reabrieron hace algunos años tras tenerlo cerrado durante algunos más para reformas. Vaya por delante que ha quedado estupendo, con su fachada neoclásica reluciente y un muy arreglado jardín interior puesto al gusto romántico y en el que no pudimos sentarnos porque estaba de bote en bote.

No solo ha quedado muy bien por fuera; también por dentro. Este antiguo palacio de Matallana, de mediados del XVIII, tenía experiencia acumulada en cosas de arte, cultura y exposiciones porque fue la primera sede de una Comisaría Regia (o algo así) de Turismo que autorizó Alfonso XIII por empeño del Marqués de la Vega Inclán, que fue su director y principal impulsor del turismo español. Mi desprecio por la aristocracia cortesana no me ciega al extremo de no ver que De la Vega Inclán hizo un gran trabajo en pro del turismo y del patrimonio artístico y cultural. Gracias a él fue posible la casa del Greco en Toledo, arregló la Alhambra y, en 1924 fundó el Museo Romántico (como se llamó entonces y hasta hace poco) en el mismo lugar que ocupa hoy y, además, donó numerosas piezas de su colección. Un buen y competente administrador. Seguramente por eso lo echaron cuando en 1928 se creó el Patronato Nacional de Turismo.

El museo está magníficamente montado con un doble criterio que hace la visita muy grata y llena de sorpresas. De un lado es un palacio de mediados del XIX, conservado como vivienda con todo lujo de detalle y es mucho porque mucho era el lujo en que nadaba la clase alta. Nada que ver con el país del que vivía, en el que casi el 90% de la población era analfabeta, la gente pasaba hambre, las guerras carlistas mantenían viva la llama del odio cainita y lo que quedaba en pie se lo llevaba el bandolerismo. Los salones suceden a los salones, salas, habitaciones de los más diversos usos. A todas puede asomarse el visitante: comedor, despacho, dormitorios, sala de billar, habitación de los niños, etc. Sobre esta organización, la administración ha dividido la infinidad de piezas que se muestran (pintura, grabados, cerámicas, mobiliario, armas, mapas, juguetes, alfombras, tapices, etc) en bloques temáticos: la época, la vida social, el universo masculino, el femenino, la infancia y la familia, el artista y el genio, amor y muerte, constumbrismo, orientalismo y paisaje y la religión. El resultado de la mezcla es felicísimo, convierte la visita en un paseo didáctico sumamente instructivo y muy bien presentado, con criterio científico.

Se agradece ese espíritu, aunque arramble con alguna telaraña del pasado. El día, anterior, hablando de Mariano José de Larra, dije a mis hijos que los llevaría a ver la pistola con que este se suicidó, que estaba en el Museo Romántico. Así desperté su interés. Pero resulta que el nuevo espíritu del Museo ya no admite rumores ni imprecisiones. En una vitrina se muestran, sí, dos pistolas de duelo, pero nada se dice de que una de ellas fuera con la que se suicidara Larra al más puro estilo romántico a causa de su amor por Dolores Armijo. Hechas las correspondientes pesquisas, un funcionario nos informó de que, en efecto, las dos pistolas eran donación de la familia de Larra, pero no hay constancia fechaciente de que con una de ellas pusiera fin a sus día el bueno de Fígaro, de quien, por cierto, era gran admirador mi bisabuelo, Emilio Cotarelo, quien editó unos artículos inéditos de Larra bajo el título de Postfígaro.La ciencia, de la que Palinuro es firme defensor, ilumina el presente, aunque hace polvo las ilusiones en que se refugia el pasado.


Esto de la lucha de la ciencia contra las brumas de la superstición y las cómodas leyendas del pasado, aparece aquí de refilón de nuevo.  En otro lugar del museo se exhiben dos litografías de José Ribelles que representan al gran actor del primeros del XIX, Isidoro Maíquez, sobre quién ese mismo Emilio Cotarelo escribió una excelente biografía que se ha reeditado hace unos años, así como otra de la espléndida y malograda actriz Maria Ladvenant. Una de las litografías muestra a Maíquez en el papel de Otelo y la otra en el de Óscar de la obra de un francés, traducida por Nicasio Gallego, Óscar, hijo de Osián. La manía del "osianismo" había llegado a España. Hoy nadie se acuerda de él y, sin embargo, está en la base de mucha imaginación popular-nacionalista del XIX y, desde luego, impregna buena parte del espíritu romántico. Goethe, que había traducido los poemas de Macpherson, tragándose íntegra la leyenda medio folklore medio impostura, tiene a Werther leyendo todo el rato el Fingal.

La pintura no es gran cosa, pero están representados todos los pintores románticos, Gutiérrez de la Vega, Esquivel, Casado del Alisal, Federico Madrazo y Kuntz y, por supuesto, los "goyescos" Eugenio Lucas Velázquez y Vicente López. Probablemente el 90% de los cuadros sean retratos: de Isabel II varios, uno de Fernando VII y mucha nobleza y clase burguesa. Un retrato de San Gregorio, de Goya y algunos paisajes urbanos de Jenaro Pérez Villaamil que siempre me ha gustado bastante. Varios lienzos y dibujos de un artista muy seguido en la época, Leonardo Alenza, con una veta caricaturesca aguzadísima. Su obra seria apenas se mira, pero su sátiras antirrománticas se reproducen con frecuencia, casi como obra anónima, cuando no lo es. Dos fotografías de mediados de siglo de Isabel II y su marido, Francisco de Asís, obra del fotógrafo de la corte isabelina, el francés Jean Laurent, son muy curiosas de ver.

Lo extranjero pide capítulo aparte. Una proporción altísima del exquisito mobiliario (casi todo él estilo Imperio) es de fabricación catalana o de otros países europeos. Los instrumentos musicales, pianos, arpas, etc, ni que decir tiene, también extranjeros. Este páramo de habilidad y creatividad que es España ya lo era en el XIX. Solo lo más rústico es español. Y lo extranjero compite con lo propio hasta lo más castizo: los abanicos franceses nada tienen que envidiar a los españoles. 

Merece la pena pasar un par de horas en esta casa-museo. Se siente uno de otra época.

dijous, 19 de maig del 2016

Aquel simpático modernismo

El otro día, yendo a unos asuntos en Barcelona, cosa que últimamente nos pasa con frecuencia, pues casi vivimos más allí que en Madrid, topamos con este Museo del modernismo que no conocía. Pasábamos por la calle Balmes, camino de la Rambla de Catalunya y pensé hacer una foto a un edificio modernista que me llamó la atención. Era obra del arquitecto Enric Sagnier y alberga el tal museo. O sea, modernismo por fuera y por dentro. Sacamos tiempo de donde no lo había y lo recorrimos entero. No es muy grande, pero tiene gran abundancia de piezas de diversas artes, pintura, escultura, vitrales y, sobre todo, mobiliario. Además había una exposición temporal dedicada a Ramon Casas, de cuyo nacimiento se celebra el sesquicentenario este año. Ramon Casas, mi tocayo Casas, a quien tengo en altísima estima no solo como pintor, sino también como persona por aquel espíritu inquieto, atrevido y rebosante de curiosidad que lo llevó a interesarse por todas las facetas de la vida en el agitado periodo de la suya, desde los conflictos sociales y las ejecuciones públicas a la intimidad de la familia burguesa, desde el costumbrismo a los retratos de intelectuales, desde la tauromaquia y la gitanería a los desnudos y la agitada vida moderna con sus trepidantes cacharros. Siempre que puedo, me acerco a verlo en Els Quatre Gats montado en su tándem, fumando un habano en una pipa que parece una locomotora..

Más que un museo, este espacio es un templo, producto de la vocación y la tenacidad de una pareja de anticuarios barceloneses.   En el último tercio del siglo pasado, el matrimonio de Fernando Pinós y María Guirao decidió reivindicar esta forma artística y darle el lugar que le correspondía. Es pues, una aventura privada y a fe que consiguieron su objetivo: un lugar de culto del modernismo catalán. El museo abrió sus puertas en 2010 y a mi juicio debiera estar en todas las visitas turísticas de la ciudad. 

La colección permanente se compone de pintura, vitrales, escultura y mobiliario. En la pintura reina  Ramon Casas, con óleos y algunos preciosos dibujos.Pero también alguna pieza de Anglada Camarasa y una muy curiosa de Cusachs i Cusachs, un hombre que llegó a ser muy familiar en la España finisecular porque decoraba las cajas de cerillas casi siempre con motivos militares, como este óleo del museo, que representa un oficial de coraceros. Lo cual nos lleva a recordar que parte importante del modernismo se hizo en la cartelería y en la cartelería comercial. Casas, por ejemplo, pintaba unos curiosos carteles anunciando el anís Del Mono. Un par de obras de Joaquim Mir, un Rusiñol y dos paisajes de Modest Urgell, típicos en su melancolía. 

Los vitrales, un género característico del modernismo que los había llevado de las iglesias y los edificios oficiales a las casas familiares de una próspera burguesía. No son abundantes, apenas media docena, pero son una valiosa representación con motivos sacros y florales, uno de ellos también de Mir.

El peso de la colección recae en los muebles. Una gran cantidad de piezas procedentes de Joan Busquets y de su famoso taller de ebanistería, especializado en modernismo. Muebles elegantes, caprichosos, de maderas nobles, sobre todo caoba, ébano, pero también roble, haya, muchas veces taraceadas, con incrustaciones o tallas de metales preciosos, una gran colección de bargueños, aquí llamados arquetas, espejos con marquetería, mesas, armarios, sofás, biombos, sillas todas ellas con fantasías, muchas veces casi productos de orfebrería. Junto a los trabajos de Busquets, una colección de piezas, sillas, sillones, peanas, etc., de Antoni Gaudí que, además de arquitecto, era maestro en muchas otras artes, ceramista, ebanista, vitralista. Las piezas proceden de dos de sus obras más emblemáticas en Barcelona, las casas Batlló y Calvet, y cada una de ellas muestra el genio de este genio único y sorprende por su audacia e inspiración.

La escultura, siendo muy abundante, muestra menos variedad, aunque es digna de contemplación porque forma parte importante de la decoración de cualquier casa modernista. Abundan sobremanera los bustos de terracota de Lambert Escaler Milà, un par de piezas de Pablo Gargallo y unas figuras muy representativas y muy típicas de las formas y volúmenes modernistas de Josep Llimona en mármol.

El modernismo catalán es un  arte rabiosamente burgués, de interiores, de vida familiar, motivos cotidianos, pero también con proyecciones alegóricas entre el misticismo y lo floral, siempre ponderado, puramente ornamental, nunca sobrecargado y con una armonía y voluptuosidad de líneas, sobre todo en mobiliario que pocos años después serían regimentados por el racionalismo del art déco.

diumenge, 15 de maig del 2016

Raíces y afectos

Simpática película de Icíar Bollain, una especie de comedia con toques de sentimentalismo. De la historia de un olivo al que desarraigan y el efecto que ello ha producido en su abuelo, según la protagonista, Alma, sale una película ágil, entretenida y muy del momento en el uso de las tecnologías. Empezando por la posibilidad de desarraigar olivos milenarios mediante las excavadoras sin hacerles daño y siguiendo por el original empleo de las tecnologías de la comunicación para desarrollar el relato. La incorporación de las pantallitas de los móviles a la gran pantalla del cine es un acierto y una originalidad de la directora.

La situación de una relación especial entre el abuelo y el nieto es muy socorrida y está muy vista en el cine. Pero lo está precisamente porque tiene mucha fuerza evocadora. Más vista está la situación en la que un chico y una chica se enamoran y sigue apareciendo en casi todas las películas hasta la fecha y seguirá haciéndolo hasta el fin de los tiempos. Es la fuerza que tienen los afectos humanos. En este caso hay elementos singulares al plantearse una relación metafísica entre el árbol y el viejo y permitir la exposición de un personaje femenino protagonista muy logrado. 

El relato se estructura en torno a la peripecia de Alma y su intento de recuperar a su abuelo a base de ir en busca del olivo trasplantado, pero, a su través, se plantea un juicio crítico sobre el tiempo presente, las relaciones familiares y, en especial, las consecuencias de la crisis. Igualmente lo hay sobre las prácticas embusteras de las grandes empresas depredadoras del medio ambiente, cosa que ocultan a base de hacer propaganda sobre su actividad ecológica. Esta denuncia del capitalismo más destructivo,  enhebrada como al desgaire en el cuerpo de otra historia de mayores dimensiones es, sin embargo, tan eficaz como si el objetivo de la película fuera precisamente ese. La denuncia como elemento colateral al relato es un acierto.

divendres, 13 de maig del 2016

Hollywood sobre Hollywood

Dadas mis opiniones políticas y mis gustos literarios y artísticos en general, una película del Hollywood liberal sobre el caso de Dalton Trumbo y los diez de Hollywood tenía que gustarme. Y me gustó. ¿Cómo no iba a gustarme una peli que pone verdes a los macartistas, al Comité de Actividades Antiamericanas (que, por cierto, no eran lo mismo, aunque mucha gente crea que sí), la caza de brujas, la histeria anticomunista de los Estados Unidos durante la guerra fría y el siniestro episodio que aquí se relata? Me gustó, claro que me gustó, y hasta me emocionó. Crecí leyendo las novelas de Alvah Bessie, de Howard Fast y de Dashiel Hammett entre otros y el teatro de su mujer, Lilian Hellman y admirando la obra de Dalton Trumbo; vi varias veces Espartaco y siempre me sentí cómplice de Charlot, Jules Dassin, Joseph Losey y otros represaliados por el anticomunismo gringo de aquellos años. 

Tenía que gustarme y me gustó una película de esas que llaman biopics, sobre la vida de Dalton Trumbo, el más conocido, más significado y más genial de los llamados "diez de Hollywood", los diez primeros nombres de guionistas y otras gentes de Hollywood, acusadas de pertenecer al Partido Comunista de los Estados Unidos en 1947, al comienzo de la guerra fría. Es histórico que los diez se negaron a declarar invocando la primera enmienda de la Constitución de los EEUU. Como estaba previsto, todos fueron condenados por desacato al tribunal. Su cálculo era apelar al Tribunal Supremo sabiendo que este casaría la sentencia porque tenía una mayoría de magistrados "liberales" (esto es, de izquierda), pero el cálculo falló cuando uno de estos falleció. Por tanto, cumplieron la sentencia y no solo la sentencia. A su salida de la cárcel en aquel clima paranoico de caza de brujas, se encontraron todos sometidos a persecución laboral, excluidos de trabajar para productores de Hollywood merced a la lista negra. Tuvieron que dejar sus empleos, sus familias, en ocasiones trabajar clandestinamente. Trumbo escribió el guión de Vacaciones en Roma, el exitazo de 1953 dirigido por William Wyler, con Audrey Hepburn y Gregory Peck que tuvo tres óscars. Uno de ellos al mejor guión, pero no pudo recogerlo porque este lo había firmado su amigo McLellan Hunter ya que él no podía firmar con su nombre. 

Esta situación comenzó a cambiar cuando, por fin, Kirk Douglas se atrevió a contratar como guionista a Trumbo con su verdadero nombre en 1960 para rodar Espartaco, otro exitazo con óscars sobre una novela de Howard Fast y quedó definitivamente atrás cuando lo mismo hizo Otto Preminger para el rodaje de Exodus, con la novela de Leon Uris. La lista negra perdió garra, Hoollywood acabó reconociendo el mérito y la lucha de Trumbo y él y sus amigos comunistas quedaron rehabilitados a fines de los años sesenta y primeros de los setenta.

¿Cómo no iba a gustarme una película que denuncia tan sórdida injusticia, aquellos años de censura y persecución y la lucha de unas personas dignas que mantienen esa dignidad cuando los demás claudican o incluso denuncian a sus compañeros, como hicieron Edward G. Robinson o Robert Taylor, quien colaboró con el Comité de Actividades Antiamericanas? ¿Cómo cuando, además, se habla, casi como de una metáfora de otras obras, por ejemplo el  Espartaco de Howard Fast, que simboliza y simbolizará siempre la rebelión contra la injusticia y la tiranía? 

Por supuesto, tenía que gustarme. Y así fue. 

Dicho todo lo cual, vamos ahora a la parte crítica. Trumbo no es una gran obra desde el punto de vista formal; es desigual y, a veces, convencional, con toques melodramáticos. Los actores están muy bien, sobre todo Brian Cranston (Trumbo) y la veterana Helen Mirren que representa a la odiosa Hedda Hopper, la periodista instigadora de la campaña anticomunista, pero, en conjunto, la historia y, sobre todo, el guión, se hacen confusos y pesados. No obstante, sin duda, el film tiene una categoría decente.

El problema más grave está en el planteamiento y en la forma de tratar uno de los más complejos asuntos de la guerra fría, simplificándola como una historia de buenos y malos donde, además, los buenos triunfan al final y este se convierte en un relato edulcorado a mayor gloria de Hollywood como el centro del espíritu crítico de una época. Y, no; no fue así ni tan simple, ni Hollywood quedó tan bien parado.

La historia de Trumbo se concentra en los "diez de Hollywood" y hace bien. Pero el macartismo y la persecución afectó a más de trescientas personas (actores, guionistas, directores, etc), muchos de los cuales hubieron de emigrar cuando los grandes productores les negaron trabajo y bastantes otros fueron a parar a la cárcel, como Dashiel Hammett, quien ya no volvió a escribir hasta su muerte. La historia del macartismo no se resolvió tan felizmente como se insinúa en Trumbo y siguió funcionando hasta la definitiva supresión del Comite del Congreso hacia 1975. Para entonces había habido historias mucho más siniestras que dieron lugar a fuertes polémicas públicas y casos más trágicos, como el que afectó a funcionarios del gobierno federal, como Alger Hiss, preso por comunista bajo la acusación de Whitaker Chambers (otro acusado de comunismo que denunció compañeros para salvarse él mismo) o los esposos Ethel y Julius Rosenberg, él un científico de origen judío, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética, ejecutados en la silla eléctrica en 1953 en medio de una enorme campaña mundial para conseguir su liberación.

Y todavía queda un aspecto aun más complejo desde un punto de vista ético. Por supuesto, la histeria anticomunista en los Estados Unidos a raíz de la guerra fría fue un disparate que llegó a momentos caricaturescos en los años setenta, al final. El Comité era ya algo ridículo, como se encargaron de subrayar los hippies más conocidos, llamados a declarar, Jerry Rubin o Abbie Hofman, que se presentaron disfrazados de tipos pintorescos, como Superman. Pero debe recordarse algo: la persecución a los comunistas y allegados en aquellos años era antidemocrática y violaba las grands tradiciones liberales y constitucionales de los Estados Unidos, sin duda. De hecho, muchos de los acusados, se negaron a declarar invocando no la primera, sino la quinta enmienda de la Constitución, la que reconoce el derecho de la gente a no declarar en contra de sus intereses.

Conviene, sin embargo, recordar algo: la Unión Soviética de aquellos años era un país totalitario y una dictadura del partido comunista en el que era impensable un grado de libertad lejanamente comparable al que había en los Estados Unidos, con o sin macartismo. Ya hubieran querido los ciudadanos soviéticos tener los derechos que tenían los de los EEUU. Y, sin embargo, gracias a la inmensa capacidad de manipulación y propaganda de los comunistas, el mundo ha vivido y sigue viviendo en la memoria aquellos años como un período negro y vergonzoso en la historia los States. Cierto que lo fueron. Pero ¿qué decir de la Unión Soviética de esa misma época, en donde se organizaban las campañas de propaganda en contra de norteamérica mediante los partidos comunistas legales en todos los países capitalistas y que actuaban en realidad como quintas columnas soviéticas?  Esa perspectiva está ausente en la película. Trumbo es un comunista idealista, movido por su amor a la humanidad, pero jamás se inquiere qué pensaba de la URSS que había firmado el pacto germánico soviético con los nazis.

Y todavía más: la cuestión de la verdad y la culpabilidad. Hiss negó siempre haber sido miembro del Partido Comunista, pero los estudios posteriores, tras la caída del comunismo en 1991 y la apertura de los archivos soviéticos a la investigación demuestran que sí lo fue y que trabajaba para los rusos. Igual que los Rosenberg. Según parece, Ethel era inocente y su ajusticiamiento fue una injusticia. Pero Julius sí era un espía, uno de los que contribuyó a que la URSS se hiciera con la bomba atómica. Esto estará mejor o peor y cada cual dirá lo que quiera, pero cambia radicalmente la imagen de Rosenberg que, de héroe y víctima de la persecución, pasa a ser un delincuente, mejor o peor tratado.

Y es que, si la persecución anticomunista en los países capitalistas en la guerra fría fue generalizada y probablemente injusta en Europa continental porque tuvo un carácter ideológico, en los países anglosajones, singularmente el Reino Unido y los EEUU, tuvo otros rasgos. Por las razones que fueran y no hacen aquí al caso (pero son consistentes) en efecto, la militancia comunista tenía una relación directa con los servicios secretos sovieticos. Los llamados cinco de Cambridge (Philby, MacLean, Burguess, Blunt y Cairncross) eran altos funcionarios británicos de los servicios secretos que, siendo miembros del partido comunista, eran también espías de la URSS. Algunos de ellos están enterrados en Moscú como agentes soviéticos reconocidos. Y algo parecido había pasado en los Estados Unidos, incluso dentro del FBI, en el que, demostrado está, se habían infiltrado espías soviéticos que eran ciudadanos estadounidenses comunistas. De hecho, los británicos agentes rusos formaban un sector aislado hasta del propio Partido Comunista de Gran Bretaña, en relación directa con las autoridades soviéticas. En consecuencia, Sartre hizo bien en ridiculizar la histeria anticomunista en Francia en su famosa obra Nekrasov, pero en el caso del Reino Unido y los Estados Unidos (en donde había mucho que espiar) esa histeria, esa paranoia, tenían una base real.

Es el trasfondo histórico real de la película. Por supuesto no afecta a los méritos de Trumbo, pero su mención es obligada a los efectos de situarla en su debido contexto y de no dejarse llevar por el carácter elemental de una película de buenos y malos en la que al final triunfan los buenos gracias a la fuerza redentora de Hollywood.  

dimarts, 10 de maig del 2016

La tragedia de la ausencia

La última película de Almodóvar es testimonio del avance del director en su proceso de maduración, desde los tonos alegres, chispeantes del comienzo a los temas más densos posteriores y esta última obra que tiene una dimensión trascendental. Es desigual, pero no porque el relato tenga altibajos sino porque hay fricciones entre los diversos planos en que es necesario analizar el film en su conjunto. Y son varios:

En primer lugar, la historia es un hallazgo, una joya, unos relatos de la premio nobel Alice Munro comprendidos en su libro Escapada, muy en especial, Silencio. Tras un retiro de seis meses en un centro de equilibrio espiritual, la joven Antia Feijóo (Penélope en el relato de Munro) desaparece sin dejar rastro, corta en silencio con su madre quien, al ir a buscarla, se entera por la encargada del lugar de que es inútil que intente encontrarla y que tendrá que hacerse a la idea de que no volverá hasta que ella quiera. Se ha marchado sin dejar pista alguna en busca de un reparo espiritual que necesitaba y del que su madre no tenía noticia. Pasarán los años. Julieta no comprende qué es lo que ha motivado la ausencia de Antia, pero esta le destroza la vida, porque no tiene modo de encontrarla, si bien su hija sí sigue sus pasos, aunque de eso solo nos enteraremos avanzada la trama.

En las relaciones afectivas, ya se sabe, toda separación, toda ruptura, es dolorosa, pero el tiempo mitiga el sufrimiento o incluso lo hace desaparecer. Cuando las relaciones son de padres e hijos el asunto es mucho más arduo por aquello que, para ilustrar algo difícil, sino imposible de entender, los poetas griegos llamaban "el vínculo de sangre". La madre abandonada recupera su vida, pero bajo la forma de una muerte prolongada, una privación, un desgarro que no consigue superar ni siquiera cambiando todas sus circunstancias existenciales, como hace Julieta. Volviendo al mundo clásico, que es fundamental a lo largo del relato de Munro pero solo se apunta de pasada en la película de Almodóvar, esa búsqueda de Antia por Julieta reproduce la de Perséfone por Démeter. Incluso el tiempo del retiro previo al abandono, coincide con el mito. ¿Y qué pasaría si una vez, Perséfone no regresara? Démeter recorrería la tierra presa de un sufrimiento profundo, como ya hizo la primera vez del secuestro de su hija, cuando buscó el amparo del padre de los dioses. Con un horrible agravante: Antia/Penélope ha desaparecido voluntariamente, a fin de castigar a su madre con su ausencia y su silencio. El silencio del título de la obra que en Munro es una condición que afecta a las dos mujeres.

En algún lugar he leído unas declaraciones de Almodóvar diciendo que nunca había rodado tanto dolor. Es lo que su gran penetración le hizo ver en este relato que ha respetado a medias en su obra. Lo cual tampoco es reprochable, fuera del escamoteo de la perspectiva clásica que es esencial para entender la dimensión trágica del relato de Munro. Y, por cierto, se nota bastante en el modo en que Almodóvar resuelve la trama al final, de la que no hablaré aquí por lo de no reventar tramas, pero que no coincide con el de la obra escrita. Mal hecho. Se quiera o no, los finales vuelven luego sobre las obras y las tiñen con un color y un sentido que nos permiten encontrar el sentido profundo muchas veces no a los acontecimientos en sí mismos sino a la forma de narrarlos. No en balde el ser humano es un ser teleológico.

En segundo lugar, el guión o, mejor dicho, el desastre del guión. Tengo entendido que Almodóvar, un enamorado de Munro, pensó rodarlo primeramente en Vancuver, Canadá, en donde transcurre; luego en Nueva York y, finalmente, abandonó por las dificultades de todo tipo y, tras dejarlo dormir un par de años lo ambientó en España. Es la tercera vez que el director traslada a España tramas literarias de otros países, la segunda también historia de Munro, y las tres veces, a mi juicio, le sucede lo mismo, en esta con particular visibilidad.  Multitud de detalles hace que la historia pierda verosimilitud y acabe pareciendo una especie de pegote. Por supuesto, interesado en la dimensión literaria de la narración (por mucho que el manchego abomine de la literatura, su cine es muy literario y está plagado de referencias literarias) no da mucha importancia al realismo del relato. Sin duda, la narración está impregnada de realismo, casi con un realismo obsesivo, como el de la pintura de Lucien Freud, uno de cuyos retratos (aunque no sé si es un autorretrato) nos mirá desde un plano de fugaz pasada. Doy fe. Los planos en que se nos presenta a Julieta ejerciendo como profesora se rodaron en el Colegio Estudio, al que van nuestros hijos y muestran sus inconfundibles forjados amarillos sobre el gris del hormigón.

Pero, en conjunto, la credibilidad de los elementos materiales flaquea: nadie puede vivir al nivel de Julieta de suplencias ocasionales en colegios y, por supuesto, muchísimo menos corrigiendo pruebas de imprenta. Cualquiera que sepa algo de editoriales sabe que ya prácticamente no hay correctores externos pues suelen servir para eso los propios autores, traductores, etc. Una pista de las dificultades de adaptación: en el relato de Munro Julieta, que sigue su carrera, encuentra un espléndido empleo como presentadora de un programa de televisión. Eso está fuera de toda posibilidad en España. Y la figura de Xoan, el marido de Julieta, cuya inesperada muerte desata la tragedia, el equivalente del Eric del relato de Munro, es de todo punto inverosímil. Un joven pescador de bajura con una lancha que vive en una casa casi señorial hace que el relato parezca ilusorio. Es el problema de todas estas adaptaciones de obras extranjeras, es decir, que hay un fuerte rechazo cultural, perceptible en detalles aparentemente nimios pero que no lo son. Toda la historia del comienzo de la relación entre Antia y Bea es confuso e irreal y, sobre todo, distrae del hecho crucial de que Antia no parezca haberse sentido afectada por la muerte de su padre.

El conjunto sin embargo hace hincapié en temas almodovarianos y ahí si que el maestro muestra todos sus recursos y su infinita capacidad para desentrañar las relaciones de la mujeres en este mundo en el que no acaban de encontrar su sitio. Hay una dimensión también trágica en la forma en que las mujeres aparecen relacionadas con la muerte de los hombres y culpabilizándose por ellas. Julieta es una historia de depresión y autoculpabilidad que no puede resolverse porque la causa está fuera de su alcance. Y sus relaciones con los hombres vivos tienden a romperse con facilidad. Los frecuentes anacronismos nos permiten una comparación entre la parte externa de las dos actrices, Emma Suárez y Adriana Ugarte, ambas extraordinarias, pero no en la interna, que parece rota por una solución de continuidad que se resuelve en esa magistral escena que aparece reproducida en el cartel de anuncio con el importante cambio de que quien levanta la toalla para que veamos cómo Ugarte se ha convertido en Suárez, obviamente, no puede ser la primera. Pero ni así hay una traslatio personae de la Julieta joven a la madura. Son dos distintas. Cada una de ellas llena todo el escenario, toda la historia en la que los hombres se limitan a su función de zánganos, pero siempre son dos. El tiempo del silencio va pasando, y no hay modo de encontrar en la Julieta de lo cuarenta años a la de los veinte. Es una película triste.

Y rodada con absoluta, apabullante maestría. Quien llegue, se siente, mire, se pierda en el guión y acabe por no saber de qué va aquello, a pesar de todo, no se sentirá defraudado. El relato cinematográfico es realmente bello y todo lo que capta la cámara y también el micrófono, con deliberados décalages temporales a veces fluye como si fuera el curso de la existencia, un caleidoscopio de formas que suspenden, maravillan y dejan pasar el tiempo sin sentirlo. La película es sobre el silencio, sobre la imposibilidad de comunicarse y entenderse entre gentes que se quieren y que rompen la comunicación como un intento de destrucción y de autodestrucción. 

Me he dejado muchas consideraciones en el teclado, pero eso es buena señal.

divendres, 6 de maig del 2016

La mugre del franquismo

En la sala de exposiciones del Canal de Isabel II de Madrid, una completa de la obra de Paco Gómez, fotógrafo que vivió entre 1918 y 1998. Su hija ha donado todo el fondo de su obra a la Fundación Foto Colectania que exhibe ahora unos 400 trabajos y otros doscientos en cuatro vídeos monográficos: sobre París en los cincuenta y primeros sesenta, Madrid en varios años e Ibiza a primeros de los sesenta. La exposición, titulada Archivo Paco Gómez. El instante poético y la imagen arquitectónica está muy bien, el comisario Alberto Martín hace un gran trabajo, empezando por el título, que es una muestra de una buena capacidad para hacer de necesidad virtud. Porque Paco Gómez, virtualmente un desconocido, no tiene casi nada que lo haga acreedor a grandes alharacas como no sea su tesón casí bíblico en hacer carrera en la fotografía, cosa que no consiguió o que consiguió tan a medias que bien podría decirse a cuartas. El hombre fue fotógrafo autodidacta y se ganaba honradamente la vida con una sastrería en Madrid que había heredado de su padre luego de trasladarse toda la familia a vivir a la capital. 

Así pues, el sastre que, por todo cuanto sabemos, llevó una vida gris y anodina, dedicaba todos sus ratos libres a fotografiar lo que tenía alrededor y trataba de abrirse camino en el mundo de la fotografía madrileña de la postguerra y años posteriores. Y digo "por todo cuanto sabemos" porque sabemos muy poco. La exposición contiene información biográfica del autor pero es muda respecto a un dato que llama la atención. Habiendo nacido en Pamplona en 1918, la guerra civil lo pilló con 18/21 años, una edad muy propicia para hacer algo en tiempos turbulentos. Sin embargo, no sabemos nada de si luchó o no luchó y, si lo hizo, en qué bando. Esa ausencia de información biográfica es una especie de sino y se extiende como un manto a toda su obra que tampoco dice gran cosa. 

Gómez ingresó en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid en 1956, con 38 años. No era ya un chaval. Luego entró o fundó alguna asociación con otros fotógrafos, como "Afal" o "La Palangana", con los que hizo algunas exposiciones colectivas, dos de ellas en París, en la embajada de España, en 1957 y 1962. Trabajaba también como fotógrafo de la revista Arquitectura, del Colegio de Arquitectos de Madrid (de 1959 a 1972), en donde entró poco más que como ilustrador anónimo y acabó consiguiendo que se le reconociera la autoría de sus fotos, ilustró tres libros y eso fue todo lo que hizo en el ámbito público. El resto de su ingente obra, para su contemplación personal y privada.

Y eso es lo que llama la atención: que habiendo fotografiado su país (sobre todo, Madrid, de donde prácticamente, no se movió) su gama de temas es extraordinariamente limitada: calles, gentes anónimas, descampados, tranvías, fachadas destartaladas de casas. La dos series de París en los años 1957 y 1962 dan casi ganas de llorar por lo limitado, convencional y anodino de sus temas; y la de Ibiza en 1962, más ganas de tirarse de los pelos. Al margen de algunas tomas de interés (viejucas de negro sobre fondos enjalbelgados, luz ibicenca restallante) el resto es tan aburrido y nimio como el conjunto de su obra. Sin duda, con los años, llegó a adquirir una gran pericia técnica pero, al parecer, nada en su interior le previno sobre el interés de la época en que le tocó vivir, sobre todo, los años cincuenta y sesenta. Ni rastro de revolución, apertura, desarrollo, nuevos tiempos. Nada. A sus ojos, España seguía siendo el mismo lugar aburrido, gris, cenizo, subdesarrollado que él, obviamente, habia conocido en la postguerra.

A eso se le puede llamar, claro, "instante poético" o, en realidad, pobreza de espíritu y conformismo, como si Gómez hubiera interiorizado el consejo del dictador: "no se metan en política". En política ni en nada. Gómez no tiene una línea específica de trabajo. La exposición agrupa las fotos por temas: retratos, descampados, etc que solo indican que un fotógrafo algo tendrá que fotografiar. Pero no lo que él busca, sino lo que tiene más a mano o a objetivo. Y así, hay una serie de autorretratos, evidencia misma de falta de proyecto, empuje, élan. Hizo cientos de fotos de edificios para resaltar los méritos de los colegiados del Colegio de arquitectos. Su interés reside en los edificios mismos, no en las fotos, unos edificios muy de aquellos años, muchos de ellos de una pretenciosidad estomagante y clara evidencia del poder de los nuevos ricos que aquel régimen inmundo iba produciendo. Alguno, en verdad irrisorio.

Y aquí está el último pliegue del interés de la exposición de Gómez. A pesar de él mismo, su tarea como fotógrafo contumaz de su realidad inmediata, esto es, una sastrería madrileña situada seguramente en el Madrid de los Austrias o cercanías, nos trasmite la imagen de un país en una larguísima y triste posguerra; un país sucio, pobre, miserable, de gentes resignadas por calles mortecinas. El franquismo.

dimarts, 26 d’abril del 2016

El destino del genio

En 1902 en un un remoto lugar de Cuba nació Wifredo Lam, a quien sus padres, un hijo de inmigrantes chinos y una mulata, nieta de unos esclavos, pusieron de nombre Óscar de la Concepción Lam y Castilla. Durante los siguientes ochenta años, Wifredo Lam pasearía su elegante figura de mulato achinado por los dos continentes, europeo y americano, creando un arte en el que fundía todo, estilos, escuelas, técnicas y motivos, especialmente motivos. Alguna vez dijo que su anhelo era representar el melting pot de culturas, civilizaciones, tradiciones, creencias que según él incorporaba el Caribe y del que, en cierto modo, debía de sentirse muestra viviente.

La exposición del Reina Sofía reúne más de doscientas piezas de obra gráfica, sobre todo óleos, pero también aguafuertes y otras técnicas de ilustración, así como muchas fotografías y todo tipo de documentos como revistas, cartas, postales, carteles, etc. Un verdadero lujo que permite seguir la peregrina existencia de Lam y situarlo en sus diversos momentos, siempre rodeado de intelectuales, escritores, poetas, pintores, con los que mantuvo muy diversas relaciones. De Picasso, que tiene una influencia abrumadora en su obra, debe de haberse considerado discípulo. Y también de Michel Leiris, el director del Museo del Hombre, que fue el primero es mostrarle de modo sistemático el arte africano, que sería decisivo para él. Tuvo también mucha relación con André Breton y todo el círculo surrealista; pero, sobre todo con Breton. Ilustró un largo poema que el autor de Nadja había escrito en Marsella en 1940, Fata Morgana, un exabrupto poético muy interesante. Breton lo scribió mientras esperaba el barco que había de llevarlo a América, escapando de la Francia de Vichy, de los nazis. Si tenemos en cuenta que en ese viaje iban asimismo Claude Lévy-Strauss, André Masson, Wifredo Lam y Victor Serge nos hacemos cargo de que un tiempo muy abigarrado el que vivió Lam. Y lo vivió abigarradamente. Este grupo de evadidos ilustres iba a la Martinica. De ahí, Lam pasó a su Cuba natal, no sin antes encontrarse con Aimé Césaire, que le insufló en parte el espíritu de la négritude. Digo en parte porque él no podía olvidar su procedencia china. En Cuba se reencontró con sus raíces, su madre, su madrina, una negra ancha que parecía sacada de la Cabaña del Tío Tom, y todo eso lo mezcló con la santería y algo más tarde el vudú. Pero lo mezcló incorporando muchas otras experiencias: su estancia en España, su participación en la guerra civil como miliciano y su tiempos de Francia. 

Lam fue desde el primer momento una máquina de producir. Tiene un oficio inigualable y una increíble rapidez de creación. Recuerda mucho la inmensa facilidad que tenía Soutine. Y en los dos casos con efectos similares: tendencia a una forma dominante que se muestra como variaciones más que como sucesión de obras independientes. Casi se diría que los dos son pintores de series. Lo que sucede es que Lam es menos convencional porque aporta influencias plásticas no europeas en una especie de síntesis caribeña.  Los títulos de muchos cuadro parecen sacados del Sóngoro Cosongo de Guillén. Sonidos de santería y vudú, afrocaribeños. Eso gusta mucho en Europa y la pintura de Lam tiene una funcionalidad ornamental notable. 

Pero eso no quiere decir que Lam no tuviera otros elementos. Además de ser miliciano en la República, Lam retrató personas, paisajes de España. Campesinos, las casas colgantes de Cuenca. De hecho, la exposición arranca con unas obras primerizas de la etapa española que son de una cursilería apabullante.  Hizo bien en marcharse a Francia antes del fin de la guerra. En España se dejó una mujer y un hijo muertos de tuberculosis y una juventud todavía en busca de objetivo. En Francia encontró soporte y ayuda para echar a andar ya en madurez. 

Lam tuvo siempre reconocimiento en vida. Pintó lo que quiso y vivió donde quiso también. Los últimos veinte años en un enclave italiano, el Albisola, por insistente recomendación de Asger Jorn. Se rodaron películas sobre él, fue invitado con todos los honores a las fiestas intelectuales de la Habana, se le encomendaron funciones representativas y su cuadro mása célebre, La Jungla, está en el MoMA, al ladito de Las señoritas de Avignon. 

Desde luego, el arte de Lam trasluce un gran sincretismo hasta atávico y no hay inconveniente en considerarlo arte caribeño, pero tiene escaso engarce con la cultura europea. La dedicación a la cerámica también apunta en la dirección de un arte de carácter decorativo. Eso no quiere decir que Lam se desinteresara de los temas de su tiempo. Al contrario, estuvo directamente involucrado en varios acontecimientos, aunque a su manera. Hasta jugueteó con la idea de una cubanidad, algo que suena un poco a ese otro intento nacional-español, esto es, la Hispanidad.

divendres, 15 d’abril del 2016

La piedad de Aquiles

La Joven Compañía, un grupo teatral compuesto por muy meritorios primerizos de entre 18 y 26 años, escenifica la Ilíada en el Conde Duque de Madrid. Son gente magnífica, muy entregada y vocacional. Hace unos meses pusieron una versión de el señor de las moscas que estaba muy bien y de la que Palinuro dio cumplida cuenta. Se ve que, además de jóvenes y prometedores, les encantan los retos porque si versionar la obra de William Golding ya era difícil, atreverse con Homero es rizar el rizo. Sobre todo porque, además de la Ilíada, versionada por Guillem Clua, traen la Odisea, en versión de Alberto Conejero, aunque temo que esta no podremos verla porque nos pilla por tierras catalanas. 

Meter los más de 15.500 versos de Homero en hora y media de representación teatral y no dejarse nada en el tintero tiene su mérito. El relato se hace en varios planos: con diálogos directos entre los personajes en los enfrentamientos más célebres de la epopeya, Patroclo-Héctor, Paris-Menelao, Héctor-Ayax, Aquiles-Héctor o en algunas de las escenas más conmovedoras, como el diálogo entre Andrómaca y Héctor o entre Príamo y Aquiles o más duros, como los de Paris y Héctor o Agamenón y Aquiles. Incluye asimismo relatos corales, que reproducen las historias homéricas en boca de algunos de los personajes más característicos, como Nestor, Ulises o Casandra, sin olvidar, claro está, a Helena.  Y una especie de metarrelato en el que se hacen abundantes interpretaciones y se explican significados con mayor o menor fortuna.

En buena medida, la narración está entreverada de consideraciones personales y de actualidad y da la impresión de que Clua la ha concebido como un alegato en contra de la guerra y de los males que acarrea hasta hoy. El mero hecho de que, ya desde el comienzo, se oiga el viejo apotegma del tiempo de la primera guerra mundial de que "la primera víctima de la guerra es la verdad" así lo confirma y, de paso, envía la imaginación por derroteros erróneos ya que el poema en sí no tiene nada que ver con los problemas de la verosimilitud o la falsedad. Confieso que este propósito antibélico me desconcierta un poco. No tengo nada en contra de una proclama antiguerrera pero no estoy seguro de que colgársela a una epopeya como la Iliada esté puesto en razón. La actitud de Homero hacia la guerra, muy compartida por el  mundo griego, era de ambigüedad y fatalismo, destino fatídico de los hombres, sobre todo teniendo en cuenta que en ella participan los dioses y que ninguno, mortales o dioses, puede librarse del hado. Dar una visión pacifista o antibélica de la Iliada me parece empobrecerla. No anda lejos de ella la convicción de Heráclito, mucho más compleja y terrible de que "la guerra es el padre de todas las cosas". Siendo esto así, la visión helénica de la guerra es mucho más matizada y compleja de lo que se pueda reflejar en un alegato de este tipo. Es como la cuestión muy griega también de la inmortalidad/mortalidad. La búsqueda de la gloria y la memoria imperecedera en Aquiles se hace sobre un fondo de conciencia de la mortalidad como condición humana normal. La piedad del peleida no puede ser como la de San Francisco de Asís. Es imposible. No tiene mucho sentido pasar lista al futuro a lo personajes de la Iliada pues estarán todos muertos, pero no como merecimiento o demerecimiento  de sus actos sino como destino de sus vidas, hayan hecho lo que hayan hecho.

Los actores, muy bien dirigidos, hacen un gran trabajo, aunque aconsejaría un poco más de temple y menos gritos. Tampoco estoy muy conforme con que suenen hits de Edith Piaf en algunos momentos decisivos. Es más, creo que no le hace falta la música.

dilluns, 11 d’abril del 2016

Una ciudad solar

Al día siguiente de la visita a Itálica, rumbo de vuelta a Madrid, escogimos la ruta de la plata y fuimos a parar a Mérida, la Augusta Emérita de los romanos, ciudad de legionarios jubilados que habían combatido en las guerras del norte, mandada construir por Augusto, que llegó a ser capital de la Lusitania y alcanzó una gran prosperidad hasta nuestros días, en que es capital de Extremadura. El inmenso legado romano constituye un conjunto arquitectónico impresionante, declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO con toda razón. Imposible de visitar en un solo día, es forzoso hacer una selección en la que no puede faltar la visita al Museo de Arte Romano que, además de los tesoros que contiene, es una obra de Rafael Moneo muy digna de admiración porque está concebida para dignificar aquello que exhibe y es como una especie de resumen de la civilización romana, desde columnas colosales a alfileres, fíbulas, juguetes o cientos de monedas; desde frescos e inscripciones y estelas funerarias a mosaicos de muy variada traza; desde estatuas de divinidades o personajes a pórticos y arquitrabes de diversa procedencia; desde el peristilo de una vivienda a un mausoleo en la cripta que alberga el museo. Un museo que no cansa a pesar de sus enormes salas y estancias y que sorprende por la mucha diversidad de las piezas y su notable refinamiento.

Hay una abundante presencia mitraica tanto en el museo como en los espacios del conjunto arquitectónico exterior. Un edificio de este, de inexcusble visita por ser una domus romana de lujo en magnífico estado de conservación se llama  casa del mitreo, si bien parece que impropiamente porque toma el nombre de un probable santuario de Mitra que hoy está bajo la adyacente ciudad de Mérida. Pero, sea o no justo el nombre, es una prueba más de que hasta esta ciudad de mílites jubilados había llegado este dios solar de origen persa. Lógico, por lo demás porque Mitra tauróctonos (pues siempre se le representa con un gorro frigio y degollando un toro), aparece en el Imperio romano en el siglo I como culto más o menos mistérico probablemente traído por los legionarios que habían servido en el Oriente. Incidentalmente, no deja de tener su gracia que el mitreo real probablemente esté bajo la plaza de toros. El culto estaba basado en estrictas cofradías masculinas de las que se excluía a las mujeres, a las que consideraban, al parecer, "hienas". El mitraísmo, muy extendido en el Imperio entre el siglo I y el IV, llegó a tener ascendiente entre los emperadores pero estaba ya en decadencia cuando fue proscrito por el emperador Teodosio (el de Itálica), confundido con una divinidad sincrética pero desvaída llamada sol invictus. Hoy puede resultarnos extraño, pues nuestra visión del imperio está muy influida por el espíritu cristiano, pero durante siglos el mitraísmo compitió  con el cristianismo por el alma de los romanos. Curioso que fueran dos cultos con dioses procedentes de los confines más o menos bárbaros del imperio los que rivalizaran por imponerse en la capital del orbe civilizado y, al final, uno de ellos lo consiguió. Del mitraísmo resta hoy poco al margen de las diatribas de los padres de la Iglesia. Pero queda una abundantísima iconografía en todo el Imperio, en Roma y, por supuesto, en Augusta Emérita, entre otras. varias estatuas mitraicas del museo.

El teatro, el anfiteatro, el circo, los acueductos (especialmente el llamado "del milagro"), todas las obras públicas, el templo de Diana, el foro, etc., todo da para perderse entre piedras venerables y maravillas arquitectónicas. Pero, lo dicho, hay que seleccionar y nos fuimos directamente al teatro, ese lugar en donde se celebran hoy los afamados festivales. La maravilla que puede contemplarse en la foto, con su columnata, el dintel sobre el que hay una estatua de Némesis. Si uno no siente que algo inefable lo embarga, dé la vuelta y busque la estatua de Margarita Xirgu que hay en la parte posterior del teatro. Al parecer, otra gran actriz, María Guerrero, había intentado representar en este incomparable escenario, pero el celoso conservador de la época, alarmado por los decorados que traía aquella, lo impidió. Sin embargo, donde Guerrero fracasó, triunfó la Xirgu, gracias a su minimalismo, pues prometió no llevar decorado alguno, ni siquiera iluminación. Y así, en 1933, por primera vez en más de mil años, se representó en vivo en Mérida la Medea de Séneca, en traducción de Miguel de Unamuno y bajo la dirección de Cipriano Rivas Cherif, el cuñado de Azaña, quien ha dejado escrito un recuerdo imborrable de aquel acontecimiento. Margarita Xirgu, claro, interpretó a Medea y Enric Borrás, a  Jasón. Una prueba más de lo que fue la República. Luego vino la guerra civil y la barbarie fascista. Pero desde hace años las gentes podemos ver teatro en Mérida en esos magníficos festivales que, en realidad, inauguraron Xirgu, Unamuno, Rivas Cherif y, por supuesto, Séneca. 

diumenge, 10 d’abril del 2016

La ciencia y la fe

Buena, moderadamente buena, la peli de Hugh Hudson sobre el descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira, con Antonio Banderas de protagonista, interpretando a Marcelino Sanz de Sautuola, el acomodado aficionado a la arqueología que las dio a conocer. La cueva había sido descubierta por Modesto Cubillas en 1868. Sanz de Sautuola la visitó en 1875 y fue su hija María, entonces de nueve años, la primera en avistar las famosas pinturas.

La historia está bien ambientada en una ciudad pacata de provincias española en el XIX, aunque vista con los ojos de un anglo-escocés. Es como una intuición. Si me obligaran a especificar en qué diferencio una ambientación del XIX hecha por un inglés o por un español, no sabría bien cómo hacerlo. Pero tengo la sensación de que esas diferencias existen, son palpables. Son modos distintos de presentar las relaciones humanas, las de las personas con los paisajes, los diálogos, todo. No tiene mayor importancia, pero se hace sentir. Y mucho más cuando se nos trasmite parte de la crispación y el conflicto social vivido por el descubrimiento a través de noticias de prennsa local, El observador imparcial, en inglés.

El relato es fiel a la historia del descubrimiento y posterior peripecia: el enfrentamiento del arqueólogo aficionado a dos bandas. Por un lado con la religión y, por otro, con la ciencia y, en concreto con aquella a la que él se había dedicado. Ambos dibujan un conflicto que destrozó la vida del personaje y, aunque con tintes convencionales, están bien tratados en la película, si bien quizá un poco caricaturizados. No obstante, puede que no sea culpa del guión sino del hecho de que cierta literatura del siglo XIX es tan dominante que influye en toda narrativa posterior. La mujer de Sautuola tiene un toque de Ana Ozores y el fanático cura algo del magistral de La Regenta y hasta del arcediano Frollo, de Nuestra Señora de París. El oscurantismo de la Iglesia católica y sus malas e inhumanas artes está bien captado.

Mucho interés tiene asimismo el otro conflicto, el que opone el gran descubrimiento hecho por un aficionado (pero de una importancia colosal para la historia de la ciencia y de la humanidad) con el sistema de prestigios y honores establecidos en el mundo académico que, con una falta de rigor y de verdadero espíritu cientifico, desprecian el hallazgo de Altamira, se niegan a reconocer su valor e importancia e incluso lo atribuyen a engaño y superchería. Y todo porque, cosa habitual en las flaquezas del intelecto humano, este tiende a sacralizar su propia y maravillosa aventura, convirtiéndola entonces en un dogma. Eso es lo que estuvo a punto de pasar con la teoría darwiniana de la evolución que, de perseguida, casi pasa a perseguidora. Que el catolicismo está contra la ciencia es la evidencia misma desde hace dos mil años. Que también lo esté la ciencia en la medida en que se adocena y pierde su espíritu inquisitivo y libre es tremendo. Lo único que dignifica al hombre frente a la abyección de la creencia en dioses es la sinceridad y la veracidad del espíritu científico. Si estos se corrompen se pierde la última esperanza de libertad del ser humano. Algo peor que la superstición religiosa. 

En un orden de cosas más sociológico, histórico, inmediato, no deja de escocer que, aunque la cueva reciba la visita del Rey Alfonso XII, nada en la España de entonces se movía sin la autorización intelectual francesa. Actualmente, según se dice, hemos progresado mucho: ahora esa autorización, a modo de supervisión de gentes más adelantadas, nos viene de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y, cómo no, Francia.

España es una "gran nación". Ya lo era cuando apareció lo que después se llamó "la capilla sixtina del arte rupestre". Pero la "gran nación" no fue  capaz de descubrirla por entero, exhibirla en toda su magnificencia, estudiarla y ponerla al servicio de la humanidad mientras los franceses no nos dieron permiso. Y les llevó veinte años.

dimecres, 30 de març del 2016

El mal y la belleza: Salomé

En el Centro Cultural de la Villa de Madrid, la Salomé de Oscar Wilde, dirigida por Jaime Chávarri e interpretada por Victoria Vera. Una obra de teatro tan rodeada de leyenda y fascinación como la fascinación y leyenda de que trata la obra.

La primera pista está en el cartel anunciador, que es una acuarela del simbolista Gustave Moreau, La aparición, y representa a Salomé deslumbrada por la aparición de la cabeza del Bautista casi como un dios solar. Un tema que repetiría luego en composición muy similar Aubrey Beardsley en su ilustración de 1894, J'ai baisé ta bouche, Iokanaan. Moreau había tratado el tema de Salomé varias veces. Venía siendo frecuente en la pintura desde el Renacimiento por las mismas claroscuras razones por las que lo fue el otro paralelo de Judith y Holofernes. Eso de la mujer cortando o haciendo cortar la cabeza a un hombre insinúa freudianamente la tendencia a la emasculación. En Moreau es un verdadero ciclo (con acuarelas, óleos y dos docenas de dibujos) que concentra en él toda la fascinación decadentista con la mujer fatal, el deseo, la muerte y la perdición de los hombres. Muy probablemente fue la inspiración para uno de los Tres cuentos de Flaubert, Salomé, publicado por aquellos años de 1877. Ambos, a su vez, decisivos, sobre todo Moreau, en A Rebours (1884) (A contracorriente) de Joris Karl Huysmans, cuyo capítulo V está dedicado a las reflexiones del antihéroe protagonista, Jean Des Esseintes, sobre dos de las obras de Moreau. A Rebours, biblia del decadentismo fin de siècle, influyó mucho en Oscar Wilde. No se menciona expresamente pero hay acuerdo general en que se trata del famoso "libro amarillo" que Lord Henry regala a su amigo Dorian Gray (en cierto modo, versión inglesa de Des Esseintes) y con el que ocasiona su perdición, porque es la "novela más perversa" de la época.

La leyenda trae causa de los tres evangelios sinópticos, coincidentes en el relato, especialmente en lo que no se dice: el nombre de la hija de Herodías. Ni Lucas ni Mateo ni Marcos, que es quien más en extenso trata el tema, mencionan el nombre de Salomé. El primero en hacerlo es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías. Pero Josefo, que da cuenta de la Salomé real (dos veces casada y con descendencia) no la vincula con Juan el Bautista y es precisamente esta vinculación, que sí está en los Evangelios, la que da la pimienta a la historia: Salomé, hija de Herodías, baila para Herodes quien, ebrio de concupiscencia, le promete lo que le pida y Salomé pide la cabeza del Bautista por deseo expreso de su madre, harta de que la voz que clama en el desierto le eche en cara su vida incestuosa.

Wilde escribió la obra en francés 1892 y la puso en escena en París en 1896 Sarah Bernhardt, hasta su prohibición casi inmediata. De aquí arranca el tópico de que la escribió para ella, cosa que el mismo Wilde desmintió en carta a la prensa francesa. Traducida al inglés por su amante Lord Alfred Douglas, para desesperación del propio Wilde a quien la versión pareció detestable, cuando se estrenó en Francia, el autor cumplía condena en Reading por indecencia pública, una típica estupidez legal de la época. No pudo estrenarla en Londres, dada la prohibición de papeles bíblicos en el teatro inglés y esta especie de maldición prohibitiva prosiguió en sus adaptaciones. La versión para ópera de Strauss (1905) fue prohibida en Viena en donde iba a estrenarla Mahler.

¿Qué tiene la pieza que tan maldita la hace? Pues, en principio, un típico giro de amoralidad (aunque estoy tentado de escribir moralidad porque es lo que pienso) de Wilde. La obra se aparta de la interpretación al uso: no es Herodías quien induce a Salomé a bailar para vengarse del Bautista. Es la propia Salomé quien, incendiada de pasión por el primo de Cristo, requiere su cabeza para besar su boca y saciar su deseo: "Besaré tu boca, Iokanaan". Incidentalmente, la traslación del nombre de Johannes a Iokanaan, busca el mismo giro estético: la orientalización o exotización de la historia. Como el hecho de periodificarla con la tonalidad de la luna: blanca al principio, roja cuando comienzan las muertes y negra al final. Para acabar de situar Salomé en el pináculo del decadentismo maudit, el ilustrador fue el genial Aubrey Bearsdley, director por entonces de la revista de arte y literatura The Yellow Book y quien, por cierto, detestaba a Wilde.

La versión de Jaime Chávarri, aceptable y la interpretación, en conjunto, decorosa. El Bautista no acaba de ser convincente en el punto central de la obra: el ardiente misticismo y el amor carnal que inspira, la perversión última del cristianismo: el sacrilegio de atraer a Dios o a su enviado al pecado. Claro que ahí falla también la protagonista. Victoria Vera es buena actriz, con mucho dominio y recursos, pero quizá no sea la mejor idea poner a representar un papel de intensa carga erótica a una mujer de sesenta años con el climax de la danza de los siete velos. Porque esta es la consecuencia del inesperado giro de la historia en Wilde: la versión convencional en la que el Bautista es, en realidad, la voz de la conciencia que atormenta a Herodías deja paso a otra mucho más audaz (aunque, en el fondo, vacía) en la que es la crueldad de la belleza y la juventud la que arrasa con todo y lleva el sacrilegio y el decadentismo al extremo de la necrofilia. 

dissabte, 26 de març del 2016

Los idilios de Cameron

La fundación Mapfre, en sus salas de Bárbara de Braganza, en Madrid, alberga una notable exposición de fotos de Julia Margaret Cameron (1815-1879) trasladada directamente del Victoria & Albert Museum de Londres que la expuso antes. Son algo más de cien imágenes, prácticamente todas ellas retratos y casi todas, a su vez, primeros planos.

Cameron se inició en la fotografía ya bien entrada en años, con 48 de edad, pero lo tomó con el interés y el ímpetu de una vocación, como llamamiento de la divinidad. Se propuso dejar poderosa huella en la historia de aquella nueva técnica y arte y a fe que lo consiguió, convenciendo al entonces South Kensington Museum (hoy Victoria & Albert) de que coleccionara su obra ya desde el principio, dándole un tratamiento que no desmereciera en nada del de la pintura. Porque eso era lo que Cameron se consideraba a sí misma, una pintora y lo que quería hacer con su cámara: pintar. Riánse ustedes del posterior "pictorialismo". El particular uso del desenfoque en los retratos, en parte, probablemente voluntario y en parte no querido pero inevitable con los largos tiempos de exposición que se necesitaban entonces, da a su fotografía un aspecto indudablemente pictórico. Como sea que, al mismo tiempo, dibujaba o manipulaba los negativos, el efecto se duplicaba.

Pero hay algo más que arte, técnica, voluntad y pasión en la obra de Cameron, algo que inserta su trabajo en una época de notable y compleja personalidad, en el apogeo de la era victoriana. La propia existencia de Cameron parece un resumen de los rasgos típicos de aquel tiempo: nacida en Calcuta, hija de un oficial de la Compañía de las Indias Orientales y una dama francesa noble, educada en Francia, casada con un miembro del Consejo de gobierno de la India que le llevaba veinte años, residente luego en Inglaterra, Cameron se relacionó con un amplio círculo de personalidades (a muchas de las cuales fotografió) de la ciencia, la cultura, la pintura, la literatura y, sobre todo, la poesía y gozó siempre de una notable aceptación, aunque su obra fuera objeto de frecuentes ataques críticos por diversas razones. Esta flexibilidad y densidad social, esta apertura de un siglo tan aparentemente rígido muestra que, si se considera con algo de detenimiento, la era victoriana fue mucho menos hostil a la afirmación y el avance de las mujeres de lo que habitualmente se supone. Para entenderlo, una sencilla comparación: busquen una mujer casada en la segunda mitad del XIX en España con libertad para acometer una carrera artística con éxito, al tiempo que una industria. Porque, habiéndose establecido el sistema de derechos de autor en la época, Cameron registró los de todas sus fotografías, convirtiendo su dedicación artística en un modo de vida. Habría que explorar algo más esta conclusión pero me atrevo a sugerir que está relacionada con el predominio en la época de dos corrientes filosóficas no estrictamente vinculadas entre sí pero dominantes entonces en Inglaterra y en Europa: el darwinismo social y el utilitarismo.

Junto a los retratos de gente famosa, algunos de los cuales son iconos, como el de Darwin o un par de ellos de Alfred Lord Tennyson, Cameron desarrolló una gran obra temática. Parte de esta se encuentra en la exposición: motivos bíblicos, alegorías, representación de abstracciones (como la fe, el amor, la esperanza, etc) que, al forzar los límites de la fotografía, suelen resultar ridículos, pero en manos de Cameron no lo son en absoluto. Su amistad con G. F. Watts, el pintor simbolista (cuyo retrato como músico ilustra el catálogo de la exposición) empeñado en pintar ideas, sentimientos "y no cosas" y consejero suyo, fue determinante en esta orientación. Su serie de Madonnas con niño -para las cuales utilizó como modelo una criada de la casa- son de bastante categoría pictórica, a falta, claro, del color. 

Pero no solo Madonnas retrató Cameron. La exposición trae alguna foto de la serie que dedicó a Beatriz Cenci, cuya trágica historia movió mucha creación durante el romanticismo y sigue haciéndolo hoy como símbolo de la lucha de las mujeres frente al patriarcado delictivo.

Gran parte de su obra acusa influencias renacentistas, singularmente rafaelescas y leonardescas (¿de donde proviene el desenfoque de los retratos sino del sfumato renacentista?), muy de moda en la época, dominada por el prerrafaelismo puesto que, para ser prerrafaelista había que haber sido antes rafaelista.Aquella fue también una elección. Cameron pudo haberse decidido por el espíritu gótico, tambièn muy presente por entonces, pero decidió hacerlo por el mundo de Camelot y precisamente, uno de sus últimos trabajos fue la ilustración de Los idilios del Rey, de Tennyson, la obra poética canónica del ciclo artúrico ya en todo su esplendor. 

Cameron consiguió lo que se propuso, hizo lo que quiso, impuso su criterio, consiguió aceptación porque, en palabras de su bisnieta, Virginia Woolf, en un libro que recogía su obra publicado en los años veinte del siglo XX, tenía talento. 

divendres, 25 de març del 2016

¡Busquen al occiso!

Cuando era chaval, llegada la Pascua, los curas, que mandaban entonces en España tanto como ahora (aunque hoy lo disimulen algo más) se apoderaban de la calle, de todos los espacios públicos, de las comunicaciones, de los cines, los teatros, de todo. La radio y la tele solo daban programas sacros; los teatros cerraban o escenificaban piezas piadosas; los cines suprimían la programación ordinaria y la sustituían por películas sobre la vida y la pasión de Cristo; las calles se llenaban de procesiones. La opción era muy simple: o te tragabas aquella bazofia o te quedabas en tu casa leyendo novelas de Emilio Salgari o Richmal Crompton.

Jamás fui a una procesión ni a ningún acto sacro. Pero, a veces, iba al cine a soportar unos pestiños de una calidad ínfima que se suponía habían de edificar el ánimo de los espectadores y, tratándose de católicos, es posible que lo consiguieran. Las que siempre buscaba eran las películas mexicanas que, por lo menos, traían otro acento. Jamás olvidaré una en la que Cristo decía a los discípulos: "Dejad que los chamacos se acerquen a mí".

Un poco como homenaje a aquellos años lejanos y desagravio por esta era de liviandad, pecado y abandono mundano que vivimos, decidí ir a ver esta película de Kevin Reynolds, Resucitado, que, en lugar de contar la historia de la pasión de Cristo al modo habitual, arranca el relato precisamente del momento de la crucifixión y de lo que sucede los días posteriores. La idea es muy buena y el guión, más o menos hasta la mitad del film, un hallazgo, muy entretenido, original y con sus puntas de humor. Lo que hace es convertir la muerte de Cristo en un thriller. Consumado el sacrificio, los romanos entregan el cuerpo de Jesús a José de Arimatea para que le dé sepultura. Pero Caifás y el resto del sanedrín avisan a Poncio Pilatos de que los discípulos del nazareno planean reabrir el sepulcro y robar el cadáver para propagar luego la fantasía de que el muerto ha resucitado al tercer día porque es el Mesías, el rey de los judíos. De este modo habrá disturbios en contra de los romanos, justo un par de semanas antes de la visita del emperador Tiberio. Pilatos no quiere líos y ordena a un tribuno, jefe militar, Clavius que haga vigilar la entrada del sepulcro.

No obstante, como sabemos por la leyenda cristiana, el sepulcro es abierto y el cuerpo desaparece. Pilatos ordena entonces a Clavius buscar el cadáver, encontrar a los seguidores de Cristo, para destruir la leyenda en su cuna. El tribuno y los romanos que, obviamente, no creen que los muertos resuciten, emprenden la búsqueda, registran casas particulares, profanan tumbas, pagan espías. Y la cuestión se convierte en una lucha contra reloj por ver si se consigue aniquilar una leyenda antes de que prenda en la credulidad de la gente.

Sin embargo, a mitad de la película, por un giro inesperado (y, obviamente, debido a la mano de Dios), el tribuno empieza a creer en resurrección, ve a Cristo en persona entre sus discípulos, se convierte y, como Pablo de Tarso, pasa de ser azote de cristianos a ser su aliado. A partir de ese momento, el prometedor thriller del principio se convierte en una película más de propaganda cristiana de las que veía en mi infancia y, por más técnica cinematográfica moderna que se le eche vuelve a ser la misma inverosímil y aburrida historia de siempre. A esta película le sobra más o menos la segunda mitad.

dijous, 24 de març del 2016

La vida pasa, Colometa

La plaza del Diamante es una de las mejores novelas catalanas contemporáneas, quizá la mejor. Publicada en 1962 ocupa un sitio de honor entre lo más granado de la literatura española de la postguerra, Nada, El Jarama, Tiempo de silencio. Todas tienen algo en común: son obras que acusan el impacto de la guerra y la postguerra, el desgarro de una generación, la fractura social que se mantendría años y años, el empobrecimiento de la vida colectiva, la reducción de las conciencias, el empequeñecimiento de la convivencia, la disminución de los ritmos vitales de la gente, como si la sociedad, golpeada brutalmente, hubiera reducido su vitalidad y quedado en una especie de vía muerta, apenas una sombra de lo que fue.
 
Pero La plaza del Diamante tiene algo distinto: está escrita desde fuera,  es la obra de una exiliada exterior. Precisión necesaria porque los autores de las otras obras mencionadas (Carmen Laforet, Sánchez Ferlosio, Martín Santos) vivieron en un exilio interior. Rodoreda salió de España al final de la guerra y ya no regresó hasta bien avanzados los años 1960. Aunque el espíritu en que está  concebida la obra es similar al de los mencionados, la técnica narrativa (el flujo de la conciencia, primeramente enunciado por William James), el enfoque, la estructura del relato le tienen reservado un lugar de honor en el canon occidental, en la estela de Virginia Woolf o James Joyce. El hecho de que se haya traducido a una infinidad de lenguas y de que siga siendo lectura escolar en Cataluña, hablan en este mismo sentido.
 
La novela, relatada en primera persona con la sencillez y el candor de una chica del barrio de Gracia en Barcelona, dependienta de una pastelería, no solo es un prodigio de elegancia y belleza de estilo literario, sino una crónica sucinta y minimalista de una época. Entreverada en la modesta vida de la Colometa (el nombre que le da su primer marido, el ebanista, Quimet), se dan los acontecimientos de la historia del país, que se hacen presentes por referencias, como un horizonte sobre el que se dibujan las penas y las alegrías de una vida vulgar: la República, la guerra civil, la postguerra, el hambre, el racionamiento, la miseria y luego, como un reflujo último después de un paréntesis de destrucción y muerte, el retorno a la vida sencilla ya sin angustias ni penalidades, pero con la nostalgia de una juventud que se fue casi sin sentir.
 
La adaptación al teatro en forma de monólogo de un tirón era casi algo obligado, dada la estructura del relato. Que el director y adaptador, Joan Ollé, haya pensado en Lolita Flores para el papel tiene algo de paradójico. La verdad, nunca se me hubiera ocurrido mezclar a la Colometa con el mundo gitano que, además, ejerce como tal. De hecho, en el teatro abundaban los espectadores gitanos que luego se desvivieron en exaltados aplausos y vítores a la actriz. Y se los merecía, desde luego, porque la suya es una interpretación muy impregnada del espíritu sencillo, bondadoso, sensible e inteligente del personaje.
 
Hasta ahí, la adaptación teatral solo merece aplausos. Pero la obra presenta un inconveniente estructural que, al consistir en un monólogo en un único tiempo solo puede justificarse como un recuerdo. La Colometa, ya mayor, sentada en un banco de la plaza del Diamante, echa la mirada hacia atrás y narra la historia rescatando su memoria. Quizá no haya otra forma de resolver este problema, pero choca mucho. Y choca porque, dada la mayor libertad narrativa de la novela, el relato del flujo de la conciencia no es recuerdo sino vivencia directa: Colometa da cuenta de su peripecia vital en paralelo a la historia que está pasando de forma que el relato es un presente perpetuo y no un recuerdo. Lolita Flores borda el papel, pero el papel es un ejercicio de la memoria y no el torrente de la vida apresado en una literatura que lo que tiene de densa y profunda lo tiene también de ingenua.
 
La plaza del Diamante es una obra de arte cuya lectura conmueve, cautiva y llega a lo profundo. Su representación, con todo y ser un logro, no alcanza ni puede alcanzar la misma intensidad. 

dimecres, 23 de març del 2016

Vanguardia de la vanguardia

El Matadero de Madrid tiene una exposición de novísimos, de artistas novísimos. Un grupo de especialistas, convocado por una iniciativa privada de patrocinio española ha hecho una selección de una decena de artistas españoles e italianos jóvenes (ninguno llega a la cuarentena) y todos ellos aun desconocidos. Hacen muy bien. El arte necesita impulsos. Los artistas en exposición utilizan técnicas y materiales muy variados y tienen visiones estéticas muy diversas. Ninguno de ellos es convencional porque hasta el fotógrafo José Guerrero, que afirma estar en la tradición de Atget, Strand o Walker Evans, y presenta paisajes con una técnica especial, inoculando los pigmentos en tela. Diego Marcon representa figuras muy originales, a base de tubos de neón. Anna Franceschini se vale de vídeos que representan una realidad mediada con decisiones artísticas. Gabriele de Santis presenta una curiosa mezcla de iconografía digital con marcas populares y mercancías siempre al borde del fetichismo. Rubén Guerrero y Miren Doiz son los que más se acercan a una  concepción pictórica que trasciende tanto el fugurativismo como la abstracción.

La exposición es interesante, ilustra sobre las nuevas tendencias, no conoce pauta alguna de común de orientación y resulta algo fría y desconcertante. Probablemente como el tiempo que refleja.

dimarts, 15 de març del 2016

Vengan ruedas de molino

A estas alturas, una película más sobre casos de pederastia en la Iglesia católica apenas puede aspirar a ser noticia. No lo son ni los que salen todos los días. Debe de haber ya una docena de films y piezas de teatro tratando el asunto. Yo he visto dos más. Y el conocimiento de que el abuso sexual de los niños en instituciones católicas ha sido siempre, y probablemente sigue siendo generalizado, tampoco provoca ya mucha sorpresa. Ahora mismo tenemos una investigación en marcha en un colegio de maristas en Barcelona por supuestos casos de pederastia. Ocurre con el abuso sexual de los niños lo que con los asesinatos machistas de mujeres: todo el mundo los repudia, a todo el mundo abochornan, pero siguen produciéndose y seguirán haciéndolo mientras no se tomen medidas que verdaderamente atajen estas dos plagas. Confieso que no tengo muy claro qué hacer con el machismo asesino, aparte de intensificar todo lo que se hace (que es poco) y de insistir en la cuestión de la educación.

En cambio, en el caso de los curas pederastas lo tengo clarísimo: hay que abolir el celibato eclesiástico. Es algo muy difícil porque esa práctica antinatural y aberrante que llevan siglos pagando miles y miles de niños, no es cosa de doctrina o dogma sino puro interés material. Aparte de lo que ella dice que es y sus seguidores creen mejor o peor, la Iglesia católica es un negocio, una empresa, una máquina de acumular riqueza, capital, con una codicia sin límite. Y la base de ese gigantesco negocio de la puta de Roma (como la llamaba Lutero) es el celibato sacerdotal: los curas no pueden conocer mujer, ni casarse, ni tener hijos y, por lo tanto, no tienen una familia en la que gastar sus ingresos, ni una descendencia a quien legar sus posesiones si por casualidad las tienen, que suele pasar, pues no es raro que los viejos que se confiesan con ellos, les dejen sus fortunas. Así estas van a la Iglesia.

Mientras el verdadero dios de la Iglesia católica siga siendo Mamón, el clero será célibe y un porcentaje mayor o menor de él, seguirá metiendo mano a los niños y más que la mano, si puede.

No, el tema no es original, pero Spotlight es una gran película y muy valiente. Y también original porque no narra un caso de abusos sexuales sino directamente la primera historia de denuncia de abusos sexuales masivos y prolongados en el tiempo en la dióceses de Boston. El escándalo que destaparon los periodistas del Boston Globe hacia 2002. La primera vez que se demostraba fehacientemente que los abusos a los críos eran una práctica habitual en las instituciones católicas, que hubo setenta curas, solo en Boston, implicados en el asunto y que se descubría también que la diócesis, a las órdenes del cardenal Bernard Law se dedicaba a tapar los casos, trasladar los curas pedófilos de destino (sin castigarlos ni entregarlos a la justicia) y llegar a acuerdos económicos privados con las familias, comprando el silencio de estas. Gracias a esa investigación del Boston Globe se supo de cientos de casos más en los EEUU, miles por todo el mundo, desde Australia a Irlanda, pasando, claro por la muy católica España.

Algo repugnante, una especie de asquerosa externalidad de la Iglesia como empresa que ensucia y contamina el medio moral que se supone debe fortalecer.

Spotlight es una gran película, también una "historia real" como esa tontería de El renacido, pero con mucho fuste, mucha categoría, mucho interés para todos los que creen que en el mundo hay demasiadas injusticias y denunciar las que se puedan es un deber de cada uno de nosotros. Le dieron un oscar a la mejor película y otro a algo más. Porque, aunque la historia es trepidante, narrada a un ritmo vertiginoso, quizá con abuso de travellings que llegan a cansar, su mérito no está en los efectos especiales y otras pendejadas sino en que aborda descarnadamente un problema que nos concierne a todos y denuncia a los culpables. De hecho, el cardenal Law tuvo que dimitir de la archidiócesis y el Papa Juan Pablo II, otro que tal, lo nombró archipámpano en Santa Maria Maggiore en Roma, sin duda para que hiciera penitencia por el daño causado. Al fin y al cabo, un lugar cómodo y bastante más grato que el fondo del mar con una rueda de molino atada al cuello que era como Cristo quería ver a los pederastas, según San mateo (18,6).

O sea, en realidad, la película son dos películas: una, una historia de pederastia católica, la primera; dos, una típica historia de encubrimiento, al estilo de Watergate y casos similares. De aquella ya hemos hablado bastante y llegado a mi conclusión: mientras no se suprima el celibato de los curas, ningún niño estará a salvo de estos depredadores, víctimas ellos mismos de la codicia eclesiástica y victimarios de los verdaderos perjudicados, los niños, a quienes estos desalmados han destruido la vida.

El segundo aspecto es la vieja historia de David contra Goliat: los cuatro reporteros de la sección de investigación del Globe, llamada Spotlight contra la enorme maquinaria de la Iglesia, sus apoyos institucionales, sus influencias, sus amenazas y chantajes. La lucha de un periódico de papel del que más de la mitad de los suscriptores son católicos y que tiene que encontrar un punto de equilibrio entre la necesidad de ir con pies de plomo para no publicar nada sin contrastar y la de ir con pies alígeros, no fuera a ser que algún colega desaprensivo le pisara la historia.

El relato es de comienzos del milenio y el siglo (de hecho coincide con el atentado a las torres gemelas) y en esa época está dándose ya la transición de la prensa de papel a la digital. Parte de la acción se desarrolla a través de móviles aunque todavía no hay whatsapp. Al final, unos planos de las rotativas echando humo, escupiendo los atados de diarios que son cargados después en furgones de reparto al amanecer es como un nostálgico adiós al mundo de la prensa viva, escenas que recuerdan a Ciudadano Kane o El manantial.

La interpretación es soberbia y el guión fantástico. Esto es cine.