Dadas mis opiniones políticas y mis gustos literarios y artísticos en general, una película del Hollywood liberal sobre el caso de Dalton Trumbo y los diez de Hollywood tenía que gustarme. Y me gustó. ¿Cómo no iba a gustarme una peli que pone verdes a los macartistas, al Comité de Actividades Antiamericanas (que, por cierto, no eran lo mismo, aunque mucha gente crea que sí), la caza de brujas, la histeria anticomunista de los Estados Unidos durante la guerra fría y el siniestro episodio que aquí se relata? Me gustó, claro que me gustó, y hasta me emocionó. Crecí leyendo las novelas de Alvah Bessie, de Howard Fast y de Dashiel Hammett entre otros y el teatro de su mujer, Lilian Hellman y admirando la obra de Dalton Trumbo; vi varias veces Espartaco y siempre me sentí cómplice de Charlot, Jules Dassin, Joseph Losey y otros represaliados por el anticomunismo gringo de aquellos años.
Tenía que gustarme y me gustó una película de esas que llaman biopics, sobre la vida de Dalton Trumbo, el más conocido, más significado y más genial de los llamados "diez de Hollywood", los diez primeros nombres de guionistas y otras gentes de Hollywood, acusadas de pertenecer al Partido Comunista de los Estados Unidos en 1947, al comienzo de la guerra fría. Es histórico que los diez se negaron a declarar invocando la primera enmienda de la Constitución de los EEUU. Como estaba previsto, todos fueron condenados por desacato al tribunal. Su cálculo era apelar al Tribunal Supremo sabiendo que este casaría la sentencia porque tenía una mayoría de magistrados "liberales" (esto es, de izquierda), pero el cálculo falló cuando uno de estos falleció. Por tanto, cumplieron la sentencia y no solo la sentencia. A su salida de la cárcel en aquel clima paranoico de caza de brujas, se encontraron todos sometidos a persecución laboral, excluidos de trabajar para productores de Hollywood merced a la lista negra. Tuvieron que dejar sus empleos, sus familias, en ocasiones trabajar clandestinamente. Trumbo escribió el guión de Vacaciones en Roma, el exitazo de 1953 dirigido por William Wyler, con Audrey Hepburn y Gregory Peck que tuvo tres óscars. Uno de ellos al mejor guión, pero no pudo recogerlo porque este lo había firmado su amigo McLellan Hunter ya que él no podía firmar con su nombre.
Esta situación comenzó a cambiar cuando, por fin, Kirk Douglas se atrevió a contratar como guionista a Trumbo con su verdadero nombre en 1960 para rodar Espartaco, otro exitazo con óscars sobre una novela de Howard Fast y quedó definitivamente atrás cuando lo mismo hizo Otto Preminger para el rodaje de Exodus, con la novela de Leon Uris. La lista negra perdió garra, Hoollywood acabó reconociendo el mérito y la lucha de Trumbo y él y sus amigos comunistas quedaron rehabilitados a fines de los años sesenta y primeros de los setenta.
¿Cómo no iba a gustarme una película que denuncia tan sórdida injusticia, aquellos años de censura y persecución y la lucha de unas personas dignas que mantienen esa dignidad cuando los demás claudican o incluso denuncian a sus compañeros, como hicieron Edward G. Robinson o Robert Taylor, quien colaboró con el Comité de Actividades Antiamericanas? ¿Cómo cuando, además, se habla, casi como de una metáfora de otras obras, por ejemplo el Espartaco de Howard Fast, que simboliza y simbolizará siempre la rebelión contra la injusticia y la tiranía?
Por supuesto, tenía que gustarme. Y así fue.
Dicho todo lo cual, vamos ahora a la parte crítica. Trumbo no es una gran obra desde el punto de vista formal; es desigual y, a veces, convencional, con toques melodramáticos. Los actores están muy bien, sobre todo Brian Cranston (Trumbo) y la veterana Helen Mirren que representa a la odiosa Hedda Hopper, la periodista instigadora de la campaña anticomunista, pero, en conjunto, la historia y, sobre todo, el guión, se hacen confusos y pesados. No obstante, sin duda, el film tiene una categoría decente.
El problema más grave está en el planteamiento y en la forma de tratar uno de los más complejos asuntos de la guerra fría, simplificándola como una historia de buenos y malos donde, además, los buenos triunfan al final y este se convierte en un relato edulcorado a mayor gloria de Hollywood como el centro del espíritu crítico de una época. Y, no; no fue así ni tan simple, ni Hollywood quedó tan bien parado.
La historia de Trumbo se concentra en los "diez de Hollywood" y hace bien. Pero el macartismo y la persecución afectó a más de trescientas personas (actores, guionistas, directores, etc), muchos de los cuales hubieron de emigrar cuando los grandes productores les negaron trabajo y bastantes otros fueron a parar a la cárcel, como Dashiel Hammett, quien ya no volvió a escribir hasta su muerte. La historia del macartismo no se resolvió tan felizmente como se insinúa en Trumbo y siguió funcionando hasta la definitiva supresión del Comite del Congreso hacia 1975. Para entonces había habido historias mucho más siniestras que dieron lugar a fuertes polémicas públicas y casos más trágicos, como el que afectó a funcionarios del gobierno federal, como Alger Hiss, preso por comunista bajo la acusación de Whitaker Chambers (otro acusado de comunismo que denunció compañeros para salvarse él mismo) o los esposos Ethel y Julius Rosenberg, él un científico de origen judío, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética, ejecutados en la silla eléctrica en 1953 en medio de una enorme campaña mundial para conseguir su liberación.
Y todavía queda un aspecto aun más complejo desde un punto de vista ético. Por supuesto, la histeria anticomunista en los Estados Unidos a raíz de la guerra fría fue un disparate que llegó a momentos caricaturescos en los años setenta, al final. El Comité era ya algo ridículo, como se encargaron de subrayar los hippies más conocidos, llamados a declarar, Jerry Rubin o Abbie Hofman, que se presentaron disfrazados de tipos pintorescos, como Superman. Pero debe recordarse algo: la persecución a los comunistas y allegados en aquellos años era antidemocrática y violaba las grands tradiciones liberales y constitucionales de los Estados Unidos, sin duda. De hecho, muchos de los acusados, se negaron a declarar invocando no la primera, sino la quinta enmienda de la Constitución, la que reconoce el derecho de la gente a no declarar en contra de sus intereses.
Conviene, sin embargo, recordar algo: la Unión Soviética de aquellos años era un país totalitario y una dictadura del partido comunista en el que era impensable un grado de libertad lejanamente comparable al que había en los Estados Unidos, con o sin macartismo. Ya hubieran querido los ciudadanos soviéticos tener los derechos que tenían los de los EEUU. Y, sin embargo, gracias a la inmensa capacidad de manipulación y propaganda de los comunistas, el mundo ha vivido y sigue viviendo en la memoria aquellos años como un período negro y vergonzoso en la historia los States. Cierto que lo fueron. Pero ¿qué decir de la Unión Soviética de esa misma época, en donde se organizaban las campañas de propaganda en contra de norteamérica mediante los partidos comunistas legales en todos los países capitalistas y que actuaban en realidad como quintas columnas soviéticas? Esa perspectiva está ausente en la película. Trumbo es un comunista idealista, movido por su amor a la humanidad, pero jamás se inquiere qué pensaba de la URSS que había firmado el pacto germánico soviético con los nazis.
Y todavía más: la cuestión de la verdad y la culpabilidad. Hiss negó siempre haber sido miembro del Partido Comunista, pero los estudios posteriores, tras la caída del comunismo en 1991 y la apertura de los archivos soviéticos a la investigación demuestran que sí lo fue y que trabajaba para los rusos. Igual que los Rosenberg. Según parece, Ethel era inocente y su ajusticiamiento fue una injusticia. Pero Julius sí era un espía, uno de los que contribuyó a que la URSS se hiciera con la bomba atómica. Esto estará mejor o peor y cada cual dirá lo que quiera, pero cambia radicalmente la imagen de Rosenberg que, de héroe y víctima de la persecución, pasa a ser un delincuente, mejor o peor tratado.
Y es que, si la persecución anticomunista en los países capitalistas en la guerra fría fue generalizada y probablemente injusta en Europa continental porque tuvo un carácter ideológico, en los países anglosajones, singularmente el Reino Unido y los EEUU, tuvo otros rasgos. Por las razones que fueran y no hacen aquí al caso (pero son consistentes) en efecto, la militancia comunista tenía una relación directa con los servicios secretos sovieticos. Los llamados cinco de Cambridge (Philby, MacLean, Burguess, Blunt y Cairncross) eran altos funcionarios británicos de los servicios secretos que, siendo miembros del partido comunista, eran también espías de la URSS. Algunos de ellos están enterrados en Moscú como agentes soviéticos reconocidos. Y algo parecido había pasado en los Estados Unidos, incluso dentro del FBI, en el que, demostrado está, se habían infiltrado espías soviéticos que eran ciudadanos estadounidenses comunistas. De hecho, los británicos agentes rusos formaban un sector aislado hasta del propio Partido Comunista de Gran Bretaña, en relación directa con las autoridades soviéticas. En consecuencia, Sartre hizo bien en ridiculizar la histeria anticomunista en Francia en su famosa obra Nekrasov, pero en el caso del Reino Unido y los Estados Unidos (en donde había mucho que espiar) esa histeria, esa paranoia, tenían una base real.
Es el trasfondo histórico real de la película. Por supuesto no afecta a los méritos de Trumbo, pero su mención es obligada a los efectos de situarla en su debido contexto y de no dejarse llevar por el carácter elemental de una película de buenos y malos en la que al final triunfan los buenos gracias a la fuerza redentora de Hollywood.